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El celibato sacerdotal según Pablo VI

 

Cardenal Mauro Piacenza

Intervención en un Encuentro sacerdotal en Ars


Pablo VI y la Sacerdotalis caelibatus

Publicada el 24 de junio de 1967, la Sacerdotalis caelibatus es la última Encíclica enteramente dedicada por un Pontífice al tema del celibato. En el clima del inmediato post-Concilio, recibiendo enteramente la doctrina conciliar, Pablo VI sintió la necesidad, con un acto magisterial autorizado, la perenne validez del celibato eclesiástico, el cual, quizás de forma más vehemente que hoy, era contestado a través de verdaderos y auténticos intentos de deslegitimación tanto histórico-bíblica como teológico-pastoral.

Como es bien sabido, la Presbyterorum Ordinis, distingue entre celibato en sí y ley del celibato, en el número 16, donde afirma: “La perfecta y perpetua continencia por el reino de los cielos, recomendada por nuestro Señor, aceptada con gusto y observada plausiblemente en el decurso de los siglos e incluso en nuestros días por no pocos fieles cristianos, siempre ha sido tenida en gran aprecio por la Iglesia, especialmente para la vida sacerdotal.... Por estas razones, fundadas en el misterio de Cristo y en su misión, el celibato, que al principio se recomendaba a los sacerdotes, fue impuesto por ley después en la Iglesia Latina a todos los que eran promovidos al Orden sagrado”. Esta distinción está presente tanto en el capítulo tercero de la Encíclica de Pío XI Ad catholici Sacerdotii, como en el n. 21 de la Encíclica de Pablo VI. Ambos documentos reducen siempre la ley del celibato a su verdadero origen, que fue dado por los Apóstoles, y a través de ellos, por el mismo Cristo.

El Siervo de Dios Pablo VI, en el n. 14 de la Encíclica, afirma: “Pensarnos, pues, que la vigente ley del sagrado celibato debe también hoy, y firmemente, estar unida al ministerio eclesiástico; ella debe sostener al ministro en su elección exclusiva, perenne y total del único y sumo amor de Cristo y de la dedicación al culto de Dios y al servicio de la Iglesia, y debe cualificar su estado de vida, tanto en la comunidad de los fieles, como en la profana”. Como es evidente de inmediato, el Pontífice asume las razones culturales propias del Magisterio precedente y las integra con las teológico-espirituales y pastorales, mayormente subrayadas por el Concilio Ecuménico Vaticano II, poniendo en evidencia cómo el doble orden de razones no debe ser considerado nunca en antítesis, sino en relación recíproca y en síntesis fecunda.

El mismo planteamientoo se encuentra en el n. 19 del Documento, que al deber del Sacerdote, como Ministro de Cristo y administrador de los Misterios de Dios, y tiene, en cierto modo, su culmen en el n. 21, que afirma: “Cristo permaneció toda la vida en el estado de virginidad, que significa su dedicación total al servicio de Dios y de los hombres. Esta profunda conexión entre la virginidad y el sacerdocio en Cristo se refleja en los que tienen la suerte de participar de la dignidad y de la misión del mediador y sacerdote eterno, y esta participación será tanto más perfecta cuanto el sagrado ministro esté más libre de vínculos de carne y de sangre”. La vacilación, por tanto, en la comprensión del valor inestimable del sagrado celibato y en su consiguiente valoración adecuada y, donde fuese necesario, fuerte defensa, podría ser entendida como inadecuada comprensión del alcance real del Ministerio ordenado en la Iglesia y de su insuperable relación ontológico-sacramental, y por tanto real, con Cristo sumo Sacerdote.

A estas imprescindibles referencias cultuales y cristológicas, la Encíclica hace seguir una clara referencia eclesiológica, también esencial para la adecuada comprensión del valor del celibato: “'Apresado por Cristo Jesús' hasta el abandono total de sí mismo en él, el sacerdote se configura más perfectamente a Cristo también en el amor, con que el eterno sacerdote ha amado a su cuerpo, la Iglesia, ofreciéndose a sí mismo todo por ella, para hacer de ella una esposa gloriosa, santa e inmaculada. Efectivamente, la virginidad consagrada de los sagrados ministros manifiesta el amor virginal de Cristo a su Iglesia y la virginal y sobrenatural fecundidad de esta unión, por la cual los hijos de Dios no son engendrados ni por la carne, ni por la sangre” (n. 26). ¿Cómo podría Cristo amar a Su Iglesia con un amor no virginal? ¿Cómo podría el Sacerdote, alter Christus, ser esposo de la Iglesia de modo no virginal?

Surge, por tanto, en la argumentación completa de la Encíclica, la profunda interconexión de todos los valores del sagrado celibato, el cual, da igual por dónde se le mire, parece cada vez más radical e íntimamente conectado con el Sacerdocio.

Siguiendooo con la argumentación de las razones eclesiológicas en apoyo del celibato, la Encíclica, en los nn. 29, 30 y 31, pone en evidencia la relación insuperable entre celibato y Misterio Eucarístico, afirmando que, con el celibato, “el sacerdote se une más íntimamente a la ofrenda, poniendo sobre el altar su vida entera, que lleva las señales del holocausto. […] muriendo cada día totalmente a sí mismo, renunciando al amor legítimo de una familia propia por amor de Cristo y de su reino, hallar la gloria de una vida en Cristo plenísima y fecunda, porque como él y en él ama y se da a todos los hijos de Dios”.

El último gran conjunto de razones, que se presentan en apoyo del sagrado celibato, se refiere a su significado escatológico. En el reconocimiento de que el Reino de Dios no es de este mundo (cf. Jn 18,30), que en la Resurrección no se tomará mujer ni marido (cf. Mt 22,30), y que “el precioso don divino de la perfecta continencia por el reino de los cielos constituye […] un signo particular de los bienes celestiales (cf. 1Cor 7,29-31)”, se indica también el celibato como “un testimonio de la necesaria tensión del Pueblo de Dios hacia la meta última de su peregrinación terrenal y un estímulo para todos a alzar la mirada a las cosas que están allá arriba” (n. 34).

Quien es puesto como autoridad para guiar a los hermanos al reconocimiento de Cristo, a la acogida de las verdades reveladas, a una conducta de vida cada vez más irreprensible y, en una palabra, a la santidad, encuentra así, en el sagrado celibato, profecía convenientísima y extraordinariamente fuerte, capaz de conferir singular autoridad al propio Ministerio y fecundidad, tanto ejemplar como apostólica, al propio obrar.

Con extraordinaria actualidad, la Encíclica responde también a esas objeciones que verían, en el celibato, una mortificación de la humanidad, privada de este modo de uno de los aspectos más bellos de la vida. En el n. 56, se afirma: “En el corazón del sacerdote no se ha apagado el amor. La caridad, bebida en su más puro manantial, ejercitada a imitación de Dios y de Cristo, no menos que cualquier auténtico amor, es exigente y concreta, ensancha hasta el infinito el horizonte del sacerdote, hace más profundo amplio su sentido de responsabilidad -índice de personalidad madura, educa en él, como expresión de una más alta y vasta paternidad, una plenitud y delicadeza de sentimientos, que lo enriquecen en medida superabundante”. En una palabra: “El celibato, elevando integralmente al hombre, contribuye efectivamente a su perfección” (n. 55).

En 1967, año de publicación de la Encíclica Sacerdotalis caelibatus, el Siervo de Dios Pablo VI puso uno de los actos de Magisterio más valientes y ejemplarmente clarificadores de todo su Pontificado. Una Encíclica que debería ser atentamente estudiada por todo candidato al Sacerdocio, desde el principio del propio itinerario, pero ciertamente antes de afrontar la petición de admisión a la ordenación diaconal, retomada periódicamente en la formación permanente y hecha objeto no sólo de atento estudio bíblico, histórico, teológico, espiritual y pastoral, sino también de profunda meditación personal.