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SACERDOTALIS SPIRITUALITAS


 


 
El P. Francisco de Argentina desea compartir su artículocon todos los hermanos de América Latina y El Caribe

 

Hablar de espiritualidad presbiteral es un desafío que nos lleva a tener presentes ciertos aspectos de índole antropológica, ya que todo lo que podemos llamar GRACIA supone la naturaleza. Es decir, al hablar de espiritualidad, hablamos de una dimensión de la vida del hombre, en este caso Presbítero, que es indivisible de todas las demás dimensiones de la vida humana. Esto justifica un esfuerzo analítico que nos permita contemplar la espiritualidad con las consideraciones que los distintos aspectos de la dimensión humana la afectan para bien o para mal.

Al meternos en la especificidad de la espiritualidad sacerdotal, no podemos caer en la superficialidad de “ver” y después “juzgar”, sólo los aspectos negativos de la espiritualidad sacerdotal actual, sino que en fidelidad a la historia, que es conducida por el Espíritu, debemos “ver” y “juzgar” los signos de los tiempos, del momento de la  Gracia, de la esperanza que nos anima y nos desafía en la riquísima espiritualidad presbiteral de hoy.

 

Primer momento: De la deficiencia espiritual

Al plantear este primer momento como deficiencia, debemos considerar las situaciones que afectan, aunque no determinan, la espiritualidad presbiteral. No hay que perder de vista que el Presbítero es sacado de entre los hombres y puesto para el servicio de los hombres. Es decir, comparte con sus hermanos los mismos desafíos históricos y epocales de cualquier hombre.

Hoy la realidad de ese mismo hombre, y por ende del Presbítero, está marcada por una cultura subjetivista y relativista, en una primacía del yo, por encima del nosotros; una exageración constante del egoísmo. En Argentina llamamos a este conjunto de características sálvense quien pueda, por encima de la comunión y de la entrega. Los cambios constantes y acelerados, el avance del confort y la rapidez de información, el tener todo a la mano, conlleva un detrimento del esfuerzo y de la ascesis, elementos necesarios para una seria espiritualidad.

Otros aspectos a considerar son la fragilidad, tanto emotiva como volitiva. Se han reemplazado los elementos antropológicos de búsqueda de la verdad, aún en el misterio de la cruz, del dolor, de la abnegación; se le ha quitado a este elemento su riqueza y su carácter mistérico, por ende de revelación y unión con Dios. Anteriormente, la inteligencia buscaba la verdad profunda, admirable y a la vez estable para dar razones de bondad y belleza a la voluntad para obrar. Hoy asistimos a un proceso deshumanizador que le exige a la inteligencia buscar respuestas rápidas, propio de la cultura del ya, de la información ya procesada y elaborada como verdad. La carga de “belleza” de esa verdad ha sido reemplazada por “lo que siento”, “lo que me gusta”, pero no con la dinámica estable de antaño, sino con la vorágine de los cambios constantes. Esa afirmación de la dimensión sentimental, por encima de la inteligencia y de la voluntad conlleva a procesos de individuos inmaduros para lo humano, por ende también para la espiritualidad. En estos procesos no cabría la belleza de la cruz, como misterio, no cabría una vida mística que supone ascesis, no cabría la noche del sentido, en donde el alma dolorosamente debe dejarse abrazar por Dios. El esfuerzo y la ascesis, tan necesarios para el crecimiento en virtudes, pierden sentido ante la haraganería de lo que siento y lo que me gusta.

Asistimos a fragilidades en la formación humana, en lo familiar. El sustrato básico de la sociedad humana hoy parece un castillo de naipes que al caerse se vuelven a armar con el desgaste que conlleva y el mensaje que trasmite a las generaciones futuras sobre lo débil de los lazos, el amor y la entrega.

Con este abanico de realidades se encuentra el Presbítero y por ello, si no está cimentado en una relación firme con Cristo, relación de amistad, sin no cultiva una relación filial con el Padre, de identificación en el corazón de Cristo, y si no se deja guiar por el Espíritu que lo anima en clave trinitaria, no podrá vivir su ministerio con radicalidad y felicidad.

Entre otros, se señalan a continuación algunos elementos de fragilidad espiritual:

-Una espiritualidad de devociones, de libritos, de autores que “ayudan”. Evitando el esfuerzo que debe hacer la inteligencia iluminada por la Fe, en el encuentro personal y dialogal con Cristo en su Palabra para dejarse convertir.

-Olvido que la FE, es escucha de Dios “Shemá Israel…” y que sin ella no se engendra la esperanza, y sin ambas no brota la  Caridad.

-Incapacidad para el silencio.

-Primacía del hacer, por encima del ser (crisis de identidad), olvidando que el obrar sigue al ser.

-Espiritualidad intimista. El presbítero siente dificultad para compartir sus experiencias espirituales, su recorrido espiritual, lo cual reduce la espiritualidad al ámbito de lo interno, disociando vida interior y exterior.

-Primacía del yo por encima del nosotros. No se puede desconocer que existe un déficit formativo en la construcción de la comunión y de la fraternidad y se olvida que lo que es recibido gratuitamente es para darlo gratuitamente a los demás, y que el primer lugar para aportar para la comunión y la fraternidad es el Presbiterio que se enriquece con las vivencias espirituales de todos.

-El ejercicio pastoral es más por complacencia que por compromiso de fe con la comunidad y se olvida que el Presbítero debe orar lo que realiza y realizar lo que ora.

Segundo momento: La esperanza de la dimensión espiritual en la misión del presbítero.


Si solo nos quedásemos con la mirada anterior, careceríamos de fidelidad a la acción del Espíritu que mueve los corazones hacia la mayor plenitud de Cristo en la historia.

Por eso ya el hecho de contemplar desde el Espíritu, habla de una actitud propiamente sacerdotal, en cuanto identificado con Cristo Cabeza y Pastor, para discernir el tiempo presente. ¿Cuáles son los hechos que nos permiten vislumbrar un enriquecimiento de la espiritualidad presbiteral?

El primer “aliento” del Espíritu que se concreta en la historia presente es la celebración del Concilio Vaticano II, todavía estrenándose y con muchas luces para iluminar la espiritualidad presbiteral y su incidencia en la eficacia ministerial.

El Vaticano II es un signo profético para los tiempos venideros en el post-concilio. Frente a la crisis de identidad que se esparce a mansalva en la post– modernidad, el Concilio tiene la intuición profética del Espíritu, con todo un camino recorrido previamente, pero plasmado allí, de devolver la identidad al Presbiterado. Ese acierto profético tiene una luz nueva en la espiritualidad presbiteral, habla del ser en su raíz más profunda. La eclesiología de comunión, inserta al presbítero dentro de un pueblo, todo él sacerdotal, para ser imagen de Cristo buen Pastor, participando de su capitalidad dentro del ministerio ordenado, es decir, no es él aisladamente el signo de la capitalidad, sino que se descubre en comunión con el Obispo, los demás presbíteros y los diáconos. Esa Eclesiología comunional, que tiene sus raíces trinitarias, le da al Presbítero su ser, y desde ese modo “nuevo” de ser  armoniza una clara espiritualidad presbiteral.

Afirmaba arriba que el presbítero se descubre dentro del ministerio ordenado todo, que participa junto al Obispo, los demás presbíteros y los diáconos. Esa realidad única y a la vez compartida, ya es un claro signo profético en el tiempo presente. En un mundo individualista, hedonista, donde la norma moral pretende subjetivarse, el signo de comunión ya es un claro anuncio evangélico. Nunca como en este tiempo, la espiritualidad presbiteral es faro que debe alumbrar la misión y evangelización para que nuestros pueblos, o mejor dicho “el pueblo de Dios” tenga vida.

La comunión en un presbiterio, cuya cabeza es el Obispo, uniendo las voluntades, no por mero voluntarismo o sumisión, sino por exigencia de la realidad sacramental, hace posible una mayor eficacia pastoral. La unidad es un grito clamado desde el corazón humano, la unidad es expresión de integración de la fe en la vida y misión, ya que la fe nos libera del aislamiento del yo porque nos lleva a la comunión, como manifestaba el Papa Benedicto XVI en el discurso inaugural de la V asamblea del Episcopado Latinoamericano, celebrado en Aparecida en 2007. Esta nueva realidad profética del presbiterado acarrea consecuencias positivas a la hora de vislumbrar la espiritualidad presbiteral que ha de expresarse en categorías comunionales.

La contemplación de la realidad, al ser el  Presbítero un apóstol contemplativo, lo llevará a una ascesis más radical para ser eso que está llamado a ser, un signo profético de este tiempo. Esa ascesis se verificará en la búsqueda de respuestas de su propio ser y misión a la escucha del Señor, que es misterio de comunión trinitaria. Identificación de su corazón al Corazón de Jesús, en entrañas de misericordia; corazón de Pastor que deberá ir en busca de las ovejas más alejadas; corazón de Pastor que descubre la necesidad de la cooperación y ayuda mutua de sus hermanos presbíteros y laicos.

Hoy podemos ver que esa espiritualidad está en el corazón de la propuesta de la Misión continental y que todos los presbíteros estamos llamados a secundar.

Con gozo podemos ser testigo de que así como el Concilio Vaticano II devolvió el carácter sinodal de la Iglesia, así en las Iglesias particulares, los presbiterios se reúnen más asiduamente, se deja sentir la necesidad de equipos de trabajo sobre la formación permanente, se habla de retiros anuales del clero, de jornadas espirituales y de estudio. Hay que ser realistas, aún queda camino por recorrer hacia la integración de todo el presbiterio en cada Iglesia particular en clave de espiritualidad comunional, pero seríamos unos miopes si no descubrimos que estamos en camino por el “aliento” del Espíritu que se derramó renovando la Iglesia en el Vaticano II. Las asociaciones sacerdotales como la unión apostólica del clero y otras también son signos positivos.

Creo firmemente que el Espíritu nos guía hacia la mayor plenitud de Cristo, creo que la espiritualidad sacerdotal va creciendo a pasos agigantados para ser signo profético. Creo firmemente que cuando aparecen las sombras del clero, sus miserias, es porque dónde abunda el pecado, está sobreabundando la Gracia.

Es tarea de todos, Obispos, presbíteros, laicos que esta esperanza no decaiga. El Pueblo de Dios entero debe rezar por sus pastores y la parte del Pueblo de Dios que es cabeza, debe y está obligado a dar ejemplo de comunionalidad para crecimiento de la Iglesia, ya que es su carisma distintivo de su ministerialidad.

(Fuente: CELAM)