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TESTIGOS Y MINISTROS DE UNA MISERICORDIA QUE SANA
I
Alfonso Crespo
Comenzamos nuestra reflexión con una relectura de algunos pasajes del libro
Jesús de Nazaret de Josepf Ratzinger, Benedicto XVI. En concreto nos vamos a dejar
llevar por sus reflexiones en torno al mensaje de las parábolas.
1. Las parábolas son el corazón de la predicación de Jesús
El Papa comienza el capítulo séptimo de su Libro son estas bellas palabras: “Las
parábolas son indudablemente el corazón de la predicación de Jesús… Siempre nos
llegan al corazón con su frescura y su humanidad… En las parábolas sentimos
inmediatamente la cercanía de Jesús, cómo vivía y enseñaba. Pero al mismo tiempo nos
ocurre lo mismo que a sus contemporáneos y a sus discípulos: debemos preguntarle una
y otra vez qué nos quiere decir con cada una de las parábolas (cf. Mc 4,10). El esfuerzo
por entender correctamente las parábolas ha sido constante en toda la historia de la
Iglesia…” 1
¿Qué es una parábola? ¿Qué pretende quien las narra? Nos dice el Papa: “cada
maestro que quiere transmitir nuevos conocimientos a sus oyentes, recurrirá alguna vez
al ejemplo, a la parábola… Mediante la comparación, acerca lo que se encuentra lejos, de
forma que a través del puente de la parábola lleguen a lo que hasta entonces era
desconocido” 2. Se trata de un movimiento doble: por un lado, la parábola acerca lo que
está lejos a los que la escuchan y meditan en ella; por otro, la fuerza interna de la
parábola invita al oyente a salir de sí mismo para comprender lo que se nos dice: el que
oye la parábola no sólo recibe una enseñanza, sino que debe ponerla en práctica,
“ponerse en camino con ella”.
Puede darse, también y por desgracia, que no se quiera responder con el
movimiento que la parábola exige. Es lo que quiere decir Jesús cuando denuncia: “miran
y no ven, oyen y no entienden…”
Como dice el Papa, en las parábolas Jesús no quiere transmitir unos
conocimientos abstractos, sino que nos quiere guiar, a través de imágenes cotidianas, al
misterio de Dios: “Nos muestra a Dios, no un Dios abstracto, sino el Dios que actúa, que
entra en nuestras vidas y nos quiere tomar de la mano. A través de las cosas ordinarias
nos muestra quiénes somos y qué debemos hacer en consecuencia; nos trasmite un
conocimiento que nos compromete, que no solo nos trae nuevos conocimientos, sino que
cambia nuestras vidas. Es un conocimiento que nos trae un regalo: Dios está en camino
hacia ti. Pero es también un conocimiento que plantea una exigencia: cree y déjate
guiar por la fe” 3.
El contacto con las parábolas nos acerca al rostro de Dios; leyendo las parábolas
para nosotros Dios se reviste de calidades profundamente cercanas: es “el Padre del hijo
pródigo”; “quien hace justicia al pobre Lázaro”; “el samaritano que cura” y “el pastor que
arropa sobre sus hombros a la oveja perdida”.
El conocimiento de las parábolas no puede quedarse en las meras ideas sino que
arrastra a todo el sujeto y le lleva al camino de la conversión.
1 BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, pág. 223
2 Ibid., pág. 232
3 Ibid., pág. 233
3
1.1. Cristo, “parábola primordial” del Padre
Decía Benedicto XVI que, mediante la parábola, Jesús nos acerca lo que se
encontraba lejos, de forma que a través del puente de la parábola lleguemos a lo que
hasta entonces era desconocido, adentrándonos, así, en el conocimiento del misterio.
Siguiendo esta línea de reflexión podríamos presentar a Cristo como la parábola
definitiva de Dios. Dios acorta la distancia con el hombre, acercándose a su conocimiento
a través de la encarnación de su Hijo. Jesucristo acorta la distancia entre Dios el hombre
y sirve de puente para acercarnos a su misterio. Aunque nos ha hablado con diversidad
de formas, en su Hijo nos lo dicho todo, de forma definitiva. Así, lo expresa la Carta a los
Hebreos: “De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a
nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por
medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo” (Heb 1,1-2) . Y así, lo ha entendido y lo
ha cantado nuestra mejor mística: “Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi
Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que
sea más que esto? Pon los ojos sólo en el, porque en él te lo tengo todo dicho y revelado,
y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas” 4.
Cristo no sólo nos enseñó con parábolas, sino que él, la Palabra definitiva del
Padre, se hace parábola germinal que nos enseña con su modo de actuar cómo orientar
nuestra vida para que sea agradable al Padre.
1.2. El Maestro se reviste de “buen samaritano”
Lucas, como todo evangelista, nos expone la salvación de Jesús y nos invita a
seguir sus pasos. Pero Lucas, nos resalta, especialmente, el rostro de la ternura y la
misericordia de Dios. Sus parábolas transparentan especialmente la misericordia.
El Papa comenta en su libro tres parábolas narradas en el evangelio de Lucas; son
parábolas que tocan el corazón con especial delicadeza: la del “buen samaritano” (Lc
10,25-37), la del Padre bueno y los dos hermanos, también llamada del “hijo pródigo” (Lc
15,11-32), y la del “rico Epulón y el pobre Lázaro” (Lc 16,19-32). Nos detenemos en
comentar la primera: la parábola del “buen samaritano”.
Maestro ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?
Comenta Benedicto XVI que “en el centro de la historia del buen samaritano se
plantea la pregunta fundamental del hombre. Es un doctor de la Ley, por tanto un maestro
de la exégesis quien la plantea al Señor: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la
vida eterna?” 5. El doctor de la Ley pregunta a aquel Maestro popular de Nazaret, pero sin
estudios reconocidos.
En el fondo se trata de la pregunta primordial que expresa el deseo de todo
corazón: ¿cómo salvarme? Jesús remite a aquel experto en la Escritura, a que él mismo
busque la respuesta: ¿qué dice la Escritura? Y aquel erudito curioso le responde con
sabiduría: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas
tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo” (Lc 10, 27). Respuesta
correcta, le dirá Jesús.
4 S. JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo, Libro 2, 22.5
5 BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret, o.c., pág. 235
¿Quién es mi prójimo?
Pero aquel hombre quiere llegar más al fondo y pregunta sobre su aplicación en la
práctica: “Y ¿quién es el prójimo?” Si Jesús le hubiese dicho que respondiera desde su
sabiduría, le habría contestado: según la Escritura el prójimo sería “el connatural, el
paisano… el que es de mi familia”; no se consideraba prójimo ni al extranjero ni al
samaritano, que eran tenidos por paganos o herejes.
Sin embargo, es el mismo Jesús quien responde a esta pregunta tan concreta -
¿quién es mi prójimo?- con una parábola.
Cuenta como un hombre que, iba por el camino de Jerusalén a Jericó, cayó en
manos de unos bandidos que lo saquearon y golpearon, abandonándole medio muerto al
borde del camino. Es una historia realista. El relato nos dice que el sacerdote y el levita
pasan de largo… y que llega un samaritano, esto es, alguien que no pertenecía a la
comunidad de Israel y que no estaba obligado a ver en la persona asaltada por los
bandidos a su “prójimo”. ¿Qué hace el samaritano? No se pregunta sobre cuál es su
obligación o hasta dónde llega… ni si va a ganar la vida eterna al hacer aquello; ocurre
algo muy diferente: “se le rompe el corazón”. El Evangelio emplea una expresión muy
rica: “se le conmovieron las entrañas” en lo profundo del alma, al ver el estado en que
había quedado ese hombre (hoy traducimos más suavemente, “sintió lástima”) y él mismo
se convirtió en prójimo. “Por tanto, aquí la pregunta cambia: no se trata de establecer
quién sea o no mi prójimo entre los demás. Se trata de mí mismo. Yo tengo que
convertirme en prójimo, de forma que el otro cuente para mí tanto como yo mismo”.
Al preguntar Jesús al doctor de la Ley ¿quién de los tres fue el prójimo? la
respuesta adecuada no sería señalar al samaritano. Pero Jesús, con la parábola, da la
vuelta a la pregunta y, como dice el Papa: “el samaritano, el forastero, se hace él mismo
prójimo y me muestra que yo, en lo íntimo de mí mismo, debo aprender desde dentro a
ser prójimo... Tengo que llegar a ser una persona que ama, una persona de corazón
abierto que se conmueve ante la necesidad del otro. Entonces encontraré a mi prójimo, o
mejor dicho, será él quien me encuentre” 6.
La primera enseñanza de la parábola es mostrarnos una nueva forma de amar. No
es el llamado amor “político”: “te doy para que tú me des”; sino un amor de “ágape” 7 un
amor basado en la desigualdad: “doy al que no puede devolverme… al desvalido, al
anónimo“. Se muestra así una nueva universalidad: soy prójimo de todos y cada uno sea
de la condición que sea.
6 Ibid., pág. 338
7 Cf. BENEDICTO XVI, Deus caritas est, 6: “Ahora el amor es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se
busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el bien del amado: se convierte en
renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca”
¡Vete y haz tú lo mismo!
¿Qué nos puede enseñar hoy la parábola? Jesús despide al que le pregunta con
una recomendación: ¡Vete y haz tú lo mismo! Hoy, hay muchos pueblos y personas
tiradas en el borde del camino: despojadas y malheridas por la vida. A veces, bien
vestidos o disimulados con el traje del abandono familiar, de la enfermedad, de la
depresión, de la soledad… Tenemos que tener el valor de descubrir las nuevas pobrezas
y ser “prójimo de quien me necesita”.
Pero, existe también el riesgo de simplemente ser el prójimo de lo material, de “dar
cosas” e incluso excusarme diciendo “yo no tengo mucho que dar, estoy para que me den
y no llego a fin de mes”. Si damos sólo lo material damos mucho, pero no damos lo
esencial. Y ¿qué es lo esencial? 8
Veamos la parábola con otros ojos. Así lo vieron algunos de los Padres de la
Iglesia: el hombre que yace al borde del camino es una imagen de Adán, del hombre de
todos los tiempos (tú y yo también), atrapado por el pecado y que ha sido despojado de la
gracia; el hombre moderno que se ha olvidado de Dios, que vive como si Dios no
existiera…; el sacerdote y el levita, que representan la cultura, el saber… no pueden
curar; sólo el samaritano que se le acerca, imagen de Cristo, es el auténtico buen
samaritano, el que se acerca a cada hombre y cada mujer, le acoge y le salva. Así lo
describe el Papa: “Dios, el lejano, en Jesucristo se convierte en prójimo. Cura con aceite
y vino nuestras heridas –en lo que se ha visto una imagen del don salvífico de los
sacramentos- y nos lleva a la posada, la Iglesia, en la que dispone que nos cuiden y
donde anticipa lo necesario para costear esos cuidados” 9. Jesús es mi buen samaritano.
En el fondo, la parábola del buen samaritano es una lección sobre el amor: todos
estamos necesitados de recibir el amor salvador… ¡sólo el amor cura y salva!
Necesitamos siempre a Dios, que se convierte en nuestro prójimo, para que nosotros
podamos a su vez ser prójimos. Todos necesitamos ser “sanados y curados”. Pero acto
seguido, cada uno debe convertirse en samaritano: seguir a Cristo y hacerse como Él,
que “nos amó primero” (cf. 1Jn 4,19)
2. El hombre actual, “despojado y herido”, al borde del camino de la vida
Comentando el Papa, en su libro, la parábola desde un punto de vista cristológico,
siguiendo a los Padres de la iglesia, nos deja esta reflexión: “Los Padres vieron la
parábola en la perspectiva de la historia universal: el hombre que yace medio muerto y
saqueado al borde del camino, ¿no es una imagen de Adán, del hombre general, que ha
caído en manos de unos ladrones? ¿No es cierto que el hombre, la criatura hombre, ha
sido alienado, maltratado, explotado, a lo largo de toda su historia?... La teología
medieval interpretó las dos indicaciones de la parábola sobre el estado del hombre herido
como afirmaciones antropológicas fundamentales. De la victima del asalto se dice, por un
lado, que había sido despojado (spoliatus) y, por otro, que había sido golpeado hasta
quedar medio muerto (vulneratus: cf. Lc 10,30). Los escolásticos lo relacionaron con la
doble dimensión de la alienación del hombre. Decían que fue spoliatus supernaturalibus y
vulneratus in naturalibus: despojado del esplendor de la gracia sobrenatural, recibida
como don, y herido en su naturaleza… es un intento de precisar los dos tipos de daño
que pesan sobre la humanidad.
El camino de Jerusalén a Jericó aparece, pues, como imagen de la historia
universal; el hombre que yace medio muerto al borde del camino es imagen de la
humanidad” 10.
8 ID., Jesús de Nazaret, o.c., pág. 239
9 Ibid., pág. 242
10 Ibid., págs. 240-241
2.1. Un corazón herido: “No comprendo mi proceder”
Esta herida interior, la expresa Pablo con especial dramatismo: “realmente, no
comprendo mi proceder, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que
aborrezco" (Rm 7,15). Este grito que expresaba la situación interior que vivía San Pablo,
puede salir también de nuestros propios labios. Con frecuencia somos conscientes de la
división y la contradicción que se vive dentro de nosotros: queremos y no queremos,
deseamos y rehusamos, buscamos la verdad y nos quedamos en la mentira; aspiramos a
amar sin fisuras y con limpieza, y nos sorprendemos a nosotros mismos agrediendo,
hiriendo y haciendo daño, incluso a las personas que decimos amar.
Y lo que percibimos en nuestro interior también lo descubrimos a nuestro
alrededor. La humanidad entera está desgarrada: conviven los grandes gestos de
generosidad y solidaridad con las guerras y hostilidades más destructivas; junto a la
belleza de la solidaridad el horror del hambre; junto a los inmensos avances de la ciencia
en favor de la vida, las fuerzas tenebrosas que empujan a acortarla en su inicio (aborto) o
en su final (eutanasia). Es verdad que muchas veces no somos responsables directos de
estas situaciones, pero todos estamos envueltos en esa inmensa ambigüedad humana
que se extiende desde lo más íntimo de nosotros mismos hasta el más lejano rincón del
mundo.
Intentamos descubrir el origen del mal, de la desgracia o del pecado. Escrutamos
en nuestra propia historia y en la historia de la humanidad, y siempre encontramos esa
ambigüedad y división original, ese combate entre las fuerzas de la vida y las de la
muerte, entre las tinieblas y la luz, entre la verdad y la mentira.
Este mismo deseo de conocer el por qué de esta situación puso a los hombres que
escribieron la Biblia de cara a Dios e, inspirados por El, nos dejaron una honda
meditación sobre esta historia, desde sus orígenes. Esta historia, narrada como Historia
de Salvación, nos descubre que al inicio no está ni el mal ni el pecado. Al principio está el
gesto creador de Dios, que pone al hombre en el mundo y le confía su cuidado: un gesto
de amor del que el primero que queda satisfecho es el propio Dios: “Y vio Dios que era
bueno” (Gén 1,10.12.18.21.25.31).
2.2. Las relaciones rotas
Pero más tarde aparece el tentador, representado en la serpiente, que no es ni el
hombre ni Dios y que viene a perturbar la buena relación original entre Dios y Adán y Eva.
Entre Dios y todo hombre representado en ellos.
Ruptura de la filiación: “seréis como Dios”
“Seréis como Dios”: ésta es la oferta tentadora que le hace el maligno a aquellos
primeros seres (cf. Gén 2,3-7). Ellos que son criaturas, sufren así la tentación de querer
ser su propio Creador. Les resulta atrayente y tentador ser ellos su propia fuente, su
propio origen; que todo dependa de ellos, conocerlo todo, tener la clave de todo. "El árbol
del conocimiento del bien y del mal" es precisamente el único de cuyos frutos Dios les ha
prohibido comer. Porque sólo Él, que es el origen de todo, es capaz de poseer el
verdadero conocimiento.
Sin embargo, el árbol del conocimiento “es atractivo a la vista”. Ahí comienza la
mentira. Lo que mucho más tarde el lenguaje cristiano llamó “pecado original” es la
mentira original, el engaño y la mentira que pretende hacernos olvidar que no somos
Dios. Todo arranca de ahí. Nuestra condición humana al autocontemplarse se llena de
soberbia: descubrimos en nuestras manos mil capacidades de amor, de libertad, de
creatividad. Pero nuestra mirada se enturbia: sentimos la tentación de creer que, si lo
tenemos todo, es señal de que todo viene de nosotros. Por eso, se definía clásicamente
el pecado (santo Tomás) como una “aversión a Dios y conversión a sus criaturas”.
La verdad, en cambio, consiste en reconocer que somos, ante todo, criaturas: no
somos Dios. Y desde este profundo convencimiento, comienza a brotar la fe, porque nos
ponemos a la escucha de Otro. Pero sólo podemos ponernos en esa postura si
denunciamos la mentira original; y sólo podemos denunciarla si antes aceptamos
reconocerla arraigada en nuestro propio corazón. Es la experiencia de sentir en nosotros
esa influencia sutil y terrible del pecado.
De hermano a rival: “se avergüenzan de su desnudez, se esconden…”
De la primera mentira –“seréis como dioses”- nace toda la cadena de mentiras
posteriores.
Al situarnos como rivales de Dios, rompemos la armonía inicial: “estar con Dios y
hablar con El como amigos”. Y comienzan todos los infortunios.
El primero de ellos, la pérdida de la armonía consigo mismo. El ser humano está
como desorientado, exiliado de lo más auténtico de sí mismo. Adán y Eva, después de
desobedecer, con la esperanza de llegar a ser como Dios, "comienzan a avergonzarse de
su desnudez, se esconden de si mismos" (cf. Gén 2,8-21). Ya no pueden ser ellos mismos
sin turbarse. Empiezan a tener miedo de Dios, que, sin embargo, los ha creado con amor.
Su armonía con ellos mismos les venía de su armonía con Dios. Pero tal armonía ha
degenerado en mala conciencia
Rota la armonía con Dios, que es el origen de la paz y la armonía consigo mismo,
nace la rivalidad. Se rompe la armonía de las relaciones humanas. No somos capaces
de acoger a los demás con un amor limpio y con absoluto respeto. Siempre se mezcla la
búsqueda de nosotros mismos: en forma de necesidad de dominar, de lucha por
sobresalir, de tener la razón, de ser más que el otro...
En la Biblia, después de la desobediencia de Adán y Eva, la primera gran tragedia
humana es el asesinato de Abel por Caín. El homicidio del hermano es, en plena lógica, el
Testigos y ministros de una misericordia que sana 8
engendro propio de la mentira. La relación está herida. Y se va convirtiendo en envidia,
odio, rivalidad, guerra, maldad, injusticia...11
Podemos “asesinar” con una simple mirada o un simple gesto: despreciando o
negando al hermano en lo que constituye el centro de su vida. También nosotros
podemos haber sido despreciados y asesinados de esa misma forma. Se trata,
efectivamente, de una muerte, aunque no sea física; y de “una doble muerte”, porque
también quien mata queda muerto a la verdadera vida.
Los dos grandes mandamientos del cristiano, denuncian también dos pecados que
casi siempre van unidos: el rechazo del hermano dimana directamente del rechazo de
Dios, y a la vez la aceptación y amor al hermano es un signo de que hemos vuelto de la
muerte a la vida “nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque
amamos a los hermanos” (1Jn 3,14).
“¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?”
Y en nuestro interior surge el anhelo: ¿Qué hacer ante esta situación? ¿Cómo
librarnos de tal condición, si es que hay alguna posibilidad de hacerlo? Desgarrados entre
la esperanza y la desesperación, esperando contra toda esperanza que haya una salida,
también podemos gritar de nuevo con el apóstol ¿Quién me librará de este cuerpo que
me lleva a la muerte? (Rm 7,24).
11 También queda herida la relación con la naturaleza, con las cosas, medio ambiente, relación con el trabajo…
(Tomado de la Comisión del Clero de la CEE)
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