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PENSAMIENTOS EN LIBERTAD SOBRE EL FUTURO DEL SACERDOTE Y LA ALEGRÍA DE SERLO
I
Monseñor Diego Coletti
Leemos en un reciente texto de los obispos italianos, que el pueblo de Dios «...es llamado hoy –en un momento histórico marcado por rápidos y profundos cambios de tipo incierto en los campos social y político, y sobre todo, espiritual y cultural– a renovarse en la fe, en la caridad y en la esperanza de Aquél que “hace nuevas todas las cosas”» (n.1).
Se trata sólo de una, la última, de las muchas llamadas a la renovación y a la valentía de renovarse que en estos últimos años nos llegan del magisterio del Santo Padre y de los Obispos. El Señor ha hecho “las cosas nuevas” de una vez por todas, muriendo en la cruz y resucitando para la salvación del mundo; pero esta novedad, que se traduce en la Buena Noticia, el Evangelio anunciado hoy a todo ser humano, está destinada a renovarse continuamente en la historia, a hacerse presente en cada época con su carga de novedad, tanto más cuanto los tiempos dan señales de renovación “profunda y rápida” de la cultura, de las costumbres, de los estilos de vida.
En este marco, es obvio que las novedades no son un valor por sí mismas. Deben ser rigurosamente confrontadas y verificadas con la novedad de Cristo y su Evangelio; de ahí el trabajo que significa discernir las novedades constructivas de las inútiles y que inducen a desvíos. Un compromiso que compete a toda la comunidad cristiana, y especialmente al ministerio ordenado, haciendo que la custodia fiel del depósito revelado no se confunda nunca con una obtusa conservación, y que la búsqueda inevitable de la justa “puesta al día” no tome caminos desviados ni carreteras sin salida.
.- ELEMENTOS DE NOVEDAD
l análisis del cambio propio de nuestra época se encuentra descrito en documentadas e innumerables obras especializadas. Se encuentra en acto y en rápida evolución. No es posible hacer una descripción detallada. Nos limitaremos a subrayar algunas líneas sin pretensiones de dar respuestas completas, con la única intención de indicar aquellos fenómenos que más directamente afectan a la situación existencial de los sacerdotes.
.- Una primera observación general se referiría a la “distancia” entre generaciones. Conviven, en nuestras unidades pastorales, sacerdotes cuya formación se remonta al periodo preconciliar y sacerdotes que ni siquiera se han dado cuenta de la profundidad del giro conciliar, por el sencillo motivo de que no guardan ningún recuerdo de lo que sucedía en la Iglesia y en el mundo civil antes de los años sesenta. Casi es posible afirmar que, en la historia de la Iglesia, la distancia de sensibilidades y mentalidades entre diversas generaciones de sacerdotes nunca ha sido tan amplia como lo es hoy. Si bien es cierto que las tensiones entre viejos y jóvenes se repiten puntualmente en cada época de la historia, también lo es que nunca como hoy son atribuidas no tanto a lo obtuso de los primeros y a la impaciencia de los segundos cuanto a las condiciones objetivas de la divergencia generacional. En un campo tan amplio y complejo como es el de la pastoral, tal divergencia muestra más que nunca su problemática y su inercia. Incomprensiones, retrasos, lentitud e incluso verdadera parálisis en la renovación pastoral, pueden ser entendidas sólo teniendo presente el influjo de este fenómeno; fenómeno que, de otra manera y con otros resultados, afecta también a la familia, la escuela, la convivencia social y, más en general, todas las relaciones de comunicación y relación entre personas.
.- Indiquemos un segundo dato: en las últimas décadas se ha hecho más clara la progresiva descristianización de la cultura difundida. No es posible examinar todas las causas ni todos los aspectos. Baste recordar el influjo aplastante de los medios de comunicación, o mejor, de su uso salvaje e indiscriminado, a menudo al servicio de lo fútil y lo efímero –derivado de agencias culturales lejanas y opuestas al Evangelio–, condicionado por la lógica comercial de los índices de audiencia. La secularización, causa y efecto a la vez de lo ya dicho, unida al desconcierto derivado de la situación multirracial y multirreligiosa cada vez más amplia, relacionada con las debilidades y retrasos que se han verificado en el anuncio de la fe y en la catequesis del primer ventenio tras el Concilio, ha determinado en amplios sectores de la población, todavía creyentes (quizá sería mejor decir “todavía de algún modo practicantes”) una especie de estado comatoso de la fe. Ésta todavía está viva, pero inerte e incapaz de dar lugar a cualquier proceso decente de inculturación. Una fe adulta, consciente y culturalmente eficaz es cada vez más rara. Mucho más difundido está lo que podríamos llamar el síndrome de inmunodeficiencia, una epidemia de SIDA de la fe: los virus de la superstición, de la religiosidad pagana, del sensacionalismo de presuntas revelaciones privadas y de improbables acontecimientos preternaturales y de las más extrañas mezclas con doctrinas esotéricas y estrafalarias (¡se dice que el 30% de los italianos se declara más o menos convencido de la idea de la reencarnación!), no encuentran los anticuerpos y las defensas inmunizadoras que debería proporcionar un fe consciente y documentada.
Tomar nota de lo dicho debería llevar a una renovación bastante profunda de las prioridades y de los métodos de acción pastoral. Por no hablar de la novedad que produce –se quiera o no– en la vida y el ministerio de los presbíteros.
3.- Ya desde hace algunas décadas, los Obispos han llamado la atención de sus comunidades sobre algunos puntos de esta puesta al día. Entre ellos podemos citar la prioridad de la evangelización, proclamada con fuerza e insistencia, en sus características de novedad, por el Papa Juan Pablo II. Cambia y se actualiza el concepto de misión: tanto aquella “ad gentes” como la que debe ser realizada en nuestro contexto cultural. Fácilmente se intuye cómo debería influir este cambio en el estilo de vida y la responsabilidad de toda la comunidad cristiana. Mucho más difícil es, sin embargo, dar vida a esta transformación sin retrasos, sin escapadas en solitario, sin confusión de papeles y sin suscitar ulteriores y más graves tensiones.
4..- La búsqueda teológica y las declaraciones del magisterio nos ofrecen abundantes indicaciones para una cada vez más vasta valorización del sacerdocio bautismal de los laicos. Su testimonio en el ámbito secular y su mesurada colaboración con la solicitud pastoral de la Iglesia, merecen una atención renovada, y se expresan en formas siempre nuevas que reclaman de los sacerdotes la oferta de una alimentación adecuada, no equiparable ya a lo que se hacía en las últimas décadas. No es raro encontrar casos de falta de estima y de recelo en lo que toca a esta evolución. Los sacerdotes están todavía condicionados por una mentalidad espiritualizada y muestran algunas carencias en la justa valoración de la importancia primaria del sacerdocio universal del pueblo de Dios. Además, parece que se puede notar entre los más jóvenes un retorno al clericalismo, bien como mecanismo de defensa, bien como muestra inevitable de la agresividad juvenil.
5.- La vida religiosa, masculina y femenina, está siendo sometida en estos últimos años a un profundo y no siempre unívoco proceso de transformación. Y se encuentra implicada la responsabilidad de los sacerdotes, que raramente son competentes en este campo. El cuidado de las vocaciones, la colaboración con los religiosos y religiosas, la justa valoración de los carismas y todo lo que toca al papel del ministerio ordenado en su relación con esta componente de la comunidad cristiana, presenta hoy problemas nuevos y determina tensiones de no fácil solución, en un contexto en el que el testimonio de la radicalidad evangélica es más necesario que nunca, como ya hemos visto.
6.- Aludamos a un último elemento de novedad: la totalidad de las características de nuestro tiempo nombradas hasta aquí, y muchos otros factores que no hemos citado, determinan una polarización de las diferencias, una tendencia a llevar a extremo las posiciones y a enfrentarlas. Este dato constituye uno de los problemas más arduos de la acción pastoral. Se han señalado diversos modelos eclesiológicos (e incluso diversos itinerarios formativos, subrayados antropológicos y sensibilidades espirituales) que podrían enriquecer a toda la Iglesia, pero se corre demasiado a menudo el riesgo de que se transformen en fuentes de polémica, de desconfianza recíproca e incluso que den origen a un cruce de juicios malévolos. No se trata, ciertamente, de reconstruir la unanimidad plana y mortificante típica de épocas pasadas, pero tampoco se puede aceptar la subjetivización de la fe en la pertenencia eclesial condicionada por “sectores”, a veces incluso “facciones”, que se derivan de las diferentes formas de polarización, al mismo tiempo que causan su incremento. El papel ministerial y la misma “espiritualidad” del sacerdote son puestos como causa de este fenómeno. Él es llamado a “edificar” la casa de Dios con los hombres, a servir a la comunión eclesial, a custodiar celosamente la autenticidad y la objetividad de la fe. Tareas de este tipo exigen, en el actual contexto eclesial, la capacidad de calar en las nuevas formas y de dotarse de instrumentos adecuados a la nueva situación.
2.- LAS REACCIONES “SOBRE EL TERRENO”
Pongamos sólo algún ejemplo. Se nota a veces entre el clero una peligrosa sensación de pesimismo resignado. Nos acomodamos fácilmente en un clima de lamentaciones y decepción. Se tiene la impresión de que tanto afanarse y tantas iniciativas queden estériles: la gente está distraída, es superficial; los jóvenes no responden a las propuestas que comporten un mínimo de compromiso; los ancianos no se mueven ni un milímetro de unas costumbres religiosas de dudosa calidad cristiana; la Palabra sembrada es dispersada por voces mucho más fuertes y persuasivas. Se cede a la impresión de una vida inútil y dispersa. Y se aprende a soportar, con amargura, la caída de los ideales y de las perspectivas apostólicas que la dura realidad se ha encargado de presentar como ilusorias. En el vacío que se crea se asientan sucedáneos y compensaciones. Entre los más inocuos podemos citar al autoritarismo, el perfeccionismo maniático, el moralismo intransigente, la mentalidad de pequeño negociante eclesiástico, la manía de construir (¡con cemento armado!), el apegarse al dinero o a la carrera. Pero hay cosas peores, y no es momento de poner ejemplos.
Decimos esto sin ninguna intención de banalizar ni de juzgar demasiado deprisa a personas que sufren, que son ellas mismas las primeras víctimas de una vida trágicamente árida. Podríamos, sin exagerar, definir esta reacción como un “riesgo de depresión”. En muchos casos, por fortuna, ésta es vista como una situación peligrosa para los intereses espirituales y psicológicos del sacerdote. En este sentido, puede ser considerada como un bien, en tanto en cuanto favorece la necesaria superación de ilusiones demasiado abstractas y fáciles. Se corre, por tanto, a buscar un refugio.
Pero, en dos casos al menos, el remedio es peor que la enfermedad:
1.- Un primer intento, chapucero, de superar el pesimismo es el concentrar la atención sobre los compromisos de la administración ordinaria de la vida de la comunidad. Visto que hay que ser un funcionario eclesiástico, más vale apasionarse –en la medida en que sea posible– con ese trabajo. Nos instalamos sobre la rutina, sobre la diligente y precisa observancia de los reglamentos, sobre la respuesta puntual, y hasta generosa, a la demanda religiosa de la gente, sin indagar demasiado sobre su madurez cristiana o su calidad evangélica. Después de un tiempo se da uno cuenta de que todo marcha sin obstáculos ni sacudidas. La vida vuelve a tener un cierto sentido plausible. La gente está contenta. Los responsables llegan hasta a admirar el feliz desarrollo de la vida de la comunidad y a apreciar a quien no les causa ninguna molestia. Sólo mucho más tarde y bajo ciertas condiciones se puede llegar a notar que, ciertamente, no se ha hecho ningún daño; pero tampoco nada, o casi nada, de bueno. Simplemente se ha aumentado el propio consenso con aquella fórmula de religiosidad que Jesús combatió con las palabras y los gestos más duros e intransigentes.
2.- Casi en el extremo opuesto, notamos un segundo intento de huir de la depresión y el pesimismo; se da cuando nos lanzamos de cabeza a la continua multiplicación de actividades e iniciativas. Se llena la vida de cosas por hacer, de compromisos urgentes; se corre tras cualquier propuesta, con indudable generosidad pero sin ningún discernimiento; se agota uno en un ritmo imposible. El frenético amontonarse de los compromisos ofrece al ministerio sacerdotal una apariencia de fecundidad, pero elimina toda posibilidad de reflexión, de verificación, de equilibrio en la vida espiritual. Y no es extraño que haga agua la necesaria serenidad psicológica y hasta la salud física. Sin embargo, uno está convencido de “entregarse” hasta la última gota de energía por el bien de la comunidad. Pero se olvida de que también la caridad pastoral, como toda forma de verdadero amor, “quaerit intellectum”: es decir, exige una sabia e inteligente programación, una constante revisión de medios y fines, una atenta dosificación de las fuerzas con una escala de prioridades que no puede dejar de lado la inolvidable atención a uno mismo.
Las dos posturas negativas que acabamos de citar, cargando las tintas para aclarar lo que queríamos decir, se presentan también bajo formas mucho más sutiles y difuminadas –pero no por ello menos peligrosas– en la crónica cotidiana de muchas vidas sacerdotales. Se podría añadir que existe y se difunde otro modo, eficaz sólo en apariencia, de superar el pesimismo resignado; un cierto modo que parece evitar las dos desviaciones señaladas. Y que hace presa también en el clero joven. Si es posible expresarse con una imagen, se trata de la tentación de revestirse con un proyecto pastoral, poniéndose simplemente un “pret-a-porter” confeccionado de antemano, que ofrece la solución, prefabricada y garantizada, de los problemas. Hay agencias pastorales, movimientos, espiritualidades, etc. –de las que no discutimos su buena intención– que no se contentan con ofrecer instrumentos o sugerencias, sino que distribuyen una línea de programación pastoral lista para usar; sólo hay que aplicarla a la situación siguiendo fielmente las instrucciones de uso.
No es necesario repensarlo todo ni adaptarlo a las exigencias de la comunidad. Por fin se tienen respuestas claras y de aplicación inmediata a la eterna pregunta “¿Qué hay que hacer?”. El resultado está garantizado. Y no importa si se traduce en una drástica selección de “los que están con nosotros”, dejando atrás a “los que no quieren estar”. La comunidad se divide entre los fascinados y fieles seguidores del “método” y quienes, no queriendo o no pudiendo entrar (¡con todo el derecho!) en las estrechas redes del esquema del cura de turno, se encuentran fuera y, no pocas veces, juzgados negativamente por los “fidelísimos”.
Nos detendremos aquí. Hemos descrito solamente algunas patologías de las que se presentan, sabiendo bien que son muchas las situaciones sanas y prometedoras; muchos los sacerdotes comprometidos con inteligencia y fidelidad al Evangelio; muchas las comunidades vivas y listas para dar un testimonio coherente del Señor Jesús. Creemos que la valentía de reconocer los virus de posibles enfermedades y de peligrosas involuciones, puede ser de utilidad en la reflexión sobre el modo en que un joven sacerdote puede introducirse en la maravillosa aventura de la pastoral, y vivirla con empeño iluminado y con alegría.
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