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¡Qué suerte tú, que lo tienes todo claro!

El sacerdote y sus dudas

José María RODRÍGUEZ OLAIZOLA, SJ*

Qué suerte tú, que lo tienes todo claro!». Es esta una expresión que he escuchado en distintos contextos y, para mi fastidio, ese «tú» se refería a mí. Me lo han dicho amigos. Me lo han dicho jóvenes con quienes he trabajado en pastoral. Y me lo han dicho personas con quienes podía estar conversando acerca de la fe y sus circunstancias. Y cuando me lo decían, no era un reproche velado, dicho con retintín, contra una supuesta contundencia en argumentos o posturas tajantes –a veces puedo ser insoportable en las discusiones, pero no era el caso. Más bien era la expresión casi nostálgica de que se supone que mi fe, por aquello de ser sacerdote, es sólida, estable e incombustible. Y me lo decían como con sana envidia, desde el deseo de encontrar una fe así de fuerte para poder afrontar las preocupaciones de cada día.

¿Por qué me digo que me fastidia esa expresión? Porque no es verdad. Porque esa supuesta seguridad no está al alcance de quienes la añoran, pero tampoco a mi alcance. La fe no es tenerlo todo claro; desde luego, es no la mía. Muy a menudo se asume que religiosos, sacerdotes o personas que en general viven la fe como algo central en sus vidas no tienen dudas, lagunas ni tormentas. O, en todo caso, tienen menos que el resto del personal. Más en concreto, hablando de los sacerdotes parecería evidente, ¿no? Se supone que la formación más o menos sólida ha de servir para eliminar dudas, para asentar certidumbres, para disipar vacilaciones. ¿Cómo, si no, se pretende que podamos ser pastores? ¿Cómo vamos a guiar a otros si nosotros mismos a menudo no conocemos el camino? ¿Cómo vamos a resultar convincentes en el anuncio de la buena noticia si, en el fondo, es una buena noticia que ni nosotros mismos entendemos? Parecería inevitable exigirle al sacerdote una fe sólida, recia, incombustible. Mis amigos, entonces, son razonables. ¿O no?

No pretendo escribir un artículo demasiado genérico. Es difícil generalizar y afirmar que, puesto que a uno le ocurre tal o cual cosa, eso es norma y les sucede lo mismo a todos los que caen bajo una misma categoría. Cuando hablamos de algo que se vive de una manera tan personal como la fe, las generalizaciones son temerarias. Y cuando hablamos de los sacerdotes, la variedad de vivencias, formación, mentalidades y perspectivas nos debe hacer muy cautos a la hora de homogeneizar. En consecuencia, no estoy muy seguro de poder hablar de la fe –o, para el caso, las dudas– de los sacerdotes. Sí sé que puedo hablar desde la experiencia propia, y quizá también desde la cercanía y el contacto con otros sacerdotes. Desde la fe y las incertidumbres que bastantes compartimos. Y al hilo de esa experiencia, reflexionar por escrito.

A veces dudo de verdad. Entiéndaseme: no es una cuestión de matiz. No es que sobre determinado apartado del código de derecho canónico tenga reservas, o que crea que en ciertas cuestiones la Iglesia tiene que cambiar. Hablo de algo más profundo. Son las cuestiones que van a veces más a fondo. ¿Tiene Dios una voluntad para cada uno? ¿Importa lo que hacemos? ¿Cómo entender esto de la vocación personal? En realidad, incluso hay que empezar por la pregunta más básica...: ¿Hay alguien ahí? Y si lo hay, ¿cómo es ese alguien? ¿Es, como decimos, Padre, Hijo y Espíritu Santo? Pero, realmente, ¿cuánto no hay de formulaciones muy humanas en esa manera de intentar apresar algo que probablemente desborda nuestra capacidad de conocimiento?

Hubo una época en que pensaba que la duda era lo contrario de la fe. «Si crees, no dudarías», me decía. Y, sin embargo, mi propia experiencia me indicaba lo contrario. Creía en Dios, incluso dudando. ¿Cómo es posible? Porque la duda es parte de la fe, no una alternativa a ella. En todo caso, la fe es algo más amplio que la duda, pero que la incluye. Cuando nos movemos en ese ámbito de las realidades últimas, cualquier afirmación está abierta a la puntualización. La fe tiene algo de intuición, bastante de formulación inadecuada, mucho de cultural, social, histórico, y mucho también de decisión personal. Visto y considerado todo lo que puedes ver, decides que al final te convence más creer (y, aun así, queda un resquicio para la pregunta «¿Y si no fuera cierto?»), o te convence más no creer (y entonces tal vez en algún momento te asaltará la interrogación «¿Y si fuera cierto?»). Es, de algún modo, un salto al vacío que tienes que dar fiándote de lo que otros te cuentan, de una tradición y una historia, de tus propios sentimientos y reflexiones cuando dejas que resuene en ti el contenido de esa fe.

Habrá quien eche de menos en esta enumeración de ingredientes el más importante: la fe es un don de Dios, ¿no? Creemos por la Gracia de Dios..., porque Dios nos hace el regalo de creer. Por eso una persona cree, y otra no. Por eso hay quien no duda. Permíteme mostrar mis reticencias a aceptar esa afirmación o, al menos, la necesidad de matizar. Entonces, ¿es Dios un señor selectivo? ¿Hay un nuevo pueblo elegido, formado por aquellos a quienes Dios ha querido hacer creyentes, mientras deja a otros muchos en la soledad de lo inalcanzable? Resulta problemática esa manera de entender la fe. En todo caso, uno diría que la gracia es más bien como la lluvia que cae sobre todos, justos e injustos; solo que hay quien se cubre con un paraguas para no mojarse –o quien aún vive bajo un techo que ha de ser arrancado. Es decir, que la fe, en cuanto don de un Dios que es principio y fundamento de todo lo creado, es universal; es también algo humano, plausible –y, por tan-to posible–, pero no evidente, y en consecuencia requiere una decisión que no siempre se da.

Hoy en día, dicha decisión es problemática. Ha habido épocas, y todavía hoy hay sociedades, en que la decisión difícil era no creer. Suponía ir contra-corriente, vencer las convenciones sólidamente asentadas en una sociedad, marcarse con el estigma de los «paganos». Hoy no es así. En algunas sociedades, más bien el viento sopla hoy a favor del ateísmo o, al menos, a favor de una fe amorfa, una espiritualidad sin concreción y un trascendentalismo sin Dios. Aceptar un sistema de creencias complejo, lleno de concreciones y de afirmaciones que tienen consecuencias inmediatas en la vida cotidiana resulta para muchos imposible.

Puedes pensar que todo lo que digo es muy sensato, pero que, aun así, para tomar una decisión como hacerse sacerdote, o para interpretar algunas experiencias personales en clave de llamada de Dios a esta vida, la opción de la fe ha de estar muy consolidada. Ahí es donde me gustaría empezar a matizar. ¿Qué quiere decir «consolidada»? ¿Quiere decir que se ha convertido en una certeza inamovible? ¿Quiere decir que se ha superado ya el umbral de la «duda»? Me temo que no. En to-do caso, quiere decir que uno ha aceptado que en la vida hay que dar algunas veces saltos en el vacío sin tener todas las certidumbres sobre lo que vas a encontrar al otro lado. Fiándote de otras historias, de otras palabras, de tus propias intuiciones y deseos.

En realidad, a medida que pasa el tiempo, me doy cuenta de que creer, creer, creemos en muy pocas cosas. Los contenidos de la fe son muy básicos, y luego hay todo un andamiaje para intentar explicarlos.

Dudas

¿Hay algo así como una tipología de dudas, de preguntas, de incertidumbres? Seguramente, no; y cualquier generalización será arriesgada. Además, las preguntas varían con el tiempo, a la vez que cambian nuestras inquietudes, preocupaciones y afectos. Es probable que en diferentes etapas de la vida a cada uno le inquieten cuestiones distintas. Por todo ello, vaya dicho de entrada que esta enumeración de dudas es incompleta. Y, con todo, intentaré sistematizar un poco algunas...
Ante el Misterio... uno duda. En el paso a la fe adulta tienes que aprender a repensar una y otra vez tus certidumbres acerca de Dios. Al adentrarte en los estudios de teología se abren innumerables caminos en los que necesitas nuevos conceptos. Te preguntas, como tantos otros, dónde está Dios, cómo definirlo, qué es. El diálogo con otras religiones te plantea también retos. ¿Dónde está la verdad? ¿Y Dios? Y vas intuyendo que los conceptos empleados para describirlo son limitados, humanos... y tienen mucho de tanteo e intuición, pues intentamos poner en palabra y concepto humano algo que desborda con mucho lo que podemos comprender. Esa desproporción te lleva a una encrucijada difícil, porque ¿cuándo puedes decir: «esto es así»? ¿Dónde cruzas la línea entre la verdad subjetiva y la realidad objetiva? Claro que te fías de la sabiduría acumulada por la humanidad a lo largo de siglos de búsquedas. Aprendes de intuiciones destiladas en el alambique de una historia llena de preguntas. Acoges las enseñanzas de otros que buscaron antes que tú. Pero, siendo lúcidos, también sabes que en esa historia hay espacio para el error, para la interpretación, y que incluso señalando que Jesús es la palabra última y definitiva del Padre, esa palabra necesita aún hoy ser entendida.

Y esa duda ante el Misterio no es únicamente intelectual. También, como a tantos otros, te asalta en la oración, cuando vuelves, como un niño, a las preguntas que a veces nos martillean a todos: «¿Hay alguien ahí?». «¿Hablas?». «¿Cómo hablas?». Y llega un momento en que esa misma pregunta se convierte en plegaria.

Ante el mundo... uno duda. Hay una gran pregunta que late en la entraña de cada ser humano un poco sensible. «Si existe Dios y es bueno, ¿por qué permite el mal?». Y aunque en la fe encuentras respuestas (la libertad, la resurrección, etc.), te sigue golpeando el sinsentido de un mundo atravesado en ocasiones por un dolor inocente. Y a veces te rebelas. Es la eterna cuestión de la teodicea.

También la muerte, esa puerta última, esa experiencia definitiva, se vuelve una gran pregunta por el sentido y por lo que venga detrás.

Otras veces la cuestión es un poco más inmediata y quizá más egoísta, pero muy real. Es la pregunta «¿Qué más da?». ¿Qué cambia en realidad el hecho de que tú vivas de una u otra forma? En un mundo que te envuelve con promesas incontables, a veces te preguntas por qué renunciar, por qué no dejarte envolver, por qué no vivir con lógicas un poco menos maximalistas, menos exigentes. Tienes miedo de ser un Quijote que cree ver gigantes donde solo hay molinos de viento. Tienes miedo de que tu vida sea estéril, y tus sueños quimeras. Y te preguntas a veces si no habría sido mejor un poco menos de ideal y un poco más de pragmatismo.

Ante la Iglesia... uno duda. O, más precisamente, en la Iglesia uno duda. Pues la Iglesia no es algo ajeno ante lo que uno se posiciona, sino que te sabes parte de ella. Como sacerdote, mucha gente te identifica con la institución. Y aunque, a la hora de la verdad, cada sacerdote es diferente, y varían nuestra forma de ser y de de pensar, nuestra espiritualidad, nuestra misión y nuestras circunstancias, sin embargo es frecuente hablar de «los curas» como un todo. Es de esos temas de los que mucha gente opina, conozca o no conozca, y a menudo se hace con estridencia y trazos gruesos.

Pero, con independencia de opiniones ajenas, uno, como sacerdote, también tiene que enfrentarse a ciertos conflictos. Como sacerdote, sabes que representas a Jesús, y lo haces como ministro de su Iglesia. Y ahí surgen preguntas: ¿Qué ocurre cuando algunos puntos del magisterio te plantean problemas de conciencia? ¿Qué ocurre cuando crees que deberías aconsejar algo que, tomando al pie de la letra ciertas normativas vigentes, no deberías decir? ¿Debes negar la comunión a esa persona a la que sabes divorciada y vuelta a casar? ¿Basta tu conciencia como guía? Pero ¿no es eso abrir la puerta para las interpretaciones a conveniencia de cada situación? Y sin entrar en estos temas de conflicto magisterial, está la duda sobre el silencio o la palabra. Hoy vivimos, al menos en ciertos contextos, situaciones en las que la crítica a lo que no funciona no encuentra su sitio. Para algunos, dicha crítica es falta de fidelidad. Para otros, aunque resulte necesaria, nunca parece ser el momento, y en nombre de la prudencia no terminamos de encontrar cauces para una pluralidad más libre. La trampa mediática contribuye a amordazar a muchos, pues en cuanto alguien dice algo, inmediatamente se le convierte en héroe o en villano (en función de ideologías), y el titular se come a la verdadera polémica.

En ese contexto, uno vive la sensación de precariedad. Quizás este tipo de dudas no se solucionan nunca. Uno termina viviendo en una cierta tensión, que es necesaria. Es necesaria, porque uno no puede caer en el conformismo gregario en el que nunca hay preguntas ni capacidad crítica; pero tampoco debería caer en el extremo de convertirse a sí mismo en la medida de todas las seguridades.

Ante el espejo... uno duda. De las propias capacidades. De la propia valía. La gente tiene distintas expectativas sobre los sacerdotes. Se espera que seamos gente coherente, sólida, seria. Se espera que ayudemos a otros a encontrar respuestas. Se espera que mostremos virtud, que nuestra vida pueda ser, de algún modo, testimonio de una opción seria y radical por el evangelio. Es cierto que, afortunadamente, hoy esa expectativa no tiene –en muchos casos– la connotación elitista o exclusivista de otras épocas. Es decir, que hoy en día no se supone una mayor perfección –como antes se decía cuando se hablaba de los «estados de vida»– en los curas que en los laicos. La realidad es buena maestra, y es evidente que hay laicos, hombres y mujeres, cuya vida es ejemplar, y hay sacerdotes cuya historia es escandalosa. Pero, dicho esto, sigue siendo cierto que, si alguien consagra su vida a un ministerio que pasa por proclamar la Palabra, anunciar una buena noticia, construir el Reino, presidir la celebración comunitaria de la Eucaristía, acompañar la reconciliación, etc., se espera de su vida coherencia, alegría, un punto de integridad... Y ahí es donde la duda muerde. Porque, a poco que uno sea sincero, se descubre pecador, con pies de barro, frágil, sacudido a menudo por tormentas, débil en la fe, teniendo que mostrar más seguridad de la que verdaderamente tiene. Y esta fragilidad es buena cuando te lleva a apoyarte en la verdadera roca, en Jesús y su evangelio, haciendo real aquello de la fuerza (de Dios) que se realiza en la debilidad (la nuestra). Pero a veces no es fácil apoyarse en Dios. Porque parece más lejano. Porque se impone la cara oculta del Misterio. Porque el mundo, con sus muchos discursos y cantos de sirena, nos come la moral y las fuerzas. Y porque uno mismo, frágil y a veces mediocre, siente que no está a la altura.

¿Qué nos aporta la duda?

Nos aleja de dogmatismos que apisonan. Si uno se cree portador y garante de una verdad apresada, puede terminar siendo incapaz de dialogar, convencido de no tener nada que escuchar y sí mucho que decir.

Nos hace humildes. Con la humildad de quien es consciente de ser vulnerable. Y con la lucidez de quien sabe que no posee el monopolio de la razón. Esto es hoy más que necesario en muchas cuestiones eclesiales y sociales. Y es también necesario a la hora de no dar recetas de papel o consejos vacíos a la gente que, desde su angustia y sus tinieblas, pide orientación y ayuda.
Nos recuerda la importancia de seguir haciendo preguntas y no solo vendiendo respuestas. Para profundizar en la comprensión de un evangelio que aún ha de encontrar cauces para transformar el mundo. Para encontrar nuevas formas de hacer presente a un Dios que, demasiadas veces, parece ausente.

Nos hace buscadores. Y tal vez esa es una buena imagen del sacerdote hoy. No es únicamente quien ha encontrado un tesoro y lo comparte. Es también el que sigue persiguiéndolo. En un mundo en el que demasiada gente ha dejado de preguntarse, de soñar, de explorar, creemos que es tan importante seguir buscando a Dios que consagramos nuestra vida a dicha búsqueda.

Entonces, ¿qué es lo que está claro?

Porque si uno se queda únicamente con las dudas expuestas, parece que el panorama es, cuando menos, inquietante. ¿Cómo podemos salir adelante entre tanta incertidumbre? ¿Qué es lo que nos sostiene? ¿Por qué la inseguridad no tiene la última palabra? ¿Es pura cobardía para no reconocer que uno ha apostado por un caballo cojo? ¿O es la valentía de vivir en una intemperie que no nos derriba? Creo que es honesto y necesario hacerse estas preguntas. En definitiva, ¿por qué las dudas no te paralizan?

La verdad es que uno va adquiriendo en la vida convicciones, certidumbres, aprendizajes que son capaces de permitirle plantar sus raíces con firmeza. Y eso es lo que termina mereciendo la pena y haciendo que la propia vida tenga sentido. Son cuestiones que algunos dirían «de sentido común», y otros «de temeridad». Son decisiones tan personales y tan relacionadas con el propio temperamento y la formación recibida que es difícil generalizar. Pero, por otra parte, tienen algo que hace que se puedan compartir...

Ninguna respuesta es completa. Ni la religión, ni la ciencia, ni la razón, ni el sentimiento –y, por supuesto, al enumerarlas juntas no quiero poner todas ellas a la misma altura. Ninguna respuesta colma toda nuestra ansia de preguntas, de sentido, quizá porque somos buscadores de una verdad que nos supera, y esa sed de saber es el mejor motor de una humanidad que avanza. Pero que las respuestas sean incompletas no significa que sean falsas o inútiles. De alguna manera, elegimos por qué queremos vivir. Y esa decisión es un acto de fe, un itinerario intelectual, una opción vital, un compromiso interpersonal y una historia única.

¿Dónde radican las certidumbres de los sacerdotes? Si difícil era sistematizar las dudas, imposible es definir la tierra en la que vamos echando raíces. Una respuesta políticamente correcta sería aludir al dogma y a lo que «debemos creer», pero de algún modo traicionaría con ello el camino recorrido en las páginas anteriores.

¿Por qué seguimos, a pesar de las dudas? ¿Por qué estas no tienen la última palabra, por más que a veces sean tan hondas, tan serias, tan exigentes? Pido disculpas de antemano por el uso de un plural con el que no todos los sacerdotes se sentirán identificados, pues muchos seguramente hablarían de otros motivos. Pero creo que tampoco es esta una respuesta individual. ¿Por qué seguimos, entonces?

Seguimos porque encontramos en el evangelio una buena noticia real. Una buena noticia que, si se proclama y se vive, puede transformar el mundo en un lugar mejor. Porque la idea de un amor radical, eterno, definitivo, divino, despierta en nosotros el eco de una verdad que anhelamos y la conciencia de una relación personal y profunda con Dios. Porque hemos encontrado en la vida a personas que nos demuestran que la lógica de las bienaventuranzas es posible. Seguimos los pasos de Jesús, en quien aprendemos a ver lo más humano y lo más divino que hay en cada cual. Seguimos porque hay muchos hombres y mujeres que esperan que alguien les acerque el Pan y la Palabra. Seguimos porque en la Eucaristía hemos aprendido a descubrir y compartir las dimensiones más hondas del ser humano en su apertura a Dios y a los demás: la debilidad envuelta por la misericordia, la escucha de una palabra viva, la conciencia de ser amados hasta la muerte, la posibilidad de celebrar el encuentro y la comunión, la gratitud por tanto bien recibido, la fe en un Dios presente... Seguimos porque entendemos que la Iglesia, limitada, humana y pecadora, es también espacio de promesa, fuente de mucho bien y camino para ir trenzando lazos y buscando respuestas juntos. Porque creemos que toda vida, todo camino, toda decisión, implica sus abrazos y sus renuncias, sus días radiantes y sus noches tristes, sus momentos de certidumbre y sus espacios de duda. Y hemos decidido arriesgar la vida en la vivencia de esa fe.

Seguimos, aun sabiendo que muchas cuestiones quedarán pendientes, que nuestros anhelos a veces serán solo sed insatisfecha, que habrá momentos de sinsentido, de soledad, de tristeza, de desgana; pero sabiendo también que hay instantes de alegría en los que todo tiene sentido. Creemos, sostenidos en la fe de otros que, antes que nosotros, decidieron también entregarlo todo. Seguimos porque, aunque muchas veces, en nuestra mediocridad, tengamos la sensación de ser como el levita que pasa de largo ante el dolor del prójimo, alguna que otra vez nuestro sacerdocio será el del buen samaritano. Y en cada palabra con la que logremos balbucir la voz de Dios, en cada herida atendida, en cada gesto de humanidad, en cada instante de fraternidad o en cada respuesta que ofrezca un poco más de sentido, encontraremos motivos para seguir caminando.

 

(Fuente: Revista Sal Terrae, septiembre 2010, 727-735)