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EL SACERDOTE EN UN MUNDO HERIDO.
LAS HERIDAS DE NUESTRO MUNDO I
Introducción
Me toca a mí abrir estas jornadas disertando sobre una cuestión compleja, la
situación del sacerdote ante un mundo herido. Para simplificar un poco las cosas
comencemos por acotar bien el objeto de nuestras consideraciones. Intentaremos
aclararnos un poco sobre esta inquietante cuestión, ¿cómo viven nuestros sacerdotes en
el contexto de nuestro mundo tan herido? Este va a ser el objeto de las jornadas
completas. Esta mañana me toca a mí hablar especialmente acerca de cómo es nuestro
mundo, cuales son sus heridas más dolorosas, las más profundas, quizás las menos
confesadas.
Si vemos con una cierta claridad cuales son los males de nuestro mundo, nos
resultará más fácil saber con qué bálsamos nos tenemos que acercar a él, cuales tienen
que ser las actitudes de nosotros pastores, qué verdades, qué sentimientos, qué
propuestas de la vida cristiana son las más necesarias, las más curativas, cómo y dónde
y cuándo tenemos que ofrecer o aplicar las medicinas que nuestros hermanos necesitan.
Desde el punto de vista metodológico, se nos presenta enseguida una cuestión.
Si queremos llegar a un diagnóstico de los males que aquejan a nuestro mundo, ¿desde
qué patrón vamos a señalar esas dolencias? Es decir, ¿dónde situamos el modelo de un
mundo sano para poder decidir dónde están los males del mundo presente? Porque
seguramente lo que para unos aparecen como males, para otros serán logros positivos.
Así por ejemplo, si en estos últimos años ha aumentado la facilidad para divorciarse, y
se han duplicado casi los divorcios en España, eso ¿es un mal o es un bien? Hay
opiniones encontradas. Cual va a ser nuestro modelo de salud para poder diagnosticar
las enfermedades.
Hay una respuesta sencilla que por lo menos provisionalmente nos puede servir.
Podemos estar de acuerdo en que una sociedad sana es la que se regula por los
mandamientos de la ley de Dios, la que reconoce, al menos en términos generales, las
exigencias de la moral natural como pauta de comportamiento para la vida personal, la
vida familiar y las relaciones sociales en el orden cultural, económico y político. Aquí
vamos a intentar sondear la salud de nuestra sociedad desde una visión cristiana del
mundo y de la vida, o, dicho de otra manera, en una perspectiva más histórica y
sociológica, teniendo como punto de referencia lo que nosotros pensamos que tendría
que ser una sociedad que mantiene con claridad un patrimonio moral fundado en la
recta razón y en la tradición cristiana, acumulado y enriquecido, generación tras
generación, a lo largo de los siglos.
En un segundo plano, algo más alejado, podemos tener en cuenta como
referencia la nueva humanidad restaurada e inaugurada por N.Señor Jesucristo. La
humanidad de los hombres que confían en la providencia de Dios, si no la humanidad
de las bienaventuranzas, sí, por lo menos la humanidad de los que adoran a Dios y aman
a sus hermanos, la humanidad de los que piden perdón de sus pecados y perdonan a
quienes les han ofendido, la humanidad de quienes creen en la vida eterna y en el día
final quieren estar a la derecha del Juez justo y misericordioso.
Para nosotros, los creyentes, es obligado pensar que sólo hay un mundo real, un
mundo verdadero y justo, el mundo pensado y querido por Dios, creado por su Palabra,
centrado y encabezado por Jesucristo. En la actualidad (y esta puede ser una de las
heridas de nuestro mundo) muchos creen que la realidad del mundo es opcional, que la
realidad del mundo es intercambiable a gusto del consumidor: los que creen viven en un
mundo presidido por la Sabiduría y el Amor de Dios, los que no creen viven en un
mundo sin Dios. Como si fueran diferentes modelos “prêt à porter”. Pero la realidad no
es así. En la imagen interior que cada uno tenga del mundo, podrá existir esta
duplicidad. Pero en la realidad objetiva no hay dos mundos, uno con Dios y otro sin
Dios. Si creemos en Dios Creador y Salvador estamos obligados a pensar que esa visión
del mundo como un mundo autónomo, que nace de sí mismo, un mundo dominado y
gobernado por el hombre según su parecer como regla última de la realidad, es un
mundo de ciencia ficción, es una creación literaria como el Quijote o las aventuras de
Tin Tin. Por eso es dramáticamente vano el empeño del hombre cuando pretende
instalarse en un mundo que no es verdadero, que no existe tal como él se lo figura. La
realidad y la verdad del mundo no es opcional.
I. UNA PRIMERA APROXIMACIÓN A LOS MALES DE NUESTRO MUNDO
Yendo de lo superficial a lo más profundo, si atendemos a lo que dice la gente,
podemos fácilmente percibir que la organización de la vida en la cual estamos metidos,
a la cual estamos sometidos, no está pensada a la medida de las necesidades y de los
gustos del hombre. La gente padece al tener que acomodarse a una estructura de la
sociedad en la cual no se encuentra a gusto. Padece y se queja. Hay síntomas que
indican que no estamos haciendo las cosas bien.
Una primera mirada atenta, nos descubre que la gente vive estresada, sometida a
un ritmo excesivo de trabajo, de ocupaciones, de exigencias. Vivimos en un clima de
abundancia, tenemos muchas cosas, en la sociedad hay muchas ofertas. Pero ¿a costa de
qué? A costa de una servidumbre del trabajo y de la economía que desintegra los demás
ingredientes de nuestra vida.
He aquí una PRIMERA HERIDA de nuestro mundo, la tiranía de la
abundancia. No sabemos vivir sin casa propia, sin coche, sin nevera, sin tv, sin
vacaciones, sin fines de semana, sin banquetes de bodas y de primeras comuniones, sin
préstamos, sin hipotecas. Y a esto que llamamos nivel de vida, sacrificamos otras
muchas cosas muy importantes, reposo, tiempo para convivir y conversar, intimidad,
lectura y cultura, vida espiritual y cultural, vida y convivencia familiar.
Este predominio de la economía, que es una verdadera tiranía, lo que manifiesta
es que vivimos en una cultura materialista que no aprecia lo que se cuenta y se mide, lo
que se compra y se vende. La servidumbre de la economía se desprende del afán de
vivir bien, de tener muchas cosas, de no ser menos que los vecinos, de no privarse de
nada de lo que está en el gran escaparate de la publicidad. Queremos tener de todo, estar
en todas partes, probarlo todo, no tener que renunciar a nada. Queremos llenar el gran
pozo de nuestros deseos, o de nuestras carencias, con bienes consumibles. Vivimos en
una cultura materialista que nos hace a nosotros mismos, a todos nosotros, un poco
materialistas.
Benedicto XVI en su reciente visita a los Estados Unidos de América, les
aconsejó a los Obispos que, puesto que viven en una sociedad de la abundancia,
estuviesen alertas ante el contagio sutil del materialismo. Hay una manera de
compatibilizar el cristianismo, digamos mejor, una falsificación del cristianismo, con
una vida rica de bienes y de bienestar material, que conduce a un estancamiento
espiritual y pastoral que termina siendo una verdadera decadencia eclesial. No creo que
estemos nosotros exentos de ese peligro.
Vivimos en un mundo en el que la vida vale la pena si tenemos muchas cosas, si
vamos a muchas partes, si nos divertimos mucho y lo pasamos muy bien. Siempre hacia
fuera, siempre buscando el bienestar fuera de nosotros, con dinero, en el mercado, a
merced de la oferta y la demanda. Esto, que sin duda resulta entretenido, es también
estresante, agotador, angustioso, y muchas veces decepcionante. A la larga, siempre
frustrante. Cuando hemos gastado el dinero y las energías para saciar nuestro afán de
pasarlo bien, resulta que se nos echa encima el aburrimiento, el hastío. Necesitamos más
excitaciones, más viajes, más emociones, pero siempre llega un momento en el que ya
no tenemos dinero, o no tenemos salud, o no tenemos tiempo. Nuestra cultura es
también una cultura del desencanto, de la decepción. A medio plazo hay mucha gente
que llega a la conclusión de que si vivir es esto, si no hay nada más que hacer en la vida,
a lo mejor no vale la pena vivir, o por lo menos no vale la pena tomarse la vida tan en
serio. Y asoma el fantasma del relativismo, del todo da igual, del no hay nada que
valga la pena. He aquí una SEGUNDA HERIDA de nuestra cultura. Desencanto,
decepción, languidez, indiferencia, desgana. No vivimos precisamente en una época de
grandes heroísmos. Estamos de vuelta antes de ponernos en camino.
Una sociedad organizada en torno al bienestar termina siendo una sociedad
edificada sobre el egoísmo. Si cada uno vive para pasarlo bien, puede ser que durante un
tiempo coincidamos unos cuantos (un grupo de amigos, una pareja) en buscar juntos
nuestra felicidad. Pero es inevitable que en un momento determinado mi bien no
coincida con el bien del otro, y tengamos que salir cada uno por nuestra parte para ser
fieles al principio fundamental del ser felices aquí y ahora. La cultura del bienestar, que
es también una cultura pragmática y desconfiada, desemboca en una cultura del
egoísmo, del desamor, de la soledad, del nihilismo. Señalemos pues una TERCERA
HERIDA de nuestro mundo, el establecimiento del egoísmo como norma de vida.
Vivimos en un mundo en el que la primacía del individualismo nos lleva más al
desamor que al amor, nos impone la aceptación de la soledad como destino inevitable y
en consecuencia el disgusto de la vida, la pesadumbre, el nihilismo.
En una sociedad, en una cultura, donde se vive la urgencia de la felicidad
inmediata, donde el egoísmo se impone como norma de comportamiento, no hay lugar
para aquellas relaciones que nacen exclusivamente del amor. Ni familia, ni vida de
consagración, ni nada semejante. El matrimonio, como compromiso de amor
irrevocable, y la familia como núcleo social de amor y de libertad, no tienen lugar en
una sociedad concebida y organizada sobre la base del principio de placer y del
egoísmo. Cuando una pareja se casa con el deseo predominante de ser felices y de
pasarlo bien, el desencanto y la ruptura están detrás de la puerta. Esos matrimonios
tienen que ser provisionales. Zapatero lo ha visto muy bien dando facilidades para el
divorcio. Y si el propio bienestar es la norma tampoco va a haber mucho lugar para los
hijos, hay muchas cosas que hacer antes de que les llegue el turno a los hijos. Los
anticonceptivos, el aborto, los niños de importación o de laboratorio encajan mejor en
este mundo que los hijos tempranos que vengan cuando Dios quiera. A los niños y
jóvenes nacidos y crecidos en este ambiente no les puede llegar la voz de Dios. Les
llega más bien el vértigo del botellón, alcohol y droga para disfrutar del sexo. El sexo
salvaje es el juguete más barato. Ellos mismos son juguete unos de otros.
II. MITOS E HIPOCRESIAS
Pero a nadie le gusta verse feo en el espejo. Si todo lo que hacemos lo hacemos
para ser felices, la sociedad, los favorecidos del sistema no pueden admitir que las cosas
sean como las estamos describiendo. Por un instinto de defensa propia, para tener a la
gente tranquila y contenta, los gestores de esta nueva cultura, que vive en la egolatría,
tratan de presentarla de manera amable y atractiva.
La propaganda la presenta como una sociedad solidaria y generosa, el sistema
consumista no nos lleva a ningún callejón sin salida, al contrario, somos una sociedad
libre, abierta, progresista, solidaria, pacífica y feliz. Para recubrir las llagas que hemos
descubierto mirando la vida con ojos cristianos, unas llagas que resultan incurables en
ese mundo del egoísmo y de la soledad, nuestra sociedad crea mitos fascinantes que
cautiven la mente de la gente y les impidan ver la realidad que ellos mismos están viviendo.
El primer mito, el más poderoso es el de la libertad. Somos un pueblo libre,
escogemos y decidimos nuestro futuro, podemos expresar nuestras ideas, podemos
poner y quitar gobiernos, podemos circular por donde queramos y establecernos en el
pueblo que más nos guste. Tenemos un gobierno que se preocupa de ampliar nuestras
libertades. Este es el valor supremo. La libertad no es solamente una cualidad de nuestra
vida, sino que es un valor moral, el valor supremo y decisivo. En la cultura actual nos
hacen pensar que nuestra libertad consiste en modelar la realidad como a nosotros nos
convenga sin ningún límite de orden moral. No hay normas objetivas, no hay límites
para nuestros deseos. Dicho en términos tradicionales, no existe una ley moral objetiva
a la cual tengamos que someternos para ser justos y felices. Nadie nos va a pedir
cuentas de nada. Ni tenemos que sentirnos culpables de nada. Somos libres y somos
inocentes.
El sacerdote en un mundo herido 5
Pero esto, además de ser una idolatría, es una ilusión. Las cosas no son así. El
mundo tiene una consistencia objetiva que no depende de nosotros, nuestra naturaleza
es como es y el hombre no logrará nunca hacer que el mundo sea otro de cómo Dios lo
creó. Cuando violentamos las reglas del espíritu, como cuando violentamos las reglas de
la naturaleza física nuestros deseos se estrellan contra la realidad. Nuestra libertad es
libertad de criaturas, no de creadores. Y crece cuando reconoce la libertad soberana de
Dios y trata de coincidir con ella en la verdad y en el bien. Nuestra libertad es camino
de vida y de felicidad cuando avanza por los caminos de la verdad y del bien, los
caminos de la ley de Dios, si pretende ir en contra de la voluntad de Dios, más tarde o
más temprano, se sale del mundo de la vida y se pierde en el vértigo de la nada. |
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