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LA VOCACION RELIGIOSA EN UN MUNDO DE INCREENCIA

Juan de Sahagún Lucas Hernández

Cómo hablar de la fe en un mundo secularizado es la cuestión planteada por D. Bonhoeffer en la cárcel de Berlín-Tegel en 1945. La respuesta la sugiere él mismo con estas palabras que denotan una confianza total en el Dios vivo: "El Dios que está con nosotros es aquel que nos abandona (Mc 15, 34)"(1).

Años más tarde, en 1993, otro pensador nada sospechoso de vana credulidad, R. Garaudy, hacía suya la pregunta del teólogo alemán y recurría a la experiencia humana de la fe como medio único para responder con eficacia al interrogante que inquieta a todos. Para este filósofo francés, el sentido de la vida no está escrito en una historia que se hace sin los hombres. La escribimos nosotros, porque el Dios de la liberación y la esperanza "es una llamada a mi propia superación. Inspira una práctica concreta de esta superación" (2) . De esta superación vamos a hablar precisa­mente.

Pero antes nos planeamos una pregunta: ¿qué experiencia de fe es capaz de suscitar una esperanza viva y contagiosa nacida no de la carencia, sino de la plenitud?. Posiblemente no haya otra respuesta que ésta: la experiencia del compromiso y comunión con el hermano necesitado. Portadores de esta clase de experiencia son los llamados por Dios a ofrecer una visión nueva del mundo que proporcione significación y finalidad a la vida personal y colectiva por encima de las negatividades del presente. El mundo en que vivimos, adormecido más que nunca por muchas clases de opio, necesita otro ideal que la dominación hegemónica y suspira por una razón distinta de la instrumental y tecnológica. Anhela la prevalencia del sentido sobre la sinrazón y lucha por el triunfo de lo irreversible sobre lo caduco y pasajero. Sólo los seguidores del Crucificado son capaces de ordenar este desconcierto e iluminar el callejón oscuro de la increencia.

De esta irradiación luminosa hablaremos en las páginas siguientes divididas en dos apartados. La primera parte pretende ser una descripción pormenoriza­da del contexto sociocultural en el que se desarrolla hoy la vocación consagrada:el mundo de la increencia. En la segunda intentamos determinar su actitud ante los desafíos de una sociedad configurada desde el secularismo.

­Terminaremos con unas últimas palabras o conclusión meramente indicativa.

1. EL MUNDO DE LA INCREENCIA

Con este epígrafe me refiero al complejo fenómeno de la irreligiosidad que marca nuestra sociedad, a sus formas más relevantes y a sus causas determinantes (3).

1.1. AMBIGÜEDAD DE LA INCREENCIA

El anunciador del Evangelio por profesión (sacerdote, religioso/a) debe contar con un discernimiento previo del estado del mundo en el que cumple su misión específica.Con vistas a la eficacia de su acción,tiene que saber lo que piensan y sienten realmente los hombres de este último recodo de nuestro siglo. Pero sin pararse mucho a pensar, sedará cuenta de que una de las características más llamativas de nuestra sociedad es la falta de fe religiosa. Lo señaló ya una de las mentes más preclaras de nuestro entorno, Javier Zubiri, cuando afirmó que existe un general desinterés por los problemas de ultimidad y trascendencia. "El hombre actual, escribe el filósofo español, se caracteriza no tanto por tener una idea positiva de Dios (teísta) o negativa (ateo) o agnóstica, sino que se caracteriza por una actitud más radical: por negar que exista un verdadero problema de Dios"(4).

Semejante despreocupación, harto extendida en nuestros días, no puede calificarse precipitadamente de increencia. Representa una actitud muy compleja que, lejos de ser abiertamente hostil a la fe, la mayor parte de las veces comporta intereses, ademanes y tendencias propias de lo que se viene llamando religiosidad encubierta ofreciendo fuerte resistencia a la acción evangelizadora. Es posible que nos encontremos hoy en la misma situación

de los últimos decenios del siglo XIX, cuando se pensó en la desaparición de lo religioso,siendo así que lo que realmente sucedía era una transformación o cambio del mismo, como hizo notar certeramente E. Durkheim(5).

No hay que ser muy perspicaz para caer en la cuenta de que estamos viviendo en un contexto cultural en el que emergen unas formas típicas de pensar, de sentir y de vivir que corresponden a lo que Luckmann califica de "religión invisible"(6). Más que a la ausencia completa de fe, Luckmann se refiere a la desaparición de la forma social de la religión institucional, compatible, por otra parte, con actitudes psicológicas de creencia(7).

Aunque no todo el mundo está de acuerdo con la definición de Luckmann, la mayoría de los sociólogos admiten elementos comunes a la fe y a la increencia, de modo que ésta puede tildarse de creencia incompatible parcial o totalmente con una determinada fe(8). Hacia aquí apuntan dos fenómenos característicos de nuestro tiempo: el pulular de las sectas y el intento de erigirse en "Iglesia" el aparato del Estado de cualquier signo. Ambos denotan un denominador común de latente religiosidad que pugna por exteriorizarse de formas muy diversas.

Sin necesidad de detenernos más en estos preámbulos, debemos reconocer que la increencia sólo es definible por referencia a un sistema de fe. Nace en el seno de la religión misma como rechazo de un determinado código de verdades y de valores que han perdido vigencia a los ojos de la mayoría. El que se autoproclama increyente apuesta por el riesgo y la aventura y emprende un camino de fe que, en el peor de los casos, termina en un presente supravalorizado y absoluto. Lleva a cabo una sustitución muy próxima a la idolatría donde el Dios de la religión es remplazado por el becerro del oro, del poder, del bienestar.

Comentaba el teólogo holandés, E.Schillebeeckx, que, cuando dictó un curso de conferencias en la universidad de Berkeley de S. Francisco en l968, la ciudad universitaria hervía en grupos izquierdistas contestatarios empeñados en las estrategias de la democratización política. Pero, años después, en 1980, encontró que los mismos grupos se habían convertido en centros de meditación trascendental(9).

No son caprichos de la moda, añade el teólogo, sino resultado de un cambio sociocultural profundo que busca satisfacción a la tendencia del espíritu en formas de religiosidad, distintas de la tradicionales, donde la persona misma constituye el objeto de la fe. Se cumple una vez más el aforismo de E. Bloch de que "es más fácil alimentar al hombre que salvarlo"(10).

Estas consideraciones nos llevan a afirmar que, si la increencia es un signo innegable de la cultura moderna y posmoderna, no lo es menos que nuestro mundo rebosa de otras formas de creencia que hacen imposible la división de los hombres en creyentes y no-creyentes. Todos creen en algo, aunque este algo no se parezca en nada en unos y otros.

Si la increencia es un fenómeno de sustitución y rechazo, interesa saber qué es lo que se sustituye y se rechaza. Para ello nada mejor que escuchar y abservar a los que se dicen increyentes. Ateniéndonos al mundo occidental, podemos comprobar que la increencia nace y se desarrolla como reacción contra la tradición religiosa cristiana y representa una pérdida notable de la fe en Cristo, o, si se prefiere, es la baja general del tono de esta fe en una sociedad que antes se pensaba masivamemte creyente. Un fenómeno posreligioso y poscristiano muy distinto del ateísmo clásico y del descreimiento ilustrado. Una explicación del hecho puede estar en la repulsa de las estructuras que encarnan los contenidos de la fe cristiana.

Los fenomenólogos entienden por religión el reconocimiento efectivo de una realidad trascendente que confiere sentido último al mundo, al hombre y a la historia humana. Es un asumir la vida en perspectiva de trascendencia que se traduce en una actitud con inevitables repercusiones de orden social y comunitario. Todo creyente organiza sus relaciones con Dios a través de una serie de actos ajustados a cauces concretos, a módulos determinados y a instituciones visibles. Enmarca su vida en estructuras jurídicas, en códigos éticos, en organizaciones sociales y económicas, en celebraciones litúrgicas que, aunque no son la religión, sí son necesarias para su mantenimiento y desarrollo(11).

Cuando este tipo de organización contrae los mismos vicios y presenta defectos similares a los de otras instituciones profanas ancladas en lo temporal, suscita sospechas y pierde credibilidad­.

En una situación semejante se pasa con gran facilidad de la crítica a la contestación como primer paso para la increencia. Cualquier observador advierte entonces que no es el contenido de la fe (Dios) lo que se rechaza, sino los moldes institucionales en que se vierte. De esta realidad se hacía eco Marcel Gauchet escribiendo lo siguiente: "Si hay un fin de la religión, no hay que juzgarlo como debilidad mortal de la creencia, sino que hay que verlo en la instauración del universo humanosocial, no sólo fuera del clima religioso, sino desde su lógica religiosa de origen"(12).

Más que vaticinar el fin definitivo de la creencia, lo que se anuncia es su desaparición como fenómeno sociológico. A esta falta de espacio funcional asistimos hoy y en esta dirección apuntan también las reflexiones sobre el retorno de las religiones, aunque de modo distinto al de antes, de pensadores tan diferentes como H.Cox, J. Derridá, G. Vattimo y Malraux. Aluden todos ellos a un fenómeno que, bajo el nombre genérico de "renacimiento de la religión" o "vuelta de lo religioso", oculta distintas formas de increencia real, como veremos(13).

1.2. PRINCIPALES FORMAS DE INCREENCIA. AREA EXTENSIVA

No resulta fácil clasificar un fenómeno tan complejo y vasto como éste. Tampoco es posible delimitar sus contornos y catalogar a las personas en uno u otro grupo exactamente. Para no perdernos en oscuras nomenclaturas de clases y subclases, describimos con la mayor brevedad posible aquellas formas que creemos más relevantes y de mayor pujanza en el mundo occidental. Me refiero al ateísmo, al agnosticismo, al indiferentismo y a las comúnmente llamadas creencias sincretistas o increencias de sustitución. Con todas ellas tienen que habérselas, de muy distinta manera por cierto, quienes están comprometidos por vocación en la obra evangelizado­ra.

1.2.1. Ateísmo

El ateísmo es cosiderado como un retorno a los orígenes o vuelta al estado primigenio, cuando la reflexión humana no había descubierto aún a Dios ni contaba el hombre con una revelación sobrenatural. Se lo define generalmente como la negación especulativa de Dios o rechazo del Dios-idea. Para algunos es una postura de endiosamiento de la existencia ante la inaccesibilidad de Dios por su no intervención en los asuntos de este mundo(14).

Los filósofos llaman vida atea a la que reposa en sí misma, porque es lo que es y nada más. Se trata, sin duda, de una actitud primaria de autosuficiencia que no reconoce realidad superior alguna que deba acatar como refugio donde guarecerse. En el horizonte del ateo no aparece ningún punto de referencia que justifique el trayecto(15). Ha barrido de su área vital a Dios y se atiene a lo fáctico e histórico como fundamento primero y destino último de la realidad entera. La fundamentalidad de la vida como pura facticidad, que dice Zubiri(16), o el "hombre Dios para el hombre" de L. Feuerbach (17), que J. Huxley, evolucionista, hace consistir en la realización plena de las posibilidades humanas. "Mi fe está en las posibilidades del hombre"(18).

Semejante actidud, de evidente carácter humanista, solamente puede ser contrarrestada por otro humanismo de distinto signo que la obligue a abrirse a la aceptación de nuevos valores superiores a los suyos. Esta tarea incumbe de manera especial a quienes han hecho del Evangelio la razón de su existencia.

1. 2. 2. Agnosticismo

No siempre se ha entendido correctamente esta postura. Ejemplo de su incomprensión es el libro del profesor E. Tierno Galván, ¿Qué es ser agnóstico?, tan comentado en su día(19). El profesor madrileño identifica indebidamente agnosticismo con ateísmo y trueca la inquietud agónica del agnóstico por la plácida posición del ateo que no echa de menos a Dios porque le basta lo que hay. Avalamos nuestra afirmación con los textos siguientes: "Ser agnóstico es no echar de menos a Dios"..." El agnóstico se acoge a la finitud como a su propio lugar sin intentar explicarlo desde fuera de sus límites, entendiendo que los límites de la finitud serían los límites del ser"(20).

Mientras que el ateísmo es una forma de increencia asertórica y firme, como la profesada por Tierno, el agnosticismo puede considerarse como la increencia de la incertidumbre y de la búsqueda permanente, porque es resultado de una indagación infructuosa que no encuentra término definitivo a su afán de fundamentalidad. Carece de razones suficientes para determinarse en un sentido o en otro y aplaza indefinidamente la respuesta sin

poder emitir un juicio de valor objetivo. Es, sin duda, un proceso intelectivo honesto, ya que el agnóstico sincero sabe bien lo que ignora y lo que desea saber con certeza. Por eso se coloca en un estado de tanteo incesante(21). Semejante actitud es campo abonado para la acción evngelizadora, sobre todo testimonial.

1. 2. 3. Indiferentismo

Es un hecho innegable que la mayor parte de nuestros contemporáneos se desentiende de toda opción de ultimidad. Viven sin inquietudes intelectuales profundas y se atienen al curso de los acontecimientos que les permite seguir existiendo. Son vidas sin necesidad de fundamentalidad, pero no por ello frívolas, puesto que su despreocupación de lo último y supraterreno no es sinónimo de ligereza, sino una forma de opción como otra cualquiera.

El indiferente no se plantea el problema de Dios,porque opta conscientemente por no ocuparse de aquello que hay más allá de lo inmediato.No se interesa por lo que haya en último término. Su existencia es un modo positivo que, como enseña Zubiri, reviste dos aspectos. Uno de abandono a "lo que fuere" y otro de voluntad de vivir. Este desinterés es una actitud en aras de la vida centrada en la penultimidad, porque se queda en la superficie de sí mismo sin correr el riesgo de lo definitivo(22).

En una palabra, indiferentes son aquellos que aceptan cualquier explicación de la fundamentalidad de la realidad, siempre que la vida humana sea posible. No se sienten concernidos por la trascendencia, porque acapara toda su inquietud el ansia de vivir en el mundo. A. Frossard ha calificado de "ateísmo idiota" a esta postura y M. Beber la consideró carencia de "olfato para lo religioso". Muy difícil es el encuentro evangelizador con esta clase de personas(23).

Resumiendo las tres formas de increencia propias de nuestro contexto cultural, podemos apreciar tres tipos de prevalencia:

en el agnóstico predomina la voluntad de búsqueda, en el indiferente la de vivir y en el ateo la de ser(24). Con cada una de ellas tiene que vérselas en este momento histórico la persona consagra­da que intenta vivir su fe como fermento del Reino.

1.2.4. Creencias sincretistas o increencias de sustitución

El afán de riesgo y la tendencia hacia lo desconocido afloran al exterior de múltiples formas impactadas por lo maravilloso y lo sorprendente. El simbolismo y lo parapsicológico son terreno abonado para estos espíritus, fieles al horóscopo, a los amuletos, a las adivinanzas. Recurren a pitonisas y se ofrecen como presa fácil a la acción de las sectas y al proselitismo de pseudorreligiones universalistas y pancósmicas, como la "Nueva Era". Una vez más se cumple en ellos el aforismo de G. Bernanos: "Un sacerdote menos, mil pitonisas más".

En este marco se encuadran también otros tipos de creencia que vienen llamándose religiones civiles o laicales. Sustituyen a Dios, trascendente y personal, por el poder político, los intereses económicos, y la razón étnica, que, con sus mártires y santos (Gandhi, M. Luther King, héroes nacionales, etc. ), constituyen uno de los movimientos más significativos de nuestro tiempo.

La búsqueda de autenticidad personal suele estar unida a la pertenencia a un grupo y a proyectos sociales y políticos determinados. Con harta frecuencia se ven a sí mismos no sólo como personalmente redentores, sino también como salvadores de la comunidad y hasta de la humanidad entera. Su resonancia relgiosa es innegable, llegando a convertir en valor supremo la raza, la nacionalidad, la cultura propia, la clases social, el ideal político(25).

1. 2. 5. Área extensiva de la increencia

Sin entrar en la dialéctica de las estadísticas, basta reconocer con el cardenal Poupard la extensión masiva del hecho de la increencia en nuestra sociedad. Un fenómeno que penetra en los diversos estratos sociales y que se extiende a todos los continentes. Ningún estamento económico, cultural o de otra clase escapa a esta realidad, cuyo influjo es cada vez más poderoso(26).

Pero es preciso reconocer, no obstante, que nuestra sociedad, sobre todo la europea, está pasando por un estado de transición de un cristianismo sociológico a una fe vivida como

opción personal y, por tanto, no predominantemente ambiental. Esta circunstancia ha sido considerada por algunos como un atenuante del síntoma multitudinario de la increencia(27).

En España, concretamente, se cruzan hoy dos formas de cultura muy distintas, la de la fe y la de la increencia. Esta última es, a su vez, de dos clases: la de quienes nunca han creído y la de los que han dejado de creer hace unos años. Pero no es casualidad que la inmensa mayoría de estos últimos profesa su increencia como actitud previa, es decir, sin pararse a pensarlo y dejándose llevar por automatismos de grupo y de ambiente. Testimonio fehaciente de lo que decimos es el libro de J. M. Gironella sobre la fe de los españoles(28). A quienes viven así, nada mejor que la acuciante recomendación de M. de Unamuno: "Hacer que todos -creyentes e incrédulos- vivan inquietos y anhelantes."

1.3. TRANSFONDO DE LA INCREENCIA: LAS RAICES

El Concilio Vaticano II en la "Constitución sobre La Iglesia y el mundo actual"(29) hace una enunciación general de las razones o motivos de la actitud increyente a escala universal. Aparte de la incoherencia de los mismos creyentes, enumera otros factores muy distintos, como los históricos y ambientales, los ideológicos y sociopolíticos y hasta económicos. Para no alargarme demasiado, me referiré únicamente a dos causas que considero relevantes, una de orden doctrinal y de carácter socioeconómico la otra.

1.3.1. Factores doctrinales(30)

Al indagar las causas de la increencia, no aludiré a las posibles y reales influencias que hayan podido padecer las personas concretas. En cada caso particular se trata de un proceso no debido a presiones externas exclusivamente. Muchas veces es consecuencia de la progresiva alteración de la personalidad que termina con la fe de dos maneras: o paulatinamente y sin estrépito o después de un largo período sin práctica religiosa(31). Aquí interesan otras causas o factores de orden general y sociológico.

De todos es sabido que en torno al año 1700 surge en Europa un movimiento de disconformidad y protesta contra la tradición recibida y las costumbres heredadas. Semejante rechazo se lleva a cabo en nombre de la razón humana, cuyo poder había sido reivindicado años antes por Descartes, y de su derivación, la libertad. Es la época de la Modernidad y la Ilustración, que no admiten otra forma de conocimiento que el científico racional, el cual se nutre exclusivamente de la regularidad de los fenómenos naturales.

Nace así una forma de ateísmo, meramente metodológico en sus orígenes (la variable "Dios" es innecesaria para la ciencia), que más tarde va a convertirse en ateísmo especulativo y asertórico, de cuya área es barrido todo cuanto cae fuera del control de la ciencia positiva y de la razón especulativa. Esta es la fuente de la actitud calculadora del hombre contemporáneo que se rige por criterios de eficacia y adopta por modelo intelectual la razón instrumental y tecnológica. Con ella se atiene a lo fenoménico exclusivamente, para declararse a continuación independiente de principios e instancias metaempíricas que le dicten normas y le impongan conductas.

De la contribución prestada a esta forma de cultura por pensado­res como Comte, Feuerbach y Nietzsche, así como del impacto producido por el Manifiesto del Círculo de Viena de 1929

(Neopositivismo) y del duro cientifismo de nuestros días, ha dado debida cuenta últimamente un teólogo de reconocida solvencia intelectual como fue J. L. Ruiz de la Peña. Enjuicia con inusitada clarividencia las funestas consecuencias de estos sistemas para la fe, entre las que destaca dos principalmente: un difuso desnortamiento a nivel de calle y la incapacidad de las clases acomodadas y los países ricos para trascender el inmediatismo de su propio bienestar. Para el teólogo asturiano, solamente una comunidad cristiana renovada y esperanzada podrá contrarrestar este sombrío panorama vivido hoy masivamente(32).

1.3.2. Las causas económico- sociales

Ni que decir tiene que la ciencia y la técnica han puesto el cosmos a disposición del hombre moderno. Este tiene ya bastante con sus"dioses inmanentes": el desvelamiento de la naturaleza y el control de su dinamismo, es decir, el enseñoramiento del mundo por vía de la técnica. La mayor eficacia y la mejor rentabilidad sustituyen hoy los criterios éticorreligiosos por los módulos de un poder hegemónico inmanentista que juzga inútil, y hasta despreciable, lo que no se ajusta a sus cánones. Por eso los valores proclamados por la fe religiosa han sucumbido ante el imperio de la racionalidad funcional, siendo ella misma, la fe, un elemento más en el mercado de las preferencias(33).

En todo esto ha tenido mucho que ver la transformación de la sociedad rural indigente de antaño en la urbana e industrial hodierna de más alto nivel de vida. Dos hechos fundamentales caracterizan a esta nueva sociedad: la cumplida satisfacción de las necesidades vitales perentorias y la revalorización de la persona individual. Es el estado de bienestar de nuestros estadistas y políticos, en el cual, si bien es cierto que no aparece asegurado el futuro a nivel colectivo y de sociedad, sí lo está en el ámbito individual.

En semejantes condiciones el ciudadano, a cubierto de sus necesidades elementales, no siente la urgencia de recurrir a Dios para desarrollar su vida y mantener sus derechos. Lo ampara una legislación social, política y económica que disipa toda inquietud. Son éstas las "pequeñas trascendencias" que entretejen el cañamazo de la vida diaria de la inmensa mayoría de nuestros conciudadanos.

Pero hay más. En el estado de bienestar la fe religiosa, lejos de estar protegida por las instituciones, queda postergada y relegada al olvido y a la irrelevancia pública, cuando no es perseguida solapadamente. Ante un panorama de esta índole, éstas son las preguntas inaplazables: ¿Qué lugar hay para quienes han cifrado su existencia en el seguimiento del Crucificado? ¿Cómo harán valer sus razones ante unos hombres y mujeres que se jactan de su felicidad terrena? ¿Poseen medios para responder adecuada­mente a los desafíos del inmanentismo?.

2. LA RESPUESTA DELA ESPERANZA. COMPROMISO DE GENEROSIDAD(34)

Podemos plantear la cuestión en los siguientes términos:

¿Cómo concebir la transmisión de la fe cristiana, en cuanto que implica a unos hombres en la salvación de otros? La respuesta solamente puede ser ésta: suscitar una esperanza inestinguible. Aunque nadie suple con su intervención la llamada de Dios a cada persona, el diálogo interpersonal es, sin embargo, símbolo del misterio y mediación hierofánica. Por eso el lenguaje de una conducta que rebosa esperanza es el más adecuado para que la fe actúe como fermento en nuestra cultura. Como reconoce un filósofo de nuestras fronteras, es necesario que "existan personas que, sin hacer alarde de nada, encarnen la esperanza integral, que vive de la vida sacramental de la comunidad de los convocados por el Señor Jesús"(35).

Si el reconocimiento de la obra evangelizadora a escala mundial es la hora de la entrada de la Iglesia en la era de la humanidad, a la Iglesia, presente ya en todas las culturas de la tierra, corresponde la función de levadura de la sociedad venidera como comunidad de justicia y solidaridad. Instancia crítica de esta nueva sociedad son los religiosos con su testimonio de desprendimiento y total entrega.

Pero no es fácil atinar con el procedimiento más propicio para ejercer esta crítica de nuestra cultura y hacer ver el gran obstáculo que supone la increencia para la realización del hombre en todas sus dimensiones.

En otros tiempos se recurría a métodos apologéticos intentan­do demostrar racionalmente la existencia de Dios. Los argumentos tradicionales de S. Anselmo y santo Tomás, que tan buenos servicios han prestado a la fe cristiana, eran recurso fácil y al alcance aun de los no iniciados. Hoy, en cambio, no urge tanto este tipo de argumentación, sencillamente porque nadie se empeña en una negación categorial de Dios, como en su día admitió el existencialista M. Merleau-Ponty. Mas esto no significa que haya que abdicar de la comprensión racional de la fe. Es obligación ineludible de todos los creyentes hacer creíble su credo (obsequium rationale), es decir, mostrar la coherencia racional interna de la propia creencia. Para ello es absolutamente necesaria una formación teológica seria que sepa responder con garantía, como recuerda el Papa, "a la exigencia de la cultura moderna y a los problemas más profundos de la humanidad actual"(36).

Acabamos de ver, además, que el estado actual de increencia no es el resultado de un proceso lógico, sino de una forma específica de asumir la existencia que se presenta como punto de partida de la búsqueda de lo que tiene que ser el hombre cabal. Es una forma de humanismo y comporta un deber ético que concierne a cada hombre con todas sus consecuencias. ¿Puede el hombre alcanzar su identidad si pone a Dios como meta de sus aspiraciones y tendencias?, se preguntaba el existencialista francés Fr. Jeanson. ¿Debe declinar en alguien distinto la responsabilidad de su realización personal y colectiva?(37).

El mismo Cardenal Poupard ha reconocido el carácter humanista del ateísmo contemporáneo, cuyo fin no es otro que la consecución de la plena autonomía del hombre al margen de instancias superiores que le marquen su destino(38).

Esta radicalidad de la cultura actual impone la obligación de salir a su encuentro con sus mismas armas y adoptando ante ella un ademán más místico y profético (existencial) que filosófico y dogmático (excesivamente conceptualizado). El lenguaje dialógico interpersonal del que hablábamos antes, expresión fiel de la vida misma, es poderoso instrumento para demostrar que el Dios de Jesucristo en quien creemos excluye toda idolatría e incluye todo lo que atañe al hombre y a su historia futura. Radica aquí la necesidad de ver la vida religiosa como antídoto de los diferentes tipos de increencia. Asentada en el verdadero humanismo, que, lejos de caricaturizar al hombre, le devuelve su genuino rostro, la vida religiosa es capaz de inculturar la fe mediante la praxis que emana de su interno dinamismo. A continuación exponemos con la máxima brevedad los tres aspectos que conforman la respuesta de esperanza propia de este género de vida: Conversión humanista, inculturación de la fe, praxis social.

2.1. NECESIDAD DE UNA CONVERSIÓN HUMANISTA

Frente a una cultura de la increencia, que se autoproclama humanista, urge una conversión personal y comunitaria que desentrañe ante los demás el núcleo humanizador del Evangelio. Un redescubrimiento del cristianismo como misericordia y amor entrañable(39). Es exigencia ineludible de la misma vocación religiosa, puesto que ella es la llamada a hacer efectiva la configuración con Cristo, expresión viva del amor del Padre a los hombres y la misericordia misma ("El mismo es la misericordia").

Esta configuración, cantus firmus de la vida religiosa, debe modular las actitudes en las que se despliega su peculiar proyecto traducido en autodonación y servicio desinteresado.

Si la vocación religiosa es misión y regalo para aquellos a quienes es enviada, el religioso no puede olvidar su condición de vehículo de la verdad de Dios. El foco de luz que disipa la oscuridad de la increencia y sana los sufrimientos que ésta comporta."Están llamados, cada uno según su propio carisma, recordaba el Papa a los religiosos/as de América Latina, a difundir por todo el mundo la buena nueva de Cristo"(40).

El drama del humanismo ateo, denunciado por H. de Lubac, pone de manifiesto que, si es cierto que el hombre puede organizar la tierra sin Dios, no lo es menos que sin el recurso a lo divino la organiza siempre en contra del hombre(41). Ante un hecho como éste, su condición de testigos obliga a los religiosos a dar fe de lo que han visto:la paternidad de Dios y la fraternidad de Cristo, germen inestimable de formas culturales acordes con la dignidad de la persona humana. Lo recordaba el Papa: "Mucho deben las naciones a estos agentes emprendedores de la caridad que, con su incansable generosidad, han dado y siguen dando una significativa aportación a la humanización del mundo"(42).

Portadores de un mensaje opuesto a la dialéctica del mundo, los religiosos harán valer sus razones no pragmatizando su fe para venderla mejor, sino viviendo una vida que justifique y apuntale el contenido de su doctrina. Deberán tener el coraje de creer descaradamente en el Dios que necesita nuestra sociedad, de modo que su testimonio conduzca a todos a pensar que "hay Dios". Es la denuncia de la Iglesia a todos sus miembros: "Con las deficiencias de su vida religiosa, moral y social, los cristianos han velado, más bien que revelado, el genuino rostro de Dios y de la religión" (GS 19).

Les corresponde más que a nadie un ejercicio de autenticidad que los lleve a vivir su vocación específica en humildad y fidelidad, esto es, en el radicalismo del Evangelio mediante las actividades que la configuran: oración, gratuidad, disponibilidad y acompañamiento de los más necesitados(43). Es la manera de inculturar la fe y de desarrollar una praxis social convincente,

como veremos seguidamente.

2.2. INCULTURACIÓN DE LA FE (EVANGELIZACIÓN DE LA CULTURA)

Ante una cultura que se autoproclama defensora a ultranza de los valores humanos, el servidor fiel del Evangelio de Jesús debe mantener una doble fidelidad: a Dios como valor supremo y al hombre destinatario de este mismo valor. Instados por esta doble fidelidad,los religiosos se sienten comprometidos en la obra de promoción de todos los valores propios de la persona humana,tanto de orden social y cultural como ético y religioso. De esta forma expresan el universalismo del bien trascendente propuesto en la buena nueva de Jesús:el amor sin fronteras,que llega a su culmen en la vida, muerte y resurrección del Hijo de Dios. En la urgencia de esta misión singular han hecho especial hincapié los dos últimos Pontífices, porque han visto en la ruptura entre evangelio y cultura el drama mayor de nuestro tiempo y han cifrado el éxito final del mundo en el diálogo de la Iglesia con las culturas(44).

Con la fidelidad a Cristo, punto antipodal de los poderes terrenos, hecha de pobreza, castidad y obediencia, los consagrados contribuyen a la creación de un mundo nuevo donde adquiere proporciones insospechadas el valor encerrado en la propiedad, en la libertad y en el amor. Dicha fidelidad es una lección de participación verdadera, de comunión real y de efectiva solidaridad. Con ella la corresponsabilidad y la liberación, capaces de romper las estructuras de domino y de privilegios, alcanzan su cota más alta(45).

La obediencia religiosa es una apuesta por la superación de clases y estructuras de domino porque establece un orden nuevo basado en el servicio a la necesidad ajena. La pobreza crea una clase de convivencia donde todo se comparte haciendo de los bienes propios un signo de igualdad, de transparencia interpersonal y de verdadera amistad. Finalmente la castidad testimonia una forma de familia no constituida por vínculos de sangre, sino de respeto, de afecto y amor sublimados(46). Es el nuevo modelo de vida donde se cumplen los fines de la acción evangelizadora propuestos en su día por Pablo VI: transformar los criterios de juicio, cambiar los valores determinantes, modificar las líneas de pensamiento, instaurar nuevas formas de vida(47).

En esta misma dirección van encaminadas las recomendaciones de Juan Pablo II a los consagrados: "Los consagrados, escribe el Papa, han de sentirse interpelados ante esta urgencia, a fin de que la luz de Cristo alcance a todos los sectores de la existencia humana, y el fermento de la salvación transforme desde dentro la vida social, favoreciendo una cultura impregnada de los valores evangélicos"(48).

Indudablemente una obligación de esta índole comporta el compromiso de estar en el mundo con todas las consecuencias, pero sin dejarse absorber por él."Que vean vuestras buenas obras y glorifiquen al Padre que está en los cielos" (Mt 5, 16). Más que de una adaptación a los modos de la vida social, se trata de la transformación y sublimación de sus valores humanos más profundos y genuinos. En feliz expresión de P. Teilhard de Chardin, hay que amar mucho al mundo para poder superarlo(49).

¿Pero cómo se puede querer y superar al mundo al mismo tiempo? Este es el dilema y eterno problema de la trascendencia y la inmanencia, del "estar en el mundo sin ser de él", de la encarnación y el apartamiento. Un problema de difícil solución sin duda, pero que hay que abordar necesariamente. La conducta de Jesús de Nazaret, sin prepotencias ni siembra por aluvión, debe ser paradigma para sus seguidores. No hay que olvidar que el hermetismo de nuestra cultura sólo es permeable a las vivencias experimentadas en Jesús y comunicadas como la buena noticia del Dios para el hombre.

Me llamó poderosamente la atención por su original formulación la propuesta evangelizadora de un cristiano convencido. "Cristo pudo haber sido un celote más -escribía el autor- o el mesías terreno que esperaban sus contemporáneos, pero no, fue mucho más original, escogió el camino más ingrato y aparentemente menos fructífero de la penetración gota a gota"(50). Siguiendo esta recomendación se superan zozobras y se marcan pautas asequibles a todos.

En resumidas cuentas, se trata de una praxis social específica capaz de responder eficazmente a los desafíos de la increencia. ¿Qué espera el mundo secularizado de sacerdotes, religiosos, religiosas y consagrados en general?

2.3. LA PRAXIS SOCIAL DE LA VOCACIÓN RELIGIOSA

En el libro anteriormente citado escribe el P. Schillebeeckx que no es posible aislar la función social de la fe cristiana de su significación teológica, ya que no sólo interesan las buenas intenciones religiosas, sino principalmente las consecuencias visibles en nuestra historia de la fe en Dios (51). Con anterioridad había sostenido R. Bultmann que el Estado social moderno cambia las virtudes humanas de dar y recibir por la eficacia y el rendimiento, puesto que allí donde la conducta humana está regulada por la organización desaparece la confianza como vínculo de unión entre los hombres(52). Todo esto lleva a pensar que creer en Dios significa optar por una determinada forma de sociedad porque, como veremos a continuación, la fe en Dios es incompatible con el clasismo y la discriminación. La fidelidad a Dios comporta una vertiente existencial innegable donde se actualizan los grandes principios de la fe. Es lo que enseña san Juan cuando traduce el amor a Dios por la comunión con el hermano (1 Jn 2, 1-11), en cuyo trasfondo hay que buscar la autodeterminación de la Iglesia-Comunión de los últimos documentos magisteriales. Por eso mal puede avenirse la fe en el Dios de Jesucristo con una concepción clasista de la sociedad humana.

No resulta extraño, por tanto, que el Dios que se autoproclama salvador de la humanidad por amor exija una forma de relaciones interhumanas en la que sea posible la vida de todos en un estado de igualdad regido por el principio de la solidaridad. La común paternidad divina es fuente, asimismo, de la también común fraternidad humana, de la que debe ser fiel expresión la vida religiosa. Esta, inspirada en esta verdad y respetuosa siempre con la dignidad de la persona, no puede pactar con el individualismo salvaje de nuestra sociedad. Deberá, más bien, ofrecer la imagen del Dios vivo, Padre de todos los hombres.

Fiel a esta misión, el religioso, cualquiera que sea su carisma, no podrá desentenderse de la injusticia que padecen los más desfavorecidos de sus hermanos y se comprometerá, en cambio, en la lucha por el bienestar de todos, como recuerda Juan Pablo II. "Las personas consagradas, cimentadas en este testimonio de vida, estarán en condiciones de denunciar, de la manera más adecuada a su propia opción y permaneciendo libres de ideologías políticas, las injusticias cometidas contra tantos hijos e hijas de Dios, y de comprometerse en la promoción de la justicia en el ambiente social en el que actúan"(53). El compromiso real en las causas justas de los hombres es deber ineludible de quienes se confiesan seguidores de aquél que dio su vida por estos mismos hombres.

No obstante habrá que reconocer que la praxis social puede conducir por sí misma a metas bien diferentes. A la aceptación del Dios verdadero, si está enraizada en la generosidad, o a la idolatría de lo terreno, si procede del egocentrismo individualista o de clase. Solamente una sociedad integrada por creyentes que hacen de su vida oblación perenne al servicio del hermano es eficaz antídoto contra la increencia en cualquiera de sus formas.

Tal es la fe que agrada a Dios, como profetizó Isaías, y la verdadera religión descrita por Santiago: "No cerrarte al que es de tu propia carne" (Is 58, 6-7); "Visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones, guardándose de los vicios de este mundo" (Sant 1, 2-7).

ULTIMAS PALABRAS

Los hombres y mujeres de finales de este siglo, sensibles como nunca al aroma de la libertad, no perciben a Dios más que en el comportamiento de quienes están comprometidos en la obra de la justicia y de la fraternidad. Hoy se busca a Dios en el bien, porque sólo el bien libera al hombre de las distintas formas de mal que lo esclavizan. Pero el bien completo capaz de salvar a todos postula una realidad suprema que, lejos de alienar al hombre con sus imposiciones, le proporciona su verdadera identidad y desarrollo pleno. Un ser que dé cabal razón de la humanidad y su destino porque puede igualar a todos por encima de las inevitables diferencias. Es meta trascendente y en modo alguno realidad histórica, porque todas las conquistas en el tiempo son penúltimas, nunca definitivas, y pueden convertirse en nuevas formas de alienación.

Sabedores de todo esto, porque son conscientes del mal que anida en el corazón humano, los creyentes convencidos no se sienten salvadores de nada ni de nadie por sí solos. Recurren a la Trascendencia y se constituyen ellos mismos en reclamo del Dios liberador que se hace el encontradizo en el rostro de los indigentes del mundo. Solamente en la acogida del Dios que muere libremente a manos del hombre porque lo amó hasta el extremo, nos es posible a los humanos ponernos a total disposición de los demás y percatarnos de nuestra radical gratuidad. En ella escucha el hombre la voz del absolutamente otro y encuentra su salvación.

Nadie ignora ya que no son los Estados modernos, con sus enormes recursos humanos y potencial tecnológico deslumbrante, los que acabarán con las estructuras de violencia y las víctimas de la injusticia. Es tarea que incumbe a los seguidores del Crucificado que, atentos a las exigencias de la justicia y abiertos al amor sin fronteras, confieren sentido a la vida y dan a conocer al Dios verdadero que profetizó Jeremías: "Salió en favor de los pobres y los necesitados. A esto llamo conocerme. O­oráculo del Señor" (Jer 22, 16). La meta que se escapa a los poderes de nuestra sociedad prepotente es alcanzada por la plácida difusión y operante cumplimiento de las Bienaventuranzas.

El encuentro del hombre secularizado y unidimensional con el Hijo del Hombre, Cristo, tendrá que darse a través de ese valor tan difícil de precisar: el testimonio. Es el único instrumento que el fundador del cristianismo dejó para "presión" de su doctrina salvadora. El gran tecnócrata del futuro, lo mismo que el gran socializado y profundamente interiorizado que está llamado a ser el hombre de hoy, se abrirá a la verdad del Evangelio, y por ende a la Trascendencia, si topa en su camino cuajado de obstáculos y dificultades con el hombre testimonio de la fe en el Señor Jesús(54).

Cuando escribo estas palabras, me llegan los ecos del asesinato de los misioneros maristas en el Zaire. Al margen de los tejemanejes de la política internacional, que ellos conocían muy bien, decidieron permanecer al lado de los pobres de este mundo para demostrar a unos y a otros que existe otro modo de ver y tratar al necesitado. Semejante actitud es la que nos redime a todos, a la vez que nos garantiza que no todo está perdido para una humanidad hambrienta de esperanza. Su vida y su muerte son paradigma de la lucha por la justicia y enseñanza viva de cómo hay que amar hoy. Con ella nos dicen que hay Dios y que es posible una humanidad nueva.

 

1    . D. Bonhoeffer, Resistencia y sumisión. Cartas desde la prisión, Ed. Ariel, Esplugues de Llobregat 1969, 209-210.

2    . R. Garaudy, ¿Tenemos necesidad de Dios?, Madrid 1994, 177.

3    . Interesan sobre este tema,entre otros, J. Martín Velasco, Increencia y evangelización. Del diálogo al testimonio, Santander 1988; A. Jiménez Ortiz, Por los caminos de la increencia, Madrid 1993.

4    . X. Zubiri, Naturaleza. Historia. Dios, Madrid 1978, 11.

5    . E. Durkheim, Formas elementales de la vida religiosa, Madrid 1982.

6    . Th. Luckmann, La religión invisible, Salamanca 1973.

7    . ID., "Creencia, increencia y religión", en R.Caporale y A. Grunelli, Cultura de la increencia, Bilbao 1974, 22-37.

8    . R. Caporale, "Hacia una definición de la increencia", en o.c., 42.

9    . E. Schillebeeckx, Los hombres relato de Dios, Salamanca 1994, 117.

10    . E. Bloch, Ateísmo en el Cristianismo, Madrid 1983, 253.

11    . X.Zubiri, El problema filosófico de la historia de las religiones, Madrid 1993, 165-200. También E. Durkheim, o.c.

12    . M.Gauchet, Le déchantement du monde. Une histoire politique de la religion, París 1985, 1.

13    . H. Cox, La religión en la ciudad secular. Hacia una teología posmoderna, Santander 1985; J. Derridá y G. Vattimo (eds.), La religión, Madrid 1996.

14    . Juan de Sahagún Lucas,Dios, horizonte del hombre, Madrid 1994, 283-303.

15    . X. Zubiri, El hombre y Dios, Madrid 1984, 216-217, 281.

16    . Ibid., 283-284.

17    . L. Feuerbach, La esencia del Cristianismo, Salamanca 1975, 300.

18    . J. Huxley, Religión sin revelación, Buenos Aires 1967, 293.

19    . E. Tierno Galván, ¿Qué es ser agnóstico?, Madrid 1976.

20    . Ibid., 16, 64.

21    . X.Zubiri, El hombre y... o.c., 272-275.

22    . Ibid., 280-281.

23    . Sobre el indiferentismo religioso: Concilium 19(1983),artículos de C. Geffré, R. Kess, W. Obrist, H. Schelette, J. Sommet, A. G. Weiler.

24    . X.Zubiri, o.c., 187.

25    . V. Harding, "The Religion of Bloch", en Donald Cutler (ed.), The Religion Situation: 1968, Beacon 1968, 3-38; R. W. Bellach, "El trasfondo histórico de la increencia", en R. Caporale - A. Grumelli, o.c., 71-73. Díaz Salazar - S. Giner - F. Velasco, Formas nuevas de religión, Madrid 1995.

26     P. Poupard, "L'Eglise devant le défi de l'athéisme contemporaine", en La Documentation Catholique 64 (1982) 272."Quelques chiffres", nota de la Redacción de Lumen Vitae, XXXVIII (1992) 247-249. J. M. Mardones, ¿Adónde va la religiosidad? Cristianismo y religiosidad en nuestro tiempo, Santander 1996, 18-21. P. González Blasco - J. González Anleo, Religión y Sociedad en la España de los 90, Madrid 1992.

27    . R. Echarren, "Cien años de pastoral en España antes y después del Concilio Vaticano II", en AA.VV., Estudios, seminarios y pastoral en un siglo de Historia de la Iglesia en España (1892-1992), Roma 1992, 159-206.

28    . J. M. Gironella, Nuevos cien españoles y Dios, Barcelona 1994.

29    . Gaudium et Spes, 19.

30    . Interesan estos estudios: J. Gómez-Caffarena, Raíces culturales de la increencia, Santander 1988. J. L. Ruiz de la Peña, Crisis y apología de la fe, Santander 1995, 17-114. E. Schillebeeckx,Los hombres relato de Dios, Salamanca 1994, 85-108. C. Valverde, Génesis, estructura y crisis de la Modernidad, Madrid 1996, 109-328. J. Conill, "Una Iglesia que acompaña...", en Iglesia Viva (1985) 347 ss.

31    . E. Schillebeeckx, o.c., 94.

32    . J. L. Ruiz de la Peña, o.c., 17-64.

33    . P. Berger, Un mundo sin hogar, Santander 1979.

34    . Es lo que en otra ocasión hemos llamado "mundanidad de la vocación": J. de Sahagún Lucas, La vida sacerdotal y religiosa­. Antropología y existencia, Madrid 1986, 172-200.

35    . M. García-Baró, Ensayo sobre el Absoluto, Madrid 1993, 89.

36    . Juan Pablo II en España. Texto completo de todos sus discursos, Madrid 1982, 37. Id., Pastores dabo vobis, n. 51-56; Vida Consagrada, nn.58, 65, 68, 69, 70, 71, 89.

37    . Fr. Jeanson, "La trascendencia en acción", en Jeanson.-Hamilton.-Radice, Ateísmo, Madrid 1969, 38-39.

38    . Poupard, o.c.

39    . J. Gómez-Caffarena, La entraña humanista del cristianismo, Bilbao 1984.

40    . J. Pablo II, Carta apostólica a los religiosos y religiosas de Latinoamérica, n. 25-28. También Vida Consagrada, n. 109 a y b.

41    . H. de Lubac, El drama del humanismo ateo, Madrid 1967.

42    . J. Pablo II, La Vida Consagrada, 89 b.

43    . F. Sebastián, Nueva Evangelización. Fe, cultura y política en la España de hoy, Madrid 1991, 191-196.

44    . Pablo VI, Evangelii nuntiandi, n. 20. J. Pablo II, "A la Asamblea extraordinaria de Cardenales, 5-11-79", en L'Osservatore Romano, 10.11.1979.

45    . J. Pablo II, La Vida...,n. 80 b.

46    . J. de Sahagún Lucas, La vida sacerdotal y..., e.c., 87, 96, 109.

47    . Pablo VI, EN 19. También J. Sahagún Lucas, oc., 128-132.

48    . J. Pablo II, La Vida..., 98 b.

49    . P. Teilhard de Chardin, El Medio Divino, Madrid 1967, 91, nota de los editores; también p. 95-102.

50    . J. M. Escudero, en el "Diario YA", n. 2410, 86. El subrayado es nuestro.

51    . E. Schillebeeckx, oc., 103.

52    . R. Bultmann, Teología del N. T., Salamanca 1987.

53    . J. Pablo II, La Vida..., n. 82 b.

54    . J. M. de Llanos, El hombre tridimensional, Madrid 1969, 80.