LIBRO VOCACIONAL RECOMENDADO
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BENEDICTO XVI

LUZ DEL MUNDO

 

El cardenal Georges Cottier, teólogo emérito de la Casa Pontificia, comenta el libro-entrevista de Benedicto XVI Luz del mundo

 

 

      Me ha impresionado la autenticidad y la sencillez de lo que dice Benedicto XVI en el libro-entrevista Luz del mundo, publicado por la Libreria Editrice Vaticana [en español por la editorial Herder], que recoge sus conversaciones con el periodista Peter Seewald. En muchas páginas del libro se ve a un Papa relajado, confiado, que se expresa con libertad sin ocultar nada. Un Papa que habla, con igual sencillez, de su vida diaria compartida con los miembros de la familia pontificia y de las grandes cuestiones que atañen a la vida de toda la Iglesia.

      En muchas páginas se observa una límpida confianza por la situación actual y futura de la Iglesia en el mundo. El Papa no parece angustiado. Dice claramente que puede parecer que la Iglesia está en decadencia, si se mira desde una perspectiva europea, pero añade que esto, en su opinión, «es sólo una parte del conjunto». En realidad la Iglesia «crece y vive, está llena de dinamismo», y «en el continente europeo experimentamos sólo un lado concreto, y no todo el gran dinamismo del despertar que hay realmente en otras partes y con el que yo me encuentro en mis viajes y a través de las visitas de los obispos» (p. 24).

      Podemos preguntarnos de dónde nace esta confianza. El Papa reconoce sin censuras la secularización, el relativismo, la pérdida del sentido de Dios que predominan en la vida real de muchos. Frente a estos fenómenos, su esperanza y serenidad no parecen apoyarse en alguna idea genial propia, en alguna receta o en la propuesta de algún paradigma viejo o nuevo que muestre la línea y asegure un buen “estado de salud” o incluso el “éxito” de la Iglesia. Benedicto XVI repite sencillamente que quien mantiene encendida en la Iglesia la llama viva de la fe es el mismo Jesús, porque «sólo el mismo Señor tiene el poder de mantener a los hombres también en la fe» (p. 19). Sólo en este dato, experimentado ahora en su condición de sucesor de Pedro, estriba la esperanza y la confianza del Papa: «Si se ve todo lo que hombres, lo que clérigos han hecho en la Iglesia, eso se convierte hasta en una prueba de que es Él quien sostiene a la Iglesia y quien la ha fundado. Si esta dependiera solamente de los hombres, habría sucumbido hace largo tiempo» (p. 50).

      Este es el misterio de la Iglesia, que aflora en el modo en que Benedicto se hace cargo de la tarea a la que ha sido llamado.
     
      «Ya en el momento en que fui elegido pude decirle al Señor con sencillez: “¿Qué estas haciendo conmigo? Ahora la responsabilidad la tienes Tú. ¡Tú tienes que conducirme! Yo no puedo. Si Tú me has querido a mí, entonces también tienes que ayudarme”» (p. 16): así recuerda en las primeras páginas del libro el día de su elección papal. Y esto es un hilo rojo que atraviesa muchas de sus respuestas, con reflejos interesantes también desde el punto de vista eclesiológico. Para Benedicto XVI el papa es «también él un simple mendigo frente a Dios, y más que todas las demás personas» (p. 29). Con palabras sencillas y claras describe también el carisma de la infalibilidad en los mismos términos en que lo hace la doctrina católica, dejando a un lado todo equívoco “infalibilista”: «El obispo de Roma», aclara Benedicto XVI, «actúa como cualquier otro obispo que confiesa su fe, que la anuncia, que es fiel en el seno de la Iglesia. Sólo cuando se dan determinadas condiciones, cuando la tradición ha sido aclarada y sabe que no actúa de forma arbitraria puede el papa decir: ésta es la fe de la Iglesia, y una negativa al respecto no es la fe de la Iglesia» (p. 20). Según el Papa el Concilio Vaticano II «enseñó con razón que la colegialidad es constitutiva para la estructura de la Iglesia, que el papa sólo puede ser el primero dentro del conjunto, y no alguien que, como un monarca absoluto, tome decisiones solitarias y lo haga todo por sí solo» (p. 83). Así, citando el último Concilio ecuménico, Benedicto XVI repite que la responsabilidad compartida de los obispos es un dato
constitutivo propio de la naturaleza misma de la Iglesia. Y que las suyas no son declaraciones de principio o fórmulas de circunstancia, se ve en la importancia que él mismo atribuye al Sínodo de los obispos y en el esmero y disposición para escuchar con que recibe a cada obispo durante las visitas ad limina. Se ve bien que a través de dichos encuentros valiosos Benedicto XVI se pone en contacto directo con los problemas, tribulaciones y consuelos experimentados por el pueblo de Dios en las varias situaciones locales, como por ejemplo las devastaciones humanas y sociales ligadas al tráfico de droga de que le han hablado «muchísimos obispos, sobre todo de América Latina» (p. 73).

      El Papa responde también a la pregunta sobre la posibilidad de convocar un Concilio Vaticano III. Para él esta eventualidad aún no está madura. Ciertamente el criterio de la colegialidad que ha delineado puede tener desarrollos sustanciales en el ecumenismo, sobre todo respecto a las relaciones con las Iglesias de Oriente. Estas Iglesias, repite Benedicto XVI, «son auténticas Iglesias particulares a pesar de no estar en comunión con el papa. En este sentido la unidad con el papa no es constitutiva para la Iglesia particular», aunque la falta de dicha unidad «es, por así decirlo, una carencia en esa célula viva. Sigue siendo una célula, se la puede llamar Iglesia, pero en la célula falta un punto, a saber, la unión con el organismo en su conjunto» (p. 102).
     
      También en muchos otros detalles se ve que la fuerza inerme y serena que se percibe en el Papa no proviene de él: «Pues veo», dice de sí mismo, «que casi todo lo que tengo que hacer es algo que yo mismo no puedo hacer en absoluto. Ya por ese solo hecho me veo, por así decir, forzado a ponerme en manos del Señor y a decirle: “Hazlo Tú, si Tú lo quieres”» (p. 28). Benedicto reconoce que no es un «místico» (p. 28). Confiesa que reza invocando a María y a los santos: «Tengo amistad con Agustín, con Buenaventura, con Tomás de Aquino. A esos santos se les dice: “¡Ayudadme!”. […]. En este sentido me interno en la comunión de los santos. Con ellos, fortalecido por ellos, hablo entonces también con Dios, sobre todo mendigando, pero también dando gracias, o simplemente con alegría» (p. 30). Benedicto no se presenta nunca a sí mismo como el eje de una especie de proyecto de pontificado. Para él el obispo de Roma, «cuando habla como pastor supremo de la Iglesia en la consciencia de su responsabilidad, no dice ya algo propio que se la acaba de ocurrir» (p. 21). Y, sin embargo, precisamente por este modo suyo de ver y afrontar las cosas alegres o tristes ocurridas en la Iglesia en los últimos tiempos capta de manera sorprendente lo que de verdad puede abrir los corazones al anuncio cristiano y desarmar las objeciones del momento presente.

      Pienso en el modo en que el Papa vuelve a hablar de la trágica historia de la pederastia y de los abusos sexuales cometidos por los sacerdotes. Frente al mal surgido entre los cristianos, Benedicto XVI repite las palabras ya dichas en el pasado: mortificación, penitencia, petición de perdón, sin ocultar nada, sin victimismos o complotismos. También él ve que ha habido «un goce en desairar a la Iglesia y en desacreditarla lo más posible» (p. 40). Pero reconoce ante todo que «sólo porque el mal estaba en la Iglesia pudo ser utilizado por otros en su contra» (p. 40). Según él «se podría pensar que el diablo no podía tolerar el Año Sacerdotal y, por eso, nos echó en cara la inmundicia. Como si hubiese querido mostrarle al mundo cuánta suciedad hay precisamente también entre los sacerdotes» (p. 47). Pero por otra parte quizá «podría decirse que el Señor quería probarnos y llamarnos a una purificación más profunda, de modo que no celebráramos de forma triunfalista el Año Sacerdotal, gloriándonos de nosotros mismos, sino como año de purificación, de renovación interior, de transformación y, sobre todo, de penitencia» (p. 47). Y con la acostumbrada llamada a la corresponsabilidad episcopal, dice a las claras «que la palabra corresponde en primer lugar a los obispos» (p. 42). Con la lucidez de su mirada capta lo bueno y grande que florece en la Iglesia, y la dinámica gratuita de este florecimiento. Se trata siempre de «iniciativas que no han sido ordenadas por la burocracia», porque «la burocracia está desgastada y cansada» (p. 72). Mira con tristeza a los «católicos, por así decir, de profesión» (p. 151), enredados en los aparatos y en las nomenclaturas, pero recibe consuelo de los brotes nuevos de vida cristiana que ve nacer también en tierras secularizadas: «La misa en Paris fue imponente. Se habían congregado decenas de miles de personas en la explanada de Los Inválidos, con una intensidad en la oración y en la fe que me conmovió […]. Para mí fue muy importante ver que, en la denominada Francia laica, sigue habiendo también, hoy como ayer, una tremenda fuerza de fe» (p. 129). Así recuerda su viaje a Francia. «El Señor», repite el Papa, «nos ha dicho que habrá cizaña en el trigo, pero que la semilla, su semilla, seguirá creciendo. En eso confiamos» (p. 38).

      Las preguntas reales y de gran alcance de Peter Seewald le permiten al Papa decir palabras bellas e intensas sobre una amplia gama de temas. Hay muchas referencias a Juan Pablo II, para el que Benedicto XVI usa expresiones de afecto y devoción. Y cuando el periodista le pregunta si es un problema para él la comparación con las capacidades de comunicación mediática de su predecesor, responde sincero: «Me dije simplemente: yo soy como soy. No intento ser otro. Lo que puedo dar lo doy, y lo que no puedo dar no intento tampoco darlo. No procuro hacer de mí algo que no soy» (p. 125).
     

Para Benedicto XVI el papa es «también él un simple mendigo frente a Dios, y más que todas las demás personas» (p. 29). Con palabras sencillas y claras describe también el carisma de la infalibilidad en los mismos términos en que lo hace la doctrina católica, dejando a un lado todo equívoco “infalibilista”: «El obispo de Roma», aclara Benedicto XVI, «actúa como cualquier otro obispo que confiesa su fe, que la anuncia, que es fiel en el seno de la Iglesia. Sólo cuando se dan determinadas condiciones, cuando la tradición ha sido aclarada y sabe que no actúa de forma arbitraria puede el papa decir: ésta es la fe de la Iglesia, y una negativa al respecto no es la fe de la Iglesia» (p. 20)

      También me ha impresionado mucho lo que dice sobre las relaciones con el judaísmo y con Israel. Cuando confiesa que desde el primer día de estudios teológicos tuvo claro «la unidad interior entre la Antigua y la Nueva Alianza», y que «sólo podemos leer el Nuevo Testamento junto con el precedente, pues, de otro modo, no lo entenderíamos en absoluto». Luego reconoce que como alemán le ha afectado lo que sucedió en el Tercer Reich «impulsándonos tanto más a dirigir la mirada al pueblo de Israel con humildad, vergüenza y amor», y que estas cuestiones «se conjugaron ya en mi formación teológica y dieron forma a mi camino en el pensamiento teológico» (pp. 94-95). Con esta sensibilidad, el Papa reinante responde a las recurrentes tentaciones que en la teología católica, siguiendo el ejemplo del gnóstico Marción, se dedican a separar y contraponer el Antiguo y el Nuevo Testamento. Por eso en su magisterio es esencial esta «nueva unión de amor y comprensión entre Israel y la Iglesia, en el respeto mutuo por el ser del otro y por su propia misión» (p. 95). A este respecto, Benedicto XVI prefiere definir a los judíos «nuestros “padres en la fe”» porque esta expresión «ilustra de forma aún más clara en qué relación mutua nos encontramos», mientras que la que usaba Juan Pablo II –que se refería a los judíos como a «nuestros hermanos mayores»– no les gusta mucho a los judíos, visto que «en la tradición judía el “hermano mayor”, –Esaú–, es también el rechazado» (p. 95).

      Me parecen interesantes también las respuestas relativas a la relación con el islam. El entrevistador le pregunta si sigue siendo válido el paradigma del pasado según el cual los papas consideraban como tarea propia preservar a Europa de la islamización, y Benedicto XVI responde que «hoy vivimos en un mundo totalmente diferente, en el que los frentes tienen recorridos distintos» (p. 112). Como modelo de comprensión mutua valoriza el que se da en grandes sectores del África negra, donde «existe desde hace largo tiempo una buena y tolerante coexistencia entre el islam y el cristianismo» (p. 113). Respecto al célebre discurso de Ratisbona, que –señala Seewald– «fu calificado como el primer error del pontificado», el Papa recuerda los efectos positivos que de todos modos produjo dicho episodio: «Ha quedado claro», dice, «que el Islam debe aclarar dos cosas en el diálogo público: las cuestiones relativas a su relación con la violencia y con la razón». Se ha iniciado así «una reflexión interna entre los eruditos del islam, que pasó a ser después una reflexión dialogada» (p. 111). Al mismo tiempo, el Papa reconoce con humildad que en Ratisbona «había concebido el discurso como una conferencia estrictamente académica, y así lo pronuncié, sin ser consciente de que un discurso papal no es interpretado en clave académica, sino política» (p. 110).

      En el reconocimiento sincero de esta inadvertencia (al igual que en su pesar por haber levantado la excomunión al obispo lefebvriano Williamson sin haber sido informado sobre sus tesis negacionistas) se ve bien que quien habla es un Papa, y no sólo un profesor que defiende sus legítimas tesis académicas. Lo mismo, a su manera, se ve en las palabras sobre el uso del preservativo, que tantas discusiones han suscitado.
     
      Con sus palabras sobre el uso del preservativo en la lucha contra el sida, el Papa no quería reformar o cambiar las enseñanzas de la Iglesia. Como explicó muy bien en una nota el director de la Oficina de prensa vaticana, el padre Federico Lombardi, Benedicto XVI ha reconocido simplemente que el uso del profiláctico puede disminuir el peligro de muerte, en los casos en que el ejercicio de la sexualidad comporte un riesgo para la propia vida o la del otro. En circunstancias semejantes, como son las que viven quienes se prostituyen habiendo contraído el virus HIV, el uso del profiláctico para disminuir el peligro de contagio puede representar «un primer acto de responsabilidad», «un primer paso en el camino hacia una sexualidad [...] más humana» (p. 132). Es útil detenerse en el ejemplo que ha elegido el Papa. Las exigencias de una sexualidad virtuosa se comprenden dentro del sacramento del matrimonio. Y la misma virtud de la castidad por parte de los dos cónyuges presupone el conjunto de la vida cristiana, con la oración y los sacramentos. La prostitución es, en cambio, una estructura de pecado. Para los que viven en dicha estructura, el hecho de pensar en evitar los riesgos de contagio que ponen en peligro la propia vida y la del otro no hace, ciertamente, que la prostitución sea virtuosa, pero es ya una apertura hacia una mayor humanidad, que ha de considerarse positivamente. Porque la doctrina moral católica desea la felicidad y la salvación para todos, y no impulsa a nadie hacia la perdición y la muerte. Además, por motivos de higiene o de lucha contra la enfermedad contagiosa, la autoridad pública tiene el deber de tomar medidas de protección. Donde la educación es imposible, es legítimo como caso extremo el preservativo. Y esto es algo bien diferente de las campañas en favor del preservativo que acaban por animar el permisivismo sexual.

     
      El libro-entrevista del Papa es realmente muy rico, y se descubren ideas y notas interesantes casi en cada página. Como las reflexiones sobre el hecho de que el testimonio de la fe reside totalmente en mirar a «Cristo que viene», y que precisamente esto es lo que nos muestran los santos, que son «los que viven el ser cristiano en el presente y en el futuro» (pp. 76-77). O también las razones con que Benedicto XVI explica por qué su uso del “Nos” no corresponde a un plural
maiestatis: «Pues», dice el Papa, «en muchas cosas no digo simplemente lo que se le ha ocurrido a Joseph Ratzinger, sino que hablo desde la comunidad de la Iglesia. En cierta medida hablo en la comunión interior con quienes comparten la fe, y expreso lo que somos en común y lo que podemos creer en común» (p.96).

      Hay que tener en cuenta también lo que el Papa dice a cerca de sus criterios sobre los nombramientos: según él lo decisivo es que la persona «tenga las cualidades, que sea una persona espiritual, un hombre realmente creyente y, sobre todo, valiente. Pienso que el valor es una de las cualidades principales que debe tener hoy un obispo y un jefe de la Curia» (pp. 97-98).

      Especial atención dedica el Papa a la situación de los católicos chinos: Benedicto XVI confiesa que reza todos los días al Señor para que en la Iglesia de China se superen definitivamente todas las divisiones, y señala como primer factor de desarrollo positivo «el vivo anhelo de hallarse en unidad con el papa», deseo que «en los obispos ordenados de forma ilegítima nunca ha estado ausente» (p. 105).

      También cuando el horizonte de su mirada abarca los problemas a menudo terribles que la humanidad de hoy tiene ante sí, las palabras del Papa son sencillas y claras: «¿Cómo nos manejamos en un mundo que se amenaza a sí mismo, en que el progreso se convierte en un peligro? ¿No tendremos que empezar de nuevo con Dios?» (p. 88). Quizás es esta la sugerencia fundamental que nos da este riquísimo libro.

 

(Fuente: 30 Giorni, noviembre 2010)