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    La vocación sacerdotal, superabundancia de misericordia

    Ssección dedicada a la formación sacerdotal, a cargo del obispo auxiliar de la diócesis de Guadalajara, México, monseñor Miguel Romano Gómez.

     

    El perdón de nuestros pecados es uno de los más grandes dones que Dios, rico en misericordia, nos otorga y que ha querido depositar en nuestras frágiles manos. El don del sacerdocio nos configura con Cristo de tal manera actuamos in persona Christi, para administrar la gracia del perdón a nuestros hermanos. Es Jesucristo quien nos ha confiado el ministerio de la reconciliación (Cf. 2 Cor 5,18), el cual constituye una parte integral de nuestro sacerdocio; pues estamos llamados a ofrecer el perdón de Dios, y a proclamar con nuestra vida, principalmente en el confesionario, que Jesucristo conoce y se complace de nuestra debilidad.

    El sacerdote es alter Christus, ipse Christus. Jesús irrumpe con su gracia de una manera especialísima en el sacramento del Orden, al grado ésta que imprime carácter, lo que nos dice que hemos recibido un don muy especial, muestra de una especial predilección de parte de Dios, quien nos ha llamado no solamente a ser sus ministros, sino sus más íntimos amigos. El sacerdocio es don y no un oficio u obligación, y por ello, en nuestras vidas se da una relación del todo singular con Cristo: es la relación entre un Don que penetra nuestra vida, y que nos configura de una manera especial con Él. Cuando se pierde de vista esta perspectiva de don, el sacerdocio pierde en gran medida su significado y se define por más en función de otras categorías, que por muy correctas y loables que sean, se corre el riesgo de convertir el sacerdocio en un merito o en una carga. Entonces, pasamos de ser amigos del Amigo, a mercenarios que esperan la paga al final de la jornada.

    Vivir el sacerdocio como don implica vivir nuestro ministerio como un regalo que Dios nos ha otorgado para servir generosa y diligentemente a su Iglesia, administrando los más grandes tesoros, como es el poder perdonar los pecados para reconciliar a los hombres con Dios y con la Iglesia. Asimismo, esta actitud nos permite descubrir que la gracia recibida por el sacramento es “una superabundancia de misericordia”, pues Cristo nos llama a actuar como representantes suyos, aun sabiendo que somos pecadores. Sí, nuestro sacerdocio nació de la eterna misericordia de Dios, quien nos ha elegido teniendo en cuenta también nuestras debilidades. La conciencia del misterio del pecado en nuestras vidas y las infidelidades al amor que Dios ha derramado copiosamente en nuestros corazones, nos deben ayudar a ser más humildes para poder descubrir que no han sido ni nuestros meritos, ni nuestro esfuerzo, ni nuestros aciertos, lo que justifican o explican la donación de la gracia de Dios recibida por la imposición de manos y la oración consecratoria el día de nuestra ordenación. Nuestro sacerdocio se comprende, no contemplándose a nosotros mismos, sino solamente si lo consideramos como una gracia que brotó del costado abierto de Cristo (Cf. Jn 19,34).

    Si vivimos nuestro sacerdocio como un don, y no como un derecho, seremos capaces de ser auténticos servidores de nuestros hermanos, a ejemplo de Cristo, el Siervo del Padre, pues la vocación sacerdotal implica una relación de servicio a Cristo y de su Iglesia. Como advertía el Cardenal Ratzinger: “Si el sacerdote viene definido como el siervo de Jesucristo, esto quiere decir que su existencia está determinada esencialmente como relacional (…). El sacerdote es servidor de Cristo por ser, a partir de él, por él y con él, servidor de los hombres”.

    Nuestro ministerio será eficaz, creíble y fecundo tanto como logremos ser atenticos y solícitos servidores de los demás por Cristo, tal como Él nos lo mandó (Cf. Mc 9,35). Ante una cultura que ha perdido su capacidad de admiración y de descubrimiento de la presencia y gratuidad de Dios, se representa a nosotros el reto de vivir nuestro sacerdocio como un don precioso e inmerecido y que nos supera; lo cual implica vivir en continua gratitud por el don recibido, para configurarnos cada vez más con Cristo, servidor del Padre y de la humanidad.