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En Bolonia, presentación del Patio de los Gentiles
Donde se cultiva la flor del diálogo
GIANFRANCO RAVASI
Bolonia fue escenario, el sábado 12 de febrero, de la presentación del Patio de los Gentiles —nombre que procede del espacio específico del antiguo templo de Jerusalén al que todos, no sólo los israelitas, podían acceder libremente—, la nueva estructura creada por el Consejo pontificio para la cultura a fin de favorecer el encuentro y el diálogo entre creyentes y no creyentes. Publicamos al respecto un artículo del cardenal presidente del citado dicasterio.
«No tengo fe y, por tanto, nunca podré ser un hombre feliz, porque un hombre feliz no puede tener el temor de que la propia vida sea sólo un vagar insensato hacia una muerte segura (...). No he heredado el bien disimulado furor del escéptico, el gusto del desierto propio del racionalista o la ardiente inocencia del ateo. No oso, pues, arrojar piedras contra la mujer que cree en cosas de las que dudo». Tenía sólo 31 años y ya estaba en la cima del éxito; aunque el 4 de noviembre de 1954 se había quitado la vida, y quizás la clave de esta desastrosa capitulación había que buscarla precisamente en las líneas que hemos citado de su obra Nuestra necesidad de consolación. Estamos hablando de un escritor sueco de «culto», Stig Dagerman, que ilumina de modo explícito el sentido de un diálogo entre ateos y creyentes.
Interrogarse sobre el significado último de la existencia ciertamente no implica al escéptico sardónico y sarcástico que ambiciona sólo ridiculizar asertos religiosos. Por lo demás, alguien que entendía de ateísmo como el filósofo Nietzsche no dudaba en escribir en El crepúsculo de los dioses (1888) que «sólo un hombre que tiene una fe robusta puede abandonarse al lujo del escepticis- mo». Ni siquiera el racionalista, envuelto en el manto glorioso de su autosuficiencia cognoscitiva, quiere correr el riesgo de adentrarse por los caminos de altura de la sabiduría mística, según una gramática nueva que participa del lenguaje del amor, el cual es muy distinto de la espada de hielo de la también importante razón pura. Ni está interesado en este diálogo el ateo confesante que, siguiendo las huellas del celo ardiente del marqués de Sade de la Nouvelle Justine (1797), presenta su pecho solo al duelo: «Cuando el ateísmo quiera mártires, que lo diga: ¡mi sangre está lista!».
El encuentro entre creyentes y no creyentes tiene lugar cuando se dejan atrás apologéticas feroces y desacralizaciones devastadoras y se quita la capa gris de la superficialidad y de la indiferencia, que sepulta el anhelo profundo de la búsqueda, y se revelan, en cambio, las razones profundas de la esperanza del creyente y de la espera del agnóstico. Por esto hemos querido pensar en un «Patio de los gentiles» que se inaugurará en Bolonia, en su antigua universidad, y en París en la Sorbona, en la UNESCO y en la Académie Française. Dejemos a un lado la denominación histórica, que tiene sólo una función simbólica, evocando el atrio que en el templo de Jerusalén estaba reservado a los «gentiles» y no judíos de visita en la ciudad santa y su santuario. Detengámonos, en cambio, en su aspecto temático, tal como lo presenta claramente Dagerman. Uno de los intelectuales judíos más abiertos del siglo I, Filón de Alejandría de Egipto, artífice de un diálogo entre judaísmo y helenismo —por tanto, según los cánones de entonces, entre fieles yahvistas y paganos idolátricos— definía al sabio con el adjetivo methórios, o sea, aquel que está en la frontera. Tiene los pies plantados en su región, pero su mirada se extiende más allá del confín y su oído escucha las razo- nes del otro.
Para realizar este encuentro hay que armarse no de espadas dialécticas, como en el duelo entre el jesuita y el jansenista de la película La vía Láctea (1968) de Buñuel, sino de coherencia y respeto: coherencia con la propia visión del ser y del existir, sin desbordamientos sincréticos o superación de las fronteras fundamentalistas, o aproximaciones propagandistas; respeto por la visión de los demás a la cual se reservan atención y verificación. En cambio, no son capaces de reunirse en ese confín entre los dos patios simbólicos del templo de Sión, el atrio de los gentiles y el de los israelitas, quienes se enrocan sólo en defensa de sus propios ídolos. En El adolescente (1875) Dostoievski, aun con la pasión del creyente, los identificaba con claridad. En efecto, por un lado afirmaba que «el hombre no puede existir sin venerar (...) Venerará, pues, a un ídolo de madera o de oro, o del pensamiento... o de dioses sin Dios». Pero, por otro, reconocía que hay «algunos que realmente viven sin Dios, sólo dan más miedo que los demás, porque vienen con el nombre de Dios en los labios». He aquí la tipología común a quienes no se detendrán a dialogar en esa frontera: quien está convencido de que ya tiene todas las respuestas y sólo debe imponerlas.
Pero esto no significa que uno se presente solamente como mendigo, privado de cualquier verdad o concepción de la vida. Situándome por congruencia en el territorio del creer al cual pertenezco, quiero sólo evocar la riqueza que esta región revela en sus varios panoramas ideales. Pensemos en el refinado estatuto epistemológico de la teología como disciplina dotada de una propia coherencia, en la visión antropológica cristiana elaborada a lo largo de los siglos, en la investigación sobre los temas últimos de la vida, de la muerte y del más allá, de la trascendencia y de la historia, de la moral y de la verdad, del mal y del dolor, de la persona, del amor y de la libertad; pensemos asimismo en la contribución decisiva que la fe ha dado a las artes, a la cultura y al mismo ethos de Occidente. Este enorme bagaje de saber y de historia, de fe y de vida, de esperanza y de experiencia, de belleza y de cultura se pone sobre la mesa frente al «gentil» que podrá, a su vez, poner sobre la mesa su búsqueda y sus resultados para una confrontación.
De un encuentro semejante no se sale nunca indemnes, sino recíprocamente enriquecidos y estimulados. Será un poco paradójico, pero podría ser verdad lo que Gesualdo Bufalino escribía en su El librepensador (1987): «Sólo en los ateos sobrevive hoy día la pasión por lo divino». Una lección, pues, y una amonestación también para el fiel rutinario, que se apoya en fórmulas dogmáticas, sin la profundidad del comprender inteligente y vital. Por otro lado, se podría imaginar el epígrafe de una de las tumbas de la Antología de Spoon River (1915): «Quien aquí yace era el ateo del pueblo, locuaz, rencilloso, versado en los temas de los incrédulos. Pero en una larga enfermedad leí las Upanishads y el Evangelio de Jesús. Y encendieron en mí una antorcha de esperanza y de intuición y de deseo que la Sombra, guiándome por las cavernas de la oscuridad, no pudo apagar. Escuchadme, quienes vivís en los sentidos y pensáis sólo a través de los sentidos: la inmortalidad no es un don sino un cumplimiento. Y sólo quienes se esfuerzan mucho podrán obtenerla».
Se debe, pues, afirmar —siempre en esta línea y siguiendo con la metáfora de la frontera— que el confín, cuando se dialoga, no es un telón de acero insuperable. No sólo porque existe una realidad que es la de la «conversión» —y aquí asumimos el término en su significado etimológico general y no en la acepción religiosa tradicional—, sino también por otro motivo. Cre- yentes y no creyentes se encuentran a menudo en otro terreno respecto al terreno de partida: en efecto, como se suele decir, hay creyentes que creen que creen, pero en realidad son incrédulos y, viceversa, hay no creyentes que creen que no creen, pero en ese momento recorren su camino bajo el cielo de Dios. Al respecto queremos sólo sugerir un par de ejemplos paralelos, aun- que distribuidos en los dos campos. Partimos del creyente y del componente de oscuridad que la fe conlleva, sobre todo cuando se extiende el sudario del silencio de Dios.
Es fácil pensar en Abraham y en los tres días de marcha por la cuesta del monte Moria, estrechando la mano de su hijo Isaac y custodiando en su corazón el desconcertante imperativo divino del sacrificio (cf. Gén22); o bien podemos recurrir a las lacerantes y abundantes preguntas de Job; o al grito del mismo Cristo en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». O in- cluso, para elegir un emblema moderno entre los muchos posibles, a la «noche oscura» de un místico elevadísimo como san Juan de la Cruz y, para volver a nosotros, al drama del pastor Ericsson en crisis de fe, en la película Luz de invierno (1962) de Ingmar Bergman. Escribía justamente un teólogo francés, Claude Geffré: «En un plano objetivo, evidentemente es imposible hablar de una falta de creencia en la fe. Pero en el plano existencial se puede llegar a discernir una simultaneidad de fe y no creer. Esto no hace más que subrayar la naturaleza misma de la fe como don gratuito de Dios y como experiencia comunitaria: el verdadero sujeto de la fe es una comunidad y no un individuo aislado».
Pasemos ahora al otro lado, al del ateo y sus oscilaciones. Su mismo anhelo, testimoniado por ejemplo por el citado Dagerman, ya es un camino que se adentra en el misterio, hasta tal punto que se convierte en oración, como testimonia esta invocación de Aleksandr Zinov’ev, el autor de Cimas abismales (1976): «¡Te lo suplico, Dios mío, trata de existir, al menos un poco! ¡Abre tus ojos, te lo suplico! No deberás hacer más que esto, estar atento a lo que sucede: ¡es bien poco! ¡Oh Señor, esfuérzate por ver, te lo ruego! ¡Vivir sin testigos es un infierno! Por esto, forzando mi voz, grito y clamo: Padre mío, te lo suplico y lloro: ¡existe!». Es la misma súplica de uno de nuestros poetas contemporáneos más originales, Giorgio Caproni (1912-1990): «Dios de voluntad, Dios todopoderoso, intenta / (¡esfuérzate!), a fuerza de insistir, / —al menos— existir». Es significativo que el concilio Vaticano II reconociera que, obedeciendo los dictados de su conciencia, también el no creyente puede participar de la resurrección en Cristo que «vale no sólo para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón actúa la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos (...) En consecuencia, debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, se asocien a este misterio pascual» (Gaudium et spes, 22).
En última instancia, quizás el obstáculo que se alza para este diálogo-encuentro es sólo uno, el de la superficialidad que destiñe la fe en una vaga espiritualidad y reduce el ateísmo a una negación banal o sarcástica. Para muchos, en nuestros días, el «Padre nuestro» se transforma en la caricatura que de él hizo Jacques Prévert: «Padre nuestro que estás en los cielos, ¡quédate allí!». O en el es- tribillo socarrón que el poeta francés ideó del Génesis: «Dios, al sorprender a Adán y Eva, / dijo: Seguid, por favor, / no os molestéis por mí, / haced como si yo no existiese». Hacer como si Dios no existiese, etsi Deus no daretur, es un poco el lema de la sociedad de nuestro tiempo: cerrado como está en el cielo dorado de su transcendencia, Dios —o su idea— no debe importunar nuestras conciencias, no debe interferir en nuestros asuntos, no debe estropear placeres y éxitos.
Este es el gran riesgo que dificulta una búsqueda recíproca, dejando al creyente envuelto en una leve aura de religiosidad, de devoción, de ritualismo tradicional, y al no creyente inmerso en el realismo gravoso de las cosas, de lo inmediato, del interés. Como anunciaba ya el profeta Isaías, nos encontramos en un estado de atonía: «Mi
ré en torno, pero no había nadie, nadie a quien pedir consejo y que pudiera responder» (41, 28). El diálogo es precisamente para hacer crecer el tallo de las preguntas, pero también para que brote la corola de las respuestas. Al menos de algunas respuestas auténticas y profundas.
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