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EL MINISTERIO SACERDOTAL
(artículo de Joseph Ratzinger, publicado en 1970 y reeditado en el Osservatore Romano[ed. española] del 27 de marzo de 2011)
La cuestión del ministerio sacerdotal
en la Iglesia se ha convertido de improviso
en un problema candente.
¿Existe legítimamente el sacerdocio
sacramental? ¿O se funda sólo en un
malentendido, en una recaída en las
estructuras pre-cristianas? La Iglesia,
hablando propiamente, ¿no debería
estar constituida carismáticamente?
Y la cuestión sobre la existencia y el
número de los oficios, ¿no debería
resolverse fundándose sólo en las
exigencias sociológicas? Muchas cosas
parecen justificar estos interrogantes:
las grandes cartas paulinas se
dirigen expresamente a las comunidades;
tratan de los carismas; pero
parecen ignorar a los sujetos del oficio
sacerdotal propiamente dicho.
La carta a los Hebreos habla con
insistencia de la singularidad del sacerdocio
de Jesucristo, que parece
excluir definitivamente todo sacerdocio
particular en la Iglesia de la
Nueva Alianza; en fin, en ningún lugar
del Nuevo Testamento se designa
a los sujetos del oficio en la Iglesia
con el nombre s a c e rd o s. Por lo
tanto, se puede entender que en el
momento mismo en que se empieza
a leer el Nuevo Testamento prescindiendo
del comentario vivo de la
historia de la Iglesia, en su ser genuino
se enciende una inquietud, y
la cuestión sobre la legitimidad y el
sentido del servicio sacerdotal en la
Iglesia se vuelve incluso agudamente
d o l o ro s a .
Se podría objetar inmediatamente que carece de sentido leer el NuevoTestamento sin tener en cuenta la
Iglesia viva en la que aquel ha crecido
y por la cual es reconocido como norma a lo largo de una historia no siempre fácil y contestada. De aquí surgiría el complejo problema acerca de cómo es posible comprender la Biblia en sentido exacto y qué presupuestos
científicos y espirituales se requieren para tal fin.
Pero aquí sólo se puede aludir a
este amplio contexto, a fin de percatarse
de que no puede darse una lectura
de la Biblia sin presupuesto alguno
(como la lectura de cualquier texto histórico). Las reconstrucciones del pasado que pretenden ser genuinas
jamás reflejan sólo aquello que
era, sino que también son siempre la
expresión de las ideas y de los deseos
de una época determinada. De cualquier modo, la crisis contemporánea
debería impulsarnos a escuchar
con una vigilancia nueva el
mensaje de los orígenes para dejarnos
fecundar y guiar de nuevo por él.
¿Qué dice realmente el Nuevo
Testamento sobre la cuestión del sacerdocio?
Existen sobre este tema innumerables
estudios en varias direcciones;
y aquí, en el espacio de un
breve artículo, no se puede hacer más que intentar mencionar algunos puntos fundamentales.
Partamos de la figura del sumo
sacerdote que se presenta como argumento
principal de la superación del carácter de oficio y por ello de
puro carisma en Cristo. En esas afirmaciones
se descuida incluso el elemento
decisivo, esto es, la figura misma del apóstol. Ciertamente, Pablo
no se sitúa en la línea de los sacerdotes
del antiguo templo (cosa
que, por lo demás, habría supuesto un contrasentido, pues ese templo ysus sacerdotes aún existían y era evidente
que Pablo, como los demás
apóstoles, no pertenecía a este orden).
Pero él tampoco se considera sólo
un rabbi cristiano, sólo un catequista
de una sinagoga sin culto. Es más,
él se considera como apóstol que deriva
de Jesús el Señor, quien lo ha enviado a preparar al mundo pagano
como una ofrenda viva a Dios (cf.
Rom 15, 16). Así, se puede decir también
aquí: lo viejo ha pasado, ha comenzado
lo nuevo (cf. 2 Cor 5, 17).
Pablo no es sacerdote en el sentido del templo, sino que es apósto ldel Señor resucitado. En los debates
con sus adversarios en la segund acarta a los Corintios, explicó abundantemente
las consecuencias que de
ello se desprenden para
él. En esa carta opone el
apostolado al oficio de
Moisés y lo define a través
de la comparación
con la misión de Moisés.
El oficio del apóstol se
presenta aquí como la
sublimación y la superación —por obra del Espíritu—
de lo antiguo, cuyo mediador había sido Moisés (cf. 2 Cor 3, 7-9).
Así pues, el apostolado, que deriva
de la centralidad de Cristo, se explica
partiendo de Moisés; el servicio
apostólico se explica como la antítesis
pneumática al servicio de la ley de Moisés, que el Resucitado hace
posible.
En ese lugar neotestamentario,
por primera vez se desarrolla en el ámbito de la liturgia primigenia la idea de que la comunidad de Jesús es un orden nuevo, junto al de Moisés,
y que, en consecuencia, posee también una nueva diaconía que,
por un lado, corresponde a la de
Moisés, y por otro, es también profundamente
diferente de ella.
Pablo retoma estas ideas una vez
más en el capítulo 5 de la carta: definiendo
el oficio apostólico como
«ministerio de la reconciliación» (5,18), nos acerca de forma sorprendente
al servicio del sumo sacerdote del
Antiguo Testamento, cuya tarea más noble estaba constituida por la liturgia
de la fiesta de la reconciliación;
igualmente en este contexto la expresión
pneumático-cristológica ciertamente
no es clara: es, a la vez, antítesis
y paralelo.
En este lugar, a la imagen del servicio
apostólico se añade también la
tarea de mediador de Moisés: «Por
eso, nosotros actuamos como enviados
de Cristo, y es como si Dios
mismo exhortara por medio de nosotros.
En nombre de Cristo os pedimos
que os reconciliéis con Dios»
(5, 20). Aquí brilla claramente la imagen de un Moisés que lleva la voz de Dios al pueblo, que conquista
al pueblo para Dios y a Dios para el pueblo; quiere mediar entre uno yotro y está dispuesto a dejarse consumir
con fin de establecer el contacto
entre los dos.
Este rasgo, por lo demás, aparece con frecuencia en Pablo, sobre todo
donde, con especial claridad, dice:
«Con sumo gusto gastaré y me desgastaré
yo mismo por vosotros» (12,15). Al mismo tiempo también se hace
más clara la figura de Moisés,
que remite al Señor mismo, quien en la cruz se dejó verdaderamente consumir
por los hombres y precisamente
por ello se convirtió en sacerdote y mediador de la humanidad: la explicación
del oficio apostólico partiendo
del Antiguo Testamento comprende
su justificación cristológica,
porque para Pablo el Antiguo Testamento
se transformó en el mensajero de Cristo.
Ante esos textos, difícilmente podemos
negar hoy que en Pablo (y análogamente en los sinópticos, por ejemplo Mc 3, 13-19) exista una teología
del apostolado rica en contenidos,
pues se desprende de ella un oficio cristiano constituido cristológicamente.
Pero surge ahora la cuestión: ¿todo
esto dice algo sobre el servicio de aquellos a quienes en el Nuevo Testamento
se llama, entre otras formas,
«presbíteros», o se restringe sólo al pequeño grupo de los que eran directamente
llamados por el Señor
como apóstoles? ¿Es posible la
transposición de estas concepciones
a las Iglesias locales, donde se desarrolló
el sacerdocio cristiano? Tales
concepciones, ¿no fueron tal vez
concebidas en Pablo como profanas
y sólo después, cuando eso no funcionaba,
fueron reconocidas por
principio como un carisma igual a
los demás carismas? En este punto
habría que preguntarse claramente
qué es un «carisma»: cómo lo entiende
Pablo en realidad. A falta de
espacio para un análisis de esta difícil
cuestión, nos conformamos con
apuntarla y en lo demás nos remitimos
a algunos textos relativos a
nuestra problemática.
De hecho no es difícil comprobar
que ya el Nuevo Testamento demuestra
la unión entre el apostolado
y el presbiterado, dado que este se
explica como algo comprendido en
la estructura del apostolado: así, esta
estructura se presenta como una realidad
permanente en la Iglesia. Ya
antes de las cartas pastorales, que están
completa e íntegramente determinadas
por este nexo, esta unión
aparece en los escritos de Lucas y en
las cartas católicas.
Un texto fundamental es el discurso
de despedida de san Pablo a
los presbíteros de Éfeso (Hech 20, 18-35).
Este discurso, en su conjunto,
presenta el pensamiento de la sucesión
apostólica; la idea principal está
incluso en la afirmación: el oficio y
la tarea de Pablo se transfieren, tras
su partida, a las manos de los presbíteros.
En ello existen dos rasgos
particularmente importantes: el oficio
de los presbíteros se entiende como
patrimonio (don) del Espíritu
Santo; no ha sido Pablo quien instituyó
a los presbíteros, sino el Pneuma
(20, 28).
El servicio de los presbíteros además
se clarifica con la imagen del
pastor y del rebaño y en ello se introduce
la gran tradición de Israel
que, por un lado, presenta a Yahveh
como el único pastor del pueblo, pero,
por otro, también llama pastores
a reyes y sacerdotes quienes, naturalmente,
deben medirse según la relación
de servicio y de fidelidad hacia
Yahveh. Debería ser lícito admitir
que en el concepto del pastor está
implícita también la relación a Cristo,
aunque ello no aparece claramente
en el texto.
Este contexto se esclarece
en el segundo pasaje del que es necesario hablar. En 1Pe
5, 1-4 la imagen del pastor que vuelve a presentársenos remite a 2, 25, a ese texto
impresionante que llama a
Cristo mismo «pastor y obispo
» de nuestras almas. Sin embargo, en el «espejo de
los presbíteros» (esto es:
examen de conciencia para los presbíteros) de 5, 1-4 es
importante, ante todo, la autodefinición
del apóstol como
«con-presbítero» con los p re s b í t e ros .
En lo relativo a nuestra especulación,
la cuestión acerca
de si este texto procede o no verdaderamente de Pedro
puede dejarse del todo intacta.
En cualquier caso, en
efecto, es seguro que en esta carta el apóstol aparece como
aquel que habla y en quien, a través de su determinación
como «con-presbítero
», los dos oficios del
apostolado y del presbiterado
se identifican recíprocamente.
Mediante esta fórmula
el oficio del apostolado se
explica, por principio, como sinónimo
del presbiterado.
En el ámbito del Nuevo Testamento
me parece que esta es la
unión más fuerte de los dos conceptos,
que realmente incluye la transposición
de la teología del apostolado
en la del presbiterado. Cualquiera
que, libre de prejuicios, logre
comprender estos nexos, llegará —siguiendo la dinámica intrínseca del Nuevo Testamento— a dar una respuesta
unívoca a la pregunta de la
que hemos partido: el sacerdocio de la Iglesia no es contrario al testimonio
del Nuevo Testamento, sino que está firmemente anclado en él. Naturalmente,
desde el punto de vista de
la historia de las religiones esto presenta
algo completamente nuevo: no proviene del sacerdocio del templo
de la Antigua Alianza ni de la idea veterotestamentaria del «sacerdocio
real», que en la primera carta de Pedro
evidentemente se aplica a todo
el pueblo; procede, más bien, de un
nexo mesiánico-apostólico: la misión
como continuación de la misión de
Jesucristo.
Nadie pondrá en duda que en la
historia de la Iglesia siempre se han
alternado señales de oscurecimiento y de desplazamiento de los énfasis,
pero esto no pone en tela de juicio
el sacerdocio como tal, sino a nosotros,
a quienes se nos transmitió como
tarea. En efecto, ¿estamos seguros
de que la oscuridad existía sólo
en otros tiempos? ¿O no se trata
más bien de que cada época debe
aceptar de nuevo el don del Señor y sólo será capaz de conservarlo si lo
comprende a través de su llamada,
su vida y su padecimiento?
La fuerza purificadora de la investigación
histórica es importante y
ciertamente puede ayudar a nuestra
generación a entender mejor la tarea
primordial. Pero no basta, porque el
pensar tiene su sede en la vida y de
ella recibe sus presupuestos y sus límites.
Sólo aquello que se vive y se
sufre puede ser pensado. Y sólo si aceptamos siempre de nuevo, en esta
totalidad, la entrega del Señor, nuestro
pensar puede encontrar el camino.
El sacerdocio de Cristo se llevó a
cabo —según la profunda visión de
la carta a los Hebreos— en la cruz;
en la crucifixión se manifestó el paso
entre Dios y el hombre. La cruz es y sigue siendo el fundamento y el continuo
centro del sacerdocio cristiano
que puede hallar su realización sólo
en la disponibilidad del propio yo
para el Señor y para los hombres. En ello está el peso
de la entrega que Cristo ha dejado a su Iglesia
Por eso vale lo que Pablo subrayaba con tanta insistencia.
El sacerdocio del Nuevo
Testamento no es un servicio
de muerte, sino el servicio
del Espíritu, de la justicia en la gloria (cf. 2 Cor 3, 7-9). De hecho, precisamente el doble despojamiento de sí, al que hemos aludido, realizado
por el apóstol de Jesucristo,
lo hace libre y le permite experimentar
la presencia de la R e s u r re c c i ó n .
Todo esto suena inauditamente
pretencioso e incluso lo es. Tal vez por eso en realidad
hoy hemos caído en
tantas incertidumbres sobre
la existencia y sobre el sentido del sacerdocio; porque nos parece demasiada alta la pretensión que este plantea.
Pero nuestra insuficiencia no
puede constituir la medida
de las realidades cristianas.
La medida es él, el Señor
mismo. De ello es testigo,
una vez más, Pablo, primero perseguidor de Cristo, después el último
de los apóstoles (cf. 1 Cor 15, 8),
quien puso a disposición de la fuerza
de Dios su propia debilidad y
por eso se convirtió en el testigo
más fuerte de esa gracia cuyo anuncio
y cuya representación es y seguirá
siendo la tarea más alta del oficio
sacerdotal de todos los tiempos.
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