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CEE: Mensaje
a los sacerdotes
con motivo
del Año Sacerdotal
Queridos hermanos sacerdotes:
Reunidos en Asamblea Plenaria en el Año Sacerdotal, los
obispos os recordamos en nuestra oración y damos gracias a
Dios por todos vosotros: por el don de vuestra vocación, que es
regalo del Señor, y por vuestra tarea, respuesta en fidelidad.
Una fidelidad que manifestáis a diario con el testimonio de
vuestra vida y con la dedicación de cada uno al anuncio del
Evangelio, a la edificación de la Iglesia en la administración de
los Sacramentos y al servicio permanente de los hombres y
mujeres de nuestro tiempo. Damos gracias al Señor, porque
seguís con la mano puesta en el arado, a pesar de la dureza de
la tierra y de la inclemencia del tiempo.
Esperamos que este Año Sacerdotal produzca abundantes
frutos en consonancia con los objetivos propuestos por el Papa
Benedicto XVI: «Promover el compromiso de renovación interior
de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico
en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo»; «favorecer la
tensión de los sacerdotes hacia la perfección espiritual, de la
cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio»; «para
hacer que se perciba cada vez más la importancia del papel y
de la misión del sacerdote en la Iglesia y en la sociedad contemporánea
» (1 Cf. BENEDICTO XVI, Carta para la Convocatoria del Año Sacerdotal [16 de junio de
2009], y Discurso a la Congregación para el Clero [16 de marzo de 2009]).
En nuestra Asamblea hemos reflexionado y dialogado sobre la
vida y el ministerio de los presbíteros en España, deseosos de
seguir buscando juntos, con la ayuda del Espíritu Santo, las
actuaciones pastorales necesarias que respondan a las diversas
situaciones que nos afectan a los obispos y presbíteros como pastores
de la Iglesia.
Más que una enseñanza completa sobre nuestro ministerio,
queremos ofreceros un mensaje de esperanza con la invitación
a que volváis de nuevo a la abundante doctrina sobre el sacerdocio
que nos ofrecen el Concilio, el Magisterio Pontificio y los
documentos de la Conferencia Episcopal. Os invitamos a leerlos
y meditarlos de nuevo y, sobre todo, a llevarlos a la vida.
1. «Vosotros sois mis amigos»
(Jn 15, 14)
Estamos convencidos, y también vosotros, de que nuestra vida
y ministerio se fundamentan en nuestra relación personal e íntima
con Cristo, que nos hace partícipes de su sacerdocio. Esta vinculación
Jesús la sitúa en el ámbito de la amistad: «Vosotros sois
mis amigos», nos dice.
Hoy escuchamos estas mismas palabras. La iniciativa partió de
Él. Fue Jesús quien nos eligió como amigos y es en clave de amistad
como entiende nuestra vocación. Llamó a los apóstoles «para
estar con Él y enviarlos a predicar» (Mc 3, 14). Lo primero fue
«estar con Él», convivir con Él, para conocerle de cerca, no de
oídas. Él les abrió el corazón. Como amigo, nada les ocultó. Ellos
pudieron conocer, incluso, su debilidad, su cansancio, su sed, su
sueño, su dolor por la ingratitud o por el rechazo abierto, el miedo
en su agonía... Conocerle a Él, en esta experiencia de amistad,
supera todo conocimiento, afirma san Pablo (cf. Flp 3, 8-9).
Esta amistad, nacida de Jesús y ofrecida gratuitamente, es un
don valioso y espléndido. Es una experiencia deseada y generadora
de «vida y vida abundante». Lo primero es conocerle y
amarle personalmente. El conocimiento y el amor nos hacen testigos:
«Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo
que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron
nuestras manos acerca de la Palabra de vida, […] os lo anunciamos,
para que también vosotros estéis en comunión con nosotros.
Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su
Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que vuestro gozo sea
completo» (1 Jn 1, 3-5).
El Señor nos envía a «ser sus testigos». En la Evangelii nuntiandi
leemos que el mundo de hoy atiende más a los testigos que
a los maestros, y que, si atiende a los maestros, es porque son testigos (Cf. PABLO VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 41).
Con la fuerza del Espíritu Santo, los apóstoles confesarán
después de la Pascua: «Somos testigos» (Hech 3, 15). También
nuestro mundo necesita hoy que los sacerdotes salgamos a su
encuentro diciendo «somos testigos», «lo que hemos visto y oído
os lo anunciamos». La fuente de este anuncio está en la intimidad
con Jesús: «El mundo exige a los evangelizadores que le hablen
de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente,
como si estuvieran viendo al Invisible»(PABLO VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 76.).
El Santo Padre, en la Carta de convocatoria del Año Sacerdotal,
nos invita a «perseverar en nuestra vocación de amigos de
Cristo, llamados personalmente, elegidos y enviados por Él».
Una clave fundamental para vivir este Año Sacerdotal ha de ser
«renovar el carisma recibido», lo que implica «fortalecer la
amistad con el amigo». En la homilía de la Misa Crismal de
2006, nos decía el Papa: «Ya no os llamo siervos, sino amigos:
en estas palabras se podría ver incluso la institución del sacerdocio.
El Señor nos hace sus amigos: nos encomienda todo; nos
encomienda a sí mismo, de forma que podamos hablar con su
“yo”, “in persona Christi capitis”. ¡Qué confianza! Verdaderamente
se ha puesto en nuestras manos… Ya no os llamo siervos,
sino amigos. Este es el significado profundo del ser sacerdote:
llegar a ser amigo de Jesucristo. Por esta amistad debemos comprometernos
cada día de nuevo».
El trato con el Señor tiene un nombre, dice el Papa: la oración,
«el monte de la oración». «Sólo así se desarrolla la amistad…».
Queridos sacerdotes: «sólo así podremos desempeñar nuestro
ministerio; sólo así podremos llevar a Cristo y a su Evangelio a los
hombres». La expresión del Papa es rotunda: la oración del sacerdote
es acción prioritaria de su ministerio. «El sacerdote debe ser,
ante todo, un hombre de oración», como lo fue Jesús. Esta oración
sacerdotal nuestra es, a la vez, una de las fuentes de santificación
de nuestro pueblo. Lo expresamos mediante la Liturgia de las
Horas que se nos encomendó el día de nuestra ordenación diaconal.
Esto fue lo que vivió el santo Cura de Ars con las largas horas
de oración que hacía ante el sagrario de su parroquia.
«Amistad significa también comunión de pensamiento y de
voluntad»(BENEDICTO XVI, Homilía de la Misa Crismal de 2006). El poder de la amistad es unitivo. Los primeros cristianos hablaban de «tener los sentimientos de Cristo», que se asimilan
con el trato, la escucha, el amor. Nos acreditamos como
sacerdotes en la amistad e intimidad con Jesús. Él nos comunica
sus sentimientos de Buen Pastor. Esta realidad no se vive, no se
disfruta de modo inconsciente o rutinario, sino con el esfuerzo
necesario, con la esperanza en Él, con su gracia y con ilusión
compartida.
Esta amistad es expresión de la fidelidad de Dios para con su
pueblo y reclama nuestra fidelidad, que es una nota del amor
verdadero. La fidelidad brota espontánea y fresca de la amistad
sincera. En la fidelidad el primero es el otro. Nosotros somos
sacerdotes por la amistad indecible de Jesús, una amistad que
exige gratitud y reconocimiento de su señorío: escucharle, no
ocultarlo, transparentarlo, darle siempre el protagonismo. Él ha
de crecer y nosotros menguar. La fidelidad reclama, a la vez,
perseverancia, porque la fidelidad es el amor que resiste el desgaste
del tiempo.
Somos conscientes de que esta amistad, núcleo de nuestra
vida y ministerio, «es tesoro en vasijas de barro» (2 Cor 4, 7);
reconocemos nuestras fragilidades y pecados; nuestras manos
son humanas y débiles. Sin embargo, confesamos con María,
nuestra Señora, que en los pobres y débiles Dios sigue haciendo
obras grandes.
Queridos sacerdotes: el Año Sacerdotal es una ocasión propicia
para agradecer, profundizar y dar testimonio de nuestra amistad
con Jesús, y repetir con el salmista: «Me ha tocado un lote
hermoso, me encanta mi heredad» (Sal 16). Y no olvidemos que
la satisfacción y alegría por el ministerio sacerdotal es una clave
fundamental de la pastoral vocacional...
2. «Se la carga sobre los hombros,
muy contento» (Lc 15, 5)
Los mismos que fueron llamados para «estar con Él» fueron
«enviados a predicar». La misión apostólica es constitutiva de la
vocación. Nuestra misión es la del propio Jesús: «Como el Padre
me envió, así os envío yo»; y ha de llevarse a cabo como lo hizo
Jesús: «Yo soy el buen pastor».
La imagen del «buen pastor», recordada y admirada en las
primeras comunidades en referencia a Cristo Resucitado y presente
en medio de su Iglesia, sirvió también para identificar a los
que en nombre de Cristo cuidaban de la comunidad cristiana:
«Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la
cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear
la Iglesia de Dios» (Hech 20, 28).
La tarea del pastor es cuidar, guiar, alimentar, reunir y buscar.
Buscar es hoy especialmente necesario. Desde el seno del Padre,
el Señor vino a buscar a la humanidad perdida( Cf. JUAN PABLO II, Carta apostólica Tertio millennio adveniente, 7.). La parábola del
buen pastor da fe de ello y en la parábola del buen samaritano el
hombre apaleado en el camino representa a la humanidad caída,
ante la que, conmovido, Cristo se inclina, la cura y levanta. Él vino
a buscar a los alejados y a ofrecerles el amor de Dios. Vino a buscar
la oveja perdida y, compadecido, se la echó al hombro lleno de
alegría, como narra san Lucas. Buscó a los dos de Emaús, la
misma tarde de Pascua. Buscó a los apóstoles en su miedo y desilusión
y les regaló el soplo del Espíritu Santo. También hoy Jesús
sale cada día a buscarnos y no deja de enviarnos la fuerza de su
Espíritu, principal agente de la evangelización( PABLO VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 75).
Buscar es hoy tarea del buen sacerdote. Nuestros rediles
decrecen. Las palabras «también tengo otras ovejas que no son
de este redil; también a esas las tengo que conducir» (Jn 10, 16)
siguen resonando en nuestro corazón. «Salid a buscar», decía el
rey, para celebrar la boda de su Hijo (cf. Lc 14, 21). Todos los
hombres son ovejas del rebaño que Dios ama. Por tanto,
siguiendo las huellas de Jesucristo, el pastoreo del sacerdote no
es sedentario, sino a campo abierto. Por eso nos sentimos tan
orgullosos de los sacerdotes que anuncian el Evangelio en otros
países.
Buscar es trabajo misionero. Se nos preparó a muchos, preferentemente,
para cuidar una comunidad ya constituida. Hoy, en
cambio, cuando en muchos de nosotros ha aumentado la edad,
además de cuidar la comunidad existente, el Señor nos pide
«conducir otras ovejas al redil». Es tiempo de «nueva evangelización
» y de primer anuncio en nuestro propio territorio. En esta
tarea, la comunidad y el pastor, a la vez, han de ser hoy los
misioneros. De aquí que el buen sacerdote sea consciente, y sepa
bien, en qué medida ha de apoyar a los laicos y contar con ellos.
Asimismo, ha de unir esfuerzos con los distintos carismas de la
vida consagrada. De todo ello nos habla el Papa en su Carta del
Año Sacerdotal.
Pedía el Señor, por otra parte, que el Padre no nos saque del
mundo. Los sacerdotes, como el propio Cristo, estamos en el
mundo y somos para el mundo, sin ser del mundo. Así lo pidió
Jesús al Padre en la última cena con los apóstoles. La Iglesia está
plantada en el mundo y es para los hombres, pero no es del
mundo. Así somos los pastores. Y aprendemos de Jesús que:
«Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único… Porque
Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo,
sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 4, 16-17). Esta
misión, en muchas ocasiones, es dolorosa para nosotros por las
circunstancias en que la hemos de realizar, y esto nos une a la
Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Confiando en la palabra de
Cristo, recordamos en los momentos de dolor que el Señor prometió
la bienaventuranza a los perseguidos, a los que sufren, a
los que lloran.
Sabemos que somos instrumento sacramental de la acción
salvadora de Cristo, y en consecuencia hemos de ser con nuestra
vida transparencia del amor de Dios que salva al mundo amando
a los hermanos. La respuesta diaria de Dios a un mundo alejado,
de espaldas a su amor, es seguir enviando a su Hijo Único
para salvarlo. Esto se realiza de modo pleno en la celebración de
la Eucaristía, en la que el Hijo se ofrece al Padre por la salvación
del mundo. Testigos excepcionales de ello somos los sacerdotes,
no sólo con la celebración litúrgica, sino haciendo de nuestra
vida, «por Cristo, con Él y Él», una ofrenda permanente. Dice el
Papa, citando al santo Cura de Ars: «Siempre que celebraba
tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio:
¡cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio
todas las mañanas!»(BENEDICTO XVI, Carta para el Año Sacerdotal).
Queremos compartir con vosotros que el corazón del sacerdote
que fija la mirada en Jesús está lleno de amor, amor que tiene
un nombre extraordinario: misericordia. San Lucas pone nuestra
perfección en ser «misericordiosos», como el Padre lo es. Y
comentaba el Papa Juan Pablo II que «fuera de la misericordia
de Dios, no existe otra fuente de esperanza para la humanidad»(BENEDICTO XVI, Homilía en la consagración del Santuario de la Divina Misericordia
[17 de agosto de 2002]).
Si esto es así, el futuro del mundo pasa por la misericordia de
Dios, de la que nosotros somos ministros, especialmente en el
sacramento de la Reconciliación. Nosotros hemos de recibir frecuentemente
en este sacramento el perdón y la misericordia de
Dios que nos renuevan. Regatear esfuerzos en el ejercicio de la
misericordia, tanto en la vida de cada día como en la disponibilidad
para ofrecer a otros el sacramento de la Reconciliación, es
restarle futuro al mundo. El sacerdote, como Cristo, es icono del
Padre misericordioso.
Dice san Juan que Cristo murió «para reunir en uno a los hijos
de Dios que estaban dispersos». Él es el Pastor que dio la vida
para reunir el rebaño. El sacerdote, que prolonga la misión de
Cristo, tiene también la misión esencial de «reunir», es decir, ser
ministro de comunión, hasta dar la vida si es preciso. La fidelidad
al Buen Pastor nos sitúa en la expresión suprema de la amistad:
dar la vida, ¡cuánto más el prestigio o una situación cualquiera!
Dar la vida como a diario hacéis, porque «el discípulo no
es más que su maestro».
¡Cuántas veces, como sacerdotes, tenemos que llevar la cruz
en el ministerio! Bendita Cruz de Cristo, que siempre estará presente
en nuestras vidas. Llevando la cruz participamos de un
modo especial en el ministerio.
Hoy suena igualmente con fuerza la oración de Jesús:
«Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno
en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn
17, 21). Hasta cinco veces aparece esta petición en la oración
sacerdotal. La pasión por la unidad es necesaria en la vida de un
presbítero, si no quiere renunciar a su identidad de pastor.
Pasión por la unidad y por la comunión con el obispo, también
con los hermanos presbíteros, con los laicos y con las personas
de vida consagrada. Pasión por la unidad y por la comunión de
toda la Iglesia diocesana y de la Iglesia entera bajo la guía del
Sucesor de Pedro, evitando toda desafección y alejamiento.
Servir hoy a la comunión es una señal clara de nuestra fidelidad
a Cristo, Buen Pastor.
Estamos llamados a vivir todo esto en el ejercicio de la caridad
pastoral, la virtud que anima y guía la vida espiritual y
ministerial del sacerdote. Con ella imitamos a Cristo, el Buen
Pastor, con ella le somos fieles y con ella unificamos nuestra
vida, amenazada de dispersión. Gracias a la caridad pastoral
nuestro ministerio, más allá de un conjunto de tareas, se convierte
en fuente privilegiada de nuestra santificación personal.
3. Queridos sacerdotes: «Cristo nos
necesita»
«Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el
tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una
parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia
divina», decía el santo Cura de Ars. Benedicto XVI, recogiendo
esta cita en su Carta con motivo del Año Sacerdotal, subraya:
«Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir
toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura
humana».
Como sacerdotes, y con nuestros sacerdotes, queremos cantar,
con humildad pero a la vez con voz potente, como María, nuestro
propio Magnificat. El testimonio de la vida entregada de la
inmensa mayoría de los sacerdotes es un motivo de alegría para
la Iglesia y una fuerza evangelizadora en nuestras diócesis y cada
una de sus comunidades, donde se admira y se reconoce con gratitud
su trabajo pastoral y su testimonio de vida. Ellos son también
un regalo para el mundo, aunque a veces no se les reconozca.
Verdaderamente, vosotros, los sacerdotes, sois importantes no
sólo por lo que hacéis, sino, sobre todo, por lo que sois. Por eso
queremos recordar con afecto entrañable y gratitud sincera a los
sacerdotes ancianos y enfermos que siguen ofreciendo con amor
su vida al Señor. ¡Ánimo a todos! La gracia de Cristo nos precede
y acompaña siempre. Él va delante de nosotros.
En este momento, con satisfacción, traemos a nuestra memoria
y a nuestro corazón, y hacemos nuestras las palabras de Juan
Pablo II en Pastores dabo vobis: «Vuestra tarea en la Iglesia es
verdaderamente necesaria e insustituible. Vosotros lleváis el
peso del ministerio sacerdotal y mantenéis el contacto diario con
los fieles. Vosotros sois los ministros de la Eucaristía, los dispensadores
de la misericordia divina en el sacramento de la Penitencia,
los consoladores de las almas, los guías de todos los fieles
en las tempestuosas dificultades de la vida. Os saludamos con
todo el corazón, os expresamos nuestra gratitud y os exhortamos
a perseverar en este camino con ánimo alegre y decidido. No
cedáis al desaliento. Nuestra obra no es nuestra, sino de Dios. El
que nos ha llamado y nos ha enviado sigue junto a nosotros
todos los días de nuestra vida, ya que nosotros actuamos por
mandato de Cristo»(JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Pastores dabo vobis, 4).
«Ahí tienes a tu Madre». Desde la Cruz, Jesús nos entregó a
María, discípula perfecta y Madre de la unidad, indicándole al
discípulo amado: «Ahí tienes a tu Madre» (Jn 19, 27). Cada discípulo
está invitado a «recibirla en su casa». Invocamos a María,
Madre de los sacerdotes, con esta bella oración conclusiva de
Juan Pablo II en la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis:
«Madre de Jesucristo,
que estuviste con Él al comienzo de su vida y de su misión,
lo buscaste como Maestro entre la muchedumbre,
lo acompañaste en la cruz, exhausto por el sacrificio único y
eterno, y tuviste a tu lado a Juan, como hijo tuyo,
acoge desde el principio a los llamados al sacerdocio,
protégelos en su formación
y acompaña a tus hijos en su vida y ministerio,
oh, Madre de los sacerdotes. Amén».
Queridos hermanos sacerdotes, queremos concluir este mensaje
con la invitación que el Papa nos hace al final de su Carta
para el Año Sacerdotal: Dejaos conquistar por Cristo.
Recibid el saludo afectuoso y fraterno en el Señor de vuestros
obispos. |
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