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EL SACERDOTE HOY EN SU REALIZACIÓN EXISTENCIAL
La escisión antropológica como momento de gracia

II

D. Ángel Cordovilla, prof. de la U.P. Comillas

 

Primera tesis. La escisión antropológica que el sacerdote experimenta en su vida está llamada a ser comprendida como un lugar privilegiado de la realización del hombre y de la revelación de Dios

    1. Los sacerdotes vivimos en el mundo, somos mundo, y la cultura actual nos afecta profundamente, de forma consciente o inconsciente. Y nos afecta hasta tal punto de que si queremos ser fieles a nuestro ser y nuestra misión, nos experimentamos en nuestra vida cotidiana como si estuviéramos divididos, escindidos, fragmentados. En un primer momento, esta escisión antropológica es vivida como un obstáculo, incluso como una amenaza, para poder ejercitar y ejercitarnos en las actitudes fundamentales que hemos de realizar como presbíteros. Sólo después, podemos comprender que esta situación puede (y debe) ser un momento de gracia personal y de misión eclesial. Por poner sólo algunos ejemplos de esta escisión, podemos mencionar los siguientes binomios: la actitud fundamental de nuestra vida sacerdotal vivida desde la fidelidad y la perseverancia en un mundo donde los medios de comunicación en general promueven una infidelidad sin remordimientos que corroe los compromisos duraderos por el empuje de la búsqueda exacerbada de experiencias inmediatas; la necesidad de afirmar el carácter eclesial de nuestra vocación y la comunión como forma fundamental de nuestra vida en los diferentes niveles en los que esta comunión eclesial consiste, en una cultura marcada profundamente por el individualismo y la soledad; el compromiso de una vida obediente y dócil a la palabra de Dios discernida en la Iglesia y mediada por las autoridades competentes, en un mundo donde la libertad autónoma es sagrada y el yo es convertido en un absoluto; el celibato y la pureza de corazón, frente a la tendencia a la posesión y al dominio; la afirmación con la vida (gestos y palabra) de la existencia cercana de Dios y su absoluta trascendencia en un mundo que vive instalado de hecho en el ateísmo práctico y en la idolatría.
    2.Todos estos ejemplos no son más que una muestra que nos indica que, por un lado o por otro, todos tenemos que soportar y padecer en nuestra vida eso que he denominado, de una forma un poco pedante, la escisión antropológica. En este sentido, negarlo no sería un buen camino para afrontar este problema fundamental. Ahora bien, lo que tenemos que pensar es si esta escisión que sufrimos podemos convertirla en un momento de gracia para nosotros (vida) y para los que nos rodean (ministerio). Dicho con otras palabras, hemos de preguntarnos si podemos interpretar teológicamente esta escisión existencial y antropolológica como lugar de realización del hombre y de la revelación de Dios. Walter Kasper, con motivo de la celebración de sus bodas de oro sacerdotales ha expresado con toda claridad que vivimos un momento de profunda crisis sacerdotal, que puede y debe ser comprendida por sus protagonistas y por toda la Iglesia como un kairós ofrecido por Dios. «Lo correcto es considerar la crisis como un reto; más aún, como un kairós: la oportunidad que Dios nos concede y ofrece. En este sentido, lo correcto es aceptar la crisis y sacarle partido». ¿Cómo podemos hacer de la crisis un kairós? Primero, aceptándola; a continuación, haciendo de ella lugar de realización de nuestro ser y existencia sacerdotal; para así, por último, convertir y transformar nuestra vida en lugar de evangelización para el mundo de hoy. Evangelizar desde lo que somos y desde nuestra existencia concreta, convirtiendo nuestra vida en signo y sacramento del encuentro entre Dios y los hombres. Desde aquí habría que apuntar a la ponencia de P. Fernández-Martos, SJ, que nos hablará del sacerdote como aquel que en su vida es puente y mediación de realidades escindidas por la fragilidad de la naturaleza humana y del pecado, pero que están llamadas desde un origen más radical a la comunión. En este sentido, mi apuesta fundamental es que si nosotros, sacerdotes, soportamos esta escisión que vive todo hombre en la sociedad contemporánea, no ocultándola ni negándola, sino asumiéndola, purificándola y trascendiéndola, quizá podamos hacer de nuestra frágil y amenazada existencia sacerdotal un lugar concreto y actual de encuentro entre el hombre y Dios. No de manera teórica y en el fondo lejana de la vida cotidiana de nuestros hermanos los hombres, sino desde el lugar en el que se produce el debate real del evangelio con la cultura contemporánea, que no son las conferencias ni los medios de comunicación, ni tampoco los documentos, sino la vida. Estoy convencido de que la existencia concreta del sacerdote puede ser un ejemplo, o al menos un pálido destello, de ambas cosas para el mundo de hoy: realización del hombre y revelación de Dios. Quizá nuestra mayor aportación como sacerdotes en la cultura de nuestro tiempo sea el testimonio de nuestra propia vida, o mejor aún, de nuestra misma vida, con su grandeza y su miseria, con su gloria y su cruz, puesta y ofrecida al mundo como testimonio. Un testimonio de que la vida del hombre tal como ha sido querida por Dios es posible. Y que ese Dios se ha manifestado en su ser y en su naturaleza habitando la historia de los hombres, revelándose como Gracia, Amor y Vida en el lugar donde la escisión de la realidad mundana es experimentada de forma más aguda: el pecado y la muerte.

Segunda tesis. Esta escisión que el hombre experimenta en su vida concreta le ha acompañado
siempre a lo largo de su historia. En cada periodo significativo ha intentado solucionar esta escisión de forma diferente

    1. A pesar de que pueda dar la impresión de que huimos de la actualidad del tema, creo que esta mirada a la historia es muy necesaria tenerla en cuenta. Y no para consolarnos con males pasados, sino para aprender de la historia a no caer en errores antiguos y tener siempre una necesaria humildad, sabiendo que no somos el único caso de la historia. La tentación más antigua ante la experiencia de eso que hemos llamado escisión antropológica ha sido comprenderla como un signo de la caída y del pecado (gnosticismo). Pero antes que ser escisión, ella es expresión de la tensión innata que hay en el ser humano. (Sobre esto olveremos en la siguiente tesis). Ahora quiero mostrar cómo se ha enfrentado el hombre a esta tensión convertida en escisión por el pecado a lo largo de la historia. Y lo haremos en cuatro grandes periodos: el hombre antiguo; el hombre bíblico; el hombre moderno y el hombre post­moderno. La tensión y escisión que el hombre experimenta desde siempre en los diferentes ámbitos de la vida humana, el hombre antiguo la interpretó como tragedia, porque para él la escisión o paradoja fundamental se daba en la relación entre libertad y necesidad. Toda la tragedia griega representada en el teatro es un ensayo en el que el hombre intenta salir del destino inexorable. En este escenario, el individuo ensaya su largo aprendizaje hacia la libertad frente a la naturaleza y a los dioses, aunque finalmente caiga rendido en las garras del destino inexorable. El intento de superación de esta escisión entre la libertad y la necesidad, entre el individuo y el cosmos, siempre termina en tragedia. No pensemos que esta solución pertenece al pasado. El nuevo gnosticismo que plantean algunas ciencias modernas, en realidad vuelve a proponer la solución a este problema radical del ser humano desde la negación radical de la libertad del hombre. El cerebro del ser humano es una máquina tan potente, que es quien realmente determina nuestros actos. Si en el hombre no hay ni siquiera libertad, en el fondo, no puede darse la escisión, la paradoja, la ruptura, el pecado. Las fallas de la vida humana no serían más que disfunciones en un complejo sistema neuronal. En esta perspectiva no hay problema para el ser humano. Habría que aceptar paciente y estoicamente que somos así, y punto. Aceptar nuestro límite y disfrutar al máximo de lo que nos permitan las circunstancias concretas de nuestra vida.

2. El hombre bíblico, por su parte, entiende esta escisión no como tragedia, sino más bien como un drama, donde la libertad del hombre, tomada absolutamente en serio, es provocada por la libertad de Dios. Aquí la tensión fundamental puede ser comprendida con los conceptos teológicos de pecado y gracia. Ambos remiten al hombre, que en la historia de su libertad decide vivir para sí (pecado) o vivir para Dios (gracia), vivir centrado y encerrado en sí mismo o vivir abierto hacia Dios y sus hermanos. Así, en la tensión inherente de todo ser humano, el hombre bíblico es remitido a una historia dramática de libertad, donde su libertad es provocada a convertirse en gracia, entregándose a Dios (fe) y a los hombres (justicia). Esta manera de entender al hombre ha sido el horizonte de comprensión de la existencia humana prácticamente hasta nuestros días.

El hombre moderno ha asumido la herencia griega y la herencia bíblica y ha querido solventar esta tensión y escisión que le constituyen desde las fuerzas y potencialidades de sí mismo y de su historia. Podríamos decir que ha pretendido superar esta escisión desde la fuerza de la razón, desde la comprensión de un hombre sin mesura. Su característica principal ha sido el titanismo: ha pensado que esa distancia original era franqueable con la ayuda de su razón ilustrada y autónoma (naturaleza-razón). Una vez que experimentó ciertos límites de ésta, ha pensado que podía hacerlo uniendo a ella una razón práctica y su correspondiente acción transformadora. El resultado final de este proyecto titánico ha sido la fragmentación de la existencia. Hemos aprendido en nuestra propia carne que el hombre sin mesura y sin medida, finalmente termina destruyéndose a sí mismo.

    3. El hombre posmoderno (deseo-finitud) quiere volver a la síntesis realizada por el hombre pre-cristiano. Éste piensa en el fondo que la escisión es connatural a su existencia. El deseo vital del hombre no puede ser colmado, termina en la finitud. Tal postura tiene la ventaja de ser más modesta con respecto a la fragilidad humana. Es más consciente de ella, frente a una época en la que había endiosado al propio hombre. Pero no deja de ser una recaída en el la visión trágica y gnóstica del hombre antiguo. Frente a la arrogancia de su predecesor, el hombre actual ha explotado la virtud de la modestia. Pero es necesario que no sea falsa. Que esa modestia no le impida asumir su vocación ineludible a la libertad y a la verdad. Es decir, que el hombre, en su fragilidad y modestia, sigue siendo responsable de sus propias decisiones, capaz de pecado y conversión, sin poder vivir encerrado en sí mismo o quedándose en la superficie de la realidad. Un riesgo que los nuevos medios de comunicación, lejos de ahuyentarlo, agudizan. Las llamadas redes sociales se han convertido en los ambientes juveniles en todo un fenómeno de masas. Quien participa en estas redes está interesado por su individualidad, crear su identidad y personalidad para mostrarla a otros, intentando tener una aceptación y validación por los otros internautas. Esta personalidad e identidad creada, no es uniforme sino variada, más aún, fragmentaria, llegando incluso a la posibilidad de que uno mismo pueda tener diversas identidades, según la red social que transite. No es negativo que nos afirmemos en nuestra individualidad, sin pensar excesivamente en la imitación de los otros; que incluso seamos conscientes de que nuestra personalidad no está nunca del todo unificada, que incluso también nosotros según estamos en uno u otro ambiente, mostramos diversos aspectos de nuestra personalidad; pero de ahí a crear identidades diferentes, «personalidades de corta y pega» como ya alguno hoy las define, hay un abismo. Nos llevaría casi de forma inevitable a una doble, triple o cuádruple vida, a una esquizofrenia vital.

    4. Estas cuatro perspectivas, vistas muy a grandes rasgos, no son sólo soluciones que han sido históricamente vividas de forma cronológica. Las cuatro salidas se dan en cada uno de nosotros de forma contemporánea. Es evidente que la primera solución, que nos devuelve al hombre trágico, no es muy habitual entre los hombres de nuestro tiempo, ni tampoco entre los sacerdotes. Pero de alguna forma influye en nosotros cuando pensamos que ya no hay nada nuevo bajo el sol. En realidad, damos por supuesto que hay una especie de ley necesaria en la naturaleza de los hombres, de la Iglesia, de los curas, de la gente, de nosotros mismos, que ya no puede cambiar.

Por otro lado, creo que a todos nos gustaría vivir esta escisión y división interior que padecemos desde la dialéctica entre pecado y gracia, a la luz de la antropología bíblica. Ser hombres que con su pecado o con su gracia viven con la conciencia de estar delante de Dios, bien para confesar los pecados, pedir e invocar la gracia divina y confesar así la misericordia de Dios (Agustín de Hipona) o agradecer y bendecir a Dios porque nos ha regalado y hecho posible una existencia bella, graciosa y agraciante. Pero más bien tenemos la impresión de que ya no existen entre nosotros ni los grandes santos ni los grandes penitentes. Los conceptos de pecado y gracia, como formas fundamentales de la existencia cristiana y sacerdotal, nos parecen excesivamente exigentes y totalizadores. Hemos optado por el término medio, en algunos casos necesario, ya que no podemos vivir de forma permanente en una exigencia de la vida que nos pone siempre en los extremos, en la totalidad. Pero también hemos de reconocer que esta medianía nos está llevando a la mediocridad.
Una de las salidas a esta mediocridad fue la tentación del hombre moderno, que se tradujo en nuestras vidas en el que podríamos llamar el cura prometéico de los años 70-80. Una época gloriosa, donde la existencia sacerdotal era vivida con una absoluta y plena confianza en la transformación de las estructuras de la sociedad y de la Iglesia. Teníamos casi plena confianza en que desde la formación, desde la recta formación e iluminación de la inteligencia y de la voluntad, podríamos transformar la realidad que nos rodeaba y cambiar también nuestro interior. No hay que despreciar inmediatamente este esfuerzo de la razón y la voluntad. Más aún, algo de ellos sería bueno recuperarlo; bien es cierto que no desde los presupuestos que fueron vividos en estos años. La razón y la voluntad sin un espíritu contrito y humillado, sanado por la gracia de Dios, se vuelve absolutamente inoperante. No son análisis certeros lo que más necesitamos los sacerdotes en este momento de desprestigio social, de diáspora pastoral y de fragmentación personal, sino espíritu, aliento y corazón. Y sin embargo, no opondría ambas perspectivas, pues el Cristianismo es tanto religión del Logos como del Pneuma, de la Palabra como del Amor, del Verbo como del Espíritu. La impotencia experimentada por tantos sacerdotes dentro de la Iglesia para lograr desde el espíritu de la época la renovación buscada y anhelada, nos ha llevado a una necesaria cura de realismo, por un lado, y a una percepción mayor de la necesidad real de la gracia de Dios en nuestra vida.
Hemos recordado de forma viva y personal las palabras de Jesús sobre la vid y los sarmientos en el evangelio de Juan: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 7), un versículo que Agustín repetía de forma incansable ante las tesis peligrosas del bienintencionado monje Pelagio. Es verdad que aun sabiendo, no podemos. Esta es la experiencia del hombre postmoderno y la nuestra también, después de la primera recepción entusiasta del concilio Vaticano II y la percepción sociológica del fracaso posterior. Pero, no podemos conformarnos con ello. A diferencia del hombre contemporáneo, tenemos que reconocer ante Dios nuestra impotencia, para pedirle de verdad que actúe en nosotros el querer y el obrar (Flp 2, 13-14), que en nuestra impotencia manifiesta la fuerza y sabiduría de la cruz gloriosa. A ninguno de nosotros se nos pide que seamos héroes, pero sí discípulos que comparten con Jesús su nada, convirtiéndola así en la fuerza y debilidad de su ministerio apostólico: «"El Hijo no puede hacer nada por sí mismo" (Jn 5,19.30). "Sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15,5). Esta nada que los discípulos comparten con Jesús expresa a la vez la fuerza y la debilidad del ministerio apostólico» (J. Ratzinger, texto citado como exergo en la carta que nos ha dirigido a los presbíteros Enzo Bianchi, A los presbíteros, Salamanca 2005, 8).

Tercera tesis. La historia concreta donde el hombre vive esta escisión es en cierta medida insuperable. Cristo no anula las tensiones inherentes al ser humano sino que, asumiéndolas, las radicaliza, las integra en su persona y las lleva a su consumación

    1. Tenemos que ser humildes y realistas. Siempre viviremos con una desproporción entre nuestro deseo y nuestra realidad, entre nuestro ser y nuestra existencia, entre nuestra vocación y nuestra vida, entre el sacramento que hemos recibido y su forma concreta de realización. Es una ley antropológica fundamental. Ya dijo el gran pensador ilustrado G. E. Lessing que el hombre es «demasiado malo para ser un Dios y demasiado bueno para ser fruto del azar» (Natán el Sabio III/5). La experiencia nos dice que el hombre ni es un dios ni es un ángel. A él le pertenece un carácter misterioso y aterrador de estar entre dos mundos sin pertenecer a uno ni al otro totalmente. Antes que Lessing, lo percibió el gran poeta Sófocles, en su famosísimo coro de Antígona: «Muchas son las cosas admirables, más ninguna hay más admirable que el hombre» (verso 334). El sustantivo ta deina y el comparativo formado con él, deinoteron, efectivamente tiene el sentido de asombroso, pero también puede ser traducido por temible y espantoso. En este sentido, algunos autores lo vinculan con la afirmación de los versos 364-365, donde el coro canta admirado ante el misterio del hombre: «Poseyendo una habilidad superior a lo que uno puede imaginar, la destreza para ingeniar recursos la encamina unas veces al mal y otras al bien». La versión alemana de Karl Reinhardt, dice: «Viel des Unheimlichen ist, doch nichts ist unheimlicher als der Mensch» (Sophokles. Antigone, VR, Gótingen 61982, 41). La expresión alemana en su literalidad suena a que el hombre no tiene casa ni hogar propio (un-heim). Literalmente es un apátrida, un ser inquieto, porque está siempre en un cruce de caminos, en una cierta aporía trágica, en una disyuntiva permanente que nunca puede terminar de reconciliar. La inquietud radical que caracteriza al hombre le hace percibirse como una realidad inquietante. En este mismo sentido se expresó san Agustín en las Confesiones, su libro más famoso: Me he convertido en una cuestión para mí mismo. En esta misma línea, el filósofo y matemático Blaise Pascal percibe al hombre como una realidad monstruosa, que sólo adquiere sentido, medida y armonía en Cristo: «¿Qué quimera es el hombre?, ¿qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué sujeto de contradicciones, qué prodigio? Juez de todas las cosas, imbécil gusano de tierra, depositario de lo verdadero, cloaca de incertidumbre y de error, gloria y deshecho del universo. ¿Quién desenredará este embrollo?... Conoced, pues, soberbios, qué paradoja somos para nosotros mismos... Aprended que el hombre supera infinitamente al hombre, y escuchad de vuestro maestro vuestra condición verdadera, que ignoráis. Escuchad a Dios». El hombre se revela como una paradoja irresoluble desde sí mismo. Y sin embargo, el hombre supera infinitamente las medidas humanas que los espíritus más racionalistas (filósofos, pirronianos, etc.) de la época de Pascal le quieren imponer. Mas su medida y verdadera naturaleza le viene desde fuera: es Cristo, el Hombre-Dios, quien otorga al hombre la verdadera medida y armonía de lo humano. Una medida y armonías realmente sorprendentes.

    2. Siguiendo la perspectiva agustiniana y pascaliana, él teólogo suizo Hans Urs von Balthasar ha mostrado de forma bella y profunda que las tensiones inherentes que vive el ser humano son insuperables. La aparición de Cristo en el horizonte humano ha supuesto una novedad absoluta a la hora de comprender al hombre, aunque sin romper totalmente la visión que el paganismo precristiano tenía de él. La gracia no anula ni destruye la naturaleza sino que la asume, y al asumirla la purifica y la perfecciona. La diferencia más importante que se produce entre la comprensión del hombre pagano o precristiano y el hombre iluminado desde la aparición de Cristo es que ya no podrá utilizar lo divino, a Dios, como una simple medida para sí, donde él permanece en el centro de la escena, sino que tiene que aceptar ser medido y juzgado por Dios. Pero, de alguna forma, nos habla también de una continuidad. El hombre es un ser que está constitutivamente estructurado desde unas tensiones naturales que el cristianismo no anula, sino que radicaliza al asumirlas, para aportarles un nuevo ritmo. Las tres tensiones radicales en el hombre son: espíritu-cuerpo (pobreza), hombre-mujer (castidad), individuo-comunidad (obediencia). Lo importante es que Cristo, al asumirlas, les otorga un ritmo nuevo que puede ser definido como exceso (Teodramática 2, 330-367). Pero no malinterpretemos estas expresiones. El exceso o radicalidad respecto de las tensiones inherentes del ser humano, no significa que desde Cristo tengamos que volvernos de nuevo a una antropología de máximos que nos devuelva a una enorme frustración por la experiencia de impotencia e incapacidad para vivirla. Al contrario, este ritmo nuevo nos llama (vocare) a que dejemos medirnos, juzgarnos e iluminarnos por Dios. Que dejemos que Él sea la raíz y el fundamento de nuestra vida, incluso en sus tensiones naturales inherentes, y que sea a la vez el horizonte último de ella, fin y exceso al que estamos siempre llamados y convocados.

    3. Vistas desde esta perspectiva, la castidad, la pobreza y la obediencia son un ejemplo concreto de cómo desde Cristo los sacerdotes podemos vivir de una forma determinada las dimensiones fundamentales de la vida humana, también en su tensión y paradoja. La castidad, la pobreza y la obediencia son la respuesta concreta que una persona consagrada da a las tres grandes libido de la vida humana: amandi, dominandi, possidendi, que no sólo son buenas en sí mismas, sino que son absolutamente necesarias para el desarrollo de la vida humana: todos tenemos el derecho a amar, a ejercer un influjo en la sociedad y asegurar nuestra seguridad material. No obstante, siendo lo más necesario para el hombre en el ámbito del deseo, que siempre es diferido, se pervierten cuando son instrumentalizadas y se introducen en el ámbito de la necesidad que ha de ser satisfecha de forma inmediata (A. Gesché). El seguimiento de Cristo y nuestra consagración a él, no nos ahorra, por lo tanto, el esfuerzo de vivir estas tensiones naturales que experimenta todo ser humano en la relación cuerpo y espíritu (o compromiso de pobreza), hombre y mujer (o compromiso de castidad), individuo y comunidad (o compromiso de obediencia).
    Y puesto que tampoco va a desaparecer de nosotros el deseo, hemos de aprender a vivir también en esa tensión que nos permita distinguir sin separar deseo y necesidad. Un deseo que siempre es diferido y nos constituye como personas; una necesidad que pide ser satisfecha inmediatamente y que nos devuelve al reino de los animales. El nuevo ritmo que Cristo otorga a estas tensiones naturales en aquellos que están llamados a configurarse con él consiste en diferir aún más ese deseo, para que se haga más grande, más amplio, más humano, con mayor capacidad de acoger la única realidad que puede definitivamente saciar el deseo del hombre, es decir, la realidad de Dios.
    Estoy plenamente de acuerdo con el filósofo Robert Spaemann cuando afirma que los sacerdotes son una provocación al hombre actual. Los tres consejos evangélicos son la manera como nosotros mostramos de forma existencial, y no sólo verbal, que Dios es esta raíz última donde se asienta la vida humana (fundamento teológico) y la única meta que le espera y que le aguarda, no sólo para dar sentido a lo que desea y aspira, sino para conducirlo y llevarlo incluso más allá de lo que él puede pensar (fundamento escatológico). La paradoja de nuestra existencia sacerdotal no se realiza tanto en un radicalismo que está más en el orden de la extravagancia o de la exageración, sino en un radicalismo que tiene que ver con la raíz última de la vida humana, que apunta, por lo tanto, a su fundamento radical y a su destino último. Nuestra vida sacerdotal ha de ser, en sí misma, una pro-vocación al hombre para que se vuelva a este fundamento y se pregunte por su destino último, para que extienda su deseo entrando más adentro y mire siempre más hacia delante.

(Fuente: Comisión del Clero de la CEE, Encuentro de Delegados y Vicarios para el Clero. Madrid, 27 - 29 Mayo de 2009)