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RASGOS CONTEMPORÁNEOS DE LA

ESPIRITUALIDAD PRESBITERAL

I

 

 

P. Cristián Precht Bañados

 

Ser sacerdote es un inmenso don del Señor: es un proyecto y un desafío que se vive de cara a los tiempos de la historia. Como toda obra de Dios, el presbiterado tiene ciertos rasgos permanentes y otros rasgos, o acentuaciones, que dependen de los tiempos de Dios y de la Iglesia.

 

Hoy vivimos un tránsito cultural de proporciones, propio de un mundo globalizado, que necesariamente incide en nuestra manera de vivir el sacerdocio. Este tránsito se vive de manera más intensa, y hasta dramática, en la ciudad y en la gran ciudad. En América Latina tenemos urbes como Ciudad de México, Bogotá, São Paulo, Buenos Aires, Santiago y tantas más. Pero, además, se da el extraño fenómeno de que en un Continente tan agrario, una cantidad cercana al 80% de sus habitantes, hayan optado por vivir en la ciudad.

 

Por eso nos proponemos describir algunas tendencias del tiempo en que vivimos – especialmente en la cultura urbana – y sacar algunas conclusiones para el ministerio presbiteral. Obviamente, por lo vasto del tema y por la rapidez de los cambios, estas observaciones no son afirmaciones rotundas sino más bien proposiciones para ser discutidas, precisadas, corregidas y complementadas. Y, obviamente, también mis referencias están vinculadas a Santiago de Chile, lo que “estrecha” la visión del desafío que presenta la gran ciudad a nuestro ministerio.

 

I. Una Mirada Al Tiempo En Que Vivimos

 

1. Cambia todo cambia

 

Para comenzar nos situamos en el contexto de este neo-renacimiento en que el hombre – varón y mujer – se vuelve ensimismado sobre su grandeza. Y tal como en el primer renacimiento, este tiempo tiene algo de pagano, en el mejor sentido de la palabra. Es decir, tiene muchos dioses, sin ser politeísta, y deja en lugar secundario la referencia al Único Señor.

 

Estamos encandilados por los logros de la ciencia y de la técnica y nos proponemos construir una torre que llegue hasta el cielo, como en Babel , para quitarle a Dios su reinado y entronizar a la humanidad divinizada. Dios ha perdido el lugar que tenía en la cultura campesina y, por lo tanto, la Iglesia también ha mudado de lugar en la conciencia de la gente. Sobre todo, en la cultura urbana. Y esto condiciona, necesariamente, nuestros ritos y plegarias y también las expectativas que la gente tiene sobre nuestro ministerio presbiteral.

 

La nueva generación – a la cual también pertenecemos – está obnubilada por el manejo del progreso. Ha comenzado a descifrar el mapa genético y a experimentar con el misterio de la vida buscando clonar al ser humano. Por otra parte, la economía ha alcanzado para algunos el status de ciencia exacta, siendo a la vez filosofía y profecía, y nadie puede ocupar una tribuna si no exhibe su competencia en las cifras que supuestamente indicarían el progreso, aunque no siempre se reflejen en la calidad de vida. En este ambiente han nacido los hijos del mercado  más individualistas que los hijos del Estado, casi siempre más sociales,  y cada uno de ellos busca el éxito que la sociedad le debe a sus méritos personales.

 

En esta misma medida la sociedad y la familia se estrechan, se atomizan… Vivimos en el reino de las “bandejas” – por horarios de estudio o de trabajo, por preferencias en la programación  de la TV, etc., cada uno con la suya – y no tanto de la mesa común que ofrecía una conversación comunitaria con sus correspondientes encuentros, discusiones y reencuentros. Sin embargo, y paradójicamente, en este mundo fragmentado por muchas individualidades, la familia se convierte progresivamente en el referente más estable que tenemos. Por esta razón, “sobrecalentamos”  la vida familiar de tantas expectativas que, a veces, ésta se siente agobiada y no da abasto para responder a todas las demandas. Una buena parte de esta demanda recae sobre la mujer, “gerente de los afectos” y exigida por varios frentes a la vez… Ella es madre, esposa, dueña de casa, cocinera y, cada vez más frecuente, trabaja para añadir sustento al hogar. Todo esto tiene muy desorientado a varón quien no logra asumir su nueva situación menos aún cuando el cambio de roles lo hace asumir nuevas obligaciones domésticas y la cultura ambiente lo induce a desarrollar los rasgos femeninos de su personalidad.

 

Y, obviamente, en este contexto, que valoriza la individuación (y a veces el individualismo) florece una mentalidad asistémica que se desafecciona de las instituciones, las rechaza y quiere contribuir a mostrar su inutilidad o su inconsistencia, como lo hace cierta prensa. Nos referimos a todas las instituciones: la familia, la Iglesia, el Estado, los partidos políticos, etc. Lo que vale y se promueve es el individuo, el mundo privado, la iniciativa privada, la privatización de la religión y de las relaciones conyugales. Un ejemplo de lo que decimos se da con respecto al matrimonio en que crece el número de jóvenes que no recurren ni al testigo del Estado ni al la Iglesia para casarse pues, ¿para qué? ¿Qué es lo que ellos pueden añadir al amor que dos personas se profesan?

 

Otro elemento, que también nos desafía, es el florecimiento de las minorías sociales, en todo campo de cosas, desde la nueva conciencia de los pueblos originarios – con toda su carga histórica – a las minorías sexuales, o a la gente que se agrupa por intereses diversos desde la promoción de la mujer hasta la ecología, pasando por la derrota del SIDA, el apoyo a la mujer sola y jefa de hogar, los esfuerzos por hacer retroceder el consumo ilegítimo de drogas hasta las tribus urbanas que se expresan en grafitis.

 

Somos conscientes que este diagnóstico abreviado es mucho más matizado. En el mismo país y en la misma ciudad conviven culturas muy diversas. Junto al ruido de la modernidad tardía – atizada por muchos comunicadores sociales – convive una cultura más tradicional, y las ideologías del pasado reciente pugnan por reconquistar o mantener su vigencia. Tampoco se nos escapa el renacer de la vocación social entre los jóvenes ni el florecimiento de los voluntariados, como hace 50 años en que en vez de “un techo para Chile” hacíamos la campaña de la fonolita y ayudábamos a parar mediaguas… No dejamos de valorar, tampoco, los procesos de individuación (no siempre de personalización) y la mayor conciencia de ciudadanía que empieza a existir entre la gente. Y, en el campo religioso, las búsquedas místicas y espirituales que despuntan en medio de tanto pragmatismo y que, paradójicamente, no se buscan (o no se encuentran las respuestas) en las parroquias y las estructuras de la Iglesia, salvo en algunos grupos, movimientos o experiencias más particulares. De ahí la curiosidad por lo que puede ofrecer la sabiduría oriental o de las diversas expresiones del New Age.

 

Pero, lo que parece prevalecer, al menos a primera vista, es una mentalidad más individualista, subjetiva, atenta al yo más que al bien común. Y la Iglesia – también nosotros – no escapa de estas realidades en la medida en que está formada por varones y mujeres de este tiempo. Y, por ende, hijos y hermanos de esta misma cultura. Por eso, así como hay ONGs - expresiones neo institucionales de la caridad en el mundo secular - en la Iglesia se desarrollan movimientos y asociaciones que en pequeño (o invocando nuevas estructuras canónicas) quieren vivir sus ideales sin depender directamente de los Pastores inmediatos. Prefieren depender del Papa de Roma o de sus propias jerarquías.

 

Esta situación también afecta al magisterio eclesial pues en una sociedad multicultural hay que aprender a hablar varios idiomas en una misma sociedad… y no siempre se puede hablar en una ciudad con un lenguaje que todos comprendan. Está el lenguaje de los jóvenes, el de los profesionales, el lenguaje mal llamado culto y el lenguaje popular, los lenguajes de los migrantes, etc. La situación se hace más compleja si incorporamos no sólo el lenguaje del Chat y el Internet sino la posibilidad que este medio nos brinda para encontrar “maestros personales”, sustrayéndonos al influjo del maestro común: el párroco, el obispo y hasta el Papa, salvo en momentos muy singulares.

 

A todo esto se añade la nueva situación en los medios de comunicación que poco a poco han pasado de ser comunicadores a contralores e, incluso, a ser inquisidores. “Fiscalizadores” como a algunos de ellos les gusta llamarse, a pesar de no haber sido elegidos para desempeñar esta función ni toleren más contraloría que la propia conciencia. Sin querer queriendo tienden a pasar del cuarto al primero de los poderes, guiados ellos también por intereses económicos y de grupos. En este contexto, cada uno de ellos busca su propio segmento y, en general, es fácil que la verdad periodística se confunda con el “rating” y que algunos consideren legítimo publicar lo que da dinero, así sea difamando. Es raro que pidan disculpas cuando se equivocan y que estas excusas aparezcan con la misma espectacularidad que las acusaciones. Y cuando, en el mejor de los casos se disculpan, el mal ya se ha extendido y los desmentidos no se escuchan.

 

Es curioso, pero lo que los derechos humanos exigen a todos, especialmente a los gobernantes, en cuanto a presumir la inocencia de un imputado mientras no se demuestre lo contrario, o en cuanto a la prohibición de violar la intimidad de la vivienda y de las comunicaciones (salvo por orden judicial), algunos no tienen reparo que estos mismos derechos sean violados por los medios públicos de comunicación social, invocando la libertad de expresión y de investigación. Una colusión de derechos entre la salvaguarda de la dignidad persona y la libertad de información…

 

No, hermanos, no se confundan. Quien escribe es una persona esperanzada, incluso un optimista, convencida de que para poder cantar la esperanza hay que saber detectar la vida en medio de aquellas cosas que la niegan y que, para celebrarla, se requiere la ley del grano de trigo. La Encarnación es silenciosa, vulnerable, escandalosa y a la Pascua sólo se llega por la cruz y el descenso a los infiernos.

 

Lo que es claro es que estamos en medio de la nueva cultura que antes se designó como adveniente y que ya se ha instalado entre nosotros. Esta nos desafía a dar pasos cualitativamente nuevos para enfrentar la evangelización de los tiempos nuevos. En Santiago decimos que queremos “evangelizar el corazón de la cultura”, o bien “el corazón de la ciudad”… y eso significa ser capaces de dialogar con el corazón del varón y de la mujer contemporáneos, el corazón de los jóvenes, el corazón de los comunicadores, de los gestores… y como siempre, privilegiar el diálogo con el corazón de los pobres, que padecen tanto las antiguas como las nuevas pobrezas.

 

II. rasgos de espiritualidad presbiteral

 

2.   Algunas notas de espiritualidad presbiteral

 

Así las cosas, cambia todo cambia… y seguirá cambiando con creciente rapidez. Por esta razón hay que volver a mirar nuestra espiritualidad presbiteral, en este nuevo contexto cultural, para ver lo que en ella hay debe permanecer y lo que debe cambiar para ser mejores discípulos y misioneros del Evangelio. Queremos remar mar adentro en estas mismas aguas procelosas de la historia y volver a echar la red donde tantas noches la hemos tirado en vano para recoger la pesca que nos prepara el Señor . ¿No lo hicieron así los que nos precedieron en tiempos del nazismo, del marxismo o de la seguridad nacional? Y para ir más lejos, ¿no lo hicieron así los “Padres de la Iglesia” de los primeros cinco siglos y los “Padres de la Iglesia” del siglo XX en nuestra Iglesia de América Latina y el Caribe?

 

Evangelizar el corazón de esta cultura es un llamado a evangelizar nuestro corazón sacerdotal, nuestra vida consagrada, nuestra vocación ministerial. Un llamado a darnos tiempo para orar nuestro ministerio, para que en él la acción no se coma a la contemplación, y para que las soluciones a problemas tan concretos, broten de una mirada-con-Cristo de la nueva realidad que también protagonizamos. Así las cosas: el “¿qué haría Cristo en mi lugar?” sigue siendo lema y actitud de vida.

 

Ante la magnitud de los desafíos pastorales que enfrentamos hay quienes pierden el norte de su actuar y no pocos se sienten desconcertados. De ahí la necesidad de subrayar que en esta búsqueda no estamos solos. Antes que nosotros se han reunido nuestros Obispos en el Sínodo de América y el Sínodo sobre el Ministerio episcopal. Junto a la Iglesia Universal hemos preparado y celebrado el Jubileo de la Encarnación y hemos recibido de manos del Papa Juan Pablo el testamento de dicha experiencia de fe, la Novo Millennio Ineunte, que tiene gran vigencia para la vida de la Iglesia. Ahora nos preparamos para la V Conferencia Plenaria del Episcopado Latinoamericano y junto a nuestros pastore,s nos preguntamos como ser presbíteros- discípulos y presbíteros-misioneros especialmente, en nuestro caso, en los presbiterios locales y en el clero secular. Y para aportar a esa reflexión los invito a subrayar algunas notas de espiritualidad presbiteral.

 

2.1  Una vocación apostólica, diocesana y secular

 

En primer lugar, no hay que olvidar que la nuestra es una vocación apostólica, diocesana y secular, que nos lleva a anunciar el Evangelio en medio del mundo y desde el corazón de una Iglesia Particular. Por lo tanto, hay que evitar la tentación de la fuga mundi y la fuga individualista, igualmente perniciosa, y que consiste en construirse cada uno su pequeña iglesia – capilla, parroquia o movimiento – modelada a su imagen y semejanza. También hay que evitar buscar las fuentes de la espiritualidad lejos de nuestro ministerio porque entonces entraríamos en un paralelismo sin destino. En ese sentido, una lectio divina de la II Corintios es más que actual para nuestra espiritualidad, para descubrir en ella como San Pablo se fortalece en medio de contradicciones, escisiones y aún persecuciones. Esta puede ayudarnos a resituar nuestra caridad pastoral que sigue siendo el lugar desde donde se alimenta nuestra espiritualidad presbiteral.

 

2.2 Ministerio en medio de este mundo

 

Lo propio nuestro es el anuncio del Evangelio del Reino en un mundo que tiene – como siempre – otros evangelios y otros reinos. Esto no es nuevo. Lo nuevo tal vez es que, pocas veces como ahora, esos otros reinos han tenido tanto marketing y un alcance tan universal, gracias a la globalización de la vida y de las comunicaciones. Lo espontáneo es pensar en tener emisoras de radio y de Televisión, y crear páginas web para vocear nuestro mensaje. No está mal… Pero antes, hay cosas más urgentes que están absolutamente a nuestro alcance, como por ejemplo:

 

  1. El encuentro vital con Jesucristo y la mística cristiana

 

“Hoy existe un gran hambre de nueva espiritualidad que signifique una experiencia de Dios en nuestras propias vidas. Esta experiencia es esencial para todo ministro pero no se la puede encontrar fuera de los límites de su ministerio. Tiene que ser posible encontrar las semillas de esta nueva espiritualidad en la propia esencia del servicio cristiano. La oración no es una preparación para el trabajo o una condición indispensable para que el ministerio sea eficaz. La oración es vida. la oración y el ministerio son una misma cosa y jamás pueden separarse” .

 

Esta experiencia mística se hace hoy más necesaria pues, precisamente por el pragmatismo reinante y por el subjetivismo ambiente, la gente tiende a refugiarse en experiencias místicas… que encuentra en las escuelas orientales y no en el seno de la propia Iglesia. A nosotros los presbíteros nos perciben como hombres de acción, organizadores, gerentes pastorales, y sienten que la Iglesia enseña moral o que reduce su mensaje a la moral, pero que no aporta las razones profundas de la fe. Es un punto muy serio para un examen de conciencia, y para analizar nuestra vivencia espiritual, nuestro magisterio y nuestras homilías.

 

En nuestra espiritualidad, entonces, debe explicitarse el encuentro vital con Jesucristo y su seguimiento en un discipulado permanente. No podemos ni debemos callar el amor y la pasión que El suscita en nosotros; y su nombre debe estar continuamente en nuestros labios. El es “el producto” que la Iglesia ofrece al mundo y, sin lugar a dudas, absolutamente el mejor que podemos aportar en nuestro tiempo .

 

  1. La lectio divina

 

Es claro que la mística cristiana siempre apunta a la persona y a la historia y no se reduce a una vaguedad de sentimientos de “sentirse bien”. Esta se funda en una relación personal con el Señor, se proyecta en el acontecer - es la Encarnación, es la Pascua, es el don del Espíritu en Pentecostés – y  nunca se encierra en espiritualidades narcisistas. La caridad sigue siendo el único termómetro para medir la autenticidad del encuentro con Cristo.

 

Por eso, la lectio divina es hoy una fuente inmejorable de espiritualidad histórico-caritativa, ya que leemos la Palabra en su propia situación histórica: “qué dice la Palabra”, así como en el contexto de nuestra propia historia: “qué nos dice la Palabra”; oramos desde esa lectura situada:“oratio” y buscamos cómo hacer vida o prolongar el sabor de esa palabra: “contemplatio”.

 

La experiencia de la lectio está vinculada a nuestras homilías que son un reto a nuestra espiritualidad y una exigencia cada vez más aguda de nuestros auditorios.  La preparación de la homilía en oración, atentos a los signos de los tiempos y a la comunidad a la cual servimos, es una fuente permanente de espiritualidad y de discipulado misionero. Ello requiere entrar en el misterio… en la buena nueva que Dios tiene para nuestro pueblo hoy día… en la lógica de Dios para articular la vida. Y no sólo morar en los epifenómenos, las anécdotas, los lugares comunes, nuestras preferencias políticas, los enunciados éticos o la superficialidad.

 

Este punto ha sido muy hablado. Lo importante es tomar decisiones al respecto, máxime ante auditorios que exigen mayor competencia porque no comulgan con ruedas de carreta. Exigen diversidad de “lenguas”, por las subculturas presentes en nuestros “auditorios”, y mejores contenidos pues mayor es la educación de quienes nos escuchan. Y exigen también más calidad en la transmisión,  acostumbrados como están a la imagen televisiva  y a una cierta calidad de sonido en emisiones radiales. ¿ No es esta una buena razón para hacernos discípulos junto a los hermanos con quieres compartimos este ministerio y preparar la homilía en comunión con otros pastores, diáconos permanentes, religiosos o ministros de nuestra comunidades ?

 

  1. La vida a la intemperie

 

Hay que recordar también que hoy vivimos en una “casa de vidrio”. Siempre la gente se fijó en sus curas: dónde se encontraba su cabalgadura, dónde su camioneta, con quien se junta a comer, a jugar, a beber, quiénes visitaban su casa, cuáles eran sus preferencias… Pero, a la vez, la gente cuidaba a sus sacerdotes y la sociedad los protegía, los sentía propios. Hoy, en cambio, vivimos en medio del mundo, a la intemperie, sin protección alguna y, al revés, bajo el escrutinio de los MCS y con el deseo de ver  y nuestras caídas. Estamos en situación semejante a lo que hoy se pide a los líderes del país, a los servidores públicos, en un ambiente que tiende a desacralizar a las personas y a demostrar la inconsistencia de las instituciones. Pues bien, esta misma realidad nos da la posibilidad de vivir con mayor transparencia y humildad, dejando de lado ciertas incoherencias e ingenuidades que muchos cometemos, y sabiendo que nuestra vida está expuesta ante los ojos del mundo global. Una razón más para avivar la calidad de nuestra vida espiritual, de vivir “de cara a Dios”, procurando la paz de la conciencia en medio de esta sobre exposición. Una excelente razón para valorar el que la gente quiera conocer nuestro discipulado y valorar nuestros aprendizajes, presentándonos con el ropaje de hermanos que juntos caminamos en pos del Señor y no como “autoridades” que están sobre los demás. Es decir, como “amigos” y “servidores” como a Jesús le gusta llamarnos.

 

De esta observación más bien externa se deriva también otra consideración más teológica. El Concilio Vaticano II nos regaló una conciencia más nítida de la capitalidad de nuestro ministerio. Bien. Pero, esa capitalidad en términos absolutos corresponde al Señor Jesucristo. En nosotros, obispos y presbíteros, se trata de una capitalidad de personas que, a la vez, son discípulos, aprendices, seguidores y, por cierto, hermanos de las personas a quienes sirven. Esto hace que teológicamente nuestro ministerio no nos distancia del pueblo fiel. Somos distintos por vocación pero no tenemos por qué ser distantes. Y hoy existe en el pueblo de Dios, y en la gente en general, una aguda conciencia democrática que tiende a rechazar, y a veces con mucho vigor, cualquier forma de endiosamiento. Y eso también entra en la observación de la “casa de vidrio” a la que providencialmente estamos sometidos.

 

  1. De las sensaciones a las convicciones

 

Otra fuente de espiritualidad nos la ofrece la demanda actual de mayor competencia en nuestro ministerio que nos obliga a estudiar e incluso a especializarnos. Los presbíteros jugamos en la liga profesional de la fe y de la moral, de la Liturgia y la espiritualidad y no en simples campeonatos de barrio sobre estos temas tan cruciales. Nuestra palabra cuenta. Nos guste o no nos guste, somos un referente del pensamiento de la Iglesia. Por lo tanto, importa mucho lo que decimos al hablar de temas candentes: el matrimonio civil, la bioética, la penalización de los menores, la corrupción, los derechos humanos, por sólo referirme a los que aparecen en la primera página de los diarios. Y si eso es necesario en la temática vigente, se requiere también competencia en nuestra enseñanza y acompañamiento espiritual para ayudar a los fieles a pasar de las sensaciones a las convicciones en el seguimiento de Jesucristo. Esto último es especialmente necesario entre los jóvenes y en la evangelización de la religiosidad popular, que es gran riqueza de la Iglesia.

 

Una razón más para tomar en serio nuestra formación permanente y aprovechar todas las oportunidades de profundizar nuestra condición ministerial.

 

  1. Desde el corazón de una Iglesia Particular

 

El individualismo reinante también nos afecta en nuestra vida y ministerio. Es un hecho que nos cuesta trabajar en equipo y vivir en comunión. Además, y lamentablemente, los curas solemos ser la peor cuchilla contra los curas. No pocas críticas que leemos en los medios de comunicación se originan en nuestros comentarios irresponsables, frutos de celos, envidias o simples descalificaciones. Y se da la gran paradoja que quienes mejor saben y sabemos lo que cuesta realizar un ministerio entregado, creativo, estimulante y consecuente… somos los que más criticamos al hermano ante el menor renuncio o el menor descuido.

 

Hoy más que nunca hay que estrechar la comunión, aumentar el amor por el equipo, la comunidad de vida, ser reflejos de la Santa Trinidad. Y aprender a vivir como discípulos, como gente que sabe que tiene mucho que aprender de Jesús, del Evangelio, de nuestros Pastores, de los hermanos. Y, por amor de Dios, hacer un voto de santa hermandad en que aprendamos a corregirnos con amor, a llevar las cargas unos de otros, sin jamás erigirnos en jueces de los hermanos ni hacer leña de un apóstol caído.

 

  1. Redescubrir el Evangelio de la comunión

 

Ante esta realidad es imperioso redescubrir la comunión como un Evangelio, una buena noticia para el mundo, para la Iglesia, para cada uno de nosotros. Y reconocer que la comunión es hoy la gran profecía que podemos ofrecer a un mundo individualista. Es apuntar al corazón del sistema y no quedarnos en las exterioridades. Si es verdad que la creación es imagen y semejanza de la Santa Trinidad, quiere decir que empezando por el corazón del hombre – varón y mujer – y en todas las realidades del mundo, tanto en el microcosmos como en el macrocosmos, late una estructura trinitaria. Es a ese corazón al que tenemos que apuntar. Y es a ese corazón al que tenemos que convertirnos con la gracia de Dios.

 

Pero, esto no es marketing. No es una oferta para otros. Es un paso a dar por cada uno de nosotros para recrear un presbiterio unido a los co-presbíteros en torno al Obispo en que el “miren como se aman” pueda ser la exclamación de quienes nos rodean.

 

  1. Practicar la espiritualidad de comunión

 

No es necesario, en este punto, volver a citar in extenso el texto paradigmático de Juan Pablo II . Es un texto tan bien armado e inspirado en que no falta ni sobra ninguna palabra. Es la mejor descripción vigente de la espiritualidad de la comunión. En ella el Papa la presenta como la respuesta a los designios de Dios y a los anhelos del hombre, que nos lleva a mirarnos cordialmente, a considerarnos parte unos de los otros, a darnos espacio en nuestro crecimiento y a sentir como propios los éxitos de los demás. Ni más ni menos.

 

La espiritualidad de comunión se basa en una sabiduría renovada diariamente. Su inicio es el asombro. Porque el tesoro de la dignidad humana en los redimidos lo llevamos en vasijas de barro [2 Cor 4,7] nos admira sobremanera cuánto resplandece a través de la opacidad del recipiente. Porque, como lo confirma el apóstol Pablo, no pocas veces hacemos lo que no queremos y no hacemos lo que queremos [Cf Rom 7,15]. Por esto nos alegra cada vez que constatamos que alguien hace el bien y se aparta del mal, y que se ha decidido a superar el mal, haciendo el bien.

 

En los primeros tiempos del cristianismo se  acuñó la sentencia: “Viste al hermano - ¡viste a Cristo!”. No queremos pasar de prisa cerca del hermano, con tantas preocupaciones que nublan la mirada; queremos detenernos ante él con corazón contemplativo, acogiendo y admirando a Cristo en él y abriendo el espíritu a la verdad que él aporta. Nunca debiéramos acostumbrarnos al regalo inmerecido que los demás son para mí […].

No es evidente la generosidad. Mucho menos la gracia. Más natural sería la fragilidad de la inconstancia y, en cierto sentido, el egoísmo. La grandeza humana es siempre una gozosa novedad que viene del Dios vivo, “quien concede al mundo todos los bienes” [Pl. Eucarística N. III]. Quien sepa admirarla atraerá a otros al “Camino” [Acts. 18, 25], siendo una persona positiva, sembrador de esperanza, constructor de historia con el Señor Jesús” .

 

  1. Amar y construir la Iglesia-comunión

 

En definitiva, se trata de amar y construir la Iglesia comunión. Y para ello, una sugerencia: hace bien hacer una “lectio ecclesiae”, aplicando a la Iglesia Particular los mismos pasos de la lectio divina. Es verdad que la lectio divina se hace sobre un texto escrito. Pero, no es menor verdad que la Palabra revelada se expresa también en la historia de nuestras comunidades. Y es tremendamente edificante escribir los rasgos salientes de nuestra propia Iglesia, desde los tiempos de la Colonia, en que al menos en el caso de Chile,  todos nuestros obispos fueron grandes defensores de los indios. En que hubo los fiscales de Chiloé, antecedente local del diaconado permanente. En que hemos tenido pastores que han sido liturgos y animadores sociales, a la vez. Así son los iconos de nuestro presbiterio: D. Manuel Larraín, el Cardenal Silva Henríquez, D. Enrique Alvear, por sólo citar algunos. Y así lo fue especialmente el primer santo varón canonizado en Chile, el P. Alberto Hurtado sj.

 

Motivados por el impulso de la contemplación de nuestra identidad más honda, podemos dedicarnos decididamente a construir una Iglesia-comunión, parroquias que sean comunidad de comunidades y movimientos, instituciones de Iglesia – Universidad, Colegios y otras obras de bien – que estén regidas por el principio de la comunión, como lo pide el Papa en su carta de inicios del milenio .

 

Pero, cuidado. Estamos en un tiempo en que la mentalidad asistémica ha calado hondo. Y, por eso, muchos los laicos, especialmente entre los jóvenes,  que son cristianos sinceros y aman a la Iglesia, se echan para atrás cuando sienten que estamos dedicados a alimentar la “institución”. O peor, cuando sienten que defendemos la “institución”. Es la crítica actual a ciertas posturas episcopales en temas valóricos que producen molestia y rechazo precisamente porque no se sitúan entre los discípulos sino que siempre hablan como maestros… Por eso nuestro amor por la Iglesia institución – que también lo tenemos – debe hacer hincapié en la Iglesia-comunión y en las relaciones más personales y respetuosas que existan entre nosotros para que brille especialmente el “evangelio de la comunión” y el “evangelio de la fraternidad”. Y para que nuestra relación institucional se vea como fruto de este amor y no al revés.

 

Es curioso, en esto hemos vuelto – por otras razones - a los tiempos inmediatamente posteriores al Concilio, al debate sobre carisma e institución. Sólo que ahora este debate se da a nivel de la sociedad global.

 

En síntesis, estos son tiempos providenciales para vivir en comunidades apostólicas, para fortalecer nuestras comunidades presbiterales y revitalizar las comunidades de consagrados y consagradas. Un tiempo para salir del discurso y pasar a la acción haciendo de la Parroquia  una comunidad de comunidades y de los movimientos un lugar de comunión con la Iglesia Particular.

 

  1. Celebrar la Eucaristía con asombro

 

Al revalorizar la Iglesia-comunión, no podemos olvidar la fuente de espiritualidad que encontramos en la Eucaristía, sobre todo en la vida de un presbítero, como lo recuerda el Papa Juan Pablo en su Carta Encíclica, “Ecclesia de Eucharistía”.

 

Llama la atención el “gran asombro y gratitud” con que el Papa  nos entrega “su testimonio de fe en la Santa Eucaristía” . Su deseo, y nos viene muy bien recordarlo, es precisamente “suscitar este asombro eucarístico” en toda la Iglesia y, en especial, en los ministros ordenados . En eso nos lleva la delantera San Juan María Vianney, patrono de los párrocos, quien pasaba largas horas de contemplación eucarística que se añadían a la devoción orante de la Misa diaria. En ella asumía y sumergía los dolores y problemas que acogía en el confesionario y que muchas veces lo superaban. Pero en esta misma debilidad se hacía fuerte el Señor. La Eucaristía es nuestro don. La Eucaristía es nuestra fuerza. La Eucaristía es la gran pedagoga de la vida en comunión.

 

En palabras del Papa: “la Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia” . Y, si la Iglesia vive de la Eucaristía, quiere decir que de ella vive cada cristiano y, en particular, los ministros ordenados que cada día presidimos su celebración y que encontramos en ella la fuente primera de nuestra vitalidad espiritual.

 

Tanto el Rostro eucarístico de Cristo como el asombro y la gratitud con que contemplamos y celebramos la Eucaristía son como la síntesis de la vida de la Iglesia y de nuestra vida personal. Y para los ministros ordenados vale especialmente lo que nos decía en su Visita a Chile: “un sacerdote vale lo que vale su Eucaristía” .

 

2.3 Al servicio de la humanidad

 

a. Las nuevas pobrezas

 

En fin, lo recordábamos al comienzo, nuestro ministerio se desarrolla en medio del mundo en que a las antiguas pobrezas, se han sumado las “nuevas pobrezas” que hoy reclaman la atención de la Iglesia y sus pastores . Estas últimas están representadas por ejemplo, por la soledad y abandono de los ancianos que cada día alcanzan más años pero con menor calidad de vida; por los migrantes y desplazados, por la insidia de la droga, por la cesantía, por la maternidad precoz y otras situaciones que afectan la vida familiar, y por tantas otras causas que afectan incluso a personas que no sufren de pobreza material. Por lo tanto, es hora de redescubrir la opción preferencial por los pobres a favor de las antiguas y de las nuevas pobrezas.

 

No hay Iglesia auténtica si en ella los pobres no se sienten en su casa. Ni hay cristianismo auténtico sin el ejercicio de la caridad, como lo señala el Papa Benedicto en su Carta “Deus Caristas est” situando el ejercicio de la Caridad en el mismo nivel que la proclamación de la Palabra y la celebración de los sacramentos de la fe: “practicar el amor hacia las viudas y los huérfanos, los presos, los enfermos y los necesitados de todo tipo, pertenece a la esencia de la Iglesia tanto como el servicio de los Sacramentos y el anuncio del Evangelio. La iglesia no puede descuidar el servicio de la caridad, como no puede omitir los Sacramentos y la Palabra” . Esta afirmación cualifica directamente la vida de los ministros ordenados con esta trilogía inseparable de Caridad-Palabra y Sacramento.

 

b. Una nueva imaginación en la caridad

 

Fuente de espiritualidad será enrolarnos en el ejercicio de la “nueva imaginación de la caridad” , que privilegia la cercanía a las personas por sobre la eficacia en las acciones. Y no porque la cercanía carezca de eficacia, sino porque la cercanía es el primer signo de la presencia del Reino: “el tiempo se ha cumplido, el Reino está cerca, conviértanse y crean en el Evangelio” . Esta cercanía es la que permite que los pobres “se sientan en su casa” en nuestras comunidades, y que jamás sientan la ayuda como algo que les viene desde afuera y menos de arriba para abajo. La cercanía del Reino, en el ministerio de Jesús , hace que siempre las personas que reciban su ayuda se conviertan en sujetos de su propia historia, dejando de ser objetos pasivos de una compasión mal entendida. Y por eso cuando Jesús envía a sus discípulos en misión les manda anunciar la cercanía del Reino con su palabra y con sus obras, especialmente a favor de los enfermos.

 

No se trata de solucionar los problemas del país. No se trata de hacer instituciones inmensas y difíciles de mantener, salvo que Dios lo quiera así. Se trata de mostrar la humanidad de nuestro ministerio, de nuestros sentimientos, de nuestra solidaridad, convencidos de que el pobre es Cristo de manera singular. Y  recordando también que “sin esta forma de evangelización, llevada a cabo mediante la caridad y el testimonio de la pobreza cristiana, el anuncio del Evangelio – aun siendo la primera caridad – corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de las palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada dia. La caridad de las obras corrobora la caridad de las palabras” .

 

 

 

3.   Conclusión

 

Como se puede ver, a través de estas sugerencias, no se trata sino de resituar nuestro ministerio y acoger las nuevas formas de la caridad pastoral que sigue siendo el humus determinante de nuestra espiritualidad y, por lo tanto, la fuente de la actitud apostólica de quien tiene que anunciar el Evangelio en medio de las realidades cambiantes del mundo… Una Iglesia que requiere crecer en amor, en ministerialidad, en espiritualidad de comunión… Es decir, de verdaderos discípulos de Jesús al servicio de un mundo cambiante, con grandes mutaciones culturales, en el que – como siempre – el lenguaje de la experiencia mística y de la caridad vivida, tienen la delantera.

 

Y, para vivir este ministerio apostólico con un corazón de discípulo, los medios de siempre, tan probados en la historia de la Iglesia: la Liturgia de las Horas (haciendo hincapié en la “lectio”), la Eucaristía (renovada por el “asombro” y el lenguaje celebrativo), la moderación en el comer y en el beber, la sencillez en el vestir… Sin olvidar algunos ritmos vitales, que no hay que descuidar en materia de oración: una mañana a la semana, un día al mes, una semana al año, un mes cada cinco años… Y unas buenas vacaciones, bien descansadas, para reponer las neuronas desgastadas.

 

María, Madre de los apóstoles, ¡ruega por nosotros!

      Ver Gén 4, 11 ss.

      “Bandejas” o “charolas” en que llevamos los platos de comida… Hoy no es raro ver gente ante la TV y con una bandeja sobre sus rodillas, comiendo la merienda o la cena de la tarde, en vez de poner la mesa familiar.

      En Chile particularmente mapuche y pascuense, aunque también hay conciencia de las minorías aymaras del norte y otras etnias aún menos numerosas.

      Declaración de los Derechos Humanos, art. 11 y 12.

      Ver NMI 58.

      Ver NMI 43.1.

      Criterio de acción de San Alberto Hurtado.

       Nouwen, “Un ministerio creativo”, PPC 1998, pág. 18.

       Cf E in Am 67.1

    Cf. Novo Millennio Ineunte, N. 43

    Cardenal Fco. Javier Errázuriz, “Permaneced en mi amor”, Santiago 2002, N. 26.

    Cf. NMI 43.

    Cf EE 5.2; 6.1; 48; 59.1

    EE 59.2

    EE 5.2, 5.3

    EE 1

    Encuentro con los sacerdotes en la Catedral de Santiago, Abril 1987.

    NMI 50.2

    Benedicto XVI, DCA (25.12.05), N. 22

    NMI 50.2

    Mc 1,14

     NMI 50.3

     Cf Mc 1, 15ss

     NMI 50.3