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EL SACERDOTE, TESTIGO Y MINISTRO DE LA MISERICORDIA DE DIOS II

 

CARTA PASTORAL DEL OBISPO DE MONDOÑEDO-FERROL CON MOTIVO DEL AÑO SACERDOTAL

 

 

 

 

II. EL SACERDOTE TESTIGO Y MINISTRO DE LA

MISERICORDIA DE DIOS

 

1. Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote

 

Misericordioso y fiel definen a Cristo como Sumo Sacerdote, según el escrito a los Hebreos. Ambas cualidades se relacionan estrechamente entre sí: la misericordia manifiesta la unión con Dios que es "rico en misericordia" y ser digno de fe lo alcanza Cristo glorificado después de haber mostrado hasta el extremo su compasión con los hombres sufriendo la cruz. Siendo misericordioso y fiel, Cristo revela al Padre 'rico en misericordia (heset) y en fidelidad (emet)" (Ex. 34,6).

 

'Pistos' se puede traducir por 'fiel', en cuanto 'digno de fe, merecedor de confianza, acreditado ante Dios'. Si en lo referente a los hombres el sacerdote tiene que ser 'misericordioso', en lo que mira a Dios ha de ser 'digno de fe'. Dios ha de poder fiarse de él. Sin esto, la misericordia sería estéril pues para ser verdaderamente sacerdote es necesario estar acreditado ante Dios y en este sentido la situación de Cristo es inigualable (1,5-6; 8,13; 2,10.13) por su relación única con el Padre. Cristo es digno de fe y merecedor de confianza porque 'es Hijo' (3,6), el Hijo muy amado del Padre.

 

Todo sacerdote de la nueva Alianza ha de ser misericordioso y fiel. Las cualidades del amor pastoral son, como las del Buen Pastor, la misericordia y la fidelidad. Ambas son necesarias a la vez. La ternura proporciona entrañas para que cuando nos encontremos con la miseria, física o psíquica, cultural o social, moral o espiritual, el amor se torne misericordia. La fidelidad confiere solidez y estabilidad al comportamiento y a la propia vida. Sin ternura la relación es fría, sin fidelidad no resiste a los vaivenes del afecto. El presbítero ha de reflejar la misericordia del Padre por todos los poros de su ministerio: en la capacidad de acogida, en el interés -no precisamente la curiosidad- por la situación concreta de sus fieles, en la comprensión para con sus debilidades, en el aliento en las dificultades, en la paciencia para escucharlos y acompañarlos, en el respeto hacia su conciencia, en la búsqueda perseverante y delicada de los lejanos. Al fin de la vida, seremos misericordiosamente examinados sobre nuestra misericordia pastoral. Enseña Juan Pablo II: "En cuanto representa a Cristo Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia, el sacerdote está no sólo en la Iglesia, sino también al frente de la Iglesia. Por tanto está llamado a revivir en su vida espiritual el amor de Cristo esposo con la Iglesia su esposa. Su vida debe estar iluminada y orientada también por este rasgo esponsal, que le pide ser testigo del amor de Cristo como Esposo y, por eso, ser capaz de amar a la gente con un corazón nuevo, grande y puro, con auténtica renuncia de sí mismo, con entrega total, continua y fiel, y a la vez con una especie de 'celo' divino (cf. 2 Cor 11,2), con una ternura que incluso asume matices del cariño materno, capaz de hacerse cargo de los 'dolores de parto' hasta que 'Cristo sea formado' en los fieles' (cf. Gál 4,19)" .


S. Pablo nos recuerda la importancia de la misión de los presbíteros en lo que se refiere a consolar y confortar a los creyentes. La recomendación del Apóstol es hoy tan actual como entonces. Los creyentes eran ínfima minoría rodeada de un entorno judaico y pagano que intentaba minarles. De forma semejante, los creyentes de nuestras comunidades se encuentran cada vez más inmersos en una sociedad poderosa, cuyos valores son ajenos al Evangelio. Están expuestos a un contagio casi inconsciente de criterios y estilos de vida mundanos y a vivir con la sensación de ser los últimos creyentes de la historia. Consolar con la presencia cercana y la palabra del Evangelio, fortalecer su fe, sembrar en ellos un espíritu de comunión crítica con la sociedad que los envuelve es una necesidad de primer orden.

 

La fidelidad entendida como acreditación ante Dios nos obliga a crecer en nuestra condición de discípulos de Cristo para poder ser apóstoles. Sólo 'estando con Cristo' y permaneciendo en él, podemos luego ser enviados a proclamar la Buena Noticia. Sin amistad profunda con Jesucristo, sin intimidad con Él, no podremos confesarlo con hondura y verdadera pasión. Porque nuestro mundo necesita con más urgencia que nunca a Jesucristo ya que sólo El responde a las necesidades más profundas del ser humano. Hemos de anunciar a Cristo sin tasa, sin medida, sin reloj, de sol a sol. Nuestra condición de pastores nos obliga a acompañar a los hombres en sus caminos, sustentándolos en su marcha y alentándolos en la aproximación gozosa a la meta. Pero ese sustento y ese aliento no lo encontramos más que en la presencia amorosa del Padre en medio de la vida, perseverantemente buscada y constantemente descubierta. Nuestro ministerio reclama de nosotros un estilo de vida contemplativo capaz de descubrir cómo el Espíritu va introduciendo a la humanidad en el misterio de Cristo Jesús con el que se inaugura la creación nueva. En la vida de oración se superan los miedos y los recelos que paralizan frecuentemente nuestra tarea evangelizadora.

 

Hemos de sembrar mucho para recoger lo que Dios quiera. Hemos de pedir la gracia y el gozo de la fidelidad en un tiempo de escasa fecundidad. Nos sentimos retratados en las palabras de Simón Pedro: "Hemos estado toda la noche faenando sin pescar nada; pero, fiado de tu palabra, echaré las redes". También nosotros, en su nombre, seguimos trabajando a pie de obra, conscientes de que se nos pide ante todo, fidelidad, es decir un amor que, lejos de desgastarse con el paso del tiempo, madura y se fortalece.

 

La fidelidad en el ministerio ha sido siempre una noble aspiración y una tarea espiritual delicada. Hoy resulta más delicada todavía. El individualismo y la "cultura del contrato" (Lévi-Strauss), que ven los compromisos como algo fácilmente rescindible, la han empobrecido. La movilidad y el afán de cambio la han afectado sensiblemente. Y, sin embargo, la convivencia humana se asienta sobre la fidelidad, la solidaridad y la libertad.

 

El compromiso para toda la vida es una de las dimensiones de la existencia presbiteral. Reclama una fidelidad que no es una obstinada perseverancia, sino que se fundamenta en saberse amado incondicionalmente por Alguien, por Dios. El lema 'nada a largo plazo' corroe la lealtad y el compromiso. Hemos de contrarrestar nuestra fragilidad con fuertes dosis de constancia. Y no olvidemos que la constancia es hermana de la paciencia que no se deprime ante las miserias propias y ajenas porque está enraizada en Dios que es "compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel" (Ex 34,6)

 

Las infidelidades de algunos sacerdotes no pueden hacernos olvidar a ese gran número de sacerdotes que vive una fidelidad evangélica admirable caracterizada por ser agradecida, modesta y misericordiosa.

 

En la nueva alianza la fidelidad tiene un alma, que es el amor. Y viceversa, la prueba del amor auténtico es la fidelidad. Jesús insiste: «Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor» (Jn 15,9s; cf. 14,15.21.23s). A esta fidelidad es a la que está reservada la recompensa de tener parte en el gozo del Señor (Mt 25, 21.23; Jn 15,11). Pero esta fidelidad exige una lucha contra el Maligno, que requiere vigilancia y oración (Mt 6,13; 26, 41 ; 1Pe 5, 8s). En los últimos tiempos será tremenda la prueba de esta fidelidad: los santos tendrán que ejercer en ella una constancia (Ap 13,10; 14,12), cuya gracia les viene de la sangre del Cordero (Ap 7,14; 12,11). 

 

2. "Vosotros sois mis amigos"

 

El Año Sacerdotal es una invitación a "perseverar en nuestra vocación de amigos de Cristo, llamados personalmente, elegidos y enviados por Él". En la homilía de la Misa Crismal de 2006, nos decía el Papa: "Ya no os llamo siervos, sino amigos": en estas palabras se podría ver incluso la institución del sacerdocio.

 

El Señor nos hace sus amigos: nos encomienda todo; nos encomienda a sí mismo, de forma que podamos hablar con su "yo", "in persona Christi capitis". ¡Qué confianza! Verdaderamente se ha puesto en nuestras manos... Ya no os llamo siervos, sino amigos. Este es el significado profundo del ser sacerdote: llegar a ser amigo de Jesucristo. Por esta amistad debemos comprometernos cada día de nuevo". El trato con el Señor tiene un nombre, dice el Papa: la oración, "el monte de la oración". "Sólo así se desarrolla la amistad."

 

Queridos sacerdotes: "sólo así podremos desempeñar nuestro ministerio; sólo así podremos llevar a Cristo y a su Evangelio a los hombres". "Amistad significa también comunión de pensamiento y de voluntad" . El poder de la amistad es unitivo. Nos acreditamos como sacerdotes en la amistad e intimidad con Jesús. Él nos comunica sus sentimientos de Buen Pastor. Esta realidad no se vive, no se disfruta de modo inconsciente o rutinario, sino con el esfuerzo necesario, con la esperanza en Él, con su gracia y con ilusión compartida.


Esta amistad es expresión de la fidelidad de Dios para con su pueblo y reclama nuestra fidelidad, que es una nota del amor verdadero. La fidelidad brota espontánea y fresca de la amistad sincera. En la fidelidad el primero es el otro. Nosotros somos sacerdotes por la amistad indecible de Jesús, una amistad que exige gratitud y reconocimiento de su señorío: escucharle, no ocultarlo, transparentarlo, darle siempre el protagonismo. Él ha de crecer y nosotros menguar. La fidelidad reclama, a la vez, perseverancia, porque la fidelidad es el amor que resiste el desgaste del tiempo.

 

Somos conscientes de que esta amistad, núcleo de nuestra vida y ministerio, «es tesoro en vasijas de barro» (2 Cor 4, 7); reconocemos nuestras fragilidades y pecados; nuestras manos son humanas y débiles. Sin embargo, confesamos con María, nuestra Señora, que en los pobres y débiles Dios sigue haciendo obras grandes" . 

 

3. El sacerdote testigo de la misericordia de Dios

 

El Señor nos envía a "ser sus testigos". Ya Pablo VI insistía en que el mundo de hoy atiende más a los testigos que a los maestros, y que, si atiende a los maestros, es porque son testigos. Nuestro mundo necesita hoy que los sacerdotes seamos ante todo "testigos", que hablemos de "lo que hemos visto y oído". "El mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible" .

 

Nuestro mundo necesita sacerdotes que se presenten como auténticos testigos de la misericordia divina. El sacerdote experimenta la misericordia de Dios en múltiples ocasiones de su vida. Su vida y su ministerio se fundamentan en la relación personal e íntima con Cristo, que los ha hecho amigos suyos y partícipes de su sacerdocio. Le conocen de cerca, no de oídas. "Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer", les dice Jesús que les hace depositarios no sólo de su confianza, sino de sus confidencias. Más aún, les ha permitido ser testigos de su debilidad, su cansancio, su sed, su sueño, su dolor por la ingratitud o por el rechazo abierto, el miedo en su agonía...

 

No se es sacerdote por méritos propios. La gracia del sacerdocio es una prueba de la superabundante misericordia divina. Así lo demostraba Juan Pablo II en la Carta que dirigió a los sacerdotes en 2001. Transcribo un texto largo porque estimo que es una 'perla' digna de ser meditada tal como salió de la pluma de su autor:

 

"Misericordia es la absoluta gratuidad con la que Dios nos ha elegido: "No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros" (Jn 15, 16). Misericordia es la condescendencia con la que nos llama a actuar como representantes suyos, aun sabiendo que somos pecadores. Misericordia es el perdón que Él nunca rechaza, como no rehusó a Pedro después de haber renegado de Él. También vale para nosotros la afirmación de que "habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión" (Lc 15, 7).

 

Así pues, redescubramos nuestra vocación como 'misterio de misericordia'. En el Evangelio comprobamos que precisamente ésta es la actitud espiritual con la cual Pedro recibe su especial ministerio. Su vida es emblemática para todos los que han recibido la misión apostólica en los diversos grados del sacramento del Orden.

 

Pensemos en la escena de la pesca milagrosa, tal como la describe el Evangelio de Lucas (5, 1-11). Jesús pide a Pedro un acto de confianza en su palabra, invitándole a remar mar adentro para pescar. Una petición humanamente desconcertante: ¿Cómo hacerle caso tras una noche sin dormir y agotadora, pasada echando las redes sin resultado alguno? Pero intentarlo de nuevo, basado 'en la palabra de Jesús', cambia todo. Se recogen tantos peces, que se rompen las redes. La Palabra revela su poder. Surge la sorpresa, pero también el susto y el temor, como cuando nos llega de repente un intenso haz de luz, que pone al descubierto los propios límites. Pedro exclama: "Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador" (Lc 5, 8). Pero, apenas ha terminado su confesión, la misericordia del Maestro se convierte para él en comienzo de una vida nueva: "No temas. Desde ahora serás pescador de hombres" (Lc 5, 10). El 'pecador' se convierte en ministro de misericordia. ¡De pescador de peces, a 'pescador de hombres'!

 

Misterio grande, queridos sacerdotes: Cristo no ha tenido miedo de elegir a sus ministros de entre los pecadores. ¿No es ésta nuestra experiencia? Será también Pedro quien tome una conciencia más viva de ello, en el conmovedor diálogo con Jesús después de la resurrección. ¿Antes de otorgarle el mandato pastoral, el Maestro le hace una pregunta embarazosa: "Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?" (Jn 21, 15). Se lo pregunta a uno que pocos días antes ha renegado de él por tres veces. Se comprende bien el tono humilde de su respuesta: "Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero" (21, 17). Precisamente en base a este amor consciente de la propia fragilidad, un amor tan tímido como confiadamente confesado, Pedro recibe el ministerio: "Apacienta mis corderos", "apacienta mis ovejas" (vv. 15.16.17). Apoyado en este amor, corroborado por el fuego de Pentecostés, Pedro podrá cumplir el ministerio recibido.

 

¿Acaso la vocación de Pablo no surge también en el marco de una experiencia de misericordia? Nadie como él ha sentido la gratuidad de la elección de Cristo. Siempre tendrá en su corazón la rémora de su pasado de perseguidor encarnizado de la Iglesia: «Pues yo soy el último de los apóstoles: indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios» (1 Co 15, 9). Sin embargo, este recuerdo, en vez de refrenar su entusiasmo, le dará alas. Cuanto más ha sido objeto de la misericordia, tanto más se siente la necesidad de testimoniarla e irradiarla. La «voz» que lo detuvo en el camino de Damasco, lo lleva al corazón del Evangelio, y se lo hace descubrir como amor misericordioso del Padre que reconcilia consigo al mundo en Cristo. Sobre esta base Pablo comprenderá también el servicio apostólico como ministerio de reconciliación: "Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación" (2 Co 5, 18-19).

 

Los testimonios de Pedro y Pablo, queridos sacerdotes, contienen indicaciones preciosas para nosotros. Nos invitan a vivir con sentido de infinita gratitud el don del ministerio: ¡nosotros no hemos merecido nada, todo es gracia! Al mismo tiempo, la experiencia de los dos Apóstoles nos lleva a abandonarnos a la misericordia de Dios, para entregarle con sincero arrepentimiento nuestras debilidades, y volver con su gracia a nuestro camino de santidad. [...]

 

Para ello, es importante que redescubramos el sacramento de la Reconciliación como instrumento fundamental de nuestra santificación. Acercarnos a un hermano sacerdote, para pedirle esa absolución que tantas veces nosotros mismos damos a nuestros fieles, nos hace vivir la grande y consoladora verdad de ser, antes aun que ministros, miembros de un único pueblo, un pueblo de 'salvados' [.] Es hermoso poder confesar nuestros pecados, y sentir como un bálsamo la palabra que nos inunda de misericordia y nos vuelve a poner en camino. Sólo quien ha sentido la ternura del abrazo del Padre, como lo describe el Evangelio en la parábola del hijo pródigo —"se echó a su cuello y le besó efusivamente" (Lc 15, 20)— puede transmitir a los demás el mismo calor, cuando de destinatario del perdón pasa a ser su ministro" .

 

La cultura postmoderna, que se niega a admitir cualquier clase de certeza es un reto muy serio para la fe y pone en cuestión los compromisos fuertes, estables y definitivos. El hedonismo, el materialismo y el utilitarismo, por su parte, hacen difícil vivir en la atmósfera de tensión moral que exige el Evangelio, dificultan la adhesión a la doctrina moral de la Iglesia y son fuente de diferencias sociales e insolidaridad. Pero la cuestión principal a la que la Iglesia ha de hacer frente hoy entre nosotros no se encuentra en la sociedad, en el laicismo militante, en la orientación inmanentista de la cultura o en las iniciativas legislativas que prescinden de la ley natural, todo lo cual ciertamente obstaculiza nuestra misión y nos hace sufrir. El problema no es tanto externo, sino interno. Los sacerdotes no somos santos como debiéramos, celosos, ejemplares y apostólicos, místicos y testigos al mismo tiempo, con una fuerte experiencia de Dios, y, en consecuencia, hemos de acoger la misericordia de Dios, dispuesto siempre a 'salvarnos' .


4. El sacerdote, ministro de la misericordia de Dios

 

"Entre las diversas tareas del pastor: cuidar, guiar, alimentar, reunir, hoy destacamos la de buscar. Siguiendo las huellas de quien vino a buscar a la humanidad perdida , hemos de buscar al hombre apaleado en el camino que representa a la humanidad caída, ante la que, conmovido, Cristo se inclina, la cura y levanta... Buscar es hoy tarea del buen sacerdote. Nuestros rediles decrecen. Las palabras «tengo otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que conducir» (Jn 10, 16) siguen resonando en nuestro corazón. «Salid a buscar», decía el rey, para celebrar la boda de su Hijo (cf. Lc 14, 21). Todos los hombres son ovejas del rebaño que Dios ama. Por tanto, siguiendo las huellas de Jesucristo, el pastoreo del sacerdote no es sedentario, sino a campo abierto. Por eso nos sentimos tan orgullosos de los sacerdotes que anuncian el Evangelio en otros países.

 

Buscar es trabajo misionero. Se nos preparó a muchos, preferentemente, para cuidar una comunidad ya constituida. Hoy, en cambio, cuando en muchos de nosotros ha aumentado la edad, además de cuidar la comunidad existente, el Señor nos pide «conducir otras ovejas al redil». Es tiempo de 'nueva evangelización' y de primer anuncio en nuestro propio territorio. En esta tarea, la comunidad y el pastor, a la vez, han de ser hoy los misioneros. De aquí que el buen sacerdote sea consciente, y sepa bien, en qué medida ha de apoyar a los laicos y contar con ellos. Esta misión, en muchas ocasiones, es dolorosa para nosotros por las circunstancias en que la hemos de realizar, y esto nos une a la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Confiando en la palabra de Cristo, recordamos en los momentos de dolor que el Señor prometió la bienaventuranza a los perseguidos, a los que sufren, a los que lloran" .

 

La misericordia de Dios que recibe cada día, el sacerdote debe pasarla a sus hermanos con sus palabras y sus comportamientos. Lacordaire, el gran orador francés, describe así el quehacer del sacerdote en medio del pueblo cristiano: "Ser miembro de cada familia sin pertenecer a alguna de ellas; compartir cada sufrimiento; estar puesto aparte de todo secreto; curar cada herida; ir cada día desde los hombres a Dios para ofrecerle su devoción y sus oraciones y volver de Dios a los hombres para llevarles su perdón y su esperanza; tener un corazón de acero para la castidad y un corazón de carne para la caridad; enseñar y perdonar, consolar, bendecir y ser bendecido para siempre. Es tu vida, ¡oh sacerdote de Jesucristo!".

 

Sin embargo, es sobre todo en el sacramento de la Penitencia donde el sacerdote traspasa la misericordia de Dios a los hombres. El cristiano sabe por experiencia propia lo que es el perdón de Dios y por eso no le derrumban sus faltas y sus pecados. No necesita reprimir su culpa y creerse inocente por encima de todo, ni necesita echar culpas a los demás intentando falsamente liberarse de ellas. El reconocimiento de la propia culpa siempre implica algo de vergüenza, pero, cuando se realiza ante el Padre rico en misericordia, resulta extraordinariamente reconfortante y liberador. Esta experiencia no deprime, sino que reconforta y alegra. El gozo desbordante del corazón de Dios se vuelca en el propio corazón del que es perdonado.

 

El progresivo alejamiento del sacramento de la penitencia es una de las más grandes pobrezas de la Iglesia actual. Algunos de nuestros jóvenes carecen de toda experiencia de confesión sacramental. Y es que no se puede vivir intensamente el sacramento de la penitencia cuando se profesa una fe debilitada. Pues cuando nos enfriamos en el amor a Dios, pronto nos volvemos ciegos para reconocer nuestros pecados y pedir perdón.

 

Nosotros los sacerdotes hemos de procurar no malvender la gracia de Jesús como una indulgencia a módico precio (D. Bonhoeffer), ni dilapidar el don pascual del sacramento de la penitencia. Debería darnos que pensar el hecho de que el único párroco canonizado hasta ahora, el santo cura de Ars, renovó una comunidad descristianizada y abandonada principalmente a través de su ministerio en el confesionario. No existe otro camino para la renovación de la Iglesia que la conversión y el arrepentimiento. La recepción periódica del sacramento de la penitencia es camino para un nuevo gozo en la fe .

 

La dedicación heroica al sacramento de la penitencia y a la dirección espiritual es indudablemente un rasgo del carisma del Cura de Ars que le ha dado justa fama. Y no le resultó fácil ni exento de grandes dificultades. Afirma Benedicto XVI en la Carta a los sacerdotes: "Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz lo llevaba [a S. Juan María Vianney] -con una sola moción interior- del altar al confesonario. Nuestros fieles tienen derecho a acceder a la confesión individual; nuestra obligación, por tanto, es facilitarles tal acceso.

 

Hemos de reconocer con humildad sincera que nosotros los sacerdotes en los últimos decenios no hemos estado convenientemente disponibles para poner al alcance de nuestros fieles este sacramento precioso, el sacramento de la paz, de la alegría y del reencuentro con Dios. El escaso aprecio de la confesión y de la dirección espiritual nos ha conducido a la atonía espiritual de nuestras parroquias y a la aguda crisis vocacional que padecemos (ASENJO 14). Los sacerdotes no deberíamos resignarnos nunca a ver vacíos los confesonarios ni limitarnos a constatar la indiferencia de los fieles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Supo iniciar así un 'círculo virtuoso'. Con su prolongado estar ante el sagrario en la Iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confesonario hasta 16 horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido en "el gran hospital de las almas". Su primer biógrafo afirma: "La gracia que conseguía [para que los pecadores se convirtiesen] era tan abundante que salía en su búsqueda sin dejarles un momento de tregua" . En este mismo sentido, el Santo Cura de Ars decía: "No es el pecador el que vuelve a Dios para 2p9edirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Él" . "Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca por todas

partes" .

 

El Cura de Ars no confesaba de una forma mecánica y rutinaria, sino que trataba de formar a los fieles en el deseo del arrepentimiento. Subrayaba la bondad del perdón de Dios. Y ayudaba a vivir el momento de la confesión como una suprema manifestación de la misericordia de Dios. No se comportaba con todos de la misma manera. Cuando un penitente se acercaba a su confesonario con una necesidad profunda y humilde del perdón de Dios, encontraba en él palabras de ánimo para sumergirse en el "torrente de la divina misericordia" que arrastra todo con su fuerza. Si el penitente se mostraba afligido por su debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le revelaba el secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedora: "El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!" . A quien, en cambio, se acusaba de manera fría y casi indolente, le mostraba, con sus propias lágrimas, la evidencia seria y dolorosa de lo "abominable" de su actitud. La disponibilidad total a los penitentes le llevó de algún modo a un verdadero 'martirio' pues además de sufrimiento físico por el calor o el frío en sus largas horas de confesonario (a menudo diez horas al día, y a veces quince o más), también sufría moralmente por los pecados de que se acusaban y mas aún por la falta de arrepentimiento: "Lloro por todo lo que vosotros no lloráis". "Si el Señor no fuese tan bueno... pero lo es. Hay que ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bueno" . Provocaba el arrepentimiento en el corazón de los tibios, obligándoles a ver con sus propios ojos el sufrimiento de Dios por los pecados como "encarnado" en el rostro del sacerdote que los confesaba. Si alguno manifestaba deseos y actitudes de una vida espiritual más profunda, le mostraba abiertamente las profundidades del amor, explicándole la inefable belleza de vivir unidos a Dios y estar en su presencia: "Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios... ¡Qué maravilla!". Y les enseñaba a orar: "Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto yo sea capaz" .

 

Es verdad que no todo es negativo en nuestras comunidades en lo tocante al sacramento de la Penitencia. Se ha descubierto, más que en siglos anteriores, el aspecto comunitario de la penitencia, de la preparación al perdón y de la acción de gracias por el perdón recibido. Pero el perdón sacramental exige siempre un encuentro personal con Cristo crucificado y resucitado en la persona de sus ministros. Necesitamos con urgencia una pastoral del sacramento de la reconciliación, que ayude a los cristianos a redescubrir las exigencias de una verdadera relación con Dios, el sentido del pecado que nos cierra a Dios y a los hermanos, la necesidad de convertirnos y de recibir, en la Iglesia, el perdón como un don gratuito del Señor, y también las condiciones que ayuden a celebrar mejor el sacramento, superando prejuicios, falsos temores y rutinas.

 

Los sacerdotes hemos de concederle prioridad sobre otras tareas pastorales. No olvidemos que el ministerio de la misericordia es uno de los más hermosos y consoladores. Permite iluminar las conciencias, ofrecerlas el perdón de Dios y vivificarlas en nombre del Señor Jesús. Es la "insustituible manifestación y verificación del sacerdocio ministerial". "Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros aquellas palabras que él ponía en boca de Jesús: "Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita" . "Dios, Padre misericordioso, que reconcilió al mundo por la muerte y resurrección de su Hijo, y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz", manifiesta el sacerdote en la fórmula de absolución .

 

Pero no correremos distinta suerte de la que corrió el cura de Ars. Como él, podemos encontrar dificultades hasta en los mismos hermanos sacerdotes. El que fuera famoso cardenal Van Thuan refiere la siguiente anécdota que ilustra muy bien la categoría espiritual de Don Vianney: "Ya lo hemos visto: Juan María Vianney estaba dotado de los mínimos conocimientos que se requerían para ser sacerdote. Destinado a Ars, una humilde parroquia de trescientos fieles, su primera preocupación fue reconstruirla con materiales de su propia cosecha: oración, sufrimiento, ayuno, mortificación. Pronto acudió un gran número de fieles, tanto de su parroquia como de las vecinas, ávidos de oírlo predicar todos los días en el ángelus del mediodía, y sobre todo ávidos de confesarse.

 

Sus compañeros de sacerdocio, que conocían su ignorancia, no soportaban que un sacerdote tan mediocre atrajese a tantos fieles. Y celosos de él, fueron a quejarse al obispo: "Don Vianney, cuyos conocimientos son tan escasos, está hoy confesando a cristianos que llegan de todas partes, atraídos probablemente por una serie de rumores, exageraciones y por un espíritu supersticioso. Hasta ha resuelto los problemas personales de sus fieles con desprecio de los principios teológicos".

 

El obispo no pudo por menos de inquietarse. Llamó a Don Vianney, le planteó por escrito una serie de casos difíciles y le pidió que propusiese, también por escrito, las soluciones apropiadas. El buen cura, obediente, examinó los problemas, y a los pocos días volvió trayendo las soluciones que se le habían pedido. El obispo las hizo examinar por sus teólogos, que se declararon sorprendidos por la exactitud y sabiduría de las respuestas.

 

Pero no por eso recobró el buen cura la paz, pues cada vez eran más los cristianos que venían de toda Francia. Y el párroco tuvo que empezar su jornada a medianoche para dar abasto a su labor. Se comprende así que sus hermanos de sacerdocio se siguieran quejando: "¡Perturba nuestra vida parroquial! ¿Qué sabe él para confesar y aconsejar a nuestra gente? ¿No los descarriará a todos? ¿Y quién va a pagar los platos rotos? Monseñor tendría que ordenarle que se conformase con ocuparse de los suyos".

 

Y encargaron a un sacerdote para que reuniese todas estas quejas y se las expusiese al obispo. Pero el comisionado, prefiriendo sin duda un arreglo amistoso a la solución extrema, camino del obispado se detuvo en Ars. Y a pesar de lo delicado de la situación, el delegado se quedó contentísimo del resultado de su iniciativa, pues Juan María Vianney no sólo fue comprensivo, sino que fue del mismo parecer que los que se quejaban. Animado por ello el caritativo hermano, le pidió que leyera la petición. El humilde cura, con gran sencillez, se enteró de lo que decía y estampó su nombre en la lista de los firmantes.

 

El obispo resumió así sabiamente su impresión sobre aquel grave incidente: ¿Habéis visto alguna vez a un acusado dar la razón a sus acusadores? Dejad que Dios arregle esa anomalía. Si es obra suya, no podremos hacer nada. Si no, se vendrá abajo ella sola... No nos atormentemos más que él". Y el obispo tuvo razón" .

 

El sacerdote, ministro del sacramento de la Reconciliación, debe ser siempre en sus palabras y en sus comportamientos reflejo del amor misericordioso de Dios. Como el padre de la parábola del hijo pródigo, debe acoger al pecador arrepentido, ayudarle a levantarse de su postración, animarlo a enmendarse sin llegar a componendas con el mal, sino recorriendo siempre el camino hacia la perfección evangélica.

 

El principio de la misericordia está recogido en los principios para la aplicación del derecho canónico. A tenor de ellos, una resolución canónica no sólo debe ser formalmente justa, sino también equitativa, esto es, adecuada a la situación personal de cada uno; de ahí que la salvación de las almas deba ser el principio supremo en la aplicación del derecho . Por desgracia, este principio no siempre se ha tenido suficientemente en cuenta. De santo Tomás de Aquino procede la sentencia: "La justicia sin misericordia es crueldad; la misericordia sin justicia significa disolución del orden"


Con la Palabra y con los Sacramentos de Jesús, S. Juan María Vianney edificaba a su pueblo, aunque a veces se agitaba interiormente porque no se sentía a la altura que reclamaba el ministerio. Muchas veces pensó en abandonar las responsabilidades del ministerio parroquial para el que se sentía indigno. Sin embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar, permaneció siempre en su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la salvación de las almas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una ascesis severa: "La mayor desgracia para nosotros los párrocos -deploraba el Santo- es que el alma se endurezca". Con esto se refería al peligro de que el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven muchas de sus ovejas. Dominaba su cuerpo con vigilias y ayunos para evitar que opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se mortificaba voluntariamente en favor de las almas que le habían sido confiadas y para unirse a la expiación de tantos pecados oídos en confesión. A un hermano sacerdote, le explicaba: "Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos". Más allá de las penitencias concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo de su enseñanza sigue siendo en cualquier caso válido para todos: las almas cuestan la sangre de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar personalmente en el "alto precio" de la redención" .

 

Con bellas y sencillas imágenes destacaba S. Juan María Vianney la inmensidad de la misericordia de Dios: un arroyo desbordado, una madre que lleva a su hijo en brazos, una gran montaña. "La misericordia de Dios es como un arroyo desbordado. Arrastra los corazones cuando pasa". "Nuestro Señor está sobre la tierra como una madre que lleva su hijo en los brazos. Este niño es malo, da patadas a la madre, la muerde, le araña, pero la madre no hace caso; ella sabe que si desfallece, el niño cae, no puede caminar sólo. He aquí cómo actúa nuestro Señor; Él soporta todos nuestros maltratos, soporta todas nuestras arrogancias, nos perdona todas nuestras necedades, tiene piedad de nosotros a pesar de nosotros". "Nuestros errores son granos de arena al lado de la grande montaña de la misericordia de Dios".

 

Llega a decir que poner límite a la misericordia de Dios es una blasfemia: "Hay quienes dicen: 'hice demasiado mal, el Buen Dios no puede perdonarme'. Se trata de una gran blasfemia. Equivale a poner un límite a la misericordia de Dios, que no tiene: es infinita". "Hay quienes se dirigen al Eterno Padre con un corazón duro. ¡Oh, cómo se equivocan! El Eterno Padre, para desarmar su justicia, ha dado a su Hijo un corazón excesivamente bueno: no se da lo que no se tiene.". La infinita misericordia que llena el corazón de Dios no le permite esperar el regreso del hijo pecador, sino que le impulsa a buscarle para hacerle feliz: "No es el pecador que vuelve a Dios para pedirle perdón, es Dios que corre detrás del pecador y lo hace volver a Él. Demos entonces esta alegría a este Padre bueno: volvamos a Él.  y seremos felices".

 

Para conocer profundamente la misericordia de Dios hay que caer en la cuenta de nuestra propia miseria. Es el obligado punto de partida. Pero el cura de Ars revela a una penitente: "¡Hija mía, no pidas a Dios el conocimiento

completo de tu miseria, yo lo pedí una vez y lo he obtenido, si Dios no me hubiera sostenido, hubiera caído inmediatamente en la desesperación!". Y en otra ocasión más confió: "Me he espantado de tal manera en conocer mi miseria que he implorado inmediatamente la gracia de olvidarla. Dios me ha escuchado, me dejó bastante lucidez de mi miseria de hacerme comprender que yo no soy bueno para nada".

 

La misericordia de Cristo Pastor bueno pasa a los pastores según su corazón y por eso el Abad Monnin podrá decir del Cura de Ars: "es un horno de ternura y de misericordia. Ardía de la misericordia de Cristo".

 

Juan María Vianney estaba convencido de que el sacerdocio era un don grandísimo e inmerecido, fruto de la misericordia de Dios: "Pienso, dirá, que el Señor había querido escoger el más cabeza grande de todos los párrocos para cumplir el mayor bien posible. Si hubiera encontrado uno todavía peor, lo habría puesto en mi lugar, para demostrar su gran misericordia".

 

Todo lo dicho vale también y de un modo peculiar para los sacerdotes religiosos. "Las personas consagradas -recordaba hace poco el Papa actual-están llamadas de modo particular a ser testigos de esta misericordia del Señor, en la que el hombre encuentra su propia salvación. Estas mantienen viva la experiencia del perdón de Dios, porque tienen conciencia de ser personas salvadas, de ser grandes cuando se reconocen pequeñas, de sentirse renovadas y envueltas por la santidad de Dios cuando reconocen su propio pecado. Por esto, también para el hombre de hoy, la vida consagrada sigue siendo una escuela privilegiada de la "compunción del corazón", del reconocimiento humilde de la propia miseria, pero al mismo tiempo, sigue siendo una escuela de la confianza en la misericordia de Dios, en su amor que nunca nos abandona" . 

 

5. El sacerdote aprende la misericordia en la oración. "Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso"

 

"Necesitamos sin duda momentos para recuperar nuestras energías, también físicas, y, sobre todo, para orar y meditar. Cultivemos la interioridad y encontraremos dentro de nosotros al Señor. Estar atentos a la presencia de Dios en la oración es una verdadera prioridad pastoral; no es algo añadido al trabajo pastoral; estar en presencia del Señor es una prioridad pastoral. En definitiva, lo más importante" . El tiempo dedicado a la oración silenciosa no es tiempo perdido. Todo lo contrario: de él depende que nuestro trabajo pastoral de auténticos frutos o sea estéril. "En el 'Común de pastores' ­ recuerda el Papa Benedicto XVI- se lee que una de las características del buen pastor es que "multum oravit pro fratribus". Es propio del pastor ser hombre de oración, estar ante el Señor orando por los demás, sustituyendo también a los demás, que tal vez no saben orar, no quieren orar o no encuentran tiempo para orar. Así se pone de relieve que este diálogo con Dios es una actividad pastoral (...) La santa misa, celebrada realmente en diálogo con Dios, y la liturgia de las Horas, son zonas de libertad, de vida interior, que la Iglesia nos da y que constituyen una riqueza para nosotros" .

 

El cura de Ars nos ha precedido con el ejemplo. Para él la oración no era, sin más, repetir plegarias aprendidas de memoria. El nos brinda una preciosa definición de la oración: "La oración es. una dulce conversación entre la criatura y su Criador" . ¡Qué maravilla que Dios quiera conversar con nosotros como se conversa con los amigos! Más aún, no se contenta con depositar en nosotros su confianza sino que nos regala sus confidencias. Estos son, según el cura de Ars, los efectos saludables de la oración: "La oración abre los ojos del alma, le hace sentir la magnitud de su miseria, la necesidad de recurrir a Dios y de temer su propia debilidad" .

 

Comentando la frase de Jesús en el evangelio de San Juan: "Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa." (Jn 16,24), nos dice a nosotros hoy como decía a sus fieles en su día: "Mirad, hijos míos, el tesoro de un cristiano no está en este mundo sino en el cielo (Mt 6,20) Así pues, nuestro pensamiento tiene que encaminarse hacia donde está nuestro tesoro. La persona humana tiene una tarea muy bella, la de orar y la de amar. Vosotros oráis, vosotros amáis: he aquí la felicidad de la persona en este mundo.

 

La oración no es otra cosa que la unión con Dios. Cuando el corazón es puro y está unido a Dios, uno percibe en su interior un bálsamo, una dulzura que embriaga, una luz que deslumbra. En esta íntima unión Dios y el alma son como dos trozos de cirio fundidos en uno; ya no se pueden separar. ¡Qué hermosa es esta unión de Dios con su pequeña criatura! Es una felicidad que sobrepasa toda comprensión. Habíamos merecido no saber orar; pero Dios, en su bondad, nos permite hablarle. Nuestra oración es incienso que él recibe con infinita benevolencia.

 

Hijos míos, tenéis un corazón pequeño, pero la oración lo ensancha y lo capacita para amar a Dios. La oración es una pregustación del cielo, un derivado del paraíso. Nunca nos deja sin dulzura. Es como la miel que desciende al alma y lo suaviza todo. Las penas se deshacen en la oración bien hecha, como la nieva bajo el sol" .

La oración representa el comienzo de todos los bienes, y la falta de ella, es el principio de todos los males: "Todos los santos comenzaron su conversión por la oración y por ella perseveraron; y todos los condenados se perdieron por su negligencia en la oración. Digo, pues, que la oración nos es absolutamente necesaria para perseverar" . Y añade en otro momento: "Todos los males que nos agobian en la tierra vienen precisamente de que no oramos o lo hacemos mal" .

 

No se trata de orar por cumplir u orar de cualquier manera: "¡Cuántas veces venimos a la iglesia sin saber a qué venimos ni qué queremos pedir! Sin embargo, cuando se va a casa de cualquiera, se sabe muy bien por qué uno se dirige a ella. Los hay que parecen decirle a Dios: «Vengo a decirte dos palabras para cumplir contigo...". Con frecuencia pienso que, cuando venimos a adorar a nuestro Señor, conseguiríamos todo lo que quisiéramos, con tal de pedirle con fe viva y un corazón puro" . Todo lo podemos si confiamos en la eficacia de la oración perseverante: "Con la oración todo lo podéis, sois dueños, por decirlo así, del querer de Dios" .

 

Algunas veces rezamos sin acabar de creernos que Dios nos puede conceder lo que le pedimos. Otras veces nos cansamos enseguida de pedir al Señor. La oración cristiana tiene dos ingredientes muy importantes: la confianza y la perseverancia. "Nuestras oraciones han de ser hechas con confianza, y con una esperanza firme de que Dios puede y quiere concedernos lo que le pedimos, mientras se lo supliquemos debidamente" . Y señala un momento en que nuestra oración ha de ser especialmente confiada: "Hemos de orar con frecuencia, pero debemos redoblar nuestras oraciones en las horas de prueba, en los momentos en que sentimos el ataque de la tentación" . ¿Por qué nuestra oración ha de ser perseverante? Para que deseemos más intensamente lo que pedimos y para que lo valoremos más: "La tercera condición que debe reunir la oración para ser agradable a Dios, es la perseverancia. Vemos muchas veces que el Señor no nos concede enseguida lo que pedimos; esto lo hace para que lo deseemos con más ardor, o para que apreciemos mejor lo que vale. Tal retraso no es una negativa, sino una prueba que nos dispone a recibir más abundantemente lo que pedimos" .

 

En la oración encontraremos consuelo para nuestras penas, alegría para soportarlas y la fuerza necesaria para vencer las tentaciones: "Por muchas que sean las penas que experimentemos, si oramos, tendremos la dicha de soportarlas enteramente resignados a la voluntad de Dios; y por violentas que sean las tentaciones, si recurrimos a la oración, las dominaremos .


Hay muchos cristianos que piensan que es muy difícil orar bien. Precisamente el cura de Ars insiste en todo lo contrario. No es difícil orar bien: basta abrir el corazón a Dios, alegrarse de su presencia, mirar al Señor y dejar que El nos mire. "No hay necesidad de hablar mucho para orar bien. Saber que el buen Dios está ahí, en el Sagrario; se le abre el corazón y nos alegramos de su presencia. Esta es la mejor oración". En otra ocasión, se encontró con Luis Chaffangeon, humilde agricultor, a quien preguntó: "Querido amigo, ¿qué hace usted ahí en silencio delante del Sagrario? Señor Cura -le contestó-, yo miro al buen Dios y él me mira". Dejar que se pose sobre nosotros la mirada de Dios llena de misericordia, de cariño, de fuerza para que sigamos recorriendo el camino de la vida. Y mirar nosotros al Señor para asombrarnos de su belleza, para admirar sus obras, para darle gracias por los beneficios que derrama sobre nosotros cada día. 

 

6. La misericordia del sacerdote se alimenta en la Eucaristía

 

La conversión siempre renovada y la acogida gozosa del perdón de Dios conducen a la Eucaristía. Es lo que llamamos el 'círculo virtuoso': de la Reconciliación a la Eucaristía. El Cura de Ars comenzaba generalmente su actividad diaria con el sacramento del perdón, para poder gozar conduciendo a la Eucaristía a sus penitentes ya reconciliados. "La Eucaristía ocupaba ciertamente el centro de su vida espiritual y de su labor pastoral. Acostumbraba a decir: 'Todas las buenas obras juntas no pueden compararse con el sacrificio de la Misa, pues son obras de hombres, mientras que la Santa Misa es obra de Dios' [...] "La comunión y el santo sacrificio de la Misa son los dos actos más eficaces para conseguir la transformación de los corazones".

 

De este modo, la Misa era para Juan María Vianney la fuente de alegría y de aliento en su vida sacerdotal. A pesar de la afluencia de penitentes, se preparaba con toda diligencia y en silencio durante más de un cuarto de hora. Celebraba con recogimiento, dejando entrever su actitud de adoración en los momentos de la consagración y de la comunión. Con gran realismo hacía notar: 'La causa del relajamiento del sacerdote está en que no dedica suficiente atención a la Misa' [.] Durante sus homilías solía señalar al Sagrario diciendo con lágrimas de emoción: "El esta ahí" [.] Queridos hermanos sacerdotes, el ejemplo del Cura de Ars nos invita a un serio examen de conciencia. ¿Qué lugar ocupa la santa Misa en nuestra vida cotidiana? ¿Continúa siendo la Misa, como en el día de nuestra Ordenación ¡fue nuestro primer acto como sacerdotes! el principio de nuestra labor apostólica y de nuestra santificación personal? ¿Cómo es nuestra oración ante el Santísimo Sacramento y cómo la inculcamos a los fieles? ¿Cuál es nuestro empeño en hacer de nuestras iglesias la Casa de Dios para que la presencia divina atraiga a los hombres de hoy, que con tanta frecuencia sienten que el mundo está vacío de Dios?" .

 

La presencia de Cristo vivo en la Eucaristía y escondido en el Sagrario, era el centro de su vida. "¡Oh, hijos míos!, ¿qué hace nuestro Señor en el sacramento de su amor? Se ha tomado a pecho amarnos. Su corazón rezuma ternura y misericordia capaz de limpiar los pecados del mundo".

 

Se preocupó mucho de fomentar la comunión eucarística. "Venid a la comunión, venid a Jesús, venid a vivir de Él, para vivir por Él". Toda la vida de un cristiano debe ser una preparación para este gran momento. Y, una vez que ha comulgado, una acción de gracias prolongada. Cuando los fieles esgrimían el argumento de que no eran dignos de recibir al Señor en la Eucaristía contestaba: "Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis". La Eucaristía reaviva el fuego del amor de Dios: "¡La comunión produce en el alma como un golpe de fuelle en un fuego que comienza a apagarse, pero donde todavía hay muchas brasas!". Por medio de la comunión eucarística abrimos de tal manera las puertas de nuestro corazón a Jesucristo que realmente podemos decir que llevamos el cielo con nosotros: "Cuando hemos comulgado, si alguien nos dijera: '¿Qué os lleváis a casa'?, podríamos responder: "Me llevo el cielo."

 

Hombre de la Eucaristía, celebrada y adorada. "No hay nada más grande que la Eucaristía. ¡Oh mi hijos!, ¿qué hace Nuestro Señor en el Sacramento de su amor? Ha tomado su corazón bueno para amarnos, y extrae de este corazón una transpiración de ternura y de misericordia para ahogar los pecados del mundo".

 

Lo que quizás más le tocaba interiormente era constatar que su Dios estaba presente en el tabernáculo para nosotros: "¡Nos espera!" La conciencia de la presencia real de Dios en el Santísimo Sacramento fue quizás una de sus más grandes gracias y una de sus mayores alegrías. Ofrecer Dios a los hombres y los hombres a Dios, el sacrificio eucarístico se convirtió muy pronto para él en el corazón de su jornada y de su pastoral.

 

La educación de los fieles en lo que toca a la presencia eucarística y a la comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. "Estaba convencido de que todo el fervor en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: 'La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!'. Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: "¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!" .

 

En resumen: el cura de Ars comprendió muy bien la Eucaristía como una locura de amor de Dios para con nosotros: "¡Allí está quien nos ama tanto! ¿Por qué no amarlo?". "¡Si uno lo piensa, se puede perder por la eternidad en este abismo de amor!".

 

La misericordia aprendida en la oración asegura una relación al mismo tiempo fuerte y llena de ternura entre el sacerdote y los hombres, de quienes se

hace verdaderamente hermano. Igualarse en todo a los hombres es uno de los motivos mayores de la pasión de Jesús para atarse a nosotros con todas las fibras de su humanidad, remodelada en el sufrir y amar redentores. En el sufrimiento, Cristo adquiere una capacidad inmensa de compadecer y salvar (Heb. 5,8-9; 9,28). 

 

7. Servir a la misericordia de Dios le lleva al sacerdote a emprender obras sociales de todo tipo

 

El Cura de Ars fue un apóstol infatigable, lleno de iniciativas para poner remedio a los males que afligían a sus feligreses. No hace pastoral desde un despacho, sino que es un padre que vela por sus hijos. Para aliviar la carencia de escuelas y maestros, en invierno llamaba a un preceptor que daba clases a niños y niñas juntos. Al final logra, con la colaboración del alcalde, un maestro para los niños que se instale de modo permanente en el municipio. En cuanto a las niñas, escogió en su momento a dos jóvenes de la parroquia como futuras profesoras, Catalina Lassange y Benita Lardet, y las envió para que se prepararan debidamente a la casa de las religiosas de san José de Fareins. A la vez, adquirió una casa nueva con bienes personales y ayudas de los fieles. La escuela abrió el 11 de noviembre de 1824.

 

Cuando este proyecto va creciendo y se consolida, Juan María tiene una nueva inspiración: recoger a las huérfanas sin hogar, y a las niñas de familias indigentes, que eran utilizadas para mendigar o las ponían desde muy pequeñas a trabajar como criadas, y acogerlas en la misma escuela en un internado que llevaría el nombre de 'Providencia'. Para ello tuvo que ampliar la casa que hacía de escuela. Pues bien, seguidamente compró un poco más de terreno, él mismo trazó los planos del nuevo edificio, y se convirtió en un obrero más de la construcción de aquella casa. A partir de 1827, sólo aquellas niñas más necesitadas fueron admitidas como pensionistas.

 

Hubo momentos en que pudieron acoger sesenta niñas o más. No se cobraba nada a nadie. No faltaron dificultades, incluso se llegó a situaciones críticas. El señor cura vendió en alguna ocasión lo poco que le quedaba de ajuar, también aplicó la parte de herencia familiar que su hermano Francisco le entregó, y continuamente imploró caridad para el mantenimiento de la institución. Nunca desfalleció su confianza en Dios y nunca faltó el sustento conveniente a las huérfanas y a las responsables, que formaban una gran familia.

 

"No se sabe cuánto ha hecho el santo Cura como obra social" dice uno de sus biógrafos. Acompañaba a las familias y trataba de protegerlas de todo lo que pudiera destruirlas (alcohol, violencia, egoísmo...). En el corazón de su pueblo, tuvo en cuenta al hombre en su dimensión humana, espiritual, social.

 

"Siempre digo que el sacerdote -comenta el cardenal Hummes- no es sólo importante por el aspecto religioso dentro de la Iglesia. Desempeña también una grandísima labor en la sociedad, porque promueve los grandes valores humanos, está muy cerca de los pobres con la solidaridad, la atención por los derechos humanos. Creo que debemos ayudarles [a los sacerdotes] para que vivan esta vocación con alegría, con mucha lucidez y también con corazón para que sean felices, dado que se puede ser feliz en el sacrificio y el cansancio. Ser feliz no está en contradicción con el sufrimiento. Jesús no era infeliz en la cruz. Sufría tremendamente, pero estaba feliz, porque sabía que lo hacía por amor y que esto tenía un sentido fundamental para la salvación del mundo. Era un gesto de fidelidad a su Padre". 

 

8. Nuevos testigos y servidores de la misericordia de Dios: oración y trabajo por las vocaciones

 

"Por tanto, el Año sacerdotal brinda una magnífica oportunidad para volver a encontrar el sentido profundo de la pastoral vocacional, así como sus opciones fundamentales de método: el testimonio, sencillo y creíble; la comunión, con itinerarios concertados y compartidos en la Iglesia particular; la cotidianidad, que educa a seguir al Señor en la vida de todos los días; la escucha, guiada por el Espíritu Santo, para orientar a los jóvenes en la búsqueda de Dios y de la verdadera felicidad; y, por último, la verdad, que es lo único que puede generar libertad interior" .

 

El Papa, como vemos, destaca el testimonio de los sacerdotes que es como un eje transversal de toda la pastoral vocacional: "En tiempos de orfandad de referencias, en tiempos de fragmentación interior, de dispersión, de superficialidad y consumismo, hacen falta unos referentes sacerdotales que transparenten a Cristo, que rezumen la alegría de su consagración, que sean capaces de generar ilusión, esperanza, entusiasmo, de presentar ideales de convicción. Que ejerzan un liderazgo creíble por su fidelidad al evangelio, y sobre todo por el testimonio de vida. Sacerdotes que conectan con los jóvenes, que son accesibles y apreciados no porque practiquen el colegueo estéril, o porque rebajen los niveles de exigencia. Sacerdotes que viven la unión con Cristo, que entregan sus vidas, inconformistas ante el mundo, audaces en el apostolado, que se expresan con valentía y libertad de espíritu, siempre al servicio de la verdad. Cuántas veces un monaguillo, un niño de la catequesis, o un joven de la parroquia o de un movimiento, han descubierto su vocación a partir del deseo de 'querer ser como el sacerdote'" .

 

8.1. La mies es mucha...

 

"La mies es mucha", dice el Señor. Y cuando dice "es mucha" no se refiere sólo al momento en que El vivía. Sus palabras valen también para nuestro tiempo. En el corazón de los hombres crece una mies; es decir, esperan una luz, un camino, esperan a Dios. Una esperanza del amor que, más allá del instante presente, nos sostenga y acoja eternamente. La mies es mucha y

necesita obreros en todas las generaciones. Y para todas las generaciones, aunque de modo diferente, valen siempre también las otras palabras: "Los obreros son pocos".

 

8.2. Orar

 

"Rogad, pues, al Dueño de la mies que mande obreros". Dios quiere servirse de los hombres, para que lleven la mies a los graneros. Dios necesita personas dispuestas a ayudar para que esta mies que ya está madurando en el corazón de los hombres pueda entrar realmente en los graneros de la eternidad y se transforme en perenne comunión divina de alegría y amor. Ahora bien, hemos de orar porque no podemos "producir" vocaciones; deben venir de Dios. Propagandas bien pensadas y estrategias adecuadas no son definitivas. La llamada, que parte del corazón de Dios, siempre debe encontrar la senda que lleva al corazón del hombre.

 

Es el Dueño de la mies quien ha de sacudir el corazón de los llamados encendiendo en ellos el entusiasmo y la alegría por el Evangelio. Ha de hacerles comprender que éste es el tesoro más valioso por el que merece la pena arriesgarlos todo.

 

Ante todo está la celebración diaria de la santa Misa. No la celebremos con rutina, como un deber exterior a nosotros. Si celebramos la Eucaristía con íntima participación en la fe y en la oración, entonces el ars celebrandi vendrá por sí mismo, pues consiste precisamente en celebrar partiendo del Señor y en comunión con él, y por tanto como es preciso también para los hombres. Entonces nosotros mismos recibimos como fruto un gran enriquecimiento y, a la vez, transmitimos a los hombres más de lo que tenemos, es decir, la presencia del Señor.

 

El otro espacio abierto que la Iglesia nos ofrece es la liturgia de las Horas. Tratemos de rezarla como auténtica oración, como oración en comunión con el Israel de la Antigua y de la Nueva Alianza, como oración en comunión con los orantes de todos los siglos, como oración en comunión con Jesucristo, como oración que brota de lo más profundo de nuestro ser, del contenido más profundo de estas plegarias.

 

Al orar así, involucramos en esta oración también a los demás hombres, que no tienen tiempo o fuerzas o capacidad para hacer esta oración. Nosotros mismos, como personas orantes, oramos en representación de los demás, realizando así un ministerio pastoral de primer grado. Esto no significa retirarse a realizar una actividad privada, se trata de una prioridad pastoral, una actividad pastoral, en la que nosotros mismos nos hacemos nuevamente sacerdotes, en la que somos colmados nuevamente de Cristo, mediante la cual incluimos a los demás en la comunión de la Iglesia orante y, al mismo tiempo, dejamos que brote la fuerza de la oración, la presencia de Jesucristo, en este mundo

 

El Papa pidió a todos los fieles que rezaran por los sacerdotes y recordó que "la oración es la primera tarea, el verdadero camino de santificación de los sacerdotes, y el alma de la auténtica pastoral vocacional [...]. La escasez numérica de ordenaciones sacerdotales en algunos países no sólo no debe desanimar, sino que debe empujar a multiplicar los espacios de silencio y de escucha de la Palabra, a cuidar mejor la dirección espiritual y el sacramento de la confesión, porque la voz de Dios, que siempre sigue llamando y confirmando, pueda ser escuchada y prontamente seguida por muchos jóvenes".

 

8.3.    Trabajar por las vocaciones

 

Pero no sólo es cuestión de oración. Precisamente la oración bien hecha convierte las palabras en acción. Que de nuestro corazón brote la chispa de la alegría en Dios, de la alegría por el Evangelio, y suscite en otros corazones la disponibilidad a dar su 'sí'. Es El quien ha de suscitar la disponibilidad, la constancia, la fidelidad perseverante. El esfuerzo por responder a la vocación, aunque sea costoso, es hermoso, es útil, porque lleva a lo esencial, es decir, a lograr que los hombres reciban lo que esperan: la luz de Dios y el amor de Dios.

 

Pretendemos dar un nuevo impulso a la pastoral vocacional en nuestra diócesis con motivo del Año Sacerdotal. Hemos reestructurado la Delegación diocesana tratando de involucrar a cada arciprestazgo, a sacerdotes, consagrados y fieles laicos. Los niños, adolescentes y jóvenes que pudieran acceder a nuestros Seminarios proceden de una cultura narcisista marcada por un erotismo que impregna el ambiente y de una sociedad secularizada donde faltan referencias de auténtica vida cristiana. Muestran una gran dispersión interior y se sienten cada vez más inseguros y faltos de vertebración en la configuración de la personalidad y en la vida. Por otra parte, en el seno de las familias cristianas, con un índice de natalidad muy exiguo y una fe muy debilitada, muy marcadas por el consumismo y el secularismo, es muy difícil que crezcan las semillas de la vocación. Es preciso desarrollar una pastoral familiar que potencie la cultura de la vida, que valore la vocación sacerdotal y que las familias sean conscientes de que sus hijos, si son llamados a la vida sacerdotal, encontrarán en ella el camino más corto para su felicidad.

 

Queremos comenzar lo que se ha venido en llamar 'Seminario en familia'. Toda acción en la Iglesia está encaminada en último término a ayudar a cada bautizado a descubrir y acoger el modo concreto por el que Dios le llama a vivir su condición cristiana. Esta es una tarea originaria, central y, por tanto, prioritaria de la Iglesia. La pastoral vocacional al ministerio ordenado tiene, por su parte, una relevancia de primer orden. Si todas las vocaciones son necesarias en la Iglesia, los sacerdotes son los servidores del resto de las vocaciones. Aunque hemos de estar atentos a los gérmenes de vocación sacerdotal ya desde pequeños, el Seminario en familia estará formado por aquellos muchachos, mayores de 12 años, que mostrando gérmenes de vocación sacerdotal, estén dispuestos a participar en un proceso de discernimiento y acompañamiento para acoger su posible vocación al sacerdocio. Estos muchachos no llevarán un régimen de internado, sino que vivirán normalmente en sus casas, con su familia, asistirán a las clases en el Colegio o Instituto respectivo y participarán en las actividades de sus parroquias. Ahora bien: junto al acompañamiento personal por sus padres, por el responsable del grupo y, sobre todo por sus sacerdotes, periódicamente tendrán actividades vocacionales y formativas conjuntas para ayudarles a responder a las preguntas que anidan en su corazón sobre una posible vocación sacerdotal.

 

Para esta nueva andadura contamos, en primer lugar, con los padres y las familias cristianas, También, por supuesto, con los sacerdotes, con los catequistas y profesores de Religión así como con las comunidades eclesiales y grupos apostólicos. Todos juntos trabajando íntimamente unidos a los formadores del Seminario. Nuestra llamada es clara: se trata de ofrecer esta experiencia a muchachos, adolescentes y jóvenes. A los que puedan interesarse y se sientan capaces de participar en este proyecto.

 

Benedicto XVI recordó el ejemplo de san Juan María Vianney. Como el Cura de Ars, cada sacerdote "puede advertir mejor la necesidad de esa progresiva identificación con Cristo que le garantiza la fecundidad y la fidelidad de su testimonio evangélico". Y es "de la certeza de su propia identidad", de la que depende "el renovado entusiasmo por la misión" del sacerdote.

 

"El amor por el prójimo, la atención a la justicia y a los pobres, no son solamente temas de una moral social, sino más bien expresión de una concepción sacramental de la moralidad cristiana, porque, a través del ministerio de los presbíteros, se realiza el sacrificio espiritual de todos los fieles, en unión con el de Cristo, único Mediador", ha enseñado Benedicto XVI en otra ocasión. "Frente a tantas incertidumbres y cansancios también en el ejercicio del ministerio sacerdotal, es urgente recuperar un juicio claro e inequívoco sobre el primado absoluto de la gracia divina, recordando lo que escribe santo Tomás de Aquino: El más pequeño don de la gracia supera el bien natural de todo el universo" . 

 

9. Potenciar el celo pastoral


A nuestra Iglesia le falta empuje misionero, dinamismo evangelizador y fuerza mística. Nos conformamos con una vida espiritual de baja intensidad y una tendencia acentuada a la tibieza y a la mediocridad. La tibieza es la situación espiritual más peligrosa que puede acechar a un cristiano, y mucho más a un sacerdote. Porque el tibio no es consciente de su situación ni de los peligros que le amenazan y, por tanto, no siente la necesidad de convertirse. El tibio quiere compatibilizar la amistad con Dios con pequeñas condescendencias consigo mismo, que en realidad son grandes infidelidades. ¿No será la tibieza la fuente de tanta tristeza, desaliento y dejadez en la vida interior como se palpan en la vida de hoy? El Cura de Ars nos recuerda: "Las almas de los mediocres no tienen esa agilidad que hace ir directamente a Dios. Tienen algo de pesado, de tedioso que las fatiga: frecuentemente se trata de pecados veniales a los que están apegadas".

 

Sacudámonos la tibieza que nos esteriliza y volvamos al amor primero (cf. Ap 2,4-5) y al fervor de recién ordenados. Reavivemos, queridos hermanos sacerdotes, en este Año Sacerdotal el carisma que el Espíritu Santo nos regaló el día de nuestra ordenación y huyamos del estilo de vida funcionarial , que tanto tiene que ver con la actitud del mercenario, al que no le importan las ovejas (Jn 10,5.12-13).

 

La caridad pastoral, que es participación del amor pastoral de Jesús, es el secreto manantial de la ilusión sacerdotal y del celo por las almas cada día renovado. Es lo único que nos mantendrá frescos en esta coyuntura, en la que a ojos vista ha diminuido el aprecio social por nuestra tarea, acompañada en muchas ocasiones por la incomprensión o el desprecio, y por las condiciones adversas en que nos sitúa la secularización

 

La vivencia cabal del ministerio de salvación que el Señor nos ha confiado ha de impulsarnos a gastarnos y desgastarnos por nuestros fieles, sin medida, sin recortes y sin reloj, pues lo nuestro es servir, lo nuestro es el "amoris officium", en palabras de San Agustín. Debe impulsarnos además a conocerles, a compartir sus luchas, sufrimientos y problemas, amando con cercanía afectiva, familiaridad, compasión y ternura a los niños, a los jóvenes, a los enfermos, a las familias y a los pobres. Como San Pablo y como el Cura de Ars, hemos de entregar a nuestros fieles nuestra propia persona (1Tes 2,8), con tal de que conozcan a Dios y a su enviado Jesucristo y disfruten de la gracia de la filiación.

 

10. En la escuela de María


La tierna devoción a la Virgen fue creciendo en Juan María Vianney con el paso del tiempo. A la edad de cuatro años, su madre le regaló una imagen de madera de la Santísima Virgen, que llevó siempre consigo. Poco antes de morir recordaba: "¡Oh!, cuánto amaba yo aquella imagen. No podía separarme de ella ni de día ni de noche, y no hubiera dormido tranquilo, si no la hubiera tenido a mi lado en la cama...". El Cura de Ars profesó una tierna devoción a la Santísima Virgen, a la que llama "su más viejo amor", "mejor que la mejor de las madres", la luz de sus días oscuros, que "puede compararse a un hermoso sol en un día de niebla". Él mismo nos confiesa lo que María ha significado en su vida: "He bebido tan a menudo de esta fuente, que ya no quedaría nada desde hace tiempo, si no fuera inagotable".

 

Al poco tiempo de llegar a la parroquia de Ars la consagró a la Inmaculada. Poco después, mandó hacer un corazón dorado para colgarlo en la imagen de la Virgen. Dentro de ese corazón quiso que estuvieran, en una cinta blanca, los nombres de sus feligreses. Allí se conservan todavía hoy. "El Corazón de María es tan tierno hacia nosotros -decía San Juan María Vianney-que todas las madres del mundo no son más que un trozo de hielo a su lado". Y añadía: "en el corazón de María no hay más que misericordia". El Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles que "Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre".

 

He aquí unas expresiones que ponen de manifiesto su amor entrañable a la Madre de Dios y madre nuestra: "La Virgen María es esta bella criatura que nunca disgustó al buen Dios". "El Padre ama mirar el corazón de la Santa Virgen María como la obra maestra de sus manos". Con razón podemos llamar a María nuestra Madre porque "la Virgen María nos ha generado dos veces, en la encarnación y a los pies de la Cruz: es, pues, dos veces nuestra Madre". Para el que siente verdadero amor a la Virgen, "el Ave Maria es una oración que no cansa nunca". De la intercesión de María todo lo podemos esperar: "Todo lo que el Hijo pide al Padre se lo concede. Todo aquello que la Madre pide al Hijo le es igualmente concedido". "Cuando nuestras manos han tocado aromas, perfuman todo lo que tocan. Hagamos pasar nuestras oraciones a través de las manos de la Santa Virgen, las perfumará". "El medio más seguro para conocer la voluntad de Dios, es rezar a nuestra buena Madre".

 

Ha enseñado Benedicto XVI: "Desde su primer 'fiat', María acogió, primero en la fe y después en su seno, el Cuerpo de Jesús y lo dio a luz. Día a día lo adoró extasiada, lo sirvió con amor responsable, cantando en su corazón el Magnificat. Durante los largos años de su vida oculta, mientras educaba a Jesús, o cuando en Caná de Galilea solicitaba el primer milagro, o por último cuando en el Calvario al pie de la cruz contemplaba a Jesús, lo "aprendía" en cada momento. En nuestro ministerio sacerdotal dejémonos guiar por María para 'aprender' a Jesús. Contemplémoslo, dejemos que él nos forme, para que seamos capaces de mostrarlo a todos los que se acerquen a nosotros. Cuando tomemos en nuestras manos el Cuerpo eucarístico de Jesús para alimentar con él al pueblo de Dios, y cuando asumamos la responsabilidad de la parte del Cuerpo místico que se nos encomienda, recordemos la actitud de asombro y


de adoración que caracterizó la fe de María. Del mismo modo que ella en su amor responsable y materno a Jesús conservó el amor virginal lleno de asombro, así también nosotros, al arrodillarnos litúrgicamente en el momento de la consagración, conservemos en nuestro corazón la capacidad de asombrarnos y de adorar. Reconozcamos en el pueblo de Dios los signos de la presencia de Cristo. Estemos atentos para percibir los signos de santidad que Dios nos muestre entre los fieles. No temamos por los deberes y las incógnitas del futuro. No temamos que nos falten las palabras o que nos rechacen. El mundo y la Iglesia necesitan sacerdotes, santos sacerdotes" .

 

El beato Manuel González, por su parte, nos invita, a ir a Santa María Reina y Madre de los sacerdotes, para decirle:

 

"Madre Inmaculada: Que no nos cansemos. Madre nuestra, una petición: que no nos cansemos. Sí, aunque el desaliento por el poco fruto o por la ingratitud nos asalte, aunque la flaqueza nos ablande, aunque el furor del enemigo nos persiga, y nos calumnie, aunque nos falte dinero y auxilios humanos, aunque vivieran abajo nuestras obras y tuviéramos que volver a empezar de nuevo, Madre querida, que no nos cansemos.

 

Firmes, decididos, alentados, sonrientes siempre, con los ojos de la cara fijos en el prójimo y en sus necesidades para socorrerles, y con los ojos del alma fijos en el Corazón de Jesús que está en el Sagrario, ocupemos nuestro puesto, el que a cada uno nos ha señalado el Señor.

 

Nada de volver la cara atrás. Nada de cruzarse de brazos. Nada de decir estériles lamentos. Mientras nos quede una gota de sangre que derramar, unas monedas que repartir, un poco de energía que gastar, una palabra que decir, un aliento de nuestro corazón, un poco de fuerza en nuestras manos o en nuestros pies, que puedan servir para dar gloria a Dios y a Ti, y para hacer un poco de bien a nuestros hermanos, Madre querida, que no nos cansemos. Morir antes que cansarnos".

 

Queridos hermanos, que estas reflexiones reaviven nuestro gozo de ser sacerdotes, nuestro deseo de serlo todavía más consciente y generosamente. El testimonio del Cura de Ars contiene aún muchas otras riquezas por profundizar. Escuchemos a Cristo que, como a los Apóstoles, nos dice: "Nadie tiene amor mayor que éste de dar la vida por sus amigos... Ya no os llamo siervos... os llamo amigos". Ante El, que manifiesta el Amor en toda su plenitud, sacerdotes y obispos, renovaremos este Año jubilar sacerdotal de una manera muy especial nuestras promesas sacerdotales.

 

Oremos los unos por los otros, cada cual por su hermano, y todos por todos. Roguemos al Sacerdote Eterno que la memoria del Cura de Ars nos ayude a reavivar nuestro celo en su servicio. Supliquemos al Espíritu Santo que otorgue a su Iglesia muchos sacerdotes del temple y la santidad del Cura de Ars. Nuestra época tiene gran necesidad de ellos. Usando las mismas palabras que usaba S. Juan María Vianney digamos al Señor:

 

 

 

"Te amo, mi Dios, y mi solo deseo

es amarte hasta el último respiro de mi vida.

Te amo, oh Dios infinitamente amable,

y prefiero morir amándote

antes que vivir un solo instante sin amarte.

Te amo, Señor, y la única gracia que te pido

es aquella de amarte eternamente.

Dios mío, si mi lengua

no pudiera decir que te amo en cada instante,

quiero que mi corazón te lo repita

tantas veces cuantas respiro.

Te amo, oh mi Dios Salvador,

porque has sido crucificado por mi,

y me tienes acá crucificado por Ti.

Dios mío, dame la gracia de morir amándote

y sabiendo que te amo" Amen.

 

Confiemos nuestro sacerdocio a la Virgen María, Madre de los sacerdotes, a quien Juan María Vianney recurría sin cesar con tierno afecto y total confianza. Que la Virgen, Madre de misericordia, suscite en nosotros sentimientos de filial abandono en Dios, que es misericordia infinita. Digamos con San Agustín en un conocido pasaje de sus Confesiones: "¡Ten piedad de mí, Señor! Mira que no te escondo mis heridas: tú eres el médico, yo el enfermo; tú eres misericordioso, yo mísero... Toda mi esperanza está puesta en tu gran misericordia" . Demos gracias a Jesucristo, el Señor, que en los santos Pastores como el Cura de Ars nos ha revelado su misericordia y su amor para que por ellos continúe llegando a nosotros su acción misericordiosa.

 

 

 

+Manuel Sánchez Monge, Obispo de Mondoñedo-Ferrol

 

Año Jubilar Sacerdotal, Cuaresma 2010.

 

JUAN PABLO II, PDV 22.

BENEDICTO XVI, Homilía de la Misa Crismal de 2006.

CEE, Mensaje a los sacerdotes con motivo del Año sacerdotal 2009.

PABLO VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 76.

JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes, Jueves Santo 2001.

Cf. Mons. J. J. ASENJO PELEGRINA, Carta Pastoral con motivo del Año Sacerdotal, Sevilla 2009, 1.

Cf. JUAN PABLO II, Carta apostólica Tertio millennio adveniente, 7.

CEE, Mensaje a los sacerdotes con motivo del Año Sacerdotal, Diciembre 2009.

Cf. W. KASPER, El sacerdote, servidor de la alegría, Sígueme, Salamanca 2008, 115-117.

Cf. Le curé d'Ars. Sa pensée - Son Coeur. Présentés par l'Abbé Bernard Nodet, éd. Xavier Mappus, Foi Vivante 1966, p. 10. [En adelante: NODET]

NODET, p. 128.

NODET, p. 50.

NODET, p. 130.

NODET, p. 130

NODET, p. 77

NODET, p. 131

BENEDICTO XVI, Carta a los sacerdotes.

F. J. NGUYEN VAN THUAN, Peregrinos por el camino de la esperanza, Monte Carmelo, Burgos 1999, 43-44

Código de Derecho Canónico, can. 1752.

Comentario a san Mateo, 5, 7, 74. Citado en: W. KASPER, El sacerdote, servidor de la alegría, Sígueme, Salamanca 2008, 107-112.

BENEDICTO XVI, Carta a los sacerdotes

BENEDICTO XVI, Homilía en la Fiesta de la Presentación del Señor, Día de la Vida Consagrada, 2. 02.2010.

Cf. BENEDICTO XVI, Discurso a los presbíteros y diáconos de Roma. Basílica de San Juan de Letrán, 13 de mayo de 2005

BENEDICTO XVI, Encuentro con los sacerdotes de la diócesis de Albano. Sala de los Suizos, Palacio pontificio de Castelgandolfo, Jueves 31 de agosto de 2006.

Sermón sobre la oración

Sermón sobre la oración.

S. JUAN MARIA VIANNEY, Catecismo sobre la oración

Sermón sobre la perseverancia.

Sermón sobre la oración

Sermón sobre la oración

Sermón sobre la perseverancia

Sermón sobre la oración

Sermón sobre la oración

Sermón sobre la oración.

Sermón sobre la oración.

JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes, Jueves Santo 1986.

Cf. BENEDICTO XVI, Carta a los sacerdotes.

s6BENEDICTO XVI, Discurso a los participantes en el Congreso Europeo de Pastoral vocacional, Roma 4 de julio 2009.

Mons. J. A. SÁIZ MENESES, La alegría del sacerdocio, Carta Pastoral. Adviento 2009, 28-29

 

Cf. BENEDICTO XVI, Encuentro con los sacerdotes y diáconos permanentes en el Viaje Apostólico a Alemania- Catedral de Santa María y San Corbiniano, Freising, 14 de septiembre de 2006

BENEDICTO XVI, Audiencia general, 1 de julio de 2009.

Cf. BENEDICTO XVI, Discurso a los religiosos, religiosas y seminaristas representantes de los movimientos eclesiales en Polonia, Czestochowa, 26 de mayo de 2006.

S. AGUSTÍN, Confesiones X, 28.39; 29.40.