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Celibato y madurez psicosexual y afectiva

Ricardo Zapata García (*)

La realización psicosexual y afectiva constituye un aspecto fundamental de la vida de las personas y una de las tareas importantes que cada individuo debe llevar a cabo a lo largo de su desarrollo. Ambas realizaciones se expresan y configuran en determinadas actitudes y relaciones interpersonales, aparentemente más fáciles de comprender desde el punto de vista psicológico, en las personas llamadas a formar una familia de procreación que en aquellas destinadas a realizarse psicosexual y afectivamente mediante el celibato apostólico.

El objetivo de este artículo es proporcionar las directrices del desarrollo psicosexual y afectivo sano de la persona soltera y las alteraciones más significativas que pueden producirse en este campo, junto con los argumentos psicomédicos en que unas y otras se fundamentan.

Estos conocimientos psicológicos, precisamente porque no suelen formar parte de la formación básica habitual, son especialmente necesarios para las personas que nos dedicamos a ayudar a otros.

Para comprender el complejo entramado de factores biológicos, psicológicos y sociales que -como en cualquier otra conducta humana- están implicados en el comportamiento sexual y afectivo de las personas, utilizamos el modelo biopsicosocial del ser humano, tal como actualmente se emplea en medicina [1]. Este marco teórico de referencia favorece la comprensión global e integrada de la persona y de sus procesos de salud y de enfermedad, evitando el riesgo de reduccionismos de cualquier tipo (biologicistas, psicologicistas o sociologicistas) [2].

En este sentido, la actual distorsión reduccionista que tales fenómenos están sufriendo, en foros supuestamente científicos e incluso en ambientes médicos, hace que, desde el punto de vista de la salud, sea difícil encontrar bibliografía que trate adecuadamente estos temas y que la generalidad de los trabajos de investigación realizados durante las últimas décadas, incluidos muchos de los citados en este artículo, contengan errores y enfoques simplistas y deshumanizados sobre la sexualidad y la afectividad, y sobre sus alteraciones y los tratamientos que deben ser empleados.

I. REALIZACIÓN PSICOSEXUAL

El ser humano es un ser sexuado. Cada persona nace con un determinado sexo genético y durante su desarrollo va madurando, aprendiendo y configurando los diferentes aspectos de su psicosexualidad -identidad, papel, predisposición, etc.- de acuerdo con dicho sexo genético y de forma integrada con los demás elementos de su personalidad.

La realización biopsicosocial del individuo como hombre o mujer va a depender, por lo tanto, de que éste posea una conformación somatosexual adecuada (caracteres sexuales primarios y secundarios); de que adquiera una identidad sexual (convicción interna de ser varón o mujer) apropiada a su constitución biológica; y de que incorpore un papel sexual (actitudes, patrones de comportamiento y atributos de personalidad) acorde [3] con el definido culturalmente como masculino o femenino.

Un funcionamiento sexual adecuado exige la normalidad de los biorritmos neuroendocrinos sexuales y de los procesos fisiológicos implicados en la realización del acto sexual; pero el ejercicio de la sexualidad -la actividad sexual- no es necesaria ni para la salud ni para la realización biopsicosocial del individuo como hombre o mujer [4].

1. Funcionamiento autónomo de la sexualidad

Durante toda la etapa fértil del ser humano los procesos del sistema neuroendocrino promueven, con ritmicidad biológica [5], fenómenos neurovegetativos que se manifiestan como un aumento de la vitalidad específicamente sexual (o libido) –predisposición a sensaciones sexuales esporádicas, episodios de excitación sexual espontánea, mayor susceptibilidad a la estimulación erótica-, y que tienden a impregnar la vivencia -también con oscilaciones periódicas- de interés y apetencia sexual (apetito sexual).

Para la resolución fisiológica de estas normales “pulsiones endógenas” producidas en el hombre por los procesos hormonales y genitales, el organismo cuenta con los adecuados mecanismos neurovegetativos reflejos, encargados de la reabsorción del líquido seminal y de su expulsión mediante poluciones nocturnas durante el sueño [6].

El apetito sexual, su calidad e intensidad, van a estar, de forma natural, en dependencia de a) múltiples variables endógenas (vitalidad general, constitución, personalidad, predisposición aprendida, etc.); b) exógenas (circunstancias ambientales físicas -luz solar, temperatura-, tipo de alimentación); y c) socioculturales (estimulación erótica ambiental, hábitos de higiene corporal y mental, grado de ocupación y cansancio, estilo de ocio, etc.).

La persona célibe –igual que la casada fuera de las relaciones conyugales- debe mantener su funcionamiento sexual bajo el control del automatismo fisiológico de los procesos sexuales neurovegetativos, evitando la estimulación sexual consciente, disipando -con la pregnancia [7] de la actitud amorosa- las suscitaciones sexuales incompatibles con su estado de vida, y, en último término, desestimando con decisión [8], aunque con agradecimiento [9], el ofrecimiento inasumible (por “sin sentido”) de su apetito sexual.

Se puede afirmar, en este sentido, que la capacidad de saber reconocer sin complejos -ni concesiones- el estado del propio apetito sexual y de mantenerlo biopsicosocialmente integrado, constituye una de las características que configuran la madurez del individuo: la capacidad de autogobierno sexual.

2. Educación sexual para el autogobierno

Para mantener integrada la función sexual y favorecer su automatismo fisiológico se deben evitar, por lo tanto, aquellos estímulos, situaciones, ocurrencias y fantasías, que puedan excitar la vivencia sexual, ya que, una vez activada, tiende a impregnar el psiquismo y a enajenar la toma de decisiones hasta su total resolución.

Por ello, un comportamiento sexual sano requiere del individuo, además del adecuado conocimiento del funcionamiento sexual, de su significado y de su sentido, las actitudes psicológicas y los hábitos -control de la curiosidad, respeto de la intimidad y de las normas del pudor, higiene corporal y ejercicio físico apropiado, autodominio, dedicación intensa al estudio o al trabajo, preocupación interdependiente [10] por los demás, sentido de responsabilidad, práctica religiosa, etc.-, que le permitan gobernar su psicosexualidad y mantenerla entregada al compromiso de amor -matrimonial o de celibato apostólico- realizado o por realizar.

En definitiva, la madurez de la psicosexualidad va a depender en gran medida de que la pulsión sexual pueda ser informada e integrada dentro de la vivencia amorosa. El amor -que surge como consecuencia de la aparición de un “tú” en el horizonte vital de la persona y exige necesariamente la trascendencia de sí mismo y la entrega a dicho “tú”-, es una realidad existencialmente opuesta al sexo deshumanizado.

3. Dificultades para la realización psicosexual

La sensibilidad erótica se configura por las influencias ambientales a partir del nacimiento. La vivencia sexual tiene un importante componente endógeno y puede suscitarse por los más diversos estímulos, ocurrencias o fantasías, que irían adquiriendo una valencia sexual y configurando la predisposición sexual de la persona [11]; modulado todo ello por la constitución psicosomática, la identidad y el papel sexual, los rasgos de personalidad, las actitudes personales, las influencias sociales y culturales, etc.

Existe, por lo tanto, una gran diversidad de estímulos que pueden adquirir la capacidad de sugerir y suscitar respuestas sexuales, convirtiéndose en objeto de apetencia sexual, pero que no predeterminan dichas respuestas. Una predisposición sexual sana no descarta, en principio, la emergencia de cualquier tipo de ocurrencias, sentimientos, fantasías o impulsos sexuales, a lo largo del desarrollo del individuo, pero sí se caracteriza por la posibilidad de que dichas vivencias sean controladas, reelaboradas y reconducidas, adecuada y convenientemente [12].

Normalmente, en un ambiente cuidado y con la pertinente información y educación sexual, el desarrollo psicosexual transcurre sin grandes problemas. En la pubertad, el individuo, que se descubre con un bagaje de predisposiciones, de atracciones, que definen su mundo estimular sexual, tiene la tarea de reconocerlos y reconducirlos –y si fuera necesario, de reeducarlos-, dotándolos de sentido y coherencia: integrándolos en el conjunto de su psicosexualidad.

Por el contrario, la activación sexual inadecuada (el abuso de la sexualidad), sobre todo en épocas de inmadurez sexual, conlleva el riesgo de fijación y dependencia de la vivencia a estímulos, objetos o situaciones –de homoerotismo, de anonimato, de exhibicionismo, de poder, de superioridad, etc.-, que posteriormente pueden entorpecer o incluso impedir –como ocurre en los trastornos parafílicos [13]- la libre y responsable utilización de la sexualidad.

4. Prevención y criterios de actuación ante las alteraciones parafílicas

La mejor forma de prevenir la aparición de un trastorno parafílico es, lógicamente, una educación sexual infantil y juvenil que ayude a configurar el sentido humano de la sexualidad, protegiendo a niños y adolescentes de los riesgos de activaciones sexuales -fantasías o experiencias- precoces. Antes de realizar un compromiso de entrega -matrimonial o apostólica- de la sexualidad, habría que esperar del individuo la suficiente capacidad de autogobierno sexual como para poder descartar la existencia de un trastorno parafílico. Es poco probable que el trastorno se produzca posteriormente dado que, como muestran los estudios [14], las parafilias se ponen ya de manifiesto en la adolescencia y en los primeros años de la vida adulta.

En general, los criterios de actuación ante la parafilia son análogos a los establecidos para otro tipo de adicciones [15]. Ante un acontecimiento parafílico hay que: a) facilitar al afectado la atención de un especialista en psiquiatría [16] con adecuada formación en estas materias [17], y b) apartar al sujeto parafílico de aquellas relaciones, profesiones, oficios o hobbys que supongan un contacto con el estímulo o situación parafílicos [18], ya que, como muestran los estudios [19], el comportamiento parafílico tiene una dependencia y una compulsividad propias de la adicción, tiende a presentarse ante cualquier "oportunidad" de poder practicar la parafilia y posee un alto índice de recaídas (hasta un 42 % de los procesados por paidofilia y abuso de niños).

Si la actuación parafílica ha tenido –o existe el riesgo de que tenga- repercusiones externas y/o ha afectado a otras personas (menores o adultos que no consienten), deben atenderse las implicaciones legales del caso y las responsabilidades ante los afectados y sus familiares.

El tratamiento psiquiátrico, además de evaluar y controlar o solucionar los posibles factores predisponentes (otros trastornos mentales como esquizofrenia, trastornos de personalidad, alcoholismo, abuso de sustancias, etc.) y/o desencadenantes (estados de especial estrés o agotamiento, situaciones de soledad o desmoralización, ambientes “provocadores” o personas “inductoras”), va dirigido a suprimir la sexualidad parafílica, mediante la adquisición del suficiente control sobre la conducta desviada, y a normalizar la conducta sexual del individuo de acuerdo con sus circunstancias biopsicosociales. Para ello, el especialista cuenta con métodos psicoterápicos [20] y farmacológicos [21].

II. PSICOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

Llamamos afectividad [22] al conjunto de estados y reacciones psíquicas en los que se experimenta y expresa la repercusión (la importancia, el valor, la significación) que para las necesidades del individuo tiene lo percibido en el mundo. La afectividad se experimenta subjetivamente como una determinada sensación y valencia de agrado o desagrado; se fundamenta tanto en la disposición biológica como en la modulación producida por la estimulación ambiental; se manifiesta por conductas observables (de rechazo, huida, aproximación, etc.) y por el correspondiente correlato fisiológico regulado por el sistema nervioso vegetativo.

Las vivencias afectivas, como las tendenciales, se originan en un fondo psíquico que no es controlable por el Yo consciente, afectan y sobrecogen al hombre (nuestro Yo puede reprimir, reestructurar, comprender, un sentimiento o una emoción, pero no está en su poder el promoverlos directamente) y tienen una tendencia primaria a determinar la conducta y el gobierno y estilo de vida [23].

1.Educación afectiva para el autogobierno

De forma natural, durante el desarrollo, la voluntad del niño va extendiendo su control sobre los diferentes procesos psíquicos, hasta llegar finalmente a la esfera más íntima de la vivencia –las tendencias y los afectos- para determinar en qué medida han de actuar los impulsos a la acción contenidos en ellos. El Yo consigue así, mediante la voluntaria configuración impulsiva y afectiva, regular sus procesos vivenciales internos adquiriendo libertad y autonomía sobre ellos.

Con todo, este proceso de maduración de la regulación afectiva puede verse alterado por la tendencia que tienen los afectos a constituirse en motivación para el comportamiento, en pulsión autónoma que activa la conducta y la orienta en un sentido determinado. Así, el valor de significado, agradable o desagradable, que sobre lo percibido proporciona la afectividad al individuo, tiende no sólo a influir de un modo decisivo sobre la totalidad del hombre y sobre sus actitudes frente a la vida y al mundo, sino también a condicionar en diferentes grados la función volitiva del Yo [24].

Por ello, para lograr una adecuada realización afectiva –una realización afectiva que no entorpezca la plena realización personal-, es necesario, que la persona aprenda a integrar -reconocer, configurar, promover o disolver- sus afectos de acuerdo al valor de sentido que éstos tengan para las directrices del propio proyecto de realización. Al igual que ocurría con la sexualidad, la persona, célibe o casada, debe mantener su afectividad amorosamente entregada de acuerdo con sus personales circunstancias biopsicosociales.

Un control de este tipo sobre la afectividad es posible porque, aunque los afectos se padecen, no se pueden provocar ni evitar en su origen, sí se pueden facilitar, regular, controlar y modificar, mediante la intervención del resto de los miembros de la vivencia: percepción, intelección, impulsión, volición y conducta. Así, la persona tiene capacidad para suscitar sentimientos ante determinados acontecimientos a través de la reconsideración de su significado y de su sentido; de cambiar los afectos mediante la revisión -y modificación en su caso- de las actitudes y motivaciones que los generan; de regularlos para que no obstaculicen ni condicionen el razonamiento, evitando respuestas incontroladas o decisiones biopsicosocialmente inapropiadas.

2. Regulación afectiva

La regulación de la afectividad adquiere diferentes matices según el tipo de afectos sobre los que se trata de intervenir. En primer lugar, la persona debe aprender a mantener -y a reponer, si sufrieran alteración- los sentimientos corporales [25] y humorales [26] en la mejor disposición posible para hacer amables tanto el cumplimiento de su misión y de sus tareas como la benevolencia en sus interacciones sociales, en un equilibrio saludable entre autocuidados y rendimientos, y de acuerdo con sus concretas circunstancias biopsicosociales.

Así, procurar un buen temple psicosomático implica el esfuerzo por mantener la vitalidad –las constantes vitales y los bioritmos circadianos- a un nivel saludable mediante las normales conductas de salud: el adecuado descanso nocturno, la alimentación conveniente, el trabajo equilibrado y los tiempos oportunos de relajación y ejercicio físico e intelectual. El sujeto debe evaluar su capacidad para afrontar las diferentes actividades y acontecimientos sin perder su equilibrio psicosomático y, en la medida de lo posible, y de acuerdo con su personal capacidad de resistencia, evitar, o al menos controlar, aquellas tareas y situaciones especialmente estresantes que puedan provocar un trastorno del temperamento y de los sentimientos corporales que lo manifiestan (agotamiento que no mejora con el descanso, dolorimiento y malestar corporal indefinidos, alteraciones del ánimo, anhedonia, disforia, alteraciones de la cantidad, calidad y ritmo del sueño, etc.).

De la misma manera, aunque poseer un buen estado de ánimo y predisposición al buen humor, depende, en sus aspectos básicos, de la disposición biológica, la afectividad humoral es fruto también de la modulación producida por la estimulación emocional de situaciones y acontecimientos.

Por ello, el sujeto, además de procurar mantener en buena forma su temple psicosomático debe aprender a preservar su estado de ánimo dentro de niveles fisiológicos de funcionamiento [27].

En este sentido, para lograr una saludable realización afectiva a nivel humoral, es importante que la persona aprenda a mantener la serenidad emocional mediante una natural disposición de afrontamiento activo de los acontecimientos grandes y pequeños: amortiguando su impacto por medio de la reelaboración constructiva de los mismos y la relativización de su importancia en el contexto del proyecto personal; y resolviendo cuanto antes –antes de que se consoliden en estado de ánimo- las emociones disfuncionales residuales (de disgusto, desconfianza, inseguridad, tristeza, irritabilidad, envidia, decontento, etc.). Evidentemente, todo ello puede implicar también a veces un cambio de actitudes y criterios erroneos y en definitiva una cierta reestructuración de la personalidad.

Finalmente, la regulación de los afectos individuales [28], de los sentimientos de estima y poder, se basa, por una parte, en fundamentar la autoestima –sean cuales sean los propios valores y capacidades- en la vivencia de unicidad (de ser único) propia del ser humano, que es la que en definitiva proporciona el auténtico valor de la persona; y, por otra, en ir logrando que los sentimientos individuales se pongan al servicio de la trascendencia personal y afectiva.

Con todo, hay que tener en cuenta que los afectos individuales dependen a su vez, en cierta medida, de los temples y de los estados de ánimo y que por lo tanto sus alteraciones van a estar muchas veces relacionadas con los trastornos de éstos. Así, un sentimiento de inferioridad o de baja autoestima puede estar relacionado con temples delicados o estados de ánimo subdepresivos y un sentimiento de minusvalía puede tener como base un trastorno del humor, etc. Por otra parte, un sentimiento de inferioridad o superioridad será patológico en la medida y el grado en que imposibilite al individuo la trascendencia afectiva, es decir, el desarrollo de sentimientos personales de interdependencia, solidaridad y responsabilidad.

3. Madurez afectiva de la personalidad

El celibato apostólico implica no sólo –como el matrimonio- una independencia afectiva de la familia de procedencia sino también una ausencia de los lazos afectivos “naturales” que conlleva la familia de procreación. Esto exige, en la persona célibe, la existencia previa a la entrega apostólica, de un grado de madurez compatible con la vivenciación trascendente [29].

La necesidad de querer y sentirse querido de la persona madura está siempre configurada por características psicológicas de a) autosuficiencia solidaria, b) independencia interdependiente y c) autonomía responsable.

Dichas características hacen posible al hombre la libertad psicológica y la autoposesión –emocional [30], cognitiva y motivacional- que necesita para trascenderse, para salir de sí mismo encontrando satisfacción en ello.

a) La autosuficiencia supone que el individuo se basta a sí mismo para el autoapoyo emocional, la autocomprensión cognitiva y el autoestímulo motivacional; al menos en grado suficiente como para poder salir adelante por sí mismo sin necesitar el apoyo, la comprensión y el estímulo de los demás, y así poder ser realmente solidario (se procura la suficiencia para no ser una carga y poder descargar al otro).

Entonces es cuando la persona adulta tiene la capacidad de establecer lazos emocionales estrechos sin temer la pérdida de la propia identidad; de desarrollar relaciones de cooperación con los demás, de amistad, de amor; de comprometerse en empresas comunes y afiliarse a grupos concretos. Todo esto supone a su vez, habilidad para compartir, confianza mutua, capacidad para sacrificarse y comprometerse con el otro, para ser tolerante y aceptar las diferencias percibidas en los demás. En definitiva, la capacidad de conferir a las necesidades y preocupaciones de los otros la misma importancia que a las propias.

b) La independencia implica que se poseen las suficientes dosis de autoestima emocional, capacidad de autoorientación cognitiva y autoexigencia motivacional, como para poder afrontar una sana interdependencia (en la que el otro es significativo, pero no necesario y mucho menos imprescindible). En este sentido, la afectividad del adulto va a estar condicionada por la definitiva separación, real e intrapsíquica, de la familia de origen y por el compromiso con la tarea específica de establecer nuevas relaciones de intimidad [31], aunque ahora desde una posición de sujeto en “soledad confortable” capaz de cuidar, real e intrapsíquicamente, de sí mismo.

c) La autonomía proporciona la capacidad necesaria de autocontrol emocional, autoconvicción cognitiva y autodominio motivacional, como para poder responder de las consecuencias de los propios actos y decisiones (se gobierna según los propios criterios sabiendo que se hace cargo –que se responde, que se tiene que rendir cuentas- de las consecuencias).

En definitiva, dichas características proporcionan a ambos sexos la madurez psicológica y social que les hace aptos para un amor profundo y totalizador, así como para guardar -y guardarse- fidelidad y para asumir la responsabilidad de una familia. Todo ello, hace de la edad adulta la época apropiada [32] –el periodo óptimo [33]- para terminar de desarrollar las capacidades de paternidad [34] que el ser humano posee y de cuyo desarrollo depende su definitiva trascendencia [35].

Si no se accede a esta experiencia psicológica de paternidad, las relaciones de la persona –incluidas las de aquélla con paternidad biológica- tienden a organizarse de acuerdo con modelos de “filiación” [36] o de “fraternidad” [37], de forma que en su papel de padre de familia, en sus interacciones sociales, o cuando ocupa cargos de autoridad o desempeña tareas de dirección, la persona no conseguiría desarrollar más que actitudes de “hijo” o “hermano mayor”.
Un “hijo” o un “hermano mayor” que, en cuanto tales, estarían siempre afectivamente expuestos (dentro de su preocupación y desvelos de “padre”) a distorsiones paternalistas: búsqueda, a su vez, de una figura paterna de la que depender, necesidad de reconocimiento, expectativas de compensación afectiva por sus trabajos, vivencias de competición con los “hijos” (con riesgo de envidias y celos de ellos), aceptación condicionada a la sumisión de los mismos, exigencias interesadas y arbitrarias, posesividad explotadora, etc.

4. Desarrollo afectivo y dificultades para su realización

La afectividad del ser humano -como el resto de funciones psicológicas- pasa por tres fases de desarrollo: a) la fase vivencial, b) la individual y c) la personal o trascendente. En cada una de esas fases, las necesidades psicoafectivas, y la forma de expresarlas y satisfacerlas, son muy diferentes.

a) En la fase vivencial o “simbiótica” (dos primeros años de vida), la necesidad de afecto del niño, experimentada a nivel sensorial y motórico, es muy grande, y cualquier insatisfacción de sus necesidades de apego puede tener consecuencias emocionales intensas y duraderas [38] De la resolución de esta fase parecen depender rasgos y tendencias emocionales básicos de la futura personalidad, tales como confianza, humor básico, seguridad, etc. [39].

b) En la fase individual o “egoica” (2-3 a 9-10 años) las necesidades afectivas del niño giran ya alrededor de las vivencias de autoevaluación y de las impresiones sobre su valor (aceptación) y poder (reconocimiento); impresiones recibidas al principio, de las personas significativas; poco a poco asumidas y reelaboradas por las experiencias con sus iguales; y, más tarde –durante la pubertad-, consolidadas por la creciente capacidad de crítica del joven, que alcanza así, grados saludables de autonomía, autosuficiencia e independencia del yo, a todos los niveles de la personalidad: emocionales, cognitivos y motivacionales [40].

c) En la fase personal o “trascendente” del desarrollo, la afectividad, junto con el resto de las funciones psíquicas, tiende a perder egocentrismo y a organizarse exocéntricamente (alrededor de objetivos externos al individuo), de forma que las necesidades afectivas de la persona encuentran su satisfacción en las propias vivencias de interdependencia, solidaridad y responsabilidad.

De todas estas transformaciones, que van sufriendo las necesidades afectivas de la persona, destacan por su especial interés los cambios que se producen en la vivencia de relación y comunicación con el mundo, y que van a dar lugar, durante la fase de individuación, a una especial vivencia de soledad.

La paulatina conciencia de individuación que el púber va experimentando por la maduración de su yo, y los sucesivos “desprendimientos” emocionales, realizados normalmente por la superación autosuficiente de las dependencias intra e interpersonales (otras veces forzados por experiencias de ruptura, que probablemente dejarán su huella), le hacen experimentar, con mayor o menor fuerza, la vivencia de soledad existencial, radical, propia del ser humano [41].

Dicha vivencia de soledad radical ya no puede ser satisfecha por el adolescente, ni con regresiones vivenciales simbióticas (juego, diversión, aventura, dependencias emocionales o conductuales, abuso de sustancias, etc.), ni con acrecentamientos egocéntricos de valor y poder (fuerza, dominio, posesión, cualidades, conocimientos, aceptación, reconocimientos, triunfo, etc.), que, como mucho, pueden llevar a situaciones de autosuficiencia egoísta, independencia desvinculada y autonomía irresponsable. La soledad únicamente puede ser superada con la búsqueda de metas e ideales que sobrepasen el yo, que vayan más allá de la finitud y fugacidad de la existencia egocéntrica.

A partir de este momento, la única forma saludable de satisfacer las necesidades afectivas de trascendencia viene dada por el descubrimiento [42] del significado y el sentido del universo y, con él, el de la propia existencia [43].

Si esta experiencia de integración y coherencia del mundo no tiene lugar, o se ve impedida o distorsionada por necesidades no resueltas de apego simbiótico o de autoestima egocéntrica, la persona va a padecer un estado -o un trastorno [44]- de inmadurez afectiva que le condiciona o le incapacita para soportar la vivencia de soledad, y con ello, para una realización afectiva saludable. Ni la compañía, ni las normales muestras de afecto y consideración van a ser suficientes para satisfacer sus necesidades “infantiles” de dependencia, cariño y reconocimiento; a la vez que presenta una gran sensibilidad, fragilidad y tendencia a la perturbación afectiva, ante situaciones reales de soledad o de rechazo o menosprecio.

5. Pautas de comportamiento afectivo en el celibato

Como ya se ha visto, la afectividad de la persona célibe debe trascender -de una forma más “urgente”, previa a la entrega, que la afectividad de la persona casada- las relaciones “íntimas y espontáneas” propias de las relaciones familiares y amistosas, y quedar tamizada por vivencias de interdependencia, solidaridad y responsabilidad. Progresivamente, la persona -independiente, autosuficiente y autónoma- debe ir moldeando y modelando sus afectos de acuerdo con comportamientos y modelos de relación interpersonal psicosocialmente maduros [45], configurados por una disposición a la entrega, es decir, a la interacción asimétrica [46].

Por ello, una buena forma de delimitar y describir cómo debe ser la conducta psicoafectiva del célibe (y la de cualquier persona que aspire a una saludable realización afectiva) es la representada por los dos modelos básicos de relación interpersonal madura y asimétrica: a) el "paterno-filial" y b) el de "ayuda profesional".

a) Configuración de la afectividad según el modelo de relación paterno-filial:

De acuerdo con el modelo de relación paterno-filial, el tipo de intimidad psicoafectiva saludable para la persona comprometida por un celibato apostólico sería análogo al que se adquiere por el vínculo matrimonial. Como ocurre con el matrimonio, la persona llamada a vivir el celibato apostólico asume, con su compromiso, la responsabilidad de una “familia” –en este caso la de todos sus semejantes- y por ello la necesidad de desarrollar actitudes de “paternidad” psicosocial; actitudes que, de forma semejante a las originadas por los lazos familiares biológicos, configuran la expresión de su intimidad psicoafectiva, limitándola a aquellas formas de relación interpersonal –de “amistad”, de “compañerismo”, de “colegas”, etc.- compatibles con la de “paternidad”.

Independientemente de la forma de ser de la persona, la vivencia [47] de “paterno-maternidad” le permite tener, de forma natural y sin riesgo de excesos o intromisiones indebidas, la medida de la expresión afectiva con personas de ambos sexos, en las diferentes situaciones y relaciones reales. Por otra parte, la adopción de actitudes de tipo paterno-materno predispone psicológicamente a la responsabilidad por el bien del “hijo” y a la aceptación paciente de sus posibles y “naturales” errores e “infidelidades” [48].

En este sentido, la persona que vive el celibato apostólico debe evitar -como cualquier padre biológico fuera de su relación conyugal- toda relación interpersonal o vivencia afectiva que impliquen o puedan implicar eróticamente su psicosexualidad o la del otro (que, en cuanto “hijo” –masculino o femenino, no importa-, debe ser amorosamente respetado). Cualquier apegamiento, indiscreción o trato emocional incompatibles con el modelo de relación paterno-filial, supondría, por analogía, un abuso “incestuoso” y un riesgo –o ya un trastorno- de distorsión de la psicoafectividad propia y ajena.

b) Configuración de la afectividad según el modelo de relación asistencial:

Desde el punto de vista del modelo de ayuda profesional, el celibato apostólico, en cuanto compromiso de dedicación a los demás, constituye una de las formas, sin duda la más elevada, de dicha relación de ayuda o asistencia [49]. Como toda relación interpersonal de ayuda se caracteriza por motivaciones y actitudes –de altruismo y ayuda desinteresada, de apoyo y exigencia amorosos- análogas a las de otras relaciones desiguales y asimétricas (padres-hijos, maestros-alumnos, enfermos-médicos, etc.), y configura la interacción psicoafectiva según dichos modelos relacionales [50].

Las relaciones psicoafectivas del célibe comprometido apostólicamente deben transcurrir, por lo tanto, dentro de los límites exigidos por la relación de asistencia [51]. La expresión afectiva en sus relaciones reales -de filiación, fraternidad, amistad, compañerismo- debe estar siempre matizada e impregnada por un sentido trascendente de “ayuda profesional”, que no sólo no quita autenticidad a dichas relaciones, sino que les sirve de garantía.

Por supuesto que siempre debe ser él mismo, sin aparentar una imagen estereotipada e impersonal y sin que ni su personalidad ni sus asuntos sean un tema tabú. Pero dentro de lo que él auténticamente es, debe adaptarse, en cada caso, a las conveniencias saludables de los demás. Por otra parte, la asimetría de la relación propia del modelo asistencial, hace que la persona, al no tener que esperar de sus semejantes una actitud de apoyo equivalente, se pueda sentir psicoafectivamente por encima de las posibles faltas de correspondencia, incomprensión o “maltrato” de los demás; que le resulte fácil asumir las dificultades de aprendizaje y las resistencias al cambio de los otros; que acepte sin rigidez ni ingenuidad la falta de resultados inmediatos de sus intervenciones; y que, en definitiva, permanezca a salvo de la desmoralización y agotamiento emocional (característicos del síndrome de desgaste profesional) que amenazan al profesional que no mantiene su psicoafectividad dentro de los límites de la relación de asistencia. [52].

III. CONCLUSIONES

En síntesis, se puede concluir que la sexualidad saludable de la persona célibe, debe discurrir dentro de los límites del automatismo fisiológico de los procesos neurovegetativos de su organismo y que su afectividad debe ser configurada por las exigencias del papel y del estatus que le corresponden como soltero (exigencias de compañerismo, de amistad, de noviazgo), o como soltero con un compromiso de celibato apostólico (exigencias de paternidad y de ayuda profesional).

En cuanto a las alteraciones de la sexualidad, se pone de manifiesto, por un lado, la importancia de una educación que incluya la formación psicológica para el autogobierno y la prevención de condicionamientos de la predisposición sexual, especialmente durante la época infantojuvenil, pero también durante el resto de las épocas de la vida; por otro lado, se hace evidente la necesidad de realizar un tratamiento especializado de los trastornos parafílicos, evitando tanto el error de pensar que estos problemas no tienen remedio, como el de creer que son cuestiones morales que se pueden superar exclusivamente con fuerza de voluntad. Finalmente, el tratamiento, que tiene como objetivo final la deshabituación y el “descondicionamiento” del comportamiento parafílico, requiere, además de las actuaciones farmacológicas y psicoterápicas pertinentes, la evitación de situaciones o estímulos que puedan desencadenar la compulsión parafílica, a la que, por definición, el paciente puede ser prácticamente incapaz de resistir.

Desde el punto de vista de la psicoafectividad, es de destacar sobre todo, la importancia que tiene, para la realización afectiva del célibe, la consecución de tres metas básicas del desarrollo psicológico: en primer lugar, la consolidación de aquellas características de madurez (independencia, autosuficiencia, autonomía), de “egoismo sano”, que capacitan al individuo para la auténtica entrega (interdependiente, solidaria y responsable); en segundo lugar, la necesidad de experimentar el sentido trascendente de la propia existencia, como única vivencia que libera y protege psicológicamente de la soledad emocional y capacita para la situación de “soledad confortable” que requiere la entrega a los demás; y en tercer lugar, el desarrollo de las tendencias de paternidad psicológica del ser humano, como experiencia y actitud imprescindibles en el adulto para una auténtica realización psicoafectiva.

NOTAS

[1] Engel, G. L., “The clinical application of the biopsychosocial model”, American Journal of Psychiatry, 137, 1980, pp. 535-544.
[2] Ver Branzei, P. P. y Nathanson, I. N., “The bio-psycho-social tridimensional constructivism of Socolas’ School in the perspective of contemporary psychiatry [original en francés], en Acta Psychiatr. Belg., sep-oct; 1981, 81 (5) pp. 425-36.
[3] Al menos, que dentro de la gran variabilidad sociocultural de interpretación y manifestación de los papeles masculino y femenino, no traicione sus raices biológicas, ni impida la realización psicosocial del individuo.
[4] Incluso en el caso de compromiso matrimonial la actividad sexual no es indispensable para la realización de los cónyuges, aunque sí -salvo contraindicaciones- conveniente como expresión corporal y refuerzo psicofísico del amor. Como acto inseminador es, lógicamente, necesario para la procreación.
[5] Otero, A., “Conducta y patología sexual”, en: Vallejo, J. (dir.), Introducción a la psicopatología y la psiquiatría (4ª ed), Barcelona, Masson, 1998; p. 279.
[6] La polución nocturna es un fenómeno fisiológico normal, un mecanismo natural, a través del cual el apararo reproductor masculino, mediante una eyaculación involuntaria, elimina las cantidades excesivas de semen. Ocurre durante el sueño y el individuo no tiene control alguno sobre el proceso.
[7] En psicología de la “Gestalt” se entiende por pregnancia la capacidad de una forma para destacar como figura de un fondo. Por analogía se utiliza para expresar la fuerza de un determinado estímulo para configurar (impregnar) la vivencia.
[8] La suscitación sexual se caracteriza, sobre todo en el hombre, por la facilidad y agudeza con que impregna la vivencia y la “motiva” para alcanzar su satisfacción. (véase Monge, M. A.. y López, G., “Matrimonio y sexualidad”, en: Monge, M. A. (ed.), Medicina Pastoral,: Madrid, EUNSA, 2002, p. 269).
[9] Como don natural, expresión psicofisiológica de salud. Las actitudes extremas de temor, aversión u odio a las manifestaciones sexuales corporales, aparte de manifestar inmadurez, pueden dar lugar a fenómenos inconscientes de represión o negación de la sexualidad, con comportamientos compulsivos y perversiones del impulso sexual.
[10] Se entiende por interdependencia el estilo de relación humana caracterizado por la predisposición para influir sobre otros y mostrarse sensible a ellos, la tendencia a suministrar y recibir apoyo, a confiar y a que confíen en uno, a definirse uno mismo en relación a otros, y a verse uno mismo no como un ser solitario sino vinculado a otros, que son importantes para la propia vida. El concepto se diferencia del de dependencia, que viene definido como impotencia, indefensión, falta de control y necesidad de ayuda. Este tema se trata con más detalle en Zapata, R. “Psicología diferencial: hombre y mujer”, en: Monge, M. A. (ed.), op. cit., pp. 360-378.
[11] Wilson, J., “Sexual deviations”, en. British Journal of Hospital Medicine, 1981, 23, pp. 8-14.
[12] Lo que hace patológico un impulso, una fantasía, o una conducta sexual no es la calidad o intensidad de la fantasía o del impulso, ni las circunstancias en las que surgen, ni el tipo de conducta sexual que se realiza, sino la dependencia -y consiguiente incapacidad para controlarlos- que el yo tenga de ellos.
[13]Las parafilias o desviaciones sexuales son trastornos de la conducta sexual caracterizados por la dependencia o “preferencia” (predisposición intensa o tendencia persistente y recurrente) que tiene el individuo de experimentar –imaginaria, simulada o realmente- determinadas emociones o situaciones, sexualmente inapropiadas o accesorias (homoeróticas, de dominación, anonimato, despersonificación, deshumanización, etc.), para conseguir excitación y/o satisfacción sexual. OMS: CIE-10, Trastornos mentales y del comportamiento. Descripciones clínicas y pautas para el diagnóstico, Madrid, MEDITOR, 1992, p. 269 y APA: DSM-IV, Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, Barcelona, Masson, 1995, p. 536.
Estas alteraciones suelen tener un carácter hipersexual obsesivoide y/o compulsivo y una dependencia propia de las adicciones, que hacen que tiendan a cronificarse. Herman, J. L., “Sex offenders: A feminist perspective”, en Marshall, W. L., Laws, D.R, y Barbaree, H. E. (eds.), Handbook of sexual assault, Nueva York, Plenum Press, 1990.
[14]Algunas fantasías y comportamientos asociados con las parafilias pueden iniciarse en la infancia o en las primeras etapas de la adolescencia, pero su desarrollo se define y elabora completamente durante la adolescencia y los primeros años de la vida adulta (en más del 50% de los casos la alteración parafílica se inicia antes de los 18 años). Becker, J. V., Johnson, B. R., y Kavoussi, R. J., “Trastornos sexuales y de la identidad sexual”, en Hales, R. E., Yufofsky, S.C. y Talbott, J. A. (eds.), Tratado de psiquiatría, Barcelona, Masson, 3ª ed. 2000, tomo I, p. 752.
[15] En Carnes, P., op. cit.
[16]Es necesario iniciar un tratamiento psiquiátrico, sin atender posibles justificaciones del comportamiento parafílico (que no serían más que expresión de una falta de conciencia de enfermedad), ni promesas o propósitos de autocontrol que la persona, por su estado de dependencia, no está en condiciones de cumplir.
[17] Hay que tener en cuenta que la actual formación oficial de los profesionales en estas materias está totalmente distorsionada por ideologías y prejuicios deshumanizados y deshumanizadores, por lo que para tratar a pacientes con estos problemas, y en general con temas que tengan que ver con la sexualidad, es necesario que el especialista, no sólo posea una buena formación antropológica cristiana, sino que, despojado de los prejuicios seudocientíficos imperantes, disponga de un bagaje científico propio de conocimientos –coherente con el humanismo cristiano- sobre la sexualidad humana y sus alteraciones, y sobre las técnicas para su tratamiento.
[18] Como por ejemplo, vender zapatos o lencería de mujer (fetichismo), trabajar con niños (paidofilia) o con ancianos (gerontofilia), convivir estrechamente con personas del mismo sexo (homofilia), etc.
[19] Hanson, R. K., Steffy, R. A. y Gauthier, R., “Long term recidivism of child molesters”,. Journal of Consulting and Clinical Psychology, 1993, 61: 4, pp. 646-652.
[20]La psicoterapia incluye el entrenamiento en habilidades de autocontrol dirigido a conseguir la abstinencia absoluta de la conducta parafílica y la evitación activa de cualquier situación o relación potencialmente precipitantes de dicha conducta. Al mismo tiempo se resuelven sus posibles conflictos actuales y se fomenta la reelaboración existencial (formalización -o revitalización, en su caso- vivencial del proyecto de vida y de sus compromisos) y la integración coherente de su psicosexualidad.
[21]El tratamiento farmacológico va dirigido a reducir la hipersexualidad, la obsesividad y la compulsividad características del comportamiento parafílico mediante fármacos que bloquean o disminuyen los niveles de andrógenos circulantes; fármacos serotoninérgicos (ciertos antidepresivos relacionados con la serotonina) que además mejoran el trastorno del humor que suele producirse en este tipo de pacientes; y tranquilizantes mayores (neurolépticos), por su acción sedante y reductora de la libido.
[22] La afectividad incluye tanto los estados afectivos o sentimientos (temples, modos de ánimo o humor y sentimientos individuales y personales, más bien estables y endógenos) como los movimientos afectivos o emociones (modalidad del sentirse afectado más inestable y dependiente de estímulos ambientales). VerLersch, Ph., La estructura de la personalidad, Barcelona, Scientia, 1971.
[23] A pesar de que en sí mismos los afectos no tiene ningún valor de orientación, ya que únicamente nos indican lo que subjetivamente significan (cómo nos afectan) las cosas -no el valor objetivo, el sentido, que tienen respecto al proyecto vital de la persona-, no hay duda de que caracterizan la personalidad, modulando otros rasgos de la misma, las actitudes y la forma de afrontar la realización, hasta el punto que, en muchas personas, los afectos se constituyen en fuente de motivación y orientación (o desorientación) para el comportamiento.
[24] La vivencia afectiva puede condicionar la función volitiva del Yo (la voluntad) desde grados controlables por el yo consciente –gusto, disgusto, atracción, rechazo, etc.- hasta extremos compulsivos incontrolables como las filias y las fobias. Con el término filia (del griego philia, amor) se hace referencia al amor morboso o atracción irresistible por algo (como es el caso de las parafilias. Se conoce como fobia (del griego phobos, temor) el miedo irracional, (desproporcionado y obsesionante) hacia un objeto, situación o actividad, que da lugar a un deseo incoercible de evitarlos.
[25] Los sentimientos corporales o temples psicosomáticos son estados afectivos constituidos por el reflejo vivencial de los procesos del fondo vital: metabolismo, digestión, respiración, circulación, etc. que poseen cierto carácter de signo o indicación de que algo físico se encuentra alterado (hambre, sed), no precisamente enfermo. Desempeñan un importante papel temperamental.
[26] Los sentimientos humorales (estado de ánimo o humor) son estados afectivos constituidos por el reflejo vivencial del fondo motivacional (disfrute, logro, trascendencia). Se encuentran menos ligados al cuerpo que los temples, a los que contienen (en el buen humor está contenido el sentimiento de bienestar; en la tristeza el de cansancio, etc). Poseen cierto carácter de signo o indicación de cómo se encuentra el tono motivacional (vivencial, individual o personal), modulan la relación de la persona con su entorno y condicionan sus apreciaciones. Desempeñan un importante papel disposicional, al determinar un peculiar humor básico.
[27] Entre otras medidas preventivas de higiene afectiva (uso moderado de sustancias excitantes y de alcohol, respeto de las horas de sueño, control del estrés, etc.) destaca la importancia de mantener una vigilancia activa sobre las sensaciones subjetivas de malestar o tensión emocional y sobre la tendencia al desánimo y al mal humor que producen tanto los pequeños acontecimientos negativos de cada día –contrariedades, impertinencias, decepciones, frustraciones, desaires, maltratos, fracasos, etc.-, como los acontecimientos mayores que impactan la vida de las personas y rompen su equilibrio biopsicosocial –muerte de un ser querido, pérdida del empleo, discusión familiar, accidente de tráfico, cambio significativo del estado de salud, etc.-.
[28] Los sentimientos individuales son estados afectivos constituidos por el reflejo vivencial del Yo, en los que la existencia es experimentada como individualidad frente al mundo. Se presentan bajo dos variantes temáticas fundamentales: los sentimientos de poder y los sentimientos de valer. El sentimiento de poder se experimenta como la capacidad, la fuerza psicosomática para afrontar las dificultades, para imponerse en la lucha por la existencia, para llevar a cabo la propia realización, para dominar el ambiente. Se fundamenta en el biotono constitucional y se configura por las sucesivas vivencias de éxito-fracaso que el niño va experimentando en la interacción con el ambiente. El sentimiento de valer o sentimiento del propio valor o autoestima, se experimenta como valoración, consideración o aprecio de la persona sobre sí misma. Se va formando en el niño desde los primeros años de vida a través de un proceso de interiorización -asimilación y reflexión- de las opiniones de las personas socialmente relevantes para él (los padres, otros familiares, los profesores, etc.). Posteriormente la autoestima se relaciona estrechamente con el propio autoconcepto y es el resultado o cristalización de sucesivas autoevaluaciones en las que el sujeto evalúa la diferencia entre los niveles alcanzados y los inicialmente pretendidos.
[29] Aunque la madurez afectiva es también necesaria para el matrimonio, éste aún puede suponer para el cónyuge inmaduro un ámbito de apoyo y compensación afectiva, de educación emocional y “desahogo humano”, y, en definitiva, una nueva oportunidad de aprendizaje emocional mediante la intimidad afectiva que ya no es posible en el célibe.
[30] La autoposesión emocional implica, junto a la capacidad de vivenciar, la capacidad de conocer el sentido de la vivencia y de dirigir -en el sentido de asumir y trascender- los sentimientos según el propio proyecto de realización personal.
[31] Zapata, R., Cano A, y Moyá, J., “Tareas del desarrollo en la edad adulta”, Psiquis; 23, 5, 2002, pp. 185-197.
[32] Erikson, E. H., El ciclo vital completado,: Barcelona, Paidós, 2000 y Havighurst, R. J., “History of developmental psychology: Socialization and personality development throug the life-span”, en Baltes, P. B. y Schaie, K. W. (eds.), Life-span developmental psychology. Personality and socialization, Nueva York, Academic Press, 1973, pp. 3-24.
[33] Por periodo óptimo, sensitivo o crítico, entendemos el espacio de tiempo, en el desarrollo humano, en el que ciertos aprendizajes (hablar, leer, escribir, etc.) se realizan con mayor facilidad. Aunque el concepto procede de la psicología animal (espacio de tiempo en el periodo evolutivo de una especie, en el que los individuos se hallan especialmente dispuestos para ciertos aprendizajes) también se puede aplicar con una interpretación flexible, al ser humano.
[34] Desde el punto de vista psicológico, la actitud de paternidad tiende a suscitar, esencialmente, vivencias amorosas de aceptación y apoyo incondicional, exigencia comprensiva, respeto y estimación significativa, confianza, disculpa y subsidiariedad permanente. (Ver Rice, F. P., Desarrollo humano, México, Prentice-Hall Hispanoamérica, 2ª ed. 1997).
[35] La paternidad biopsicológica –y, por analogía, la psicológica del célibe con un compromiso apostólico- conlleva y favorece actitudes de vinculación y compromiso progresivo con “los hijos” que, a su vez, inducen cambios intrapsíquicos profundos. Además, capacita para acoger con tolerancia y comprensión la distinta manera de ser y la distinta orientación valorativa de los hijos y, en general, de todas las demáspersonas. Ver Colarusso, C. A., “Edad adulta, en: Kaplan, H. I. y Sadock, B. J. (dirs.), Tratado de Psiquiatría, Buenos Aires, Intermédica, 6ª ed. 1997, vol. 4, pp. 2429-2440.
[36] Psicologicamente, la actitud de “filiación” conlleva emociones de seguridad, confianza, respeto, etc., pero también necesidad y expectativas de apoyo emocional, significación y confirmación; junto a fragilidad ante la indiferencia o la falta de aprecio.
[37] Desde el punto de vista psicológico, la actitud de “fraternidad” tiende a suscitar emociones de igualdad, solidaridad, interdependencia y responsabilidad por el “hermano”, pero en ella –al contrario que en la actitud “paternal”- permanece siempre latente el riesgo de experimentar la competitividad, la intransigencia “justiciera”, la aceptación y el apoyo condicionados, las emociones de agravio-desagravio, etc.
[38] Ver “depresión anaclítica de Spitz” en Diccionario Espasa Medicina, Madrid, 1999.
[39] Ver Erickson, E. H., Infancia y sociedad, Buenos Aires, Paidós, 1959.
[40] El proceso de individuación y la necesidad de trascendencia se trata con mayor detalle en Lersch, Ph., La estructura de la personalidad, Barcelona, Scientia, 1971.
[41] El proceso de individuación y la necesidad de trascendencia se trata con mayor detalle en Lersch, Ph., op. cit.
[42] Tal descubrimiento se va a ir manifestando y concretando, de forma más o menos equilibrada, en actitudes y comportamientos de conocimiento amoroso –sabiduría-, en todas sus manifestaciones: arte, ciencia, acción y relación social-, y suscitan y propician en el joven las actitudes de interdependencia, solidaridad y responsabilidad, características de la personalidad psicológica y psicoafectivamente madura. (véase May, R., “Contribuciones de la psicoterapia existencial”, en May, R. y Ellenberger, E. A. (eds.), Existencia, Madrid, Gredos, 1977, pp. 117-153.)
[43] La experiencia de unicidad (de ser único, querido por sí mismo) es la base del sentimiento de autoestima y de la autosuficiencia emocional consiguiente, y la experiencia de interdependencia exocéntrica (ser relacional que tiene su centro, su sentido, fuera de sí mismo), es el fundamento de la responsabilidad. Las vivencias de conocimiento y amor a que llevan dichas experiencias, constituyen la única forma realizadora de superar la soledad existencial.
[44] Se habla de trastorno cuando un síntoma o conjunto de síntomas produce afectación o malestar significativo o deterioro social, laboral o de otras áreas importantes de la actividad del individuo.
[45] La necesidad de querer y ser querido del adulto se organiza según la vivencia de trascendencia, de acuerdo con las exigencias psicosociales del individuo. El estatus y el papel concretos de cada persona configuran las formas y dimensiones psicoafectivas de sus relaciones interpersonales: los diferentes tipos de relación (de compañeros, de colegas, de amistad, de noviazgo), las relaciones de parentesco (filiación, fraternidad, conyugalidad, paternidad, etc.) y las relaciones profesionales de ayuda. De todas ellas se espera un comportamiento siempre amoroso, en el sentido de que el bien del otro supone el propio bien, aunque psicoafectivamente modulado por diferentes grados de intimidad.
[46] La relación interpersonal asimétrica se caracteriza por su complementaridad ya que presupone en uno de sus miembros la capacidad de asistir y en el otro la necesidad de asistencia.
[47] Se entiende por vivencia la experiencia interna de lo vivido. Esta experiencia supone una forma de interrelación del ser vivo con el ambiente, en la que aquél se comporta, afectado por sus necesidades y por lo que percibe en el ambiente. Incluye, por lo tanto, cuatro miembros: necesidades o impulsos, afectación o sentimientos, percepción y comportamiento.
[48] La persona con vivencias de paterno-maternidad agradece las muestras de afectividad del “hijo” pero, su autosuficiencia afectiva se apoya en los lazos emocionales de copaternidad que comparte.
[49] Entendemos por relación de ayuda la intervención de naturaleza biopsicosocial dirigida a promover el logro de cambios o modificaciones en el comportamiento, en la adaptación al entorno, en la salud física y psíquica, en la integridad de la identidad psicológica y, en definitiva, en el bienestar biopsicosocial de personas y grupos. Este tema se trata extensamente en: Zapata, R. “Tratamientos psicológicos: Bases de la psicoterapia”, en Gómez Lavín, C. y Zapata R. (dirs.), Psiquiatría, salud mental y trabajo social, Pamplona, Eunate, 2000, p. 258.
[50] El profesional de la ayuda fomenta, con el receptor de la misma, un tipo de relación que tiene las mismas características –respeto, apoyo y comprensión- de una relación parental simbólica; o dicho de otra forma, que tiene características análogas a las de la relación padres-hijos; relación que, por otra parte, favorece las actitudes espontáneas de confianza y altruismo, y supone, también técnicamente, el mejor vehículo para las medidas de intervención más “técnicas”.
[51] Exactamente lo mismo puede decirse de las relaciones de la persona casada, incluidas las relaciones entre los esposos; aunque en este caso, como es lógico, la sintonía emocional y afectiva es –o debería ser- mucho más profunda, prácticamente con el único límite de los asuntos de conciencia.
[52] Este tema es tratado con más detalle por el autor en Enciclopedia Médica Familiar, Madrid, Espasa, 2002; p.1353.



(*) Ricardo Zapata
Facultad de Medicina
Universidad de Navarra

 

( Tomado de SCRIPTA THEOLOGICA 35 (2003/3) 853-872 )