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DESAFÍOS Y PERSPECTIVAS DEL DIACONADO EN UNA IGLESIA TODA  MINISTERIAL

 

Objetivo de este estudio

  • Profundizar en el diaconado a partir de los ministerios eclesiales es el camino más acertado para valorizar, hoy, el carisma diaconal. Aunque el Vaticano II, en la “Lumen Gentium” 29, haya permitido que se restablezca el diaconado como grado propio y permanente de la jerarquía, dejando a los obispos, con la aprobación del Sumo Pontífice, decidir se y donde es oportuno instituir el diaconado permanente para el bien de las almas, y aunque haya habido dos MOTU PROPIO del Papa Pablo VI “Sacrum diaconatus ordinem” (18.6.67) y “Ad Pascendum” (15.8.72), en los cuales se fijan normas canónicas y se ofrece reglamentación jurídica sobre el diaconado, no parece que exista suficiente claridad y entusiasmo sobre la función y el lugar del diácono en la Iglesia y en el mundo.

 

Para alcanzar este objetivo, presentamos este pequeño estudio y las consideraciones siguientes.

Imposición de las manos para el ministerio

 

  • Como punto de  partida y marca registrada del diaconado es bueno tener presente lo que dice LG 29: “a los diáconos se imponen las manos no para el sacerdocio, sino para el ministerio”. El diácono es ordenado para el ministerio. El diácono, por el sacramento del Orden, entra a formar parte de la jerarquía con la función de ministro.

 

¿Qué significa esto?

Pablo VI, en el Motu Propio “Ad pascendum” (para apacentar y hacer crecer cada vez más el pueblo de Dios, Cristo Señor instituyó en la Iglesia diversos ministerios, destinados al bien de todo su cuerpo), nos ofrece una pista muy rica. Dice el Papa: “el Concilio Vaticano II              a las peticiones y deseos de que el diaconado permanente, donde este viniese a contribuir al bien de las almas, fuese restaurado como Orden intermedia entre los grados superiores de la jerarquía eclesiástica y los demás miembros del pueblo de Dios. De esa forma, los diáconos serían como los intérpretes de las necesidades y aspiraciones de las comunidades cristianas, animadores del servicio o de la diaconía de la Iglesia en las comunidades cristianas locales, bien como signo o sacramento del propio Cristo Señor, que no `vino a ser servido, sino a servir”

Tenemos en este texto lo siguiente:

  • el diaconado permanente, una Orden intermedia entre los grados superiores de la jerarquía eclesiástica y los demás miembros del pueblo de Dios;
  • el diácono, como intérprete de las necesidades y aspiraciones de las comunidades cristianas;
  • el diácono., animador del servicio o de la diaconía de la Iglesia en las comunidades cristianas locales;
  • el diácono, signo o sacramento de Cristo Señor Siervo.

 

Nos damos cuenta  que: el diaconado es sacramento, el primer grado del sacramento del Orden y, como tal, un signo sacramental de Cristo en la comunidad.

Es necesario que el diácono tenga esta convicción de fe: yo soy un signo sacramental de Jesucristo, soy un sacramento de Jesús en la comunidad. Ahora, lo específico del sacramento es ser una presencia eficaz de la realidad de la que es expresión visible. Y el diácono, ¿de qué realidad es signo? Es signo de Cristo Siervo y de la diaconía (=del ser sierva) de la Iglesia. De ahí se sigue su ser intérprete de las necesidades y aspiraciones de las comunidades cristianas, y su ser animador del servicio de la Iglesia en las comunidades cristianas locales. No se trata únicamente de una actividad humana asistencial, que también forma parte de la diaconía del diácono, sino de una participación, difundida en la Iglesia por el Espíritu Santo, de la actitud de Cristo, el Siervo de Jahvé, el siervo humilde y paciente que tomó sobre sí nuestro pecado y nuestra miseria humana (Is 53, 3-5), que se inclinó amorosamente sobre cada necesidad concreta (Lc 10, 33-34: el buen samaritano), que se inmoló dando su vida (Mt 20, 18), que dio testimonio de su amor hasta el fin, hasta el extremo (Jn 13,1).

Esta participación en el ser siervo de Cristo, posee una eficacia salvífica y de curación. Cristo se hizo Siervo (se hizo diácono, se hizo servidor!) para salvar desde dentro  de la situación en que el pecado colocó a la humanidad. San Pablo en Flp 2,7 dice que Jesús se vació de sí mismo, se anonadó, y asumió la condición de siervo, haciéndose, como dice san Pablo en 2 Cor 5,21, pecado por nuestra causa, Aquel que no conocía el pecado, para que nosotros nos convirtiésemos en justicia de Dios (= para que fuésemos salvos). El ser siervo de Jesús, siervo por amor (Flp 2,7)nos libera a nosotros seres humanos siervos del pecado, siervos por coacción.

De este “ser siervo” de Jesús,  forma parte el lavatorio de pies y la institución de la Eucaristía. Lava-piés y eucaristía están íntimamente unidos. Intimamente unidos, sobre todo, en la vida del diácono. La Eucaristía es la prueba del amor mayor: “Nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Además de ser  prueba del amor, la eucaristía es incremento de amor. Ahora bien, la gracia sacramental del diácono consiste en promover el servicio, la diaconía, ejercicio de amor. El lavatorio de los pies, a su vez, fue un gesto concreto del ser siervo de Jesús y de lo que El quiere de sus seguidores: “Si yo, el Maestro y Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies los unos a los otros. Os doy ejemplo para que, como yo he hecho con vosotros, también vosotros lo hagáis” (Jn 13, 14-15). Aquí se inserta muy bien el pasaje de Lc 22, 24-27, en el que Jesús recuerda a los Apóstoles, en la última Cena, que el mayor es aquel que sirve. Y Jesús estuvo en medio de ellos como quien sirve.
Hay toda una mística para el diácono en el lavatorio-servicio y en la Eucaristía-donación.

El diácono, consagrado al servicio, a la diaconía.

  • El diácono es un consagrado para el servicio.  Es un comprometido a servir, y a invitar a todos a servir. El diácono, desarrollando su actividad en el campo de la Palabra de Dios, de la Eucaristía y de las obras de misericordia, está llamado a promover las ocasiones de encuentros, de diálogo, de comunión. Está llamado a descubrir las necesidades de cada persona de la comunidad eclesial y de la sociedad, y a cultivar, después de realizado el oportuno discernimiento,  los carismas de los cuales deben brotar los servicios adecuados para la Iglesia y la sociedad humana. Y en este sentido, está llamado a abrir el camino y el espacio para el servicio de todos. Aquí encuentra el diácono los desafíos y las perspectivas de una Iglesia toda ministerial. El carisma específico del diácono es suscitar los diversos ministerios en la comunidad y el espíritu de servicio en todos los ministerios.

 

Una Iglesia toda ministerial

  • Una Iglesia toda ministerial significa una Iglesia que se propone en su ser y obrar el ministerio de Cristo. El ministerio salvífico de Cristo se prolonga sacramentalmente en el ministerio de la Iglesia. Existimos y servimos en una Iglesia rica en ministerios (Santo Domingo, 66). El ministerio eclesial se sitúa en relación y en función del pueblo, en el pueblo y para el pueblo de Dios. Pueblo todo sacerdotal y ministerial, pueblo profético y carismático, todo él enviado para transformar. El ministerio eclesial no es únicamente función de servicio en el pueblo y para el pueblo, si no también con el protagonismo del pueblo, a partir de su sacerdotalidad y ministerialidad. Todos reyes, profetas, sacerdotes (Ex 19,6). Raza elegida, sacerdocio real, nación santa, pueblo de su propiedad, para proclamar las excelencias de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa (1 Pe 2,9).

 

Precisamente en razón de esta sacerdotalidad y ministerialidad de todo el Pueblo de Dios, los obispos en Santo Domingo (1992) decían con relación a los diáconos permanentes: “Nos proponemos crear los espacios necesarios para que los diáconos colaboren en la animación de los servicios en la Iglesia, detectando y promoviendo líderes, estimulando la  corresponsabilidad de todos para una cultura de la reconciliación y solidaridad” (n. 27).

En la Iglesia antigua, hasta el siglo V, el diaconado tenía una gran importancia. Después del obispo y estrechamente ligado a él, el diácono era el principal ministro de la jerarquía. Pablo VI en el Motu Proprio “Ad pascendum” recuerda que el diácono era llamado “oído, boca, corazón y alma del obispo” (Didascalia Apostolorum, II, 44,4). En nombre del obispo, los diáconos cuidaban de los contactos humanos necesarios para continuar y animar en la Iglesia el servicio de Jesús que “lava los pies” a los hermanos. Dice un texto del siglo III: “Los diáconos deben andar de un lado para otro, ocuparse de los propios hermanos en lo que ser refiere al alma y al cuerpo, y mantener informado de todo eso al Obispo” (Homilias clementinas, III, 67). Toda la Iglesia local debería tener sus diáconos “en número proporcionado al de los miembros de la Iglesia, para que puedan conocer y ayudar a cada uno” (Didascalia Apostolorum, XVI).

En el siglo V comenzó la decadencia del diaconado hasta reducirse apenas a una simple función litúrgica, acabando por ser únicamente un grado en el camino hacia el presbiterado.
Vino el Vaticano II y recuperó el diaconado, pero no totalmente. Por eso, hasta hoy el diaconado todavía no ha sido aceptado en algunas diócesis. Esto es una falta de perspectiva. ¿Por qué?

Mirando la finalidad del Vaticano II que era la del “aggiornamento”, la renovación de la Iglesia, podemos decir que el diaconado renace como factor de renovación. Renovación en la línea de una comunidad eclesial cada vez más “sacramento de salvación” (LG, 48; AG, 1,5; GS, 45) y signo de la presencia divina en el mundo (AG, 15). El diaconado debe orientar el camino renovador dentro de una Iglesia sierva y pobre.

Para realizar bien este servicio, el diácono debe promover el desarrollo de comunidades que permitan una relación personal y fraterna entre sus miembros (cf. Medellín, 15,10). Se trata de comunidades en las cuales es posible individualizar las necesidades concretas y el servicio compartido. Para las comunidades de grandes proporciones, donde muchos permanecen en el anonimato, no hay espacio para un ministerio animador de servicio. En las comunidades eclesiales de base el ministerio diaconal debería encontrar su espacio de animación.

Dado que el ministerio del diácono se realiza preferentemente en el campo del anuncio de la Palabra de Dios (la diaconía de la evangelización: todo diácono debe ser un evangelizador y un animador de la evangelización), o en el campo de la liturgia (se abre aquí un gran campo de servicio: baste pensar en el bautismo –preparación – celebración – acompañamiento; en la palabra en los círculos bíblicos), en el campo de las obras de misericordia o de la caridad (la Caritas...), el diácono ha de distinguirse siempre por una característica de capilaridad y de contacto inmediato con las personas y los pequeños grupos, de suerte que la percepción de las necesidades concretas vaya siempre unida al estímulo de los servicios correspondientes.

En el ámbito de las comunidades humanas el diácono está llamado a ser signo de Cristo Siervo en todos los ambientes en los cuales los hombres viven, trabajan, sufren, gozan y luchan por la justicia. De este modo, él lleva a término una evangelización capilar, anunciando a cada persona concreta que es Cristo quien la ama y se acerca a ella para servirla. Al mismo tiempo, él se afirma como fermento profético para que la Iglesia sierva del mundo (servidora del mundo) tenga una eficacia sanante en orden a liberar la sociedad humana del pecado y de sus consecuencias de poder y de opresión.

Conclusión

 

  • Concluimos diciendo que la gracia del diaconado debe ser más y más valorizada para la edificación de una Iglesia servidora, pobre y misionera que, con coherencia, “anuncie la buena noticia a los pobres” (Lc 4, 18) y sea fermento profético de una sociedad justa y fraterna. Para esto es necesario que este don del Espíritu encuentre un terreno favorable (Mt 13, 8-23) para su fecundidad y desarrollo. Este terreno favorable debe encontrarse en un planteamiento pastoral de renovación, en el cual las ordenaciones diaconales  sean el fruto de  una llamada que la comunidad, reunida en el nombre del Señor, realiza, presentando sus candidatos al Obispo, de acuerdo a las exigencias concretas que surgen para la realización del enfoque pastoral previamente elegido.

Este fue el itinerario que llevó a la ordenación de los “siete” de la Iglesia primitiva en Jerusalén Hch 6, 3-6). Idéntico itinerario, para la valorización del carisma y del ministerio del diácono en la Iglesia y en el mundo, debemos seguir nosotros hoy. Debe ser ordenado diácono aquel a quien la comunidad reconoce como el más idóneo para animar la diaconía. Sólo así, el diaconado será una esperanza para la Iglesia y para la Humanidad en nuestros días.

 

Dom Aloísio Cardenal Lorscheider