Reflexiones para tener en cuenta en la formación vocacional
LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL DEL MIEDO
José Antonio Zamora
La percepción de la realidad no es un proceso neutral en el que los
sujetos sociales son impactados por la nuda objetividad de los hechos.
Dicha percepción es una construcción social y como tal está sometida a los
mecanismos sociales de selección, deformación, dramatización, negación,
etcétera que reflejan no sólo las preferencias individuales, sino también
las coacciones que imponen las relaciones de poder y dominación. Esto,
que vale para cualquier fenómeno social, es tanto más efectivo cuando nos
referimos a las amenazas o riesgos que constituyen la base del sentimiento
de inseguridad. Lo cual nos obliga a repensar las formas como la
sociedad se enfrenta a los riesgos, amenazas e inseguridades.
¿Es posible distinguir entre amenazas reales e ilusorias? La inseguridad
dista mucho de ser un hecho objetivo y medible. Más bien es la misma
percepción cultural lo que constituye la sensación de inseguridad. Muchas
de las amenazas que la población siente como más acuciantes no forman
parte de la experiencia cotidiana directa. Las causas, por ejemplo, de la
contaminación se encuentran en muchas ocasiones separadas espacial y
temporalmente de los individuos que sufren sus efectos. Las complejas
cadenas causales que las ponen en relación no pueden ser establecidas
por percepciones directas, necesitan de mediaciones que las visibilicen,
desde los conocimientos elaborados por expertos hasta las presentaciones
divulgativas ofrecidas por los medios de comunicación. Pero dichas presentaciones
distan mucho de ser neutrales. Más bien están sometidas a la
presión de la propaganda política o los intereses comerciales. El carrusel
de expertos que suelen aparecer en los medios tiene en no pocas ocasiones
un efecto desinformador y desmovilizador: “nadie se pone de acuerdo”
– “no se puede hacer nada”.
Otro ejemplo ilustrativo del tratamiento mediático de la inseguridad lo
ofrece el fenómeno de la inmigración. De modo persistente son presentadas
imágenes de pateras o cayucos con inmigrantes africanos que llegan
a nuestras costas, utilizando además términos prestados de las noticias
sobre catástrofes naturales:
“avalancha”, “oleada”, etcétera.
La inaprensibilidad visual de la
mayoría de inmigrantes que llegan
en autobús o avión, la inespectacularidad
de dicha llegada,
la diferencia entre ciudadanos de
origen latinoamericano y los verdaderamente “otros”, los magrebíes y los
subsaharianos, que visualizan más claramente el carácter amenazante del
fenómeno: todo esto convierte a la realidad mayoritaria en “inadecuada”
desde el punto de vista mediático.
¿Cómo comunicar que “nos invaden”? ¿Cómo provocar incluso entre
aquellos que carecen de experiencia directa de trato con los inmigrantes
la sensación de saturación, de límite? Límites de capacidad que, por otra
parte, nada son comparados con los límites de soportabilidad del hambre,
la pobreza, el SIDA y la ausencia de futuro sobrepasados ya largamente
por los pueblos de África. Con todo, para crear la percepción de un determinado
grupo social como enemigo, tan necesaria como el miedo difuso a
supuestas amenazas para reforzar la autoridad dispuesta a combatirlas,
no basta con repetir machaconamente las imágenes de las pateras. En
contra de los análisis más serios del fenómeno migratorio se alimenta la
imagen que lo asocia con la delincuencia, el crimen organizado, el terrorismo,
etcétera.
Estamos acostumbrados a que gobiernos y medios focalicen la cuestión
de la inseguridad en el tema del delito callejero, de la violencia contra las
personas y las propiedades. Dejando de lado las causas sistémicas de la
inseguridad y sus efectos sobre la debilidad y vulnerabilidad de los sujetos
que puedan sentirse amenazados, se identifica inseguridad prácticamente
con inseguridad ciudadana y ésta con los efectos del delito callejero.
Los únicos sujetos que pueden articularse en relación con la
inseguridad son aquellos que ven amenazas sus propiedades, pero casi
nada se dice de los procesos sociales que precarizan, vulnerabilizan y
debilitan a los identificados como delincuentes. La desproporción informativa en relación con los llamados delitos de guante blanco es clamorosa,
por no hablar de los procesos “legales” de precarización de las condiciones
de vida de amplios colectivos ciudadanos. El tratamiento informativo
del delito económico organizado o del fraude fiscal nunca se asocia a la
producción de mayores niveles de inseguridad, aunque resulte a todas
luces impensable un trasvase permanente como el que existe entre la economía
llamada legal y la delictiva sin la colaboración del sistema financiero
y del empresariado.
El miedo difuso que produce el sentimiento de inseguridad tiene tanto
una gran capacidad de movilización como de paralización. Controlar el
sentimiento de inseguridad, dirigirlo en una dirección u otra, convertirlo en
un componente sustantivo de la experiencia cotidiana, etcétera posee
pues una importancia capital para cualquier instancia de poder. Quizás por
esa razón estén a la orden del día formas de presentación de las amenazas
supuestas o reales plagadas de catastrofismo, sensacionalismo o
superficialidad. De modo exponencial han aumentado los programas televisivos
dedicados a sucesos, criminalidad, catástrofes naturales o accidentes
de todo tipo. También en los informativos ganan dichas “noticias”
más y más espacio. Pensemos por un momento en la ola de las todavía
recientes amenazas globales, desde el “mal de las vacas locas” a la fiebre
aviaria, pasando por el antrax o las armas de destrucción masiva. En su
construcción mediática, todas poseen dos rasgos comunes: por un lado, el
carácter de peligro inminente y perentorio que genera una situación de
emergencia y, por otro, su fugacidad. Parecen predestinadas a generar un
miedo difuso o, como Bauman lo llama, “miedos líquidos”.
(Tomado de la revista Iglesia Viva, 226)

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