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EL SACERDOTE HOY EN SU REALIZACIÓN EXISTENCIAL
La escisión antropológica como momento de gracia

III

D. Ángel Cordovilla, prof. de la U.P. Comillas

 

Cuarta tesis. Las tensiones inherentes que vive todo ser humano y de forma especial el sacerdote, pueden resumirse en la relación entre cuerpo y espíritu, individuo y comunidad, mundo y Dios

De entre las muchas tensiones que experimentamos de forma concreta en nuestra vida sacerdotal, he escogido estas tres clásicas por ser referenciales de otras muchas. Notemos que ninguno de los polos son negativos. Si así fuera, la solución sería realmente fácil, aun cuando fuera dolorosa. Pero nos debemos a los dos. Hay que saber integrar ambos, polos, fuerzas o direcciones fundamentales de la existencia humana.

1. Cuerpo y espíritu. El hombre es una unidad psicosomática, un espíritu encarnado o un cuerpo espiritualizado. Esto que en teoría decimos muy bien, no es tan sencillo afirmarlo con la propia vida. No han faltado tentaciones a lo largo de la historia que han pretendido reducir esta dualidad. Unas veces de forma teórica, pero la mayoría de ellas tiñendo el estilo de vida y la existencia concreta. Esta tensión puede formar binomios con expresiones diferentes (por ejemplo exterioridad e interioridad, acción y contemplación), pero tienen en este su raíz última. Si en días pasados la tentación fue de espiritualismo, quedando reducida al mínimo la comprensión de la corporalidad, hoy sucede exactamente lo contrario. Muchas veces pienso que para un sacerdote resulta imposible caer en una de ambas tentaciones, ya que el lugar y ámbito de referencia diaria desde el que vive son las palabras que pronuncia en la eucaristía mientras sostiene en sus manos frágiles y pecadoras un trozo de pan: Esto es mi cuerpo. Para una mentalidad materialista se impone como evidente que tal afirmación es imposible. Ese trozo de pan no es parte material de nuestro cuerpo; y sin embargo, la relación que se establece entre ambas realidades es verbal y espiritual. ¿No es la vocación última de la realidad material ser palabra y espíritu? No podemos quedarnos en la materialidad de nuestro mundo, en la materialidad de las cosas, en el aposentamiento pacífico en la finitud. Tenemos que dirigirnos hacia su profundidad y comprender sin menospreciarla, que toda realidad mundana y corporal tiene en el fondo una vocación sacramental. ¿Lo hacemos con nuestra vida, con nuestro cuerpo, con nuestras instituciones? ¿A qué remitimos con nuestro porte, con nuestro aspecto, con nuestro estilo? ¿A qué convocamos con nuestras estructuras pastorales? Hemos de cuidar nuestro cuerpo en todas sus dimensiones y en todo lo que significa como forma de lenguaje de la realidad última que nos habita y nos sostiene.

Pero también sucede a la inversa, no hay en este mundo una comunicación y relación con las realidades más nobles si no es desde las realidades materiales. Una palabra que no esté encarnada en una historia no es, en el fondo, verdadera. Un espíritu que no tome cuerpo en una realidad visible, tangible, comunicable a través de los sentidos, no es humana. Creo que los sacerdotes tenemos con frecuencia excesivo miedo a la ambigüedad de las mediaciones humanas, especialmente a las comunitarias y eclesiales. Pero hay que asumirlas como forma necesaria de la vida humana. La palabra únicamente se hace visible en un cuerpo, frágil y pecador, pero absolutamente necesario, que tiene que ver con nuestra biografía personal, la de nuestra parroquia, la de nuestra diócesis, la de nuestra Iglesia, la de nuestro mundo concreto en el que vivimos. Si no la amamos, la respetamos y la cuidamos, difícilmente podremos ofrecer después una palabra de gracia y salvación para ella. En su materialidad concreta tenemos que ser capaces de ver los signos de la presencia de la Palabra y del Espíritu, siendo conscientes de que la materia, el cuerpo, la creación son gramática y destino de la comunicación misma de Dios.

2. Individuo y comunidad. Esta tensión inherente al ser humano ha sido vivida también con acentos diversos a lo largo de la historia de la humanidad. De forma muy sucinta podemos afirmar que el hombre antiguo sólo se comprendió como miembro de una familia, comunidad, colectividad, mientras que el hombre moderno se ha comprendido a sí mismo como individuo único e irrepetible, como absoluto en sí mismo que no puede ser absorbido por ninguna institución o colectividad. Cada forma de entender esta relación tiene sus ventajas e inconvenientes. Por experiencia histórica ya sabemos a dónde conducen las comprensiones colectivistas del ser humano, que ahogan su libertad personal y su individualidad; pero también a dónde nos lleva un exacerbado individualismo, que deja encerrado al hombre en la cárcel estrecha de su yo. Quizá en nuestra sociedad actual y en nuestra Iglesia padecemos de forma más fuerte y significativa el peligro del individualismo. En los curas nos afecta a nuestras relaciones de obediencia con el obispo, a nuestras relaciones fraternas con otros miembros del presbiterio y a las relaciones pastorales con los miembros de la comunidad cristiana. Desobediencia, envidia y arrogancia en nuestro ministerio y vida sacerdotal revelan un desequilibrio en esta relación fundamental entre la persona y la comunidad.

Volvamos al ejemplo que poníamos anteriormente para relacionar en nuestra vida sacerdotal esta dimensión personal y comunitaria. Cuando decimos: Esto es mi cuerpo, sabemos que esta expresión hay que entenderla en sentido personal (yo) y en sentido comunitario y eclesial (nosotros). Aunque son distinguibles, no son separables. La así llamada segunda epíclesis de la plegaria eucarística, que invoca a Dios para que le conceda el Espíritu como espíritu común del Cuerpo de Cristo, tiene que ser valorada y reconsiderada de nuevo por los sacerdotes que presiden la eucaristía y por la comunidad concreta allí congregada. Esta dimensión comunitaria de nuestra vida humana y de nuestro ministerio, que puede y debe ser pedida desde nuestra realidad humana y sacramental, se vuelve más necesaria en nuestro contexto histórico y eclesial actual. La situación de diáspora y fragilidad que vive hoy la Iglesia, y dentro de ella especialmente el orden de los presbíteros, va a hacer de la articulación correcta de este binomio una cuestión decisiva para la misión y evangelización de la Iglesia. Porque en un futuro cercano, desde los datos que tenemos en la actualidad, esta situación de diáspora personal y fragilidad institucional no se va a invertir, sino más bien a profundizar. ¿Podremos seguir manteniendo la forma de vida actual de tantos sacerdotes solos y aislados y de tantas comunidades pequeñísimas que no tienen capacidad ni para soportar una celebración digna de la eucaristía dominical? La llamada de atención del cardenal Walter Kasper y su propuesta para la creación de nuevas estructuras pastorales para la Iglesia en el continente europeo, a pesar de que están pensadas en un contexto germano, merece la pena de ser pensada. Resumiendo mucho su propuesta, podemos decir que su modelo fundamental es convertir las parroquias más significativas en centros de espiritualidad y focos de cultura. La imagen es lo que significaron los monasterios en el inicio de la evangelización del continente europeo. Pero si no queremos este icono, podemos pensar en una fraternidad sacerdotal que respeta la individualidad pero que pone de relieve el carácter comunitario del ser humano y la vocación sacerdotal, un centro de espiritualidad litúrgica y acompañamiento espiritual para tantos hombres y mujeres que caminan por la vida despojados y abatidos como ovejas sin pastor, un foco de cultura desde donde se pueda dialogar a fondo con la sociedad, un lugar concreto donde el hombre pueda experimentar de verdad la solidaridad entre semejantes.

3. Mundo y Dios. El tercer binomio es constitutivo del ser humano. Su constitución fundamental y su problema permanente. Mundo y Dios son las dos direcciones fundamentales de la vida humana. La vida del sacerdote consiste en saber unir las dos. El número 3 de Presbyterorum ordinis y los números dedicados a la situación del sacerdote en el mundo y la formación humana en Pastores dabo vobis toman como punto de referencia la Carta a los hebreos. Esta Carta elabora una cristología en la que presenta a Cristo como Sumo sacerdote, poniendo de relieve la novedad que supone la vida de Cristo respecto al sacerdocio del Antiguo Testamento. Más que una vuelta a la comprensión sacrificial y sacerdotal del Antiguo Testamento, es la mostración de su superación y novedad. En el sacerdocio de Cristo se da una doble identificación que rompe con el ritual de consagración del sacerdote veterotestamentario y la forma de su ejercicio en el momento central del sacrificio. La primera identificación consiste en que Cristo no se separa de los hombres, sino que se identifica con ellos llamándoles hermanos, haciéndose solidario de su historia, siendo probado en todo, incluso aquilatando su obediencia filial mediante el sufrimiento. Junto a algunas afirmaciones del Evangelio de Marcos, más la afirmación programática del prólogo de Juan y el discurso del pan de vida, no hay en el Nuevo Testamento ningún lugar donde se declare esta solidaridad tan radical entre Cristo y los hombres. Él no puede llegar a la perfección, ser constituido sacerdote, permaneciendo sólo como Hijo eterno, impronta del ser del Padre y reflejo de su gloria. Tiene que hacerse semejante en todo a sus hermanos. Pero, por otro lado, su consagración y oficio sacerdotal no culmina hasta que esa humanidad por él asumida es conducida a través de la muerte y resurrección a la gloria del Padre. Es aquí cuando para el autor de la Carta a los hebreos Cristo es llevado a la perfección y es constituido Sumo y eterno sacerdote. Propiamente hablando, no es sacerdote como Hijo preexistente ni como Hijo encarnado, sino como Hijo glorificado: cuando en su carne transfigurada anticipa el destino glorioso de toda la humanidad. La segunda identificación es con la ofrenda del sacrificio. En el ritual del Antiguo Testamento el sacerdote, por ser pecador, ha de tomar distancia de la ofrenda sacrificada. Cristo, como una novedad absoluta y rompiendo esta norma antigua, se identifica con la ofrenda al entregarse a sí mismo. Sacerdote y sacrificio se identifican, constituyendo una auténtica innovación en el culto a Dios. Más aún, la validez y singularidad del sacrificio de Cristo reside en que se trata de una ofrenda de sí mismo, su persona hecha obediencia a Dios y solidaridad última por los pecadores. El autor de la Carta a los hebreos también afirma que Cristo se hizo semejante a nosotros, menos en el pecado. Esta «coletilla» no pretende privarle de su humanidad y solidaridad en favor de los hombres, alejándolo de nosotros; al contrario, busca acercarlo aún más a nuestra vida y a nuestro pecado. El pecado divide y pone distancia. El sacrificio de sí mismo, convirtiendo su muerte en amor por los otros, acerca infinitamente.

Este proceso de la vida del Hijo en su doble identificación hacia los hombres y hacia la ofrenda del sacrificio es todo un programa de vida para nosotros, ya que nos muestra las dos vertientes ineludibles de nuestra frágil existencia: la solidaridad con los hombres y el destino hacia Dios. En realidad, surge desde aquí la paradoja de nuestra existencia sacerdotal y la escisión personal más absoluta. Por nuestra condición humana y sacerdotal, hemos de vivir desde una solidaridad radical, afectiva y consciente con los hombres, nuestros hermanos; pero, a la vez, hemos de ayudarles a dirigir su mirada, su vida y su camino hacia Dios. Y esto también desde la ofrenda de nosotros mismos, intentando unir ambas direcciones en nuestro propio cuerpo, en nuestra comunidad, en nuestro mundo. Sólo desde aquí la vida sacerdotal podrá mostrarse no como una excepción de la vocación humana general, sino como lugar de realización de la única vocación del hombre y, aunque sea de forma frágil y fragmentaria, también de revelación sacramental de Dios. En la Carta que Benedicto XVI dirigió a los obispos con motivo de la remisión de la excomunión a los cuatro obispos lefrevianos -que por tono, profundidad y estilo, creo que marcará todo un hito en el magisterio pontificio- nos muestra cuál es la única tarea de nuestra vida como sacerdotes. Dice el Papa: «En nuestro tiempo, en el que en amplias zonas de la tierra la fe se halla en peligro de apagarse como una llama que no encuentra ya su alimento, la prioridad que está por encima de todas es hacer presente a Dios en este mundo y abrir a los hombres el acceso a Dios. No a un dios cualquiera, sino al Dios que habló en el Sinaí; al Dios cuyo rostro reconocemos en el amor llevado hasta el extremo (cf. Jn 13,1), en Jesucristo crucificado y resucitado. El auténtico problema en este momento actual de la historia es que Dios desaparece del horizonte de los hombres y, con el apagarse de la luz que proviene de Dios, la humanidad se ve afectada por la falta de orientación, cuyos efectos destructivos se ponen cada vez más de manifiesto. Conducir a los hombres hacia Dios, hacia el Dios que habla en la Biblia: Ésta es la prioridad suprema y fundamental de la Iglesia y del Sucesor de Pedro en este tiempo».

Quinta tesis. La escisión que el sacerdote experimenta en su ser desde el impacto de la cultura en su vida concreta puede ser convertida en puente para la evangelización con el hombre contemporáneo

Esta última tesis nos sitúa ya en la perspectiva de la reflexión ofrecida por Fernández Martos. Si no podemos ni debemos negar esta escisión en nuestra vida. Si tampoco podemos arrancarla definitivamente de nosotros, quizá estamos llamados a convertir esta escisión antropológica en puente. Es decir, que otros hombres puedan aprender en nosotros, en una escisión asumida y transfigurada, que aquello que aparentemente nos divide y nos escinde interiormente puede ser lugar de realización plena de nuestra humanidad y revelación; y también del misterio del Dios encarnado en la fragilidad de nuestra carne. La primera evangelización que el sacerdote ha de realizar en el mundo de hoy es a través de su propia vida: Que sea ella realmente signo visible de la humanidad de Dios. El hombre de hoy se experimenta a sí mismo profundamente dividido y escindido. Y su mayor tentación consiste en instalarse en esa situación como si fuera su realidad última, su condición necesaria, intocable e inamovible. En este sentido, hemos realizado una vuelta a la condición trágica de la que hablábamos al principio, aunque no ya con la densidad o profundidad del hombre pre-cristiano, que luchaba denodadamente por su libertad frente a una naturaleza convertida en ley y destino para todo y para todos, sino desde la mediocridad y superficialidad que desgraciadamente abundan en nuestra sociedad contemporánea.

Estamos llamados a que nuestra vida sacerdotal sea un ejemplo vivo ante los hombres de que esa escisión existencial que a todos nos afecta puede ser vivida de otra manera. Y hemos de ser conscientes de que en el lugar donde esa escisión se vive con más intensidad y dramatismo, es decir, en la muerte, Cristo se reveló como verdadera imagen de Dios para los hombres y única vocación de los hombres ante Dios (cf. Gaudium et spes, 22). La posibilidad de hacer este tránsito, ciertamente sólo puede ser una gracia de Dios, pero requiere nuestra colaboración humana. Así pues, se hace necesaria una maduración mayor del fundamento de nuestro ser sacerdotal que es nuestra propia naturaleza humana. Sin una madurez afectiva, espiritual y pastoral, este nuevo modo de evangelización se torna especialmente complicado. Don Juan María Uriarte nos ha presentado al sacerdote en el impacto de la cultura contemporánea; por mi parte he intentado leer teológicamente este impacto, primero como escisión en nuestra vida y en segundo lugar como momento de gracia (realización existencial y revelación de Dios); el padre José María Fernández Martos nos dará pistas para poder convertir esta crisis antropológica en kairós, dicho en la terminología que hemos utilizado hasta en esta exposición, la escisión en momento de gracia. Hemos de tomar conciencia de qué realidades de nuestro ser, por encontrarse más expuestas al impacto de nuestra cultura actual, pueden llevarnos al fracaso si no trabajamos en nuestro cuerpo, alma y espíritu para convertirnos en puentes para otros. Sólo realmente unificados y reconciliados en nuestro ser personal, podremos presentarnos ante los demás para realizar una tarea de reconciliación en una sociedad divida y de unificación de una existencia personal disgregada. La inquietud constante no es nuestro destino ni nuestra meta. La vocación del hombre es la armonía (Ireneo) y el descanso (Agustín). Si buscamos, es para encontrar; si llamamos, es para que se nos abra; si vivimos en la inquietud es para descansar.


Ángel Cordovilla
Madrid, 28 de mayo de 2009

 

(Fuente: Comisión del Clero de la CEE, Encuentro de Delegados y Vicarios para el Clero. Madrid, 27 - 29 Mayo de 2009)