LIBRO VOCACIONAL RECOMENDADO
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GILBERT KEITH CHESTERTON

SANTO TOMÁS DE AQUINO

 

Espasa Calpe, Madrid 1983 (publicación original de 1933)

 

 

Les extrañará que aparezca aquí este libro que fue publicado inicialmente en 1933. Creemos que no tenemos derecho a ser olvidadizos de las grandes obras de la historia. No nos importan las fechas de publicación, sobre todo en esta época tan dada a quedarnos sólo con lo último. Por supuesto que no se trata ni mucho menos de ninguna nostalgia. Es mucho más sencillo. A todo lo que puede enseñarnos algo en la realidad vocacional de las personas le damos la bienvenida y con mucho gusto. Al final de esta breve introducción, aparece el primer capítulo de este libro. Creesmos que puede ser un buen aliciente para adentrarnos gozosamente en esta obra de Chesterton.

Este libro de Chesterton es muy útil para introducirnos en la vida y obra de santo Tomás de Aquino, un genio que debería volver a ponerse de moda: por su lógica incuestionable, pero también por su profundo amor a Dios. Se puede decir que el libro está escrito "por simpatía", por esa connaturalidad entre Chesterton y santo Tomás en llegar hasta el final de todo razonamiento lógico.

Conocer la vida y vocación de Tomás de Aquino es conocer a una persona que, visto lo que le pide Dios, no duda en seguirlo, a pesar de la oposición familiar, del encierro y la fuga. Los planes de los hombres no pudieron doblegar al genio del santo. Su amor era para Dios.

La determinación de su voluntad le lleva a una decisión radical, como la de todos los santos: "amaras a Dios con todo tu entendimiento, con toda tu voluntad, con todo tu corazón". Ahí muestra el gran bien que los "radicalismos" en el Amor a Dios y al prójimo hacen a la humanidad.

Su afán, servir a Dios; su consuelo: "Tomás, bien has escrito de mí". ¿Cabe mayor consuelo?

La biografía de Santo Tomás de Aquino: "el mejor libro que se ha escrito jamás sobre santo Tomás", según palabras de Étienne Gilson.

Texto del primer capítulo

I - Sobre dos frailes

Séame permitido anticipar un comentario nombrando a una notoria personalidad que irrumpe por dónde hasta los ángeles del Doctor Angélico podrían tener temor de transitar. Hace algún tiempo escribí un pequeño libro del tipo y forma de éste sobre San Francisco de Asís; y tiempo después (ya no sé ni cuando ni cómo, según dice la canción, y por cierto que no sé por qué) prometí escribir un libro del mismo tamaño, o de la misma brevedad, sobre Santo Tomás de Aquino. La promesa fue franciscana sólo en su temeridad; y el paralelo estuvo lejos de ser tomista en su lógica. Se puede hacer un bosquejo de San Francisco; pero de Santo Tomás sólo se puede hacer un plano como el de una ciudad laberíntica. Y aun así, en cierto sentido, Santo Tomás podría caber en un libro mucho más extenso o en uno mucho más breve. Lo que realmente sabemos de su vida podría ser tratado con razonable justicia en unas pocas páginas; porque no desapareció, como San Francisco, en una profusión de anécdotas personales y leyendas populares. Por el contrario, lo que sabemos, o podríamos saber, o eventualmente tendríamos la suerte de aprender de su trabajo, probablemente llenará más bibliotecas en el futuro que las que llenó en el pasado. Fue lícito bosquejar a San Francisco en un esbozo; pero en el caso de Santo Tomás todo depende del llenado del esbozo. De algún modo fue hasta medieval el iluminar una miniatura del Poverello cuyo mismo título es un diminutivo. Pero el hacer un digesto, en forma condensada, del Buey Mudo de Sicilia excede todos los intentos compilatorios en cuanto a tratar de poner un buey dentro de una taza de té. Pero debemos tener fe en que es posible hacer un esbozo biográfico, ahora que cualquiera parece ser capaz de escribir un esbozo de la Historia, o bien un esbozo de cualquier cosa. Sólo que en el presente caso, la talla del esbozo es más bien de dimensiones sobredimensionadas. El hábito que podría contener al colosal fraile no figura en el inventario.

He dicho que éstos solo pueden ser retratos bosquejados. Pero aquí el contraste concreto es tan notorio que, incluso si viésemos el contorno de las dos figuras humanas bajando de una colina en sus hábitos de fraile, hallaríamos ese contraste hasta cómico. Sería como ver, desde lejos, las siluetas de Don Quijote y Sancho Panza, o de Falstaff y Maese Slender. San Francisco fue un hombre pequeño, enjuto y vivaz, delgado como un hilo, vibrante como la cuerda de un arco y, en sus movimientos, semejante a la flecha disparada por ese arco. Toda su vida fue una serie de zambullidas y escabullidas: lanzándose tras el mendigo, arrojándose desnudo al bosque; impulsándose a subir a ese extraño barco, irrumpiendo en la tienda del sultán y ofreciendo tirarse al fuego. Su apariencia debió haber sido la de una delgada y esquelética hoja de otoño danzando eternamente en el viento; aunque, en realidad, el viento era él.

Santo Tomás fue un hombre grande, pesado como un toro, gordo, lento y tranquilo; muy moderado y magnánimo pero no muy sociable; tímido incluso más allá de la humildad de la santidad; y abstraído, incluso más allá de sus ocasionales y cuidadosamente reservadas experiencias de trance y éxtasis. San Francisco era tan ardiente y hasta inquieto que los eclesiásticos ante los cuales aparecía de repente pensaban que era un loco. Santo Tomás era tan tranquilo que los académicos, en las escuelas a las que asistió regularmente, pensaron que era un zopenco. Ciertamente fue la clase de alumno, nada desconocido, que prefiere ser tomado por zopenco antes de permitir que sus propios sueños sean invadidos por otros zopencos más activos o animosos. Este contraste externo se extiende a casi todos los aspectos de las dos personalidades. La paradoja de San Francisco fue que, mientras era un apasionado de los poemas, más bien desconfiaba de los libros. El hecho destacado acerca de Santo Tomás es que amaba los libros y vivió de libros; que vivió exactamente la vida del oficinista o el catedrático de Los Cuentos de Canterbury quien hubiera preferido poseer cien libros de Aristóteles y su filosofía antes que cualquier tesoro que el mundo podía ofrecerle. Cuando a Santo Tomás le preguntaron por qué cosa le estaba más agradecido a Dios, respondió simplemente: “He entendido cada página que he leído”. San Francisco fue muy vívido en sus poemas y más bien ambiguo en sus documentos; Santo Tomás dedicó toda su vida a documentar sistemas enteros de literatura pagana y cristiana, y ocasionalmente escribió un himno como quien se toma unas vacaciones. Ambos vieron el mismo problema desde ángulos diferentes de simplicidad y sutileza. San Francisco pensó que sería suficiente con volcar su corazón a los mahometanos para disuadirlos de adorar a Mahoma. Santo Tomás esforzó su cerebro con cada nimia distinción y deducción acerca del Absoluto o el Accidente, meramente para impedir que malinterpretaran a Aristóteles. San Francisco fue el hijo de un tendero o comerciante de clase media, y mientras toda su vida fue una rebelión contra la vida mercantil de su padre, mantuvo a pesar de todo algo de esa rapidez y adaptabilidad social que hace que el mercado zumbe como una colmena. Para utilizar la expresión popular, aunque le entusiasmaban los verdes prados no dejó que el pasto creciera bajo sus pies. Fue lo que los norteamericanos y los gangsters llaman un cable vivo. Es típico de los mecanicistas modernos que, incluso cuando tratan de imaginar algo vivo, sólo pueden pensar en una metáfora mecánica de algo muerto. Existen gusanos vivos, pero no hay cables vivos. San Francisco hubiera estado de todo corazón conteste en ser un gusano; pero fue un gusano muy vivo. Siendo el mayor enemigo del ideal de ir-y-obtener en forma imperiosa, ciertamente abandonó la idea de obtener, pero se mantuvo yendo. Santo Tomás, por el otro lado, provenía de un mundo en el cual habría podido gozar del ocio y no dejó de ser una de esas personas cuyo trabajo tiene algo de la placidez del ocio. Fue un arduo trabajador, pero nadie hubiera podido confundirlo con acaparador agresivo. Había algo indefinible en él, algo que es típico de todas las personas que trabajan pero que no necesitan trabajar. Es que, por nacimiento fue un caballero perteneciente a una gran casa y una tranquilidad de esa clase puede mantenerse como hábito cuando ya no es un motivo. Pero en él eso se expresaba sólo en sus componentes más amigables; por ejemplo, posiblemente habrá habido algo de ello en su natural cortesía y paciencia. Todo santo es un hombre antes de ser un santo; y toda clase o tipo de hombre puede hacerse santo; y la mayoría de nosotros elegirá entre estos distintos tipos de acuerdo con nuestras diferentes preferencias. Pero debo confesar que, si bien la gloria romántica de San Francisco no perdió para mí nada de su brillo, en años posteriores he llegado a cultivar un igual afecto – o bien, en algunos aspectos, un afecto aun mayor – por este hombre que inconcientemente habitó un gran corazón y un gran cerebro, como quien hereda una gran vivienda, y ejerció allí una hospitalidad igualmente generosa aun cuando mentalmente más abstraída. Hay momentos en los que San Francisco, el menos mundano de todos los que jamás caminaron sobre el mundo, es casi demasiado eficiente para mí. 

Santo Tomás de Aquino ha reaparecido recientemente en la cultura actual de las universidades y de los salones de un modo que hubiera sido bastante sorprendente hace apenas diez años atrás. Y la tendencia que se concentró en él es, sin duda, muy diferente de la que popularizó a San Francisco hace ya unos veinte años atrás.

El santo es un remedio porque es un antídoto. Ciertamente por ello es que el santo es con frecuencia un mártir; se lo confunde con el veneno porque es un antídoto. Por lo general se lo encontrará restaurando la salud del mundo recurriendo a la exageración de todo lo que el mundo descuida, lo cual de ninguna manera es siempre el mismo elemento en cada época. Aun así, cada generación busca a su santo por instinto; y el santo no es lo que las personas quieren sino más bien lo que las personas necesitan. Éste seguramente es el sentido muy malinterpretado de aquellas palabras a los primeros santos: “Sois la sal de la tierra”, que impulsó al ex-Káiser a destacar con toda solemnidad que sus musculosos y carnosos alemanes eran la sal de la tierra; queriendo decir con ello tan sólo que, puesto que eran los más carnosos, también eran los mejores. Pero la sal sazona y preserva la carne, no porque es como la carne sino porque es muy distinta de la carne. Cristo no les dijo a sus apóstoles que eran únicamente personas excelentes, ni que eran las únicas personas excelentes, sino que eran personas excepcionales; personas permanentemente incongruentes e incompatibles; y el texto acerca de la sal es en realidad tan intenso, penetrante y áspero como el sabor de la sal. Precisamente porque eran personas excepcionales fue que no debían perder sus cualidades excepcionales. La pregunta de “. . . Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará?” es una pregunta mucho más penetrante que cualquier mero lamento acerca del precio de la mejor carne. Si el mundo se vuelve demasiado mundano puede ser amonestado por la Iglesia; pero si la Iglesia se vuelve demasiado mundana, el mundo no puede amonestarla adecuadamente por su mundanalidad.  

Por consiguiente, es una paradoja de la Historia que cada generación es convertida por el santo que más la contradice. San Francisco ejerció una atracción curiosa y casi asombrosa sobre los victorianos; sobre los ingleses del Siglo XIX que superficialmente parecían estar más que satisfechos de su comercio y de su sentido común. No sólo un inglés más bien complaciente como Matthew Arnold, sino hasta los liberales ingleses a los cuales criticó por su complacencia comenzaron a descubrir lentamente el misterio de la Edad Media a través del extraño relato contado en las plumas y en las llamas de las imágenes hagiográficas del Giotto. Hubo algo en el relato sobre San Francisco que penetró a través de todas las más famosas y más fatuas cualidades inglesas, y llegó hasta aquellas cualidades que son las más ocultas y más humanas: la secreta suavidad del corazón, la  imprecisión poética de la mente, el amor al paisaje y a los animales.  San Francisco de Asís fue el único católico medieval que se volvió realmente popular en Inglaterra por sus propios méritos. En gran medida, fue por un sentimiento subconsciente que tenía el mundo moderno de haber descuidado precisamente esos méritos. Las clases medias inglesas encontraron a su único misionero en la figura que más despreciaban de entre todos los personajes del mundo: en la de un mendigo italiano.

Así como el Siglo XIX se aferró al romance franciscano precisamente porque había descuidado el romance, del mismo modo el Siglo XX ya se está aferrando a la teología racional tomista porque ha descuidado a la razón. En un mundo que era demasiado insensible, el cristianismo regresó bajo la forma de un vagabundo; en un mundo que se ha vuelto en gran medida demasiado irracional, el cristianismo ha regresado bajo la forma de un maestro de lógica. En el mundo de Herbert Spencer las personas querían una cura para la indigestión; en el mundo de Einstein quieren una cura para el vértigo. En el primer caso percibieron vagamente el hecho que San Francisco cantó la Canción del Sol y el elogio de la tierra fructífera recién después de un largo ayuno. En el segundo caso ya han percibido vagamente que, incluso si tan sólo quieren entender a Einstein, primero necesitan entender el uso del entendimiento. Comienzan a ver que, así como el Siglo XVIII se consideró a si mismo como la era de la razón, y el Siglo XIX creyó ser la era del sentido común, el Siglo XX aun no logra considerarse más que como la era del sinsentido poco común. En esas condiciones, el mundo necesita un santo; pero, por sobre todo, necesita un filósofo. Y los dos casos mencionados demuestran que el mundo, para ser justos con él, sabe por instinto lo que necesita. El mundo era realmente demasiado plano para aquellos victorianos que con mayor vigor repetían que era redondo, y el Estigmatizado de Alverno se irguió como una montaña solitaria en la llanura. Pero para los modernos, para quienes Newton ha sido desechado junto con Ptolomeo, la tierra es un terremoto; un incesante y aparentemente interminable terremoto. Y para ellos hay algo que es más empinado y hasta más increíble que una montaña: un pedazo de tierra realmente firme; el nivel del hombre de mente nivelada. Así, en nuestros tiempos, los dos santos han atraído a dos generaciones, a una época de románticos y a una época de escépticos; y no obstante en su propia época estuvieron realizando el mismo trabajo; un trabajo que ha cambiado al mundo.

Y de nuevo: realmente se puede decir que la comparación es arbitraria y que no cuadra bien, ni siquiera como un capricho, desde el momento en que los dos hombres ni siquiera fueron propiamente de la misma generación o del mismo momento histórico. Si hay dos frailes que pueden ser presentados como un par de Gemelos Celestiales, la comparación obvia es entre San Francisco y Santo Domingo. Las relaciones entre San Francisco y Santo Tomás fueron, como mucho, las de un tío a un sobrino, y mi caprichosa digresión puede parecer sólo una versión altamente profana de “Tomasito haz lugar para tu tío”. Porque, si San Francisco y Santo Domingo fueron los dos grandes hermanos gemelos, Tomás fue obviamente el primer gran hijo de Santo Domingo, así como su amigo Bonaventura lo fue de San Francisco. Sin embargo tengo una razón (en realidad dos razones) para tomar por texto completo el hecho accidental de dos páginas con título y poner a Santo Tomás al lado de San Francisco en lugar de juntarlo con Bonaventura el franciscano. Es porque la comparación, por más lejana y arbitraria que pueda parecer, constituye en realidad un atajo hacia el corazón de la historia y nos conduce por la ruta más rápida a la cuestión real de la vida y obra de Santo Tomás de Aquino. Sucede que la mayoría de las personas tiene ahora en la mente un retrato, burdo pero pintoresco, de la vida y obra de San Francisco de Asís. Y la forma más breve de contar la otra historia es diciendo que, a pesar de que los dos hombres contrastaban en casi todos los aspectos, en realidad estaban haciendo lo mismo. Uno de ellos lo estaba haciendo en el mundo de la mente y el otro en el mundo de lo mundano. Pero participaron del mismo gran movimiento medieval que apenas si se conoce en la actualidad. En un sentido constructivo, ese movimiento fue más importante que la Reforma. Más aun: en un sentido constructivo, fue la Reforma.

Sobre este movimiento medieval hay dos hechos que deben ser subrayados de entrada. No son, por supuesto, hechos contrarios pero, quizás, constituyen respuestas a falacias contrarias. En primer lugar – a pesar de todo lo que alguna vez se dijo acerca de la superstición, los Siglos Oscuros y la esterilidad de la escolástica – el movimiento, en todo sentido, fue de expansión, siempre moviéndose hacia una mayor luz y hacia una libertad aun mayor. En segundo lugar – a pesar de todo lo que se dijo después acerca del progreso, del Renacimiento y los precursores del pensamiento moderno – el medieval fue casi por entero un movimiento de entusiasmo teológico ortodoxo desplegado desde adentro. No fue un compromiso con el mundo, ni una rendición ante los paganos o herejes, ni tampoco un mero pedir prestado ayudas externas, aun cuando el préstamo tuvo lugar. En la medida en que extendió la mano hacia la luz diurna normal, fue como el comportamiento de una planta que por su propia fuerza impulsa sus hojas hacia el sol; y no como la acción de alguien que deja entrar la luz del día en una prisión.

En resumen: fue lo que técnicamente se llama un desarrollo en doctrina. Pero parece haber una extraña ignorancia, no sólo acerca del significado técnico sino hasta del significado natural de la palabra “desarrollo”. Parece ser que los críticos de la teología católica suponen que no es tanto una evolución como una evasión y que, en el mejor de los casos, es una adaptación. Se imaginan que su mismo éxito es el éxito de la capitulación. Pero ése no es el significado natural de la palabra “desarrollo”. Cuando decimos que un niño se ha desarrollado bien, lo que queremos decir es que se ha vuelto más grande y más fuerte gracias a su propia fortaleza; y no que está rellenado con almohadas prestadas o que camina sobre zancos para parecer más alto. Cuando decimos que un cachorrito se ha desarrollado y convertido en perro, no queremos dar a entender que su crecimiento es el compromiso de diferenciación gradual con un gato; lo que queremos significar es que se ha vuelto más perruno y no menos.  El desarrollo es la expansión de todas las posibilidades e implicancias de una doctrina, siendo que hay un tiempo para distinguirlas y expresarlas; y el argumento central aquí es que la ampliación de la teología medieval fue simplemente la comprensión total de esa teología. Y es de una importancia fundamental ubicar y descubrir primero este hecho, por la época del gran dominico y del primer franciscano, porque, en cien modos distintos, la tendencia humanista y naturalista de ellos fue el verdadero desarrollo de la doctrina suprema que fue también el dogma de todos los dogmas. Es en esto que la poesía popular de San Francisco y la casi racionalista prosa de Santo Tomás aparecen más vívidamente como parte del mismo movimiento. Ambos son grandes incrementos de desarrollo católico, depende cosas externas sólo en la medida en que todo ser vivo y en crecimiento depende de ellas; esto es: digiriéndolas y transformándolas pero continuando en su propia imagen y no en la de ellas. Un budista y un comunista pueden soñar con que la forma perfecta de unificación son dos cosas que se devoran entre sí simultáneamente. Pero no es así como sucede con los seres vivos. San Francisco aceptó llamarse el Trovador de Dios; pero no aceptó al Dios de los Trovadores. Santo Tomás no reconcilió a Cristo con Aristóteles sino a Aristóteles con Cristo.

Y es así. A pesar de los contrastes que son tan manifiestos y hasta cómicos como la comparación entre el gordo y el flaco, el hombre alto y el bajo; a pesar del contraste entre el vagabundo y el estudioso, entre el aprendiz y el aristócrata, entre el que detestaba los libros y el que los amaba, entre el más impulsivo de los misioneros y el más moderado de todos los profesores, el gran hecho de la Historia medieval es que estos dos grandes hombres estuvieron realizando la misma gran obra; el uno en el estudio y el otro en la calle. No se dedicaron a introducir algo nuevo en el cristianismo en el sentido de poner algo pagano o hereje dentro del cristianismo. Por el contrario, trajeron cristianismo a la cristiandad. Pero la estuvieron restaurando contra la presión de ciertas tendencias históricas que se habían petrificado en los hábitos de muchas grandes escuelas y autoridades de la Iglesia Cristiana; y usaron armas y herramientas que a muchas personas les parecieron asociadas con la herejía o el paganismo. San Francisco utilizó la naturaleza en la misma medida en que Santo Tomás utilizó a Aristóteles; y a algunos les pareció que estaban usando una diosa pagana y un sabio pagano. Lo que hicieron en realidad – y  especialmente lo que Santo Tomás hizo en realidad – será la materia principal de estas páginas; pero es conveniente poder comenzar comparándolo con un santo más popular porque así podemos resumir lo sustancial de la manera más popular. Quizás sonaría demasiado paradójico si dijéramos que estos dos santos nos salvaron de la espiritualidad; un espantoso y funesto destino. Quizás se malinterprete si digo que San Francisco, con todo su amor por los animales, nos salvó de ser budistas; y que Santo Tomás, con todo su amor por la filosofía griega, nos salvó de ser platónicos. Pero lo mejor será decir la verdad en su forma más simple: ambos reafirmaron la Encarnación volviendo a poner a Dios sobre la tierra.

Esta analogía, que puede parecer algo lejana, es realmente quizás el mejor prefacio práctico a la filosofía de Santo Tomás. Como habremos de considerar con mayor detenimiento más adelante, el aspecto puramente espiritual o místico del catolicismo se volvió en gran medida hegemónico durante los primeros siglos católicos; a través del genio de Agustín, que había sido un platónico y que quizás nunca dejó de ser platónico; a través del trascendentalismo de la supuesta obra del Aeropagita; a través de la tendencia oriental del Imperio tardío y ese algo de asiático que tuvo la casi pontificia monarquía de Bizancio; todos estos factores quitaron peso a lo que hoy llamaríamos, a grandes rasgos, el elemento occidental; aunque tiene buenos derechos a ser llamado el elemento cristiano desde el momento en que su sentido común no es más que la santa familiaridad de la palabra hecha carne. De cualquier modo que sea, por el momento bastará con decir que los teólogos se habían anquilosado en una especie de orgullo platónico debido a la posesión de verdades internas intangibles e intraducibles; como si ninguna parte de su sabiduría tuviese raíces en parte alguna del mundo real. Ahora bien, lo primero que hizo Santo Tomás, aunque de ningún modo lo último, fue decirles a estos trascendentalistas puros algo que, en sustancia, sería algo así como:  

“Lejos está de un pobre fraile negar que tenéis estos maravillosos diamantes en vuestras cabezas, todos diseñados con las más perfectas formas matemáticas y brillando con una luz celestial pura; con todos presentes allí casi antes de que comencéis a pensar, y sobre todo antes de ver, oír o sentir. Pero no me avergüenzo de decir que encuentro a mi razón alimentada por mis sentidos; que a una gran parte de lo que pienso se lo debo a lo que veo, olfateo, saboreo y toco; y que, en lo que a mi razón concierne, me siento obligado a tratar toda esa realidad como algo real. Para ser breve y con toda humildad, no creo que Dios quiso que el Hombre ejerciera tan sólo esa peculiar, elevada y abstracta clase de intelecto que vosotros sois tan afortunados de poseer. Por el contrario, creo que hay un campo intermedio de hechos que nos son dados por los sentidos para que sean objeto del tratamiento de la razón y que, en ese campo, la razón tiene un derecho a gobernar como el representante de Dios en el Hombre. Es verdad que esto está por debajo de los ángeles; pero está por sobre los animales y de todos los objetos materiales concretos que el Hombre puede hallar a su alrededor. Es verdad que el ser humano también puede ser un objeto, y hasta un objeto deplorable. Pero el ser humano puede hacer lo que el ser humano ha hecho, y si un antiguo y anticuado pagano llamado Aristóteles puede ayudarme a hacerlo, se lo agradeceré con toda humildad.”

Así comenzó lo que comúnmente se llama la apelación a Aquino y a Aristóteles. Podría llamarse la apelación a la Razón y a la Autoridad de los Sentidos. Y se hace obvio que hay una suerte de paralelo popular en ello por el hecho de que San Francisco no sólo escuchó a los ángeles sino también a los pájaros. Y antes de dedicarnos a esos aspectos de Santo Tomás que fueron muy severamente intelectuales, podemos observar que en él, al igual que en San Francisco, hay un elemento práctico preliminar que es más bien moral; una especie de humildad buena y directa; y una disposición en el hombre a considerarse incluso a si mismo en algunos aspectos como un animal; del mismo modo en que San Francisco comparó su cuerpo con un burro. Puede decirse que el contraste es válido en todos los aspectos, incluso como metáfora zoológica; y que si San Francisco fue como ese burro común o domesticado que llevó a Cristo a Jerusalén, Santo Tomás, quien de hecho fue comparado con un buey, se pareció en cierto modo a ese monstruo apocalíptico de un misterio casi asirio: el buey alado. Pero, de nuevo, no debemos permitir que todo lo que puede ser contrastado eclipse a lo que fue común; ni olvidar que ninguno de los dos hubiera sido tan orgulloso como para no esperar pacientemente al igual que el buey y el asno en el establo de Belén.

Como veremos enseguida, hubo por supuesto muchas ideas, mucho más curiosas y complicadas, en la filosofía de Santo Tomás, aparte de esta idea primaria de un sentido común central alimentado por los cinco sentidos. Pero a esta altura de la exposición, lo central del relato no es tan sólo que esta filosofía fue una doctrina tomista sino que, eminente y verdaderamente, fue una doctrina cristiana. Porque sobre este punto los escritores modernos escriben una buena cantidad de tonterías, y exhiben más de lo común su normal ingenio para errarle al objetivo. Habiendo supuesto de entrada y sin argumentos que toda emancipación tiene que alejar a las personas de la religión y conducirlas hacia la irreligión, lo que olvidan por completo y ciegamente es la característica principal de la religión misma.

No será posible por mucho tiempo seguir ocultando ante cualquiera el hecho que Santo Tomás fue uno de los grandes libertadores del intelecto humano. Los sectarios de los Siglos XVII y XVIII fueron esencialmente oscurantistas y cultivaron la oscurantista leyenda acerca del oscurantismo del escolástico. Esto, que ya se cortaba por lo más delgado en el Siglo XIX, será imposible en el XX. No tiene nada que ver con la verdad teológica del sectario, ni con la del escolástico, sino solamente con la verdad de la proporcionalidad histórica que comienza a emerger a medida en que las disputas empiezan a decaer. La verdad en cuanto a que Tomás fue un gran hombre excepcional que reconcilió la religión con la razón es, simplemente, uno de los hechos de bulto de la Historia. Fue quien la expandió hacia la ciencia experimental, fue el que insistió en que los sentidos eran las ventanas del alma y que la razón tenía un derecho divino a alimentarse de hechos; y que era asunto de la fe el digerir la dura carne de la más difícil y más práctica de las filosofías paganas. Es un hecho – al igual que la estrategia militar de Napoleón – que de este modo Aquino, en comparación con sus rivales y, si vamos al caso, hasta en comparación con sus sucesores y suplantadores, estaba luchando por todo lo que es liberal e ilustrado. Quienes, por otras razones, aceptan honestamente el resultado final de la Reforma, tendrán a pesar de todo que enfrentar el hecho de que el reformador fue el escolástico y que los reformadores posteriores, en comparación, resultan reaccionarios. Utilizo la palabra no como un reproche desde mi propio punto de vista sino como un hecho desde el punto de vista moderno común y progresista. Por ejemplo, los reformadores posteriores anclaron la mente retrotrayéndola a la antigua suficiencia literal de las Escrituras hebreas cuando Santo Tomás ya había hablado del Espíritu que otorga la gracia a las filosofías griegas. Santo Tomás insistió en el deber social de las obras mientras que los reformadores posteriores sólo insistieron en el deber espiritual de la fe. Lo realmente vital en las enseñanzas tomistas fue que se puede confiar en la razón; lo realmente vital de las enseñanzas luteranas fue que hay que desconfiar por completo de la razón.

Ahora bien, cuando este hecho debe ser admitido como un hecho, surge el peligro de que toda la inestable oposición súbitamente se deslice hacia el extremo opuesto. Los mismos que hasta ese momento acusaron al escolástico de dogmático comenzarán a admirarlo como un modernista que diluyó el dogma. Comenzarán febrilmente a adornar su estatua con todas las desteñidas guirnaldas del progreso, a presentarlo como un hombre adelantado a su tiempo – algo de lo cual siempre se supone que quiere decir “de acuerdo con nuestro tiempo” – y a cargarlo con la ilícita imputación de haber producido la mente moderna. Descubrirán su atractivo y se apresurarán a suponer que fue igual a ellos, porque fue atractivo. Hasta cierto punto esto es bastante perdonable; hasta cierto punto esto ya sucedió en el caso de San Francisco. Pero no pudo ir más allá de ese cierto punto en el caso de San Francisco. Nadie, ni siquiera un librepensador como Renan o Matthew Arnold, pretenderá que San Francisco no fue un cristiano devoto sino otra cosa; o que tuvo algún otro motivo original aparte de la imitación de Cristo. Y, sin embargo, también San Francisco tuvo ese efecto liberador y humanizador sobre la religión; aunque quizás más sobre la imaginación que sobre el intelecto. Pero nadie afirma que San Francisco estuvo aflojando el código cristiano cuando, obviamente, lo estaba ajustando como a la cuerda alrededor de su hábito de fraile. Nadie dice que se limitó a abrir la puerta a la ciencia escéptica, o que vendió el pasaje al humanismo pagano, o que tan sólo anticipó el Renacimiento, o que se encontró con los racionalistas a mitad de camino. Cuando se dice que abrió los Evangelios al azar y leyó los grandes textos acerca de la pobreza, ningún biógrafo pretende que San Francisco en realidad sólo abrió La Eneida y practicó la Sors Virgiliana por respeto a las letras y a las enseñanzas paganas. No hay historiador que pretenda que San Francisco escribió El Cántico del Hermano Sol en estrecha imitación de un himno homérico a Apolo, o que amaba a los pájaros porque se había tomado el trabajo de aprender todos los trucos de los augures
romanos .

En resumen, la mayoría de las personas, tanto cristianas como paganas, estaría hoy de acuerdo en que el sentimiento franciscano fue, preponderantemente, un sentimiento cristiano desplegado desde adentro, a partir de una inocente (o, si se quiere, ignorante) fe en la religión cristiana misma. Como he señalado, nadie dice que San Francisco tomó su inspiración principal de Ovidio. Pues, sería exactamente igual de falso afirmar que Aquino tomó su inspiración principal de Aristóteles.  Toda la lección que se desprende de su vida, en especial de sus primeros años, todo el relato de su niñez y de su carrera demuestra que fue devoto de un modo supremo y directo; y que amó apasionadamente al culto católico mucho antes de tener que combatir por él. Además, hay un momento especial y decisivo que conecta una vez más a Santo Tomás con San Francisco. De un modo extraño parece olvidarse que ambos santos estaban, de hecho y en realidad, imitando a un Maestro – que no era ni Aristóteles y menos todavía Ovidio – cuando santificaron los sentidos o las cosas simples de la naturaleza; cuando San Francisco caminó humildemente entre las bestias o Santo Tomás debatió cortésmente entre los gentiles.

Quienes pasan esto por alto, equivocan el objetivo de la religión, incluso como superstición. Más aun: pasan por alto justo el punto que podrían considerar como el más supersticioso de todos. Me refiero a todo el asombroso relato del Dios-Hombre que está en los Evangelios. Algunos pocos hasta lo pasan por alto refiriéndose a San Francisco y su apelación pura e indocta a los Evangelios. Hablarán de la inclinación de San Francisco a aprender de las flores o de los pájaros de un modo que sólo puede apuntar hacia más tarde, hacia el Renacimiento pagano. Y eso a pesar de que les saltan a la vista dos hechos; primero que San Francisco apunta hacia atrás, hacia el Nuevo Testamento y segundo, que si en absoluto apunta hacia algo posterior, lo hace hacia el realismo aristotélico de la Suma de Santo Tomás de Aquino. Estas personas imaginan vagamente que cualquiera que se pone a humanizar la divinidad tiene que estar paganizándola y no ven que la humanización de la divinidad es, en realidad, el dogma más fuerte, más riguroso y más increíble del Credo. San Francisco se estaba volviendo más similar a Cristo y no meramente más similar a Buda cuando contemplaba los lirios del campo o las aves del aire; y Santo Tomás se estaba volviendo más cristiano y no más aristotélico cuando insistía en que Dios y la imagen de Dios había tomado contacto con un mundo material a través de la materia. Estos santos fueron, en el sentido más exacto del término, humanistas; porque insistieron en señalar la inmensa importancia del ser humano dentro del esquema teológico de las cosas. Pero no fueron humanistas marchando a lo largo de un sendero que conduce al modernismo y al escepticismo generalizado; porque en ese mismo humanismo estaban afirmando un dogma que hoy con frecuencia se considera como el más supersticioso de los super-humanismos. Reforzaron esa asombrosa doctrina de la Encarnación que más les cuesta creer a los escépticos. No puede haber una pieza de divinidad cristiana más sólida que la divinidad de Cristo.

Esta cuestión central se vuelve muy central también aquí: estos hombres se hicieron más ortodoxos en la medida en que se volvieron más racionales o naturales. Sólo siendo ortodoxos de aquella manera pudieron ser también racionales y naturales. En otras palabras: eso que realmente podría ser llamado teología liberal es algo que se desplegó desde adentro, a partir de los misterios originales del catolicismo. Pero esa liberalidad no tuvo nada que ver con liberalismo; de hecho ni siquiera hoy puede coexistir con el liberalismo. Y estoy utilizando la palabra “liberalismo” en el estricto y limitado sentido teológico del término en el que Newman y otros teólogos lo utilizan. La cuestión es tan convincente que tomaré una o dos ideas especiales de Santo Tomás para ilustrar lo que quiero decir. Sin anticipar el bosquejo elemental del tomismo que deberá ser realizado más adelante, podemos anotar aquí los siguientes puntos.

Por ejemplo, una idea muy especial de Santo Tomás fue que el Hombre debe ser estudiado en la totalidad de su humanidad; que un ser humano no es ser humano sin su cuerpo, del mismo modo en que no lo es sin su alma. Un cadáver no es un ser humano; pero un fantasma no es un ser humano tampoco. La escuela anterior de Agustín, y hasta la de Anselmo, habían más bien descuidado esto tratando al alma como el único tesoro necesario, envuelto en forma temporal por un pañal que podía ser ignorado.  Hasta ellos fueron menos ortodoxos siendo más espirituales. A veces rondaron por el borde de esos desiertos que se extienden hasta el país de la transmigración en dónde el alma esencial puede pasar por cien cuerpos accidentales, reencarnándose hasta en los cuerpos de bestias o pájaros. Santo Tomás se irguió para afirmar rotundamente que el cuerpo de un hombre es su cuerpo y que su mente es su mente; y que sólo puede constituir un equilibrio y una unión de ambos. Ahora bien, en cierta forma ésta es una noción naturalista, muy cercana al moderno respeto por las cosas materiales; una alabanza del cuerpo que podría ser cantada por Walt Whitman o justificada por D. H. Lawrence; es algo que podría ser llamado humanismo o hasta reivindicado por el modernismo. De hecho, podría ser materialismo, pero es diametralmente opuesto al modernismo. Desde el punto de vista moderno, está envuelto con el más enorme, el más material y por lo tanto el más milagroso de los milagros. En especial, está conectado con la clase más asombrosa de dogma que es el que menos pueden aceptar los modernistas: la Resurrección del Cuerpo.

O bien, tomemos el argumento de Santo Tomás en favor de la Revelación. Es bastante racionalista y, por el otro lado, decididamente democrático y popular. Su argumento en favor de la Revelación no es, en lo más mínimo, un argumento contra la razón. Por el contrario, parece inclinado a admitir que se podría llegar a la verdad por un proceso racional si éste fuese tan sólo lo suficientemente racional y también lo suficientemente largo. Realmente, hay algo en su carácter – que en otra parte he llamado optimismo y para lo cual no conozco otro término más próximo – que lo llevó a más bien exagerar la medida en que los seres humanos escucharán en última instancia la voz de la razón. En sus controversias, siempre presume que las personas escucharán razones. Santo Tomás cree enfáticamente en que los seres humanos pueden ser convencidos por medio de argumentos; es decir: cuando se les acaban los argumentos. Es tan sólo que su sentido común también le dijo que la argumentación no termina nunca. Puedo convencer a una persona de que la materia como origen de la mente carece bastante de sentido si ambos simpatizamos mucho y discutimos todas las noches durante cuarenta años. Pero mucho antes de que termine convenciéndolo en su lecho de muerte, podrán haber nacido mil otros materialistas y nadie le puede explicar todo a todo el mundo. La posición de Santo Tomás es que las almas de todas las personas comunes, trabajadoras y simples, son tan importantes como las almas de los pensadores y los buscadores de la verdad; y se pregunta en qué medida podrían todas estas personas posiblemente hallar el tiempo necesario para la cantidad de razonamiento que se necesita a fin de hallar la verdad. Todo el tono del pasaje exhibe tanto un respeto por la investigación científica como una fuerte simpatía por el ser humano promedio. Su argumento a favor de la Revelación no es un argumento contra la razón; es un argumento a favor de la Revelación. La conclusión que saca de ello es que las personas deben recibir las verdades morales más elevadas de un modo milagroso; porque de otro modo no las recibirían en absoluto. Sus argumentos son racionales y naturales; pero su propia deducción se dirige totalmente hacia lo sobrenatural; y, como es usual en el caso de su argumentación, no es fácil encontrar otra deducción distinta de su propia deducción. Y cuando llegamos a este punto hallamos que es algo tan simple como lo desearía el propio San Francisco: es el mensaje procedente de lo alto; el relato que es contado desde el cielo; el cuento de hadas que es realmente cierto.

Se hace más claro aun en problemas más populares tales como el libre albedrío. Si Santo Tomás resulta más partidario de una cosa que de otra ello es por lo que podría llamarse soberanías o autonomías subordinadas. Fue, si se me permite la frivolidad, un fuerte partidario del Home Rule. Podríamos hasta decir que estuvo siempre defendiendo la independencia de cosas dependientes. Insistió en que una cosa podía tener sus propios derechos dentro de su propia región. Fue su actitud para con el Home Rule de la razón y hasta de los sentidos: “Soy hija en la casa de mi padre, pero Señora en la mía propia”. Y exactamente en este sentido enfatizó cierta dignidad en el Hombre que a veces resultaba más bien absorbida por las generalizaciones puramente teístas acerca de Dios. Nadie podría decir que quería separar al Hombre de Dios; pero quiso diferenciar al Hombre de Dios. En este sentido estricto de la dignidad y libertad humanas hay mucho que puede ser apreciado, y lo es en la actualidad, como una noble liberalidad humanística. No olvidemos que su resultado fue ese mismo libre albedrío, o responsabilidad moral del Hombre, que tantos liberales modernos negarían. Sobre esta sublime y peligrosa libertad pendía el cielo y el infierno; pues el hombre puede separarse de Dios lo cual, bajo cierto aspecto, es la mayor diferenciación de todas.

Y de nuevo, a pesar de que es una cuestión más metafísica que habrá de ser mencionada más adelante, sucede lo mismo con la antigua disputa filosófica acerca de los Muchos y el Uno. Las cosas ¿son tan diferentes que nunca pueden ser clasificadas por categorías, o están tan unificadas que nunca pueden ser diferenciadas? Sin la pretensión de contestar a esa clase de preguntas aquí, en términos generales podemos decir que Santo Tomás está decididamente de parte de la variedad, como algo que es tan real como la unidad. En esto y en cuestiones similares a ésta, con frecuencia se aleja de los grandes filósofos griegos que algunas veces le sirvieron de modelo; y se aleja por completo de los grandes filósofos orientales que en cierto sentido son sus rivales. Parece estar bastante seguro de que la diferencia entre la tiza y el queso, o los cerdos y los pelícanos, no es mera ilusión, ni producto del deslumbramiento de nuestra perpleja mente cegada por una luz única, sino que es bastante aproximadamente lo que todos percibimos que es. Se puede decir que esto es tan sólo sentido común; el sentido común que nos dice que los cerdos son cerdos; y en esa medida está relacionado con el terrenal sentido común aristotélico; con un sentido común humano y hasta pagano. Pero nótese que aquí, otra vez, coinciden los extremos de la tierra y el cielo. Porque esto también está conectado con la idea dogmática cristiana de la Creación; con la de un Creador que creó cerdos, como algo distinto de un cosmos que sólo los evolucionó.

En todos estos casos vemos repetirse el tema citado al principio. El movimiento tomista en metafísica, al igual que el movimiento franciscano en moral y comportamiento, fue un agrandamiento y una liberación; fue decididamente un crecimiento de la teología cristiana desde adentro; decididamente no fue una disminución de la teología cristiana bajo influencias paganas o siquiera humanas. El franciscano fue libre para ser un fraile en lugar de estar atado a ser un monje. Pero fue más cristiano, más católico y hasta más ascético. Del mismo modo, el tomista fue libre para ser un aristotélico en lugar de estar atado a ser un agustino. Pero fue aun más teólogo, más teólogo ortodoxo, más dogmático, habiendo recuperado a través de Aristóteles el más desafiante de los dogmas: el enlace de Dios con el Hombre y, por lo tanto, con la materia. Nadie puede comprender la grandeza del Siglo XIII si no advierte que generó un gran crecimiento de cosas nuevas producidas por algo vivo. En ese sentido realmente fue más audaz y más libre que eso que llamamos Renacimiento, que fue la resurrección de cosas viejas descubiertas en una cosa muerta. En ese sentido el medievalismo no fue un Renacimiento sino más bien un Nacimiento. No modeló sus templos sobre tumbas, ni llamó a los dioses muertos desde el Hades. Creó una arquitectura tan nueva como la ingeniería moderna. Realmente, aun hoy sigue siendo la arquitectura más moderna. Es sólo que el Renacimiento la continuó con una arquitectura más anticuada. En ese sentido el Renacimiento podría ser llamado la Recaída. Se diga lo que se diga del gótico y del Evangelio según Santo Tomás, lo cierto es que no fueron una recaída. Fueron un nuevo impulso, como el titánico impulso de la ingeniería gótica; y su fuerza estuvo en Dios que renueva todas las cosas.

En una palabra, Santo Tomás hizo más cristiana a la cristiandad haciéndola más aristotélica. No es una paradoja sino una simple perogrullada que sólo pueden pasarla por alto quienes podrán saber qué significa “aristotélico” pero que simplemente han olvidado el significado de “cristiano”. Comparado con un judío, un musulmán, un budista, un teísta o la mayoría de las alternativas más obvias, “cristiano” significa una persona que cree que la divinidad o la santidad se ha ligado a la materia o entrado al mundo de los sentidos. Algunos escritores modernos, no advirtiendo esta simple cuestión, hasta han llegado a decir que la aceptación de Aristóteles fue una especie de concesión a los árabes; algo así como un vicario modernista haciéndole concesiones a los agnósticos. Bajo el mismo principio, así como dicen que Santo Tomás al rescatar a Aristóteles de Averroes  hizo concesiones a los árabes, también podrían decir que las Cruzadas fueron una concesión a los árabes. Los Cruzados quisieron recuperar el lugar en dónde el cuerpo de Cristo había estado porque creían, acertada o equivocadamente, que ése era un lugar cristiano. Santo Tomás quiso recuperar lo que en esencia era el cuerpo mismo de Cristo; el cuerpo santificado del Hijo del Hombre que se había convertido en un milagroso intermediario entre el cielo y la tierra. Y quería ese cuerpo y todos sus sentidos porque, acertada o equivocadamente, creía que ese cuerpo era algo cristiano. Es posible que haya sido algo más humilde o más prosaico que la mente platónica; pero justamente por eso fue cristiano. Santo Tomás, si se quiere, tomó el camino menos elevado cuando caminó siguiendo los pasos de Aristóteles. Lo mismo hizo Dios cuando trabajó en el taller de José.

Por último, estos dos grandes hombres no sólo estuvieron unidos sino también separados de la mayoría de sus camaradas y contemporáneos por el mismo carácter revolucionario de su propia revolución. En 1215 Domingo de Guzmán, el Castellano, fundó una Orden muy similar a la de Francisco; y, por una sumamente curiosa coincidencia de la Historia, lo hizo casi exactamente en el mismo momento que Francisco. La Orden estuvo orientada primariamente a predicar la filosofía católica a los herejes albigenses cuya propia filosofía fue una de las diversas formas de ese maniqueísmo con el cual este relato tiene mucho que ver. Tenía sus raíces en el remoto misticismo y la separación moral del Este y, por consiguiente, resultó inevitable que los dominicos fuesen más bien una hermandad de filósofos así como, en comparación, los franciscanos fueron una hermandad de poetas. Por ésta y por otras razones, Santo Domingo y sus seguidores son poco conocidos o comprendidos en la Inglaterra Moderna. Estuvieron eventualmente involucrados en una guerra religiosa que transcurrió sobre una argumento teológico, y hubo algo en la atmósfera de nuestro país, durante el último siglo o algo así, que hizo que el argumento teológico resultase aun más incomprensible que la guerra religiosa misma. El efecto final es de cierta manera curioso; porque Santo Domingo, aun más que San Francisco, se caracterizó por esa independencia intelectual y por esas estrictas normas de virtud y veracidad que las culturas protestantes están acostumbradas a considerar como especialmente protestantes. Es de él que se cuenta la anécdota – y de seguro que hubiera sido más difundida entre nosotros si se hubiera referido a un puritano – que el Papa señaló a su espléndido palacio papal y dijo: »Pedro ya no puede decir: “nada tengo de plata y oro”«; a lo cual el fraile español contestó: »Tampoco puede ya decir: “Levántate y anda”«.

De este modo puede haber otra forma en que el popular relato de San Francisco puede ser una especie de puente entre el mundo moderno y el medieval. Y está basada en el mismo hecho ya mencionado: que San Francisco y Santo Domingo aparecen juntos en la Historia como habiendo hecho el mismo trabajo, y sin embargo aparecen divididos en la tradición popular inglesa de la forma más extraña y sorprendente. En sus propios países son como Gemelos Celestiales que irradian la misma luz del cielo, con lo que a veces parecen dos santos en un mismo halo, de modo similar a la forma en que otra Orden retrató a la Santa Pobreza como dos caballeros sobre un mismo caballo. Sin embargo, en las leyendas de nuestro país están aproximadamente tan unidos como San Jorge y el Dragón. Domingo continúa siendo percibido como un inquisidor diseñando instrumentos de tortura mientras que San Francisco ya es aceptado como un humanitario que deploró las trampas para cazar ratones. Por ejemplo, a nosotros nos parece bastante natural y saturado de las mismas asociaciones con flores y estrelladas fantasías, que el nombre de Francis pertenezca a Francis Thompson. Pero me pregunto si sería menos natural llamarlo Dominic Thompson; o bien encontrar a una persona con un largo historial de simpatías populares y ternura práctica para con los pobres que pueda soportar un nombre como el de Dominic Plater. Sonaría como si lo hubieran bautizado Torquemada Thompson. 

Ahora bien, algo tiene que estar mal en esta contradicción que convierte en antagonistas en el extranjero a quienes fueron aliados en su lugar de origen. En cualquier otra cuestión un hecho así sería evidente para el sentido común. Supongan que liberales o partidarios del libre comercio ingleses hallaran que en algunas remotas partes de China es usual afirmar de Cobden que fue un monstruo cruel pero de Bright que fue un santo inmaculado. Pensarían que en algún lado hay un error. Supongan que evangélicos norteamericanos se enterasen de que en Francia o Italia, u otras civilizaciones impenetrables para Moody y Sankey, hay una creencia popular en que Moody fue un ángel pero Sankey un demonio. Imaginarían que hay una confusión en algún lado. Dirán que alguna diferenciación posterior y accidental tuvo que haber interferido en el curso principal de una tendencia histórica. Estos paralelos no son tan fantasiosos como pueden sonar. De hecho, Cobden y Bright fueron llamados “torturadores de niños” por el enojo que despertó su supuesta insensibilidad ante los males remediados por las Leyes de Fábrica; y algunos calificarían de exhibición infernal al sermón sobre el infierno de Moody y Sankey. Todo ello es cuestión de opiniones; pero ambos hombres sostuvieron la misma clase de opinión y tiene que haber una gran falla en la opinión que los separa de una forma tan completa. Y, por supuesto, existe una falla garrafal en la leyenda acerca de Santo Domingo. Quienes conocen aunque sea lo mínimo acerca de Santo Domingo saben que fue un misionero y no un perseguidor militante; que su contribución a la religión fue el rosario y no el potro de tortura; que toda su carrera carece de sentido a menos que comprendamos que sus famosas victorias fueron victorias de persuasión y no de persecución. Es cierto que creyó en la justificación de la persecución, en el sentido de que el brazo secular podía reprimir desórdenes religiosos. Pero también todos los demás creyeron de este modo en la persecución y nadie con mayor intensidad que el elegante blasfemo Federico II que no creía en otra cosa. Algunos dicen que Santo Domingo fue el primero en quemar herejes; y de cualquier modo que sea, lo cierto es que pensó que el perseguir herejes era uno de sus privilegios y deberes imperiales. Pero hablar de Santo Domingo como si no hubiese hecho nada más que perseguir herejes es como denigrar al Padre Matthew, que persuadió a millones de alcohólicos a asumir un compromiso de moderación, porque la ley aceptada a veces permitía que un borracho fuese arrestado por un policía. Dejar de lado que este hombre en particular poseyó, bastante independientemente de compulsiones, un genio para la conversión implica pasar por alto toda la cuestión central. La diferencia real entre Francisco y Domingo, que no menoscaba a ninguno de los dos, es que Domingo enfrentó una gran campaña de conversión de herejes mientras que Francisco sólo tuvo la tarea más sutil de convertir a seres humanos. Es una vieja historia aquella que dice que, mientras podemos necesitar a alguien como Domingo para convertir paganos al cristianismo, necesitamos aun más a alguien como Francisco para convertir cristianos al cristianismo. Con todo, no debemos perder de vista el problema especial de Santo Domingo que fue el de tener que vérselas con toda una población, con reinos, ciudades y territorios que se habían apartado de la fe consolidando extrañas y anormales religiones nuevas. Que haya podido reconquistar masas de personas de este modo engañadas, meramente hablando y predicando, sigue siendo un triunfo enorme merecedor de un colosal trofeo.  San Francisco es catalogado de humano porque intentó convertir a sarracenos y fracasó; Santo Domingo es catalogado de intolerante y de fanático porque intentó convertir a albigenses y tuvo éxito. Sucede que estamos en un curioso nicho o rincón de los montes de la Historia desde dónde podemos ver a Asís y a los montes de Umbria pero perdemos la visión del inmenso campo de batalla de la Cruzada del Sur; del milagro de Muret y del aun mayor milagro de Santo Domingo, cuando las bases de los Pirineos y las playas del Mediterráneo vieron derrotada a la desesperanza asiática.

Pero existe un vínculo anterior y más esencial entre Domingo y Francisco que hace más al propósito inmediato de este libro. Ambos quedaron cubiertos de gloria en épocas posteriores porque estuvieron cubiertos de infamia – o al menos de impopularidad – durante su propia época. Es que hicieron la cosa más impopular que una persona puede hacer: iniciaron un movimiento popular. Toda persona que se atreve a apelar directamente al populacho siempre se hace de una larga serie de enemigos – comenzando por el populacho. En la medida en que los pobres comienzan a comprender que esta persona desea ayudarlos y no herirlos, las clases superiores consolidadas comienzan a unirse, resueltas a impedir y a no ayudar. Los ricos y hasta los instruidos a veces sienten, no sin razón, que la cosa cambiará al mundo, no sólo en su mundanalidad o en su sabiduría mundana, sino, hasta cierto punto, quizás en su verdadera sabiduría. El sentimiento no estuvo injustificado en este caso si consideramos, por ejemplo, la actitud temeraria de San Francisco de rechazar los libros y la erudición; o la tendencia de los frailes a apelar al Papa quejándose de obispos locales y de funcionarios eclesiásticos. En resumen, Santo Domingo y San Francisco crearon una Revolución; igual de popular e impopular como la Revolución Francesa. Y es muy difícil sentir hoy la frescura que realmente tuvo la Revolución Francesa. La Marsellesa sonó otrora como la voz humana de un volcán, o como la música bailable de un terremoto, y los reyes de la tierra temblaron temiendo que se cayeran los cielos; algunos de ellos temiendo aun más que se hiciera justicia. Hoy en día la Marsellesa se toca en cenas diplomáticas donde monarcas sonrientes se encuentran con radiantes millonarios y resulta menos revolucionaria que la canción de “Hogar, Dulce Hogar”. Además, y es muy pertinente recordarlo, así como los revolucionarios modernos considerarían que la rebelión jacobina fue insuficiente, del mismo modo considerarían insuficiente la rebelión de los frailes. Dirían que ninguna de las dos fue lo suficientemente lejos; pero muchos, en su tiempo, pensaron que fue demasiado lejos, y por mucho. En el caso de los frailes, las autoridades superiores del Estado, y hasta cierto punto incluso las de la Iglesia, estuvieron profundamente espantadas de semejante espectáculo de exaltados predicadores populares dejados sueltos entre el pueblo. No es en absoluto fácil para nosotros sentir la forma en que esos distantes acontecimientos resultaron desconcertantes y hasta mal vistos. Las revoluciones se vuelven instituciones; las rebeliones que renuevan la juventud de sociedades viejas se vuelven viejas a su vez; y el pasado, que estuvo lleno de cosas nuevas, de divisiones, innovaciones e insurrecciones, nos parece ahora una única textura tradicional.

Pero si deseamos destacar un hecho único que torne nítido este golpe de cambios y desafíos, que muestre qué tan crudo y harapiento, qué tan casi escandaloso fue en su temeraria novedad, qué tan cerca del arroyo y cuan lejos de la vida refinada le pareció este experimento de los frailes a muchos en su momento, existe un hecho muy relevante que lo revela. Muestra en qué medida una cristiandad establecida y ya antigua lo sintió como algo similar al fin de una era y cómo los propios caminos de la tierra parecieron temblar bajo los pies de este nuevo ejército sin nombre marchando al compás de la marcha de los mendigos. Una canción infantil mística sugiere la atmósfera de esa crisis: “Escucha, escucha, los perros ladran; los Mendigos están llegando al pueblo”. Hubo muchos poblados que casi se fortificaron contra ellos y muchos perros guardianes custodiando propiedades y privilegios realmente ladraron, y ladraron fuerte, al pasar de aquellos mendigos. Pero tanto más fuerte fue el canto de los mendigos que cantaban su Cántico al Hermano Sol y tanto más fuertes fueron los ladridos de los Mastines del Cielo; los Domini canes según la burla medieval, los Perros de Dios. Y si quisiéramos medir qué tan real y divisorio fue el aspecto de esa revolución, en qué medida representó un quiebre con el pasado, lo podríamos ver en el primer y por demás extraordinario acontecimiento en la vida de Santo Tomás de Aquino.

 

SUPLEMENTO


En un nuevo «Dictionnaire de philosophie et de théologie thomistes»

La modernidad del Doctor angélico

La imprenta de Parole et Silence ha lanzado el 20 de mayo un sencillo e innovador Dictionnaire de philosophie et de
théologie thomistes (XXIV + 591 páginas). Escrito a dos manos por el teólogo dominico
Philippe-Marie Margelidon y por el filósofo Yves Floucat, el repertorio comprende un millar
de voces, por lo general más bien bre- ves y presentadas en un lenguaje límpido y sintético, que
abarcan «una definición de los términos de los que el Ángel de la Escuela hace un uso frecuen-
te». Las voces, generalmente dotadas del correspondiente término en el latín de Tomás, van
desde Abaliété —de ab alio, es la característica de «lo que es o existe a partir de otro, lo que se dice de todo aquello que es
finito y por lo tanto creado», mientras que Dios solo es a se (de aquí aséité)— a Zizanie (susurratio), pecado que el gran pensador juzga moralmente muy grave, peor que
la difamación (detractio) y que el ultraje (contumelia). El diccionario, instrumento práctico y actualizado que pretende ayudar al descubrimiento y a la comprensión del doctor angelicus y de su
lenguaje, tiene en cuenta el pensamiento tomista clásico y contemporáneo, desde Maritain a Gilson, y se introduce en la
«Bibliothèque de la Revue thomiste». La colección, nacida en 2005 y dirigida por los dominicos Serge-Thomas Bonino y Thierry-Dominique Humbrecht, comprende ya una decena de
títulos que se enlazan con la tradición doctrinal de la clásica revista fundada en 1893 y que es expre- sión de los dominicos de Tolosa y de Friburgo, en Suiza. Con un doble objetivo: entender el pensamiento de santo Tomás de Aquino en su contexto original y al mismo tiempo manifestar su «fecundidad en el debate intelectual contem- poráneo». (Giovanni Maria Vian)