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El sacerdote y sus modelos.
Juan RUBIO*

 



«Conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor». Estas son las palabras que se escuchan en uno de los momentos importantes de la ordenación sacerdotal, según el Ritual de la Ordenación de Presbíteros. Conformar la vida es ajustar la vida entera siguiendo un modelo. Y un modelo es un «arquetipo o punto de referencia para imitarlo o reproducirlo» (hay quien prefiere llamarlo «paradigma»). El modelo que se ha de reproducir es Jesucristo. En Él han de estar fijos los ojos del sacerdote, que, en medio de no pocas dificultades, necesita volver su mirada a Aquel con quien tiene que conformar su vida. El sacerdocio ministerial encuentra su razón de ser en esta perspectiva de la unión vital y operativa de la Iglesia con Cristo. Mediante el ministerio sacerdotal, el Señor continúa ejercitando, en medio de su Pueblo, aquella actividad que solo a Él pertenece. Por este motivo, la Iglesia considera el sacerdocio ministerial como un don a Ella otorgado en el ministerio de algunos de sus fieles. El presbítero no es un intermediario entre Dios y los hombres o entre Cristo y los hombres. Cristo es el único Mediador, y en Él nosotros somos mediadores, no en el sentido veterotestamentario, sino en el sentido de la mediación pascual. La teología del presbiterado, como la de la vida religiosa, encuentra su fundamento en la Cristología, que se conecta a su vez con la Pneumatología y la Eclesiología. El carisma del presbiterado compromete a quien lo ha recibido a vivir siempre más unido a Cristo para ser signo persuasivo de su presencia.

Por lo tanto, no se debe perder la perspectiva cristológica a la hora de proponer modelos de vida sacerdotal. En muchas ocasiones, haber cargado en exceso las tintas sobre modelos sacerdotales, fundadores de realidades esclesiales o de formas de vida religiosa, ha podido desenfocar el modelo –Jesucristo– desajustando el objetivo y haciendo que se mire más al dedo que señala a la luna que a la misma luna que ilumina y da luz abundante. En esto hay que ser muy precavidos para no caer en las trampas que nos presenta una pedagogía de los santos que convierte las hagiografías en centro por sí mismas y sin referencia a Jesucristo. Los grandes modelos sacerdotales en la historia de la Iglesia han tenido como vértice y fundamento al Señor, y destacar este aspecto en sus biografías puede ayudar mucho a eliminar hojarascas personalistas en la tarea de mostrarlos como modelos de vida. Insistimos: Cristo es el único modelo, y los sacerdotes que lo siguen en fidelidad, conformando su vida con Él, se convierten automáticamente en reflejos del mismo modelo ante sus hermanos. Es uno de los servicios más bellos que en la fraternidad sacerdotal se deben ofrecer: el modelo de una vida entregada.

Hay otros modelos sacerdotales que son tales por haber reproducido en su vida el modelo de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Los modelos para el sacerdote han sido siempre importantes. El sacerdote de la infancia, en quien admiraba su entrega; el sacerdote que me acompañó en la lucha propia de alma adolescente; el sacerdote que se acercó en la debilidad o que participó en el momento de gozo; el sacerdote que me escuchó o aquel otro que estuvo junto al dolor familiar. Son muchos sacerdotes modélicos, metidos en el anonimato, en el silencio de una vida sin focos, pero radiantes en su diario acontecer. Benedicto XVI habla de su propia experiencia en la carta que escribía anunciando el Año Sacerdotal con motivo del Dies Natalis de San Juan María Vianney:
«Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el que comencé mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir cuando llevaba el viático a un enfermo grave. También repaso los innumerables hermanos que he conocido a lo largo de mi vida, y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones, comprometidos generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal».

El mismo Papa continúa diciendo:
«En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que los sacerdotes, con su vida y sus obras, se distingan por un vigoroso testimonio evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio”. Para que no nos quedemos existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la eficacia de nuestro ministerio, debemos preguntarnos constantemente: “¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más de lo que puedan serlo el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?”. Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3,14), y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el “nuevo estilo de vida” que el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo».

Se trata de un «nuevo estilo de vida» que ha sido puesto de manifiesto por otros tantos sacerdotes en la Historia de la Iglesia y que continúa siendo válido en la Iglesia hoy. Los hay en los diversos campos y culturas. Su testimonio brilla como una luz para tiempos de desvalimiento. Su estilo de vida, su vivencia del ministerio, su caridad pastoral, sus intuiciones... han servido y sirven como estrellas en la noche, como luces en la oscuridad. Destacarlos es tarea importante. Hay en muchos presbiterios y en muchas comunidades religiosas micro-historias sacerdotales que ayudan a esta tarea de ir sacando de la historia los perfiles sacerdotales que ayuden en el desvalimiento y que ofrezcan luz en la oscuridad. Son testimonios con fuerza por sí mismos. Son sacerdotes sencillos, entregados, valientes en las dificultades y fieles en momentos de crisis. Han entregado sus vidas en el surco de la tierra que les tocó evangelizar. Lo hicieron con sus defectos y virtudes, con sus fortalezas y debilidades, pero siempre con una fidelidad a prueba de bomba. Pusieron sus ojos en Jesucristo, modelo del sacerdote, y sobre sus huellas pusieron sus pasos para no errar. En el ámbito de la vida parroquial, en las escuelas, en el mundo de la cultura, entre los pobres, con los enfermos... Dejaron aflorar su misión en cada rincón, desde perspectivas distintas y como rayos de un mismo misterio, hecho ministerio en el caminar.

Los modelos sacerdotales se han ido configurando a lo largo de la historia desde las diversas facetas de la tarea ministerial. Hay rasgos que se acentúan y que sirven de paradigmas en una sociedad que necesita modelos cercanos con los que identificarse. Jesucristo, modelo por excelencia, ha sido seguido por hombres de carne y hueso, hombres que han participado de nuestras debilidades y grandezas y que, precisamente por oler a ese barro y a ese incienso tan humanos, se nos hacen más cercanos. Son pequeñas estrellas en los momentos de noche histórica, cuando hacen falta referentes en una Iglesia que a veces cae en las mismas trampas de la sociedad y hace brillar más su lado humano. Precisamente en esos momentos es cuando la figura de estos paradigmas se hace grande, se eleva y se muestra a todos.

Rasgos definitorios del ministerio, como la pobreza evangélica, vivida en grado heroico; la sencillez como ejemplo en un momento en que el oropel deslumbra; la mente abierta para seguir ofreciendo el mismo evangelio con lenguajes del momento; la oración como sustento; la Eucaristía como centro de la vida; el amor a los pobres; el cuidado de las tareas pastorales con los niños, los jóvenes, los enfermos, los ancianos... En definitiva, se trata de acentos del ministerio, acentos que van enriqueciendo la tarea sacerdotal, el don mismo y la tarea diversificada en la amplia mies. Los hay sencillos y ocultos que dejaron su sementera en muchos rincones, y los hay ya en los altares, propuestos por la Iglesia como modelos oficiales. Unos y otros vivieron con fuerza el ministerio y fueron estelas en la historia.
Me detengo en cuatro aspectos importantes del perfil sacerdotal que se muestran en las vidas de sacerdotes modélicos. Saltan nombres que han quedado prendidos en los anales históricos con la fuerza de su testimonio vocacional, de su trabajo apostólico y de la estela que han dejado en discípulos. Nombres que quedan a beneficio de inventario: Juan María Vianney, Felipe Neri, Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Juan de Ávila, Antonio María Claret, Alfonso María de Ligorio, Juan de la Cruz, Francisco de Borja, Pedro Poveda, Francisco Tarín, Juan de Dios, Juan de Ribera, Francisco de Sales, Vicente de Paúl, etc. Y junto a estos, otros nombres de sacerdotes anónimos de tantos presbiterios de la Iglesia, mártires por la fe, confesores de la fe, modelos en la tarea de la evangelización. En cada uno asoma un detalle, una brizna que subraya el gran modelo que es Jesucristo. En todos ellos quedaron patentes las cuatro dimensiones de una vida sacerdotal plena y entregada: equilibrio humano, preparación intelectual, vida orante y pasión por los pobres. Cristo Jesús recorriendo los caminos de la Historia, el «hombre perfecto», «Ecce Homo» ante la Historia, el Hombre que en sí mismo recapitula a la Humanidad plena. Cristo que conoce la Palabra, que encarna la Palabra y que revela la Palabra. Cristo que mantiene con el Padre una relación íntima y profunda, Maestro de Oración, y Cristo que con su misericordia entrañable recorre los caminos teniendo como preferidos a los más pobres, a los pequeños, su heredad. He aquí los trazos y las huellas que los modelos sacerdotales han pisado con fuerza.


1. Modelo de hombre íntegro, equilibrado humanamente

El sacerdote es un hombre sacado de entre los hombres para servir a los hombres. En él se ha de ver al hombre «íntegro», con un perfil psicológico equilibrado, maduro, lleno de sentido. Uno de los aspectos importantes y necesarios del perfil sacerdotal hoy es esa madurez psicológica que asoma en muchos sacerdotes y que se muestra como ejemplo de personas que, más allá de su ministerio trascendente, permite ver en ellos a personas íntegras en lo humano, gigantes de bondad, de justicia, de honradez. Son ejemplo de serenidad en los momentos de turbación, de recta opinión en las horas de duda, de alegría en medio del dolor, de consejo oportuno que arranca desde la comprensión misma de la debilidad. La fuerza interior que aflora en el exterior les hace ser hombres equilibrados, con una vida sexual integrada en el celibato como ofrenda, con una verdadera integración en la vida de todo afecto. La vida del sacerdote no es asexuada, sino una vida sexual integrada desde la masculinidad. En este sentido, hay en la historia grandes sacerdotes que han vivido su «ser hombres» plenamente en el ejercicio del ministerio y han sabido desde ahí orientar, dar luz, aconsejar, acompañar a otros muchos. En la madurez del sacerdote muchas personas han encontrado un ejemplo a seguir de personas entregadas a una causa y que han puesto toda su vida afectiva, sexual, intelectual y humana al servicio de esa causa que los hace más hombres, más cercanos a los hombres. «Soy hombre, y nada humano considero ajeno», decía Terencio. Y en la plena humanidad aflora la Nueva Humanidad inaugurada por Cristo, una nueva dimensión, un hombre nuevo que ha recuperado lo perdido y que ha puesto foco en lo de para dar sentido a lo de fuera. En este sentido, el sacerdote tiene a muchos hermanos en la historia que han sabido mantener este equilibrio personal. Hoy, en un tiempo que podríamos llamar «light», por el precario equilibrio psicológico de la sociedad, y que tiene también reflejo en una parte del clero, el ejemplo de tantos sacerdotes íntegros puede servir para desarmar ciertas trampas que, agazapadas en el ministerio, llegan a perturbar gravemente la imagen de la Iglesia. Hay memorias y confesiones de sacerdotes en las que se atisba esa lucha interna, esa maduración en la escuela del dolor, esos momentos de fragua que han dado aceros fuertes, grandes gigantes de una humanidad plena capaz de comprender, de llorar, de reír, de vivir a raudales con los hombres para, desde la misma humanidad en la que participan, llevarlos a Dios.


2. Sacerdotes bien formados

Y la importancia de la formación, esa tarea que continúa en los periodos de formación permanente, que hacen que los sacerdotes no abandonen el estudio, la necesidad de formarse para dar razón de la fe. Cada vez son más las llamadas de la Iglesia a esta necesaria formación intelectual, capaz de dialogar con el mundo que hay que evangelizar y capaz de conocer su dinámica para acercarse a él con la oferta del evangelio. También aquí es necesario dar luz, ser testimonio. Y han sido muchos sacerdotes los que han destacado en esta faceta intelectual. La fe que busca la inteligencia, el seguir conociendo la Palabra, el mensaje y todo lo que conllevan las estructuras mentales de la sociedad a la que hay que evangelizar. Esa pasión por saber, que ha caracterizado a muchos sacerdotes, ha servido de puente para que la Iglesia se exprese en categorías de pensamiento del momento. Es una gran responsabilidad la que tiene la Iglesia ante el escenario cultural que se presenta. Decía San Isidoro de Sevilla que la «fe sin ciencia hace a los hombres inútiles, y la ciencia sin piedad los hace orgullosos». Hay muchos hombres a los que la piedad y la ciencia los han hecho santos. Sacerdotes que han sabido armonizar la caridad pastoral con una cabeza «bien amueblada». La formación es fundamental en los presbíteros. A lo largo de la historia, el testimonio de muchos, con largas horas de estudio, como un servicio que se presta, nos muestra a gentes preocupadas por aquellos a los que han de evangelizar y cuyas categorías de pensamiento y culturales han de conocer por fidelidad ministerial. No han estudiado para ser más, aunque habrían podido. No han estudiado para, con el saber, domeñar y poder más. No ha sido el estudio un arma de poder en ellos, sino de servicio desinteresado. El estudio puesto al servicio de los más pobres, al servicio de la evangelización. La ingente tarea de la evangelización en las universidades europeas o en las tareas de la evangelización de América o en otros continentes, ha dado un modelo de sacerdotes que entregaron todo su saber al servicio de la fe. Ellos son modelos sacerdotales para un presbiterio que no puede ser inculto por responsabilidad, que ha de estar formado por servicio. La falta de formación ha llevado a muchos a estrechar sus mentes y a ser opresores más que servidores. Hay en la vida de la Iglesia testimonios vivos de sacerdotes que entendieron el saber como servicio y lo pusieron sobre la mesa de la fraternidad. Ellos se levantan como modelos ante un sacerdocio que hoy corre el riesgo de desfondamiento, el riesgo de superficialidad, el riesgo de no saber dar razón de la esperanza y de la fe. Es un riesgo en el que la Iglesia se juega mucho, al poner en manos de sacerdotes escasamente formados una tarea y una responsabilidad grandes. Mirar a los modelos sacerdotales en este sentido es una forma de señalar el camino necesario en este laberinto cultural, en el que la fe ha de ser un auténtico hilo de Ariadna.


3. Sacerdotes con el corazón en Cristo

Y la oración, la celebración de los sacramentos, la centralidad de la Eucaristía, la centralidad de Cristo mediador. Es ésta una de las facetas en las que los sacerdotes necesitan hoy una mayor atención, dado el peligro de superficialidad y de activismo que rodea el ministerio. La búsqueda de tiempo para priorizar los momentos de oración, la celebración eucarística que sea realmente el centro de la jornada del sacerdote y la celebración de toda la actividad sacramental, ha tenido en la historia abundantes modelos sacerdotales. Todos ellos han destacado esta faceta y la han primado sobre todas las demás. La fuerza de la oración para escuchar la Palabra y dejarse interpelar por ella, así como la luz que de ella reciben, aparecen en las biografías de los grandes sacerdotes, modelos de vida sacerdotal. Hombres que han sabido hincar sus rodillas ante Dios para poder tenerlas arrodilladas ante el sufrimiento de los demás. Hombres que han sabido hablar más a Dios de los hombres que a los hombres de Dios. Hombres que han encontrado toda la energía en esa constante presencia del Dios, en quien han descubierto su atmósfera vital. La oración como trato continuo de amistad. Oración de ofrenda en cada momento, de agradecimiento por las bondades, de súplica por las necesidades propias y ajenas, de adoración, sintiéndose pobres y humildes ante la grandeza del misterio. La oración ha templado ánimos soberbios y ha sabido sacar a flote corazones pusilánimes. Sacerdotes que en la escuela de la oración han sabido encontrar el yunque que los ha conformado más a Cristo orante, pendiente de la voluntad del Padre. En muchos sacerdotes cuyas vidas modélicas nos muestra la Iglesia aparecen muchos sacerdotes que en la oración fueron enriqueciendo la vida interior, esa interior bodega que en momentos de dificultad los mantuvo en alto. La riqueza que proporciona la oración constante, tanto personal como comunitaria, salió a flote en momentos delicados. Ellos son espejo y guía para sacerdotes que en la oración buscaron la luz y la fuerza, la Palabra y el aliento, el consejo y la serenidad. Hoy sus testimonios se levantan con urgencia ante un clero que puede perder el fondo si abandona la oración por un activismo puro que los desfonde.


4. La caridad pastoral, o la pasión por los pobres

Y, sobre todo, el amor a los últimos, a los pobres, a los que no cuentan, a los que esperan del sacerdote que sea el heraldo de la misericordia entrañable del Señor Jesús. Hacen falta estos testimonios vivos, auténtico termómetro en la vida de la Iglesia. Un presbiterio será sano y estará en onda cuando su prioridad sean los últimos, los pobres de viejo y nuevo rostro, los más desfavorecidos. En la tarea pastoral han de primar ellos. San Vicente de Paúl lo decía de forma clara: si estás rezando y te llaman para ayudar a un pobre, no dudes en dejar la oración y escucharlo. Estos modelos son hoy necesarios cuando un excesivo culto vacío puede ahogar el grito de los menesterosos, cuando un oropel de formas barrocas puede hacer que alejemos los harapos de la Iglesia. Es necesario que la pasión por los pobres de muchos sacerdotes en la historia de la Iglesia sirva hoy de ejemplo y modelo para quienes, instalados en una sociedad de confort, han hecho del sacerdocio una profesión más, en una escala asocial elevada, una casta, en definitiva, alejada del olor de la pobreza y del dolor. Urge que estos modelos aumenten y sea propuestos en la vida de los presbíteros, porque, hoy por hoy, el evangelio de las obras ha de primar sobre el evangelio de las palabras. Y han sido muchos sacerdotes los que en la Historia de la Iglesia, cuando ésta se ha visto más tentada por la riqueza y el poder, han puesto el acento en el Cristo pobre, Hermano de los pobres, amigo de los menesterosos. Eran los salvavidas en épocas oscuras de traición a los ideales de pobreza del evangelio. Ellos, amando al Señor y amando a la Iglesia, lo demostraron desposándose con ella, como hizo Francisco de Asís.
Los modelos sacerdotales, que en Cristo tienen su más genuina referencia, servirán al clero hoy para descubrir el amor primero y seguir siendo luz en medio del mundo, con alegría, con gozo y siempre con esperanza.


5. Juan de Ávila, un modelo en este Año Sacerdotal

El patrón del clero español, san Juan de Ávila, encarna estas facetas que hemos indicado. Cuando se está a la espera de su declaración como Doctor de la Iglesia, sirve aquí como resumen de los aspectos destacados. En su vida, ministerio y obras los sacerdotes encontrarán luz para la vivencia de su sacerdocio. Nació en los albores del siglo XVI y, cuando murió, dejó una estela de discípulos que encarnaron en su vida los ideales mostrados en su trayectoria.
Juan soñó con un mundo nuevo que empezaba a germinar. Fue un forjador de apóstoles. El santo no sólo propone una universalidad del Espíritu, en el que las relaciones sean únicamente de buena vecindad, sino que quiere ir mucho más lejos: alcanzar la fraternidad universal. Juan intentó estar siempre atento a esta voluntad de Dios.
El tema de la formación de los sacerdotes es para San Juan de Ávila una de sus acciones prioritarias. Esta formación no era esporádica, sino que estaba perfectamente programada. Así, durante la primera parte del año se enseñaría Sagrada Escritura, y durante la segunda casos de conciencia. Estas lecciones deberían impartirse haciendo hincapié en la pastoral, pues el objetivo era ser buenos confesores y predicadores. Baeza se convierte en un auténtico centro de formación permanente integral en todas las dimensiones, ya que, además de en la teología, los clérigos deben formarse en aquellas virtudes propias de un apóstol: experiencia de oración, vida austera, convivencia fraterna con los demás clérigos, servicio de la caridad hacia los pobres y necesitados y espíritu evangelizador.
San Juan de Ávila está seguro de que los esfuerzos de los obispos, los planes de formación y las leyes sobre la formación permanente no darán fruto si los sacerdotes no están personalmente convencidos de su necesidad y si no se asume personalmente la responsabilidad de la propia formación permanente integral, poniendo los medios necesarios para ello. De ahí su interés en alentar a los sacerdotes a que vivan este proceso de crecimiento integral permanente como personas, como cristianos y como sacerdotes, y que vivan este proceso ayudándose unos a otros, recorriéndolo juntos.
En Juan de Ávila encontramos esa personalidad que no sólo estudia para una justa y necesaria maduración de sí mismo, sino también en vista de su ministerio. En él encontramos una personalidad equilibrada y madura, un hombre cabal, un hombre de coherencia, que vive lo que dice. Éste es uno de los grandes secretos del atractivo de Juan de Ávila. De ahí que acudan a pedirle consejo personas de toda clase y condición y que pasan por las más diversas situaciones.
Juan de Ávila fue madurando en la escuela de la cruz, en la escuela del dolor, conformando su vida cada vez más con la cruz del Señor, y por eso es capaz de comprender a todos y de tener compasión con todos. Se trata, sobre todo, de aquel pastor que sufre la cruz pastoral, y que va creciendo al ir configurándose con la cruz del Señor por el ejercicio de su ministerio... Juan de Ávila ha ido madurando en la escuela del dolor, en la escuela de la cruz, a semejanza de Cristo.
El Santo Maestro vive con los demás la caridad pastoral desde la caridad de Cristo hacia él, que ha experimentado siempre. Esta sensibilidad humana hace que San Juan de Ávila manifieste siempre una delicadeza en el trato hacia la otra persona.
Para San Juan de Ávila el sacerdote ha de vivir en continuo proceso de crecimiento espiritual durante toda la vida. A éste se llega a través de una permanente actitud de unión con Cristo durante todos los días y durante todo el día, orando en todo lugar. La oración del sacerdote no es sólo un trato personal y entrañable de amistad con Cristo. El que reza es un apóstol; por eso en su oración no se puede olvidar de toda la Iglesia y del mundo. Así pues, «tendrá cuidado de encomendar a Dios a la Iglesia y a quienes están en pecado mortal. así como todas las necesidades de los prójimos, que las debe tener por propias».
San Juan de Ávila tiene aciertos pastorales y sabe aconsejar, porque también tiene una gran formación intelectual. A su fuerte base en leyes, adquirida en Salamanca, y a su formación humanística y de Sagrada Escritura de Alcalá, ampliada con la de Santo Tomás en los dominicos de Sevilla, se suma su constante formación. El estudio del Santo Maestro es sistemático, sapiencial y pastoral, realizado bajo la mirada de Cristo y con el alma de pastor: Un estudio que es, sobre todo, de la Biblia, de los Padres y de autores que ayudan a descubrir su sentido. A este estudio sapiencial y eminentemente pastoral dedica varias horas al día, sobre todo por las mañanas. Así lo aconseja a otros en algunas de sus cartas. Para la predicación, por ejemplo, nos dice que hay que saber combinar estudio y oración. También lo vemos estudiando con todo detenimiento durante varios meses lo acordado por el concilio de Trento. Convencido del beneficio para la Iglesia del estudio permanente y sapiencial de los presbíteros, aconseja medidas drásticas para aquellos que no están dispuestos a estudiar privadamente, y también para aquellos que no quieran asistir con los demás presbíteros a las lecciones de formación.
La caridad pastoral, es decir, el amor de Cristo pastor que él encarna y transparenta en su vida, es el motor de Juan de Ávila. Esa caridad es la que hace que crezca continuamente como persona, como cristiano y como pastor en el ejercicio de su ministerio pastoral. La caridad pastoral hace que viva en una continua unidad de vida, a pesar de la cantidad y diversidad de acciones que lleva a cabo. Así, San Juan de Ávila es el orante contemplativo que vive en continua acción; es el pastor de ánimas y director espiritual de santos y de toda clase de personas; y, al mismo tiempo, el fundador de colegios para niños pobres, de seminarios, de convictorios sacerdotales y del plan, ya aludido, de formación permanente integral para el clero. Es el consejero de monjas, de mancebos, de gente sencilla y de políticos, alcaldes y reyes, obispos y hasta del mismo concilio de Trento, al que envía dos Memoriales; es el maestro de vida evangélica de niños; el que sale al encuentro para alentar a los enfermos, huérfanos y personas necesitadas de paz, armonía, reconciliación y amor. Es el pastor de masas que llena templos y el formador paciente de pequeños grupos de sacerdotes y pequeños grupos de laicos comprometidos que por las noches, al volver del trabajo, desean seguir formándose en el camino evangélico. El Santo Maestro es un pastor integral.
De igual forma, en su acción evangelizadora se preocupa por el crecimiento integral de sus destinatarios, sabiendo que la vivencia evangélica es el camino y el culmen de la verdadera humanización de la sociedad. De ahí que San Juan de Ávila predique incesantemente el evangelio, buscando no sólo la transformación del corazón, sino también de las costumbres. Es por esto por lo que aconseja a alcaldes y reyes que contribuyan con su acción a tener no sólo buenos ciudadanos, sino ciudadanos virtuosos gracias a la vivencia cristiana.
Así pues, como está convencido de que la vida de los fieles cristianos depende de la santidad y formación de los pastores, San Juan de Ávila apela a la responsabilidad de los obispos y de los mismos sacerdotes para que crezcan en santidad y formación. Es, pues, un modelo de sacerdote para los sacerdotes de hoy.

(Fuente: revista Sal Tarrae, abril 2010)