7 días de Mn. Ballarín

 

 

         Había publicado hacía poco «7 días de…» con el título «Ensayo de serenidad en medio de la tormenta». Siete días de doce amigos. Total: 84 días. De domingo a sábado.
         Pedí a Mn. Ballarín sus 7 días. Sin saber que los suyos irían de viernes a jueves. Valía la alegría por sus «veinticinco años» del oficio. De esto hace cuarenta años. Cuando cumplía 65 años del oficio de sacerdote, el 18 de marzo de 2016, ha llegado a la perfecta alegría.

JSV

 

Es difícil que alguien entienda mis siete días si sabe poco de mí. No tengo cargo pastoral concreto. Vivo en la montaña catalana cerca de una Virgen gótica. Soy un franco-tirador, eso sí, con todos los permisos episcopales.

 

VIERNES

Acabo de llegar. Vengo de dar unas jornadas de retiro a los curas de Urgell. Curas rurales como yo mismo. Siempre me impresiona el retorno a mi casa, en la cima de la cresta, con las luces de la ciudad al pie. Mis amigos los libros esperándome.

Siento dentro de mí olor de pan tierno. Nuestros curas son el pan. No tienen historia, como tampoco lo tiene el pan. Algún día apareció en la tierra y desde entonces es símbolo y comida. Como nosotros, símbolo y comida de este país. No somos doctores, ni sabios, ni letrados. Nadie nos conoce, nadie se fija en nosotros, no tenemos fundador con edificante historia. Pero nadie como nosotros conoce, una por una, las carrascas de los atajos.

Por el camino de vuelta me paré en casa de Montserrat y su marido. Estuve con ellos hasta las dos de la madrugada. Dos carrascas fieles, en medio de los campos, a pesar de las heladas.

 

SÁBADO

He dormido hasta muy tarde. He pasado largas horas con Víctor. «Querría que fuese como yo, pero sin mis cadenas». No es creyente. Pienso que Dios salva por la fe, pero que también querrá salvar por la buena fe. En la puerta de la otra vida, algún día veré llegar a Víctor sorprendido al encontrarse con una Casa después de la muerte.

Más tarde empezó el «carroussel», los amigos que suben. Estuvimos hablan­do hasta muy tarde. En el suelo de mi cuarto durmieron tres chicos, con el saco de dormir. Uno de ellos roncaba y me tuvo desvelado.

 

DOMINGO

Las misas y la homilía. Es difícil la homilía, acaso lo más difícil del oficio de sacerdote. El texto del Antiguo Testamento y el de san Pablo, enrevesados y además mal traducidos. Pero el Evangelio es siempre sencillo y fresco. Nadie como Jesucristo se ha fijado en los pájaros, los tenderetes del mercado, la mujer que barre. La Palabra de Dios hablando de vino, de trapos y remiendos.

Vinieron Pepón, su mujer y la niña. Agua fresca. Ellos creen que yo les doy algo. Pero soy yo quien vive de ellos. Dios mío, esto es prodigiosamente cierto.

 

Turista es quien pasa sin carga ni dirección. Caminante, quien ha tomado la mochila y busca. Peregrino, quien, además de ir cargado y de buscar, sabe arrodillarse cuando es preciso.

 

LUNES

Hoy tuve suerte. He pasado el día solo, como un monje. Lo necesito, porque sin esos días de quietud me vaciaría, terminaría hablando como un loro. Con el atolondramiento pastoral nos olvidamos de que sólo se oye aquella voz que clama en el desierto, que tiene el ardor y la quietud del desierto. Dios quiera que algún día lo consiga. Lo consigamos.

 

MARTES

Esperanza Medina, alma egipcia. Dios me ha hecho la gracia de estar dos ve­ces en Egipto. La cordialidad de los «fellahs» tan pobre y tan digna. Y el desierto, donde después de años raros y vacíos sentí otra vez lo que es la plegaria.

Esperanza tiene esa seria cordialidad de los sevillanos, pero con el gracejo de quien vive como los pájaros. Habla una mezcla de árabe, francés y castella­no. Todo con acento andaluz.

Pienso en cada una de las monjas de allá, un palmeral entre el río y el desier­to. Si alguna vez me pierdo, estoy allí.

 

Todo ha perdido su nombre. Un «roble», para un labrador, es un roble. Para un hombre de ciudad ya degenera, es sólo «un árbol». Para un consumista todavía degenera más, sólo es «una cosa». Algo sin nombre, con lo que si te distraes puedes tropezar.

 

MIÉRCOLES

Estuve en casa de Toni. Había sido cura. Su mujer, serena y quieta, respeta sus recuerdos. Los dos niños tienen esa inocente confianza de los hijos de pa­dres que se quieren.

Toni trabaja bien y a gusto. Estoy seguro de que tiene paz. Pero, aunque jamás hablemos de ello, hay en sus ojos una tenue añoranza. Añora el oficio, este tocar alma con alma que sólo da el oficio de sacerdote.

Más tarde vi a Eulalia y Mateo. Se han arruinado. Están contentos de ser po­bres. Podrán vivir a su aire y pintar. La buena fe de los ateos, Dios mío.

 

JUEVES

Tenía que terminar los siete días precisamente hoy, jueves. No es ningún truco: hoy hace veinticinco años de mi sacerdocio, lo que llamaban bodas de plata. No se lo he dicho a nadie. Lo escribo aquí porque no lo leerá nadie que me conozca.

Veinticinco años. Entonces la Iglesia era como tía Concha, estirada, seria, rigurosa, ordenada, mandona y con dineros en el arca. Ahora quiere jugar a jovencita y no confiesa los casi dos mil años que tiene. Ella no es ni joven ni vieja. Es eterna.

Veinticinco años. Me han caído bofetones de todos los lados. Mis más entrañables amigos, los sacerdotes de mi misma raza, lo han dejado. Soledad de días, meses, años, perdido en mis miserias. Soy un hombre hecho para casarse, pero sé que Dios me pide darle eso con alegría. Algún día me llegará la perfecta alegría.

Veinticinco años. He conocido la inocencia de los hombres. Sé, por mi oficio, que los hombres llevan dentro la inocencia como un niño que jamás se les muere. He compartido muertes y vidas, dolores y gozos, miserias e inocencias, risas y lágrimas. Acaso en la faz de Dios veré que he sido un mal saco de semillas, pero algunas semillas brotaron en tierra perdida y ganada.
Veinticinco años. Valía la pena.

 

Puede que exista una libertad mayor que la de poder escoger lo que nos dé la gana. La libertad de vivir, y caminar, y buscar, y encontrar. El roble es libre cuando tiene tierra y aire para crecer y vivir. El caballo es libre cuando tiene toda la pampa para galopar. El hombre tan vez sea libre de veras cuando tiene la inmensidad del amor de Dios para vivir, correr, buscar y encontrar.

 

el oficio de sacerdote

La palabra «oficio» se nos ha adulterado.

Un oficio es una monotonía con su ritmo. Amasar, empastar, alinear y volver a empastar, volver a amasar. El ritmo monótono del albañil.

También nosotros tenemos nuestra monotonía, con un ritmo difícil de acertar. No me refiero a los entierros y bautizos, a las homi­lías de boda repetidas y repetidas, no; es la monotonía de la vida de los hombres y su falta de originalidad en los pecados.

Pero el oficio se distingue de la esclavitud en el hecho de que tiene fugaces atisbos de gozo. El primero es sentirse la materia entre las manos. El modo como cantan los ladrillos al golpear unos con otros, la suavidad de la arcilla del alfarero, la madera que se deja seguir la veta, el hierro que parece duro cuando es sólo consistente. La especial maleabilidad de las palabras del poeta.

El oficio es un diálogo de las manos con la materia. Pero ningún oficio se siente, como el nuestro, con las manos llenas de alma: la especial maleabilidad del espíritu de los hombres

No existe ningún parecido con el psiquiatra. Esta clase de médicos hallan su material en el légamo del fondo de los pacientes.

Nosotros, ahondamos más, buscamos su inocencia. Puedo asegurar que nunca he dado con nadie que estuviera radicalmente podrido o devorado totalmente por sus complejos. Tampoco he hallado nunca angelitos. He hallado hombres. Acomplejados y, más en lo hondo, inocentes, y más en lo hondo pecadores, y más en lo hondo tocados por la gracia de Dios. Esto es lo que tenemos entre las manos.

Tampoco nos parecemos nada al alfarero que amasa, revuelve, modela y da forma a la docilidad del barro. Tenemos entre las manos un material libre. Cuantas veces hemos querido formarlo a nues­tro antojo le hemos causado un grave daño.

Lo más hermoso en un oficio es la reverencia hacia el material bien conocido.

Y están las herramientas. Los trebejos del albañil son suyos, no se los da el maestro de obras, los guarda en una caja salpicada de yeso, cal y cemento.

También los sacerdotes tenemos nuestras herramientas: la eucaristía, la palabra, el perdón de los pecados, la vertebración de la igle­sia en la unidad.

 

Josep María Ballarin i Monset
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Como sacerdotes, somos testigos y ministros de la Misericordia siempre más grande de nuestro Padre; tenemos la dulce y confortadora tarea de encarnarla, como hizo Jesús, que «pasó haciendo el bien» (Hch10, 38), de mil maneras, para que llegue a todos. Nosotros podemos contribuir a inculturarla, a fin de que cada persona la reciba en su propia experiencia de vida y así la pueda entender y practicar —creativamente— en el modo de ser propio de su pueblo y de su familia. - Francisco