El don de la vocación

 

 

            

Llevo cuarenta años de vida ministerial. Soy presbítero de la diócesis de Ourense y mi nombre es Xosé Xulio Rodríguez Fernández.

Mi entrada en el Seminario Menor fue más una decisión de mi madre y del maestro de mi pueblo que mía. Pesó mucho más la posibilidad de estudiar que una posible vocación sacerdotal. Era algo que en aquel momento yo no me planteaba, aunque tampoco lo descartaba absolutamente.

Fui percibiendo la llamada de Dios en la medida que fui asumiendo y personalizando más conscientemente la fe. La educación en la fe me permitió conocer a Jesucristo que vive en medio de nosotros, que interpela, que llama, que tiene un proyecto y una misión para cada uno y por eso mismo también para mí. Unido a esto estaba la situación social, económica en la que se estaba desarrollando nuestra vida, la vida de nuestros pueblos pobres, sumidos en una agricultura de subsistencia y diezmados por la sangría de la emigración. Todo esto lo fui comprendiendo y viviendo desde la fe.

La llamada y la voz de Dios se dejaron oír y se fueron aclarando a partir de estos dos puntos de referencia citados. Creo que mi vida y ministerio han girado en torno a estos dos ejes fundamentales que yo he ido formulando de una u otra manera en mi vida: Jesucristo y los pobres. En la homilía de mi Primera Misa expresé esta convicción: el presbítero es el hombre de Dios para los hombres. Más tarde he repetido esto mismo con otras palabras en tantos encuentros de formación en el Prado o en la animación de diversas tandas de Ejercicios espirituales: Jesucristo y los pobres son el gran patrimonio que Dios nos ha dado para construir nuestra vida, la vida de la Iglesia y de la sociedad.

La llamada de Dios no es un acontecimiento que se produce en un momento determinado y queda ya fijado de una forma definitiva. Podemos decir que esta tiene un carácter definitivo, pues Dios nunca la retira, pero es gradual, es decir, se va abriendo o va descubriendo nuevas dimensiones, algunas de ellas tal vez insospechadas cuando se ha escuchado o se ha respondido a la llamada inicial. Este carácter progresivo y abierto siempre a la novedad, este estado de gestación vocacional es la historia de toda vocación. Es el camino que han seguido tantos personajes de la Biblia y tantos y tantos santos, tantos creyentes y testigos de Jesucristo a lo largo de la historia de la Iglesia. Yo he encontrado luz e inspiración para mi camino en el itinerario de Abraham y de Pedro, que han vivido esta llamada siempre en camino, entre luces y sombras, entre la entrega total y también sus debilidades.

 

En el Seminario y en los primeros años de ministerio yo pensaba que toda mi vida sería un cura rural en unas pequeñas aldeas de Galicia, caminando con la gente sencilla de mi tierra, que ese era el sitio y la misión para la que había sido llamado y elegido, pero el Señor me fue indicando otras tierras y otras misiones que yo jamás me hubiera imaginado.

Yo, que estaba tan convencido de que la pastoral rural era lo mío, he visto cómo me hacían cambiar el paso y pasar al ambiente urbano para animar la Pastoral Obrera en la diócesis. Me resistí interiormente a aceptar. Se trataba de algo desconocido para mí y también casi ausente en la diócesis, donde no existía apenas tradición y referencias a esta pastoral específica. Fue una etapa dura y también muy rica, sobre todo, en lo que toca a la formación de los laicos y a vivir las implicaciones sociales y políticas de la fe. Encarnar la fe en la vida diaria, en la compleja realidad del mundo del trabajo, en relación con la política, la economía y la cultura es un gran reto, un camino que está casi sin hacer. Por eso, aunque este campo era casi un desierto, fue un gran desafío y también una gracia el haber intentado abrir caminos, ya que la fe hay que vivirla sobre todo en el mundo más que al interior de la Iglesia.

Otra novedad y otra sorpresa me estaban reservadas en el itinerario vocacional. La centralidad de Jesucristo y el deseo de vivir el ministerio desde la encarnación en la vida de un pueblo pobre y sencillo me fueron llevando casi de forma espontánea y natural a acoger la gracia de la vocación del Prado. Esta vocación específica al interior de la vocación sacerdotal ha reforzado y enriquecido sin duda alguna el don del ministerio ordenado, la pertenencia y participación en el presbiterio diocesano y el ejercicio de la misión en la Iglesia local. Puedo decir que la pertenencia al Prado ha reforzado el sentido de pertenencia al presbiterio y a la Iglesia diocesana y a asumir las propuestas y planes pastorales de la diócesis como una prioridad y como algo propio.

La vocación del Prado ha puesto en primer plano algo que es propio de toda la Iglesia y que es constitutivo del ministerio presbiteral: el conocimiento de Jesucristo, la Palabra del Padre, y la evangelización de los pobres. Esto es patrimonio de toda la Iglesia, y el Prado ha recibido el encargo de recordarlo, de hacerlo presente y ponerlo en acción en comunión con toda la comunidad eclesial. La vocación del Prado ha marcado y orientado la vocación sacerdotal en esta dirección y con estas prioridades. Yo he intentado seguir este camino, que supuso un gran desafío. En algunos momentos y circunstancias he hecho opciones que supusieron renuncias importantes, despojarme de seguridades, de lugares confortables, de una buena retribución económica, del apoyo, la amistad y el aprecio de personas y grupos para ir a vivir en la soledad y el anonimato comenzando un camino nuevo a partir de cero.

El Prado me hizo ser más consciente de que mi condición de ministro ordenado se sustenta sobre el conocimiento de Jesucristo. Es el conocimiento de la fe. Este conocimiento, como dice Antonio Chevrier, el fundador del Prado, hace al discípulo, al sacerdote y al santo. Un gran medio para el conocimiento de Jesucristo es el Estudio del Evangelio. No es un estudio discursivo ni exegético, sino un estudio espiritual (en el Espíritu), teologal y en la fe, que conduce a la unión y a la conformidad con el Maestro. Conocer a Jesucristo para darlo a conocer. Sumergirse en el Evangelio y en toda la Escritura, ya que toda ella habla de Jesucristo, es el primer trabajo apostólico que el Señor me pide. Este es el gran combate, pues no siempre uno está convencido existencialmente de esta prioridad que revela que la primacía en la acción apostólica está en Jesucristo y no en nosotros, que somos colaboradores y servidores de una obra y de una acción que él ha iniciado. Esto nos muestra cómo el Estudio del Evangelio es inseparable de la misión evangelizadora y cómo el conocimiento de Jesucristo nos lleva a hacernos presentes en medio de los pobres con el tesoro inagotable del Evangelio.

 

Yo siempre imaginé mi vida ministerial en la diócesis de Ourense. Todos mis hermanos abandonaron el pueblo en busca de un futuro mejor en otras regiones de España. El que se quedaba de forma definitiva era yo, pero hace ya dieciséis años que inicié una peculiar emigración. Otra vez el Señor, como a Abrahán, me indicó: vete a una tierra que yo te mostraré.

La elección y reelección como Responsable de los Sacerdotes del Prado de España me ha llevado a vivir nueve años en Madrid, recorriendo la mayor parte de las diócesis de España en la formación,  animación del carisma del Prado. Al final de esta etapa otra nueva llamada vuelve a sacudirme y arrancarme del sitio para desarrollar la misma misión y prestar el mismo servicio desde Lyon en países de cuatro continentes.

La novedad y la sorpresa irrumpían de nuevo, pero esta vez revestidas de grandes desafíos. La formación permanente de los hermanos sacerdotes, el acompañamiento vocacional, el ministerio de los Ejercicios espirituales parecían lejos de mi alcance. Eso estaba destinado a gente bien formada, firme, enraizada en el Espíritu y no a personas con poca formación y llenas de fragilidades y contradicciones, como era mi caso. Otra vez partir de cero y aprender el nuevo oficio. El aprendizaje ha sido y es costoso. Supone vivir la aventura de la fe dejándose conducir, dejando hacer a Dios. Muchas horas de vida oculta en el anonimato, en la soledad de la reflexión, el estudio, la oración, el Estudio del Evangelio. Horas también de trabajo en equipo, de búsqueda… Todo esto supone la renuncia y el despojo de tantos apoyos que uno tenía en su propia tierra, en las comunidades y grupos. El contacto con los amigos y la familia se reduce o se hace muy ocasional.

La respuesta a la llamada de Dios implica un despojo y un vaciamiento, pero no un aniquilamiento o un empobrecimiento, sino todo lo contrario. Es la gran suerte de encontrar la más grande riqueza, de experimentar la verdad del Evangelio, la promesa de Jesús en la propia existencia: dejarlo todo y recibir el ciento por uno y la vida eterna (Mc 10,28-30). La respuesta a la llamada de Dios se realiza y se vive en el dinamismo del misterio pascual, en el camino de la kénosis a la exaltación. Es el camino seguido por el Enviado del Padre que no parte de una fuerte exigencia ética sino de la gracia desbordante de Dios. Por esto mismo la respuesta a la llamada es gratuita en correspondencia al don recibido gratuitamente. Se trata de abrazar la pobreza evangélica que se convierte en la mayor riqueza, siguiendo el mismo camino del Hijo, como anuncia el apóstol Pablo: Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin enriqueceros con su pobreza (2 Cor 8,9).

Tengo que confesar que he sido una persona mimada en quien Dios ha hecho un derroche de gracia y de riquezas, que no siempre he sabido corresponder y agradecer. La riqueza y la gracia recibida en estos años superan infinitamente las renuncias y sacrificios que en determinados momentos debía afrontar y asumir. De esta manera he podido hacer la experiencia de que la vocación responde a la condición itinerante y peregrina del ser humano, que ha de estar siempre atento y abierto a la novedad (Abrahán, Pedro…). Dios nos ha hecho un contrato de trabajo permanente, pero los lugares y las tareas a realizar mudan y están sujetas a nuevos aprendizajes y a algunas sorpresas inesperadas. Por esto la fe y la acción de gracias son el fondo en el que se diseña el cuadro vocacional con toda la riqueza de colores, de relieves y de matices que lo hacen bello, más allá de la dedicación, los cuidados y trabajos que comporta.

 

La llamada de Dios implica una actitud permanente de escucha, de relación, de diálogo. No es algo ya cerrado o concluido. Dios no llama solamente un día o para una misión. Esa misma llamada se actualiza, se renueva y se abre a otras posibilidades con sus correspondientes desafíos. Es necesario escuchar, confiar y dejarse conducir. Al mirar el camino recorrido uno descubre que el Señor le ha ido conduciendo por caminos que no había imaginado. En algunos momentos espontáneamente hubiese dicho que no, pues la responsabilidad y la carga parecían demasiado pesadas o exigentes, pero había dentro una fuerza mayor que me ha movido a decir sí (Jr 20,9). El relato de mi vocación sacerdotal tiene episodios que no estaban contemplados. Yo tenía perfilado un guion sencillo como cura de aldea que llenó de ilusión los primeros años de ministerio, pero después irrumpieron la pastoral obrera, la vocación del Prado, la misión de animar la vida del Instituto de los Sacerdotes del Prado y de difundir este carisma en España y en el mundo. El Señor me fue conduciendo y me hizo descubrir que la vocación no es cosa mía, sino que es don para la comunidad, para la Iglesia y para el mundo.

En este largo camino de aprendizaje el Señor también se ha hecho cercano y visible en los hermanos con quienes he compartido la vida, el trabajo, la oración, tantas búsquedas y planes. El testimonio de los hermanos sacerdotes del presbiterio de mi diócesis, de los sacerdotes del Prado y el de muchas comunidades cristianas, sobre todo, de África y de América Latina, fueron y siguen siendo susurros y palabras de Dios que indican el camino y renuevan el entusiasmo y el ardor de la vocación que reavivan la entrega y la disponibilidad que yo quisiera que fuese siempre incondicional y en estos téminos:
Entonces dije: ¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad! (He 10,7).

Aquí estoy, porque me has llamado… Habla, Señor, que tu siervo escucha (1 Sm 3,4.10).

        

Texto: Xose Xulio Rodríguez Fernández - Postales: JSV
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¡Oh Verbo! ¡Oh Cristo!¡Qué bello y qué grande eres! ¡Quién acertara a conocerte! ¡Quién pudiera comprenderte! Haz, oh Cristo, que yo te conozca y te ame. Tú, que eres la luz, manda un rayo de esa divina luz sobre mi pobre alma, para que yo pueda verte y comprenderte. Dame una fe en ti tan grande, que todas tus palabras sean luces que me iluminen, me atraigan hacia ti y me hagan seguirte en todos los caminos de la justicia y de la verdad. ¡Oh Cristo! ¡Oh Verbo! Mi Señor y mi único Maestro! Habla, que quiero escucharte y poner en práctica tu palabra. Quiero escuchar tu divina palabra, que sé que viene del cielo. Quiero escucharla, meditarla, practicarla, porque en tu palabra está la vida, la alegría, la paz y la felicidad. Habla, Señor. Tú eres mi Señor y mi Maestro. Quiero escucharte sólo a Ti. - Antoine Chevrier