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"EL SACERDOTE Y..."

Servidores de la comunidad.


Juan Mª URIARTE*

1. Introducción

«El Hijo de Dios no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por todos» (Mt 20,28)

Estas palabras, que condensan la misión del Señor, configuran asimismo nuestra existencia sacerdotal. Toda nuestra vida y tarea, al tiempo que ofrenda a Dios, es servicio: el anuncio de la Palabra, la celebración de la liturgia, la guía de la comunidad.
Quiero destacar en este artículo el carácter eminentemente servicial de esta última tarea. No es en nuestra vida el «pariente pobre» de las otras grandes tareas de nuestro ministerio. Con-vocar por la Palabra, con-gregar por la Eucaristía y con-ducir por nuestra actividad pastoral son los tres grandes capítulos de nuestro ministerio.
Guiar a la comunidad se ha convertido en nuestros días en una misión delicada y problemática. Frecuentemente utilizamos para designarla términos suaves (coordinar, animar, moderar, acompañar...) que en parte recogen y en parte velan el contenido de nuestra función ministerial. Revelan la resistencia cultural a admitirla en su plenitud.
Tres me parecen las dificultades culturales más relevantes:
– Nuestra civilización occidental contemporánea valora mucho la autonomía de la persona, es decir, su capacidad de pensar, adherirse y decidir por su cuenta. A una mentalidad así los vocablos fuertes para designar esta función (regir, conducir, dirigir, guiar...) le suenan a minoría de edad. «No somos niños ni ovejas, para ser llevados de este modo».
– La cultura de nuestro tiempo se caracteriza por el oscurecimiento de la figura paterna y, en consecuencia, por el desdibujamiento de toda la constelación de atributos inherentes a ella en el pasado: la autoridad, la ley, la disciplina, la tradición. La figura paterna del pasado era, efectivamente, una figura patriarcal que comportaba adherencias autoritarias (falta de la debida libertad y diálogo en la relación) y algunas resonancias de paternalismo (proteccionismo que podía retardar la maduración personal). La tarea de guiar (regir, conducir) a la comunidad aparece todavía, ante la mirada de muchos, como impregnada de tales adherencias y resonancias. Por eso cuesta comprenderla y valorarla.
– En el mundo eclesial hemos asistido, sobre todo a partir del Vaticano II, a un redescubrimiento de la adultez personal, eclesial y cívica del laicado. Se ha esclarecido su vocación específica en la Iglesia y en el mundo. Se ha robustecido su conciencia de corresponsabilidad. Esta nueva conciencia no se armoniza con la función directiva del presbítero sino después de un proceso de decantación y purificación por parte de laicos y sacerdotes.
A esta purificación contribuye decisivamente la concepción evangélica de la autoridad apostólica.


2. Guías en forma de siervos

a) Guías

«Los presbíteros ejercen la función de Cristo, Cabeza y Pastor, y participan de su autoridad» (PO 6). «El sacerdote está llamado a revivir la autoridad y el servicio de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, animando y guiando a la comunidad eclesial» (PDV 26)
Estos textos eclesiales tienen su fundamento escriturístico en las palabras de Mt 28,18-20 en las que Jesús hace a los apóstoles partícipes de su autoridad para «hacer discípulos..., bautizarlos y enviarlos» y les promete su «presencia perpetua» en el cumplimiento de la misión encomendada.
Ser guía de la comunidad eclesial comporta presidir, conducir y aglutinar. La presidencia no es puramente nominal, sino efectiva. El presbítero no es un «primus inter pares». Preside la comunidad en nombre de Cristo. Conducir a la comunidad es, preferentemente, orientarla con el consejo, el ejemplo, el ruego. Pero también, en ocasiones, decidir ejerciendo la autoridad que ha recibido, por supuesto, «para construir, no para destruir» (2 Co 10,8; PO 6). Aglutinar una comunidad con sensibilidades diferentes, y a veces encontradas, requiere del pastor aconsejar, dialogar, rogar, conciliar. Pero también, en el límite, desautorizar, corregir, ordenar. Estas situaciones, reales como la vida misma, revelan la existencia de una dialéctica necesaria y saludable entre liderazgo y diaconía, entre autoridad y corresponsabilidad. Para que la autoridad sea genuinamente eclesial, el espíritu y el ejercicio de la responsabilidad deben pasar por el «scanner» del Evangelio.

b) Siervos

Los testimonios escriturísticos sobre la condición eminentemente servicial de la autoridad en la Iglesia son sobrecogedores:
– «El que quiera ser el primero, sea vuestro servidor» (Mt 20,25-28).
– «Yo estoy entre vosotros como el que sirve» (Lc 22,26-27).
– «Si yo, que soy el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, vosotros debéis hacer lo mismo los unos con los otros» (Jn 13,13-15).
– «Cristo Jesús se despojó de su grandeza y tomó la condición de esclavo» (Flp 2,7).
– «No nos anunciamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo el Señor, y no somos más que siervos vuestros por amor a Jesús» (2 Co 4,5).
Dos son en el Nuevo Testamento las expresiones preferidas para designar el servicio apostólico: «diákonos» y «doúlos». «Estos términos ocupan un lugar central en las categorías que sirven para definir la existencia cristiana» (Y.-M. Congar). Cualquier forma de ejercicio de la autoridad eclesial que no hunda sus raíces en este suelo vital es una planta extraña que no pertenece al Evangelio. Fue tal el interés en marcar la diferencia entre la autoridad secular y la eclesial que «el vocabulario adoptado para designar en general a las autoridades de la sociedad política y religiosa no fue aplicado jamás en el Nuevo Testamento a los ministros de la Iglesia» (J. Delorme). Es, pues, impropio sostener que la autoridad es objetivamente lo que es y que las urgencias del Evangelio son simplemente apelaciones al sentido moral de quienes la ejercen. No. La autoridad eclesial es «diakonía» y «douleia» porque Cristo la sintió, la vivió y la transmitió con esta «marca de fábrica».
La naturaleza de la autoridad queda así radicalmente transformada. Ha de distinguirse por la familiaridad fraternal, la actitud básica de acogida de las iniciativas que se le proponen, por el diálogo franco y humilde, por la paciencia en la escucha, por el predominio del consejo sobre el mandato, por la búsqueda del consenso a costa de la misma agilidad de las decisiones, por el carácter exhortativo, animador y consolador, por la capacidad de comprensión de los deslices y errores, por la generosidad del perdón otorgado. La autoridad evangélica consulta mucho, aconseja a su tiempo y decide solo cuando es necesario. Sabe pedir perdón e implora. «Así vivida, es una forma de gobierno única en el mundo» (PG 43)


3. Qué es guiar a la comunidad

Presidir, orientar, aglutinar: he ahí los capítulos principales de la función de guiar. De estos tres verbos se derivan las tareas concretas que constituyen su contenido. Enumeremos algunos de los más importantes y necesarios.
a) Promover en la comunidad el espíritu de plegaria. Una comunidad que no sabe orar está irremisiblemente condenada a la languidez del espíritu y a la mediocridad del comportamiento. Me parece casi incomprensible que incluso la mayoría de los miembros más motivados y activos de nuestras comunidades no hayan aprendido a orar en calidad, con profundidad, con asiduidad. Enseñar a orar es para el guía de la comunidad una actividad sumamente importante y urgente. No basta para ello con hablar frecuentemente de la necesidad de la oración. Es necesaria una iniciación práctica. Pretender que nuestras comunidades se revitalicen sin esta iniciación equivale a intentar reavivar un amor lánguido de pareja mediante técnicas de erotismo.
b) Cultivar la unidad de la comunidad salvaguardando sus legítimas diferencias. Una parroquia, una comunidad, es un universo carismático plural. El «monocultivo» atenta a la verdadera unidad. Un presbítero ha de ser garantía de que nadie aplaste, oprima ni acalle a nadie en la comunidad.
La variedad es signo de una Iglesia reflejo de la Trinidad. Pero si no se armoniza con la debida unidad, deja de reflejar a esta misma Trinidad, que es Unidad en la Diversidad. El acento excluyente en el propio carisma, el ansia de protagonismo de personas o de grupos, las celotipias, las competitividades desmedidas, la incomunicación entre los diversos grupos, el fácil recurso a los Medios de Comunicación Social para ventilar los conflictos eclesiales... debilitan la unidad comunitaria y ofrecen un triste contratestimonio en el entorno social. Cuidar con esmero, tacto y paciencia esta unidad en la diversidad es cometido delicado de un presbítero que quiera ser guía de su comunidad.
c) Suscitar la corresponsabilidad. La comunión, alma de la Iglesia, se traduce, en el orden operativo, en corresponsabilidad. Es más que colaboración. Entraña participar en la gestación, decisión y ejecución de las tareas pastorales. La misión del presbítero no consiste únicamente en suscitar personas corresponsables, sino en poner en pie órganos colegiados efectivos de corresponsabilidad. El viejo hábito unipersonal del sacerdote debe convertirse en estilo colegial. El equipo pastoral en torno a él y el Consejo Pastoral parroquial son adecuada expresión y realización de la corresponsabilidad.
d) Activar el anuncio. Cultivar el grupo decreciente de los que siguen vinculados es hoy una tentación tanto más fuerte cuanto mayor es la intemperie evangelizadora. Fuera hace frío. Pero podemos olvidar algo real y estimulante: entre el grupo vinculado a la comunidad y el verdaderamente alejado de ella existe una amplia franja central que, aunque va alejándose progresivamente, mantiene un «algo» religioso inestimable y unos vínculos coyunturales, pero nada desdeñables, con la comunidad. Esta franja tiene flancos abiertos al anuncio del Evangelio. Aunque anémica en su fe, no está tan alejada. Ella debe ser destinataria del anuncio «capilar» de los creyentes motivados y de las iniciativas evangelizadoras de la comunidad. La experiencia nos dice que son posibles y que son acogidas por bastantes con interés e incluso con alegría. Los «puentes» de los sacramentos de iniciación deben ser transitados y reforzados.
e) Estimular el testimonio evangélico y el compromiso transformador de la comunidad, de sus grupos, de sus miembros. Plantadas en la sociedad, nuestras comunidades tienen la misión de ser un «espacio ecológico» que brinde a su entorno el oxígeno de los valores evangélicos mediante el testimonio personal y grupal. Insertas en un ambiente generalmente pobre en muchos valores humanos, necesita ciudadanos creyentes que le insuflen tales valores.
f) En tiempos recios como los actuales, las comunidades tienen la tentación de curvarse sobre sí mismas. Los presbíteros, estrechos colaboradores de los sucesores de los Apóstoles, tienen la misión de mantener la apostolicidad de las comunidades, que, por voluntad del Señor y por impulso del Espíritu, están llamadas urgente y reiteradamente a la misión en el mundo.


4. Un oficio específico: el servicio a los carismas

El presbiterado es un carisma regalado a la Iglesia por el Espíritu Santo. Pero no es meramente un carisma entre los carismas. Es recibido a través de un sacramento. Pertenece a la estructura misma de la Iglesia. Tiene una misión estructuradora de la comunidad eclesial. Transmite no solo la capacidad, sino también la exigencia vinculante de servir a los demás carismas. Tal servicio puede condensarse en estas tres funciones:

a) Reconocerlos y ayudarles a emerger

Es el Espíritu quien lo suscita. Pero el Espíritu se vale frecuentemente para ello del ministerio ordenado para hacerlo emerger. Los carismas de muchas personas están «dormidos» por la inconsciencia o la negligencia de sus portadores. A los sacerdotes nos corresponde ser «ministros de la inquietud» que van despertando carismas adormecidos o voluntades renuentes para acogerlos. Nuestra misión no consiste en acaparar los carismas de la comunidad, sino en descubrirlos y facilitar que sean ejercidos. Hay pastores muy trabajadores que no saben descubrir los carismas de su comunidad.

b) Discernirlos

Los carismas, como procedentes del Espíritu, son puros y limpios. Pero cuando un carisma se encarna en una persona, en un grupo, en un movimiento, en una institución..., se mezcla de «carne y sangre». Surge la unilateralidad o el orgullo espiritual. El discernimiento consiste en distinguir el soplo del Espíritu y la voz de la sangre, que coexisten en los carismas encarnados. Es la ayuda que el ministerio ordenado ofrece al carisma para que se purifique de sus adherencias carnales y para que se enriquezca, sin desnaturalizarse, con valores de los que carece. Los criterios para este discernimiento no son ni mis gustos ni mi sensibilidad espiritual o apostólica particular, ni siquiera mis opciones pastorales particulares. Tales criterios son básicamente dos: si son conformes a la fe y si generan unidad eclesial. Es natural que, cuando se trata de carismas de amplia extensión, este servicio haya de ser ofrecido por el ministerio del obispo y del consejo de los presbíteros.

c) Armonizarlos

Los carismas encarnados en personas y grupos sienten, a veces intensamente, la tentación del aislamiento y de la confrontación con otros carismas, incluso con la institución eclesial. El presbítero recibe «en el lote de su propio carisma» la vocación de aunar, conciliar, armonizar carismas diferentes. Podemos comparar la vocación presbiteral en este punto con la del director de coro que, respetando la personalidad de voces y cuerdas diferentes, logra que todas ellas «empasten» sin perder su cromatismo propio. PDV 26 reclama del sacerdote la «capacidad de coordinar todos los dones y carismas que el Espíritu suscita en la comunidad, examinándolos y valorándolos para la edificación de la Iglesia».

d) El alma del guía de la comunidad
Este oficio reclama un espíritu. PDV 26 lo retrata con estos rasgos o actitudes: «La fidelidad, la coherencia, la sabiduría, la acogida de todos, la afabilidad, la firmeza doctrinal en cosas esenciales, la libertad sobre puntos de vista subjetivos, el desprendimiento personal, la paciencia, el gusto por el esfuerzo diario, la confianza en la acción escondida de la gracia que se manifiesta en los sencillos y en los pobres».

Voy a enumerar algunas actitudes espirituales y pastorales postuladas por las tareas señaladas en el n. 4:

a) Estimular en la comunidad el espíritu de plegaria solo le será posible al presbítero si él mismo ha aprendido a orar al pie de la Palabra de Dios, con el corazón lleno de nombres de sus feligreses, hasta el punto de llegar a ser maestro en «el arte de orar» .

b) El presbítero no puede ser garante de la unidad de su comunidad si él mismo se encuentra hipotecado por alguna de las corrientes espirituales y apostólicas. Su carisma presbiteral lo otorga un «alto índice de compatibilidad» con carismas diferentes. Habrá de mostrarse libre ante cualquier intento acaparador. Habrá de apreciar y regar todos los carismas, incluso los más modestos. Habrá de tener tacto y paciencia cuando surjan antagonismos entre personas y grupos. Habrá de practicar el diálogo individual, grupal e intergrupal. Habrá de zanjar los conflictos cuando se hayan agotado las vías de la conciliación.

c) Uno de los riesgos de los presbíteros consiste, con cierta frecuencia, en la resistencia a confiar responsabilidades a los demás. Es el defecto de las personas hiper-responsables. No es este el proceder postulado por la naturaleza colegial del ministerio sacerdotal. Esta condición ha de impregnar su estilo pastoral de un talante colegial. Dicho talante nace de la profunda convicción vital de que, al igual que en el primer Pentecostés de la historia el Espíritu se posó sobre todos los apóstoles y se derramó sobre el pueblo creyente, este Espíritu actúa también hoy no solo en el presbítero, sino también en sus colaboradores laicos y religiosos. El presbítero tiene vocación de «colector» de lo que el Espíritu dice a todos y de buscar, en la medida de lo posible, el consenso unánime o casi unánime. Esta misión postula de él mucha tolerancia, grandes dosis de paciencia y, sobre todo, un acendrado espíritu de concordia.

d) Nuestras comunidades suelen tener con alguna frecuencia la tentación de pensar que el anuncio de la fe choca hoy, fuera del núcleo eclesial, con una indiferencia y una resistencia prácticamente invencibles, salvo en algunos casos particulares. En consecuencia, se resignan, no sin pena, a desistir prácticamente del anuncio. Su fe en la fuerza interpeladora de la Palabra de Dios es bastante débil. El impulso del anuncio se congela.
La labor del presbítero consistirá en descongelar en los creyentes de su entorno este impulso anunciador, pieza clave de la evangelización. Cada uno de los creyentes está rodeado de un ambiente de indiferencia a la fe. Despertar en ellos la confianza en la fuerza salvadora de la Palabra de Dios, animarles para que tengan el coraje, el ingenio y la discreción respetuosa para anunciarla pertenece a la vocación de un presbítero guía de su comunidad. Solo su pasión por el anuncio le inspirará eficazmente y le sostendrá en su empeño perseverante.

e) Nuestras comunidades están, por lo general, curvadas sobre sí mismas. No levantan la mirada al entorno social que es su lugar de entronque y «la porción de la viña adonde venir y trabajar» (Himno de Tercia). La comunidad cristiana tiene un único Señor, Jesucristo. Pero le sirve sirviendo al mundo. Uno de los servicios evangelizadores consiste precisamente en contribuir a la humanización, a la justicia social, a la paz, al cumplimiento de los derechos humanos, a la atención privilegiada a los pobres. Estimular esta «orientación al mundo» es propio de la apostolicidad inherente al carisma específico del presbítero.
No podrá realizar esta misión un sacerdote «eclesiástico» para quien, en la práctica, los límites del mundo se confunden con los límites de la Iglesia. Hemos de ser eclesiales sin ser «eclesiásticos». El sentimiento de pertenecer a esta sociedad, a esta cultura, a este pueblo es expresión de la secularidad del presbítero. Hemos de ser seculares sin ser mundanos. La dedicación a los pobres nos libera de la tentación de ser mundanos. Hemos de «amar al mundo» en el sentido joánico de la expresión (cf. Jn 3,16). Con un amor de comunión y de profecía crítica.
El presbítero encontrará la energía divina que alimente todas estas actitudes en la Palabra escuchada, en la Eucaristía celebrada, en la oración pausada, en la dirección espiritual humildemente buscada, en el presbiterio sentido como fraternidad, en el obispo aceptado con sentido filial, en el equipo pastoral vivido como espacio de plegaria, de proyecto y de mutua confianza, en la amistad cuidada, en la sobriedad practicada, en las sanas aficiones cultivadas. Estas son las condiciones que aseguran la fecundidad y la alegría de su ministerio.

* Obispo emérito de San Sebastián. .

(Fuente: SAL TERRAE, NOVIEMBRE 2010, 899-908)