Ángel Herrera almorzó conmigo. He­mos hablado de España y hemos habla­do del mundo. ¡De la España y del mundo de hoy! La conversación, naturalmente, no ha sido demasiado alegre. Al despe­dirnos me ha anunciado que cuando nos volvamos a ver será sacerdote. Y al decirme esto su fisonomía, habitualmen­te poco expresiva, se ha iluminado de un inmenso gozo. Tengo que confesar que me ha dado envidia. Consagrarse íntegramente a Dios en este tiempo de vuelco y trastorno de las cosas humanas... ¿qué mayor ideal para un creyente? ¡Curioso destino el de este hombre! Decididamente la suerte de Herrera es envidiable. Y nadie, nadie, puede envidiarle tanto como yo. Francisco Cambó. Montreux, 14-IV-1940 

 

Mi querido don Jorge: Pero si mi vocación no tiene historia... No sé qué contar. Siempre pensé en hacerme sacerdote cuando el Señor me dejara libre de las acti­vidades apostólicas de tipo seglar en que por su voluntad me vi metido. Sin duda, influyó mucho el ambiente familiar. Cuatro hermanos míos han muerto en la Compañía de Jesús. Cordialmente le saluda.  Ángel Herrera

Moisés

       Moisés era pastor del rebaño de Jetró su suegro, sacerdote de Madián... Una vez llevó las ovejas más allá del desier­to y llegó hasta Horeb, la montaña de Dios. Allí, en el terrible silencio de la montaña, oyó la misteriosa y potente voz de Dios.
        -Moisés, Moisés. ­
       Moisés se sobrecogió y se cubrió él­ rostro con el manto porque, como dice la Biblia, «temía ver a Dios». Y le entró miedo, mucho miedo.
       - ¿Qué me querrá Yahvéh?
       Y dijo Dios:
       -Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto y he escuchado el cla­mor que le arrancan sus capataces...; he bajado para librarle de la mano de los egipcios y para subirle de esta tierra a una tierra buena y espaciosa; a una tie­rra que mana leche y miel...
       - Y ¿qué, Señor?
       -Yo te envío a Faraón, para que sa­ques a mi pueblo, los hijos de Israel de Egipto.
       La orden era clara y terminante, la mi­sión concreta y bien definida; misión histórica, trascendental; tarea para un gran caudillo, para un astuto guerrille­ro, para un sagaz diplomático, para un hombre, en fin, que no fuera Moisés, el pastor de Jetró. Así lo comprendió él perfectamente y así se lo dice a Yahvéh:
       -¿Quién soy yo para ir a Faraón y sacar de Egipto a los hijos de Israel?
       La respuesta de Dios es tajante:
       - Yo estaré contigo.
       Es la palabra que da Dios a todos sus enviados, a todos los que desconfían, a todos los miedosos, a los «calculado­res», a los acomplejados...
       Y sigue Dios:
       -Ve y reúne a los ancianos de Israel y diles: Yahvéh, el Dios de vuestros pa­dres, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, se me apareció y me dijo: «Yo os he visitado y he visto cómo os maltra­tan en Egipto. Y he decidido sacaros de la tribulación de Egipto...» Ellos escu­charán tu voz y tú irás con los ancianos de Israel donde el rey de Egipto y le diréis: «Yahvéh, el Dios de los hebreos, se nos ha manifestado. Permite, pues, que vayamos camino de tres días al desierto, para ofrecer sacrificios a Yah­véh, nuestro Dios. Ya sé que el rey de Egipto no os dejará ir, sino forzado por mano poderosa. Pero yo extenderé mi mano y heriré a Egipto con toda suerte de prodigios que obraré ante ellos y des­pués os dejará salir.
       La cosa parecía hecha; el plan ya es­taba trazado, pero Moisés apenas si escuchaba mientras le estaba hablando Yahvéh. Estaba aturdido, asustado; era una montaña enorme la que le venía en­cima; era toda su vida la que se le iba a «complicar» horriblemente... y enton­ces buscó la mejor manera de decir a Dios que no.
       - Óyeme, Señor. Yo no he sido nun­ca hombre de palabra fácil, ni aun des­pués de haber hablado tú con tu siervo, sino que soy torpe de boca y de lengua.
       Respondió Yahvéh:
       -¿Quién ha dado al hombre la boca? ¿Quién hace al mudo y al sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo, Yahvéh? Así, pues, vete, que yo estaré en tu boca y te enseñaré lo que debes decir.
       Moisés estaba acorralado. Su argu­mento no había valido y ya no tenía otra excusa que poner, pero no era cosa de ceder:
       -Óyeme, Señor, te ruego que enco­miendes a otro esta misión.
       Esto ya era demasiado y entonces la ira de Yahvéh se encendió, y dijo:
       -¿No tienes a tu hermano Aarón el levita? Sé que él habla bien; he aquí que justamente ahora sale a tu encuen­tro y al verte se alegrará su corazón. Tú le hablarás y pondrás estas palabras en su boca; yo estaré en tu boca y en la suya, y os enseñaré lo que habéis de hacer. Él hablará por ti al pueblo, él será tu boca y tú serás su dios.
       Con esto las cosas cambiaron. Con la compañía del hermano, la misión ya no se presentaba tan difícil. También los grandes caudillos, los profetas y libertadores del pueblo necesitan una mano amiga y un corazón cercano para no des­fallecer, para llevar adelante la gran em­presa de la liberación del pueblo.
       A Moisés, con la presencia de su her­mano, se le ensanchó el corazón y se entregó ya de lleno a la realización del plan de Dios. Pero la tarea no fue nada fácil. El Faraón se enfureció ante la in­sistente protesta contra la injusticia y la petición de libertad que le hacía Moisés. Y la opresión del pueblo se recrudeció.
       La situación era agobiante, insoporta­ble por más tiempo.
       Volvióse entonces Moisés a Yahvéh y le dijo:
       -Señor, ¿por qué maltratas a este pueblo?, ¿por qué me has enviado? Pues desde que fui a Faraón para hablarle en tu nombre está maltratando a este pue­blo, y tú no haces nada por librarle.
       Respondió Yahvéh a Moisés:
       - Ahora verás lo que voy a hacer con Faraón; porque bajo fuerte mano ten­drá que dejarles partir y bajo tenso brazo él mismo los expulsará de su terri­torio.
Y así, en efecto, se realizó la libera­ción del pueblo de la esclavitud de Egip­to. Dios actuó con fuerza. El Faraón no aguantó más la protesta, la presión y los gritos del pueblo y éste atravesó fi­nalmente el Mar Rojo entre cánticos de fiesta y voces de liberación.

       «Egipto» quiere decir el mundo de la esclavitud, de la injusticia, de la opre­sión. Egipto está aquí y allá, en todos los continentes, en todos los países, en unos más y en otros menos.
       El «Mar Rojo» de la liberación lo han atravesado unos pocos. El paso de los israelitas era un símbolo de la liberación que había de llegar.
       Cristo ha sido el primero que, a tra­vés del mar rojo de su sangre, ha «pasado» del mundo de la esclavitud a la orilla de la libertad, de la vida, al mun­do nuevo de la resurrección. Y con su paso, abrió camino para todos los «cre­yentes», es decir, para todos aquellos que, como Él, dan su vida por la libera­ción del pueblo.
       La figura de «Moisés» se ha repetido en los santos, en los profetas de todos los tiempos, en todos los que vencie­ron las «excusas» para lanzarse a la lu­cha, al compromiso por el reino de la justicia de Dios.
       Hoy hacen falta muchos que como Moisés se entreguen con fe y esperanza a la gran misión de la liberación del pueblo.
       Tú... uno de ellos.
      ¿Por qué no?­

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Felipe y Natanael

 

       Hoy como ayer

       Al Maestro le gustaba mirar detenidamente las cosas y a las personas.
       Su mirada era siempre una llamada misteriosa.

miraba los peces que iban y venían inquietos, sin acabar de comprender el sentido de aquella mirada. Los peces siempre miran igual. Al fin abrían generosamente su boca, sus agallas, y se iban en grupos a comentar.

miraba el agua, y el agua se removía como si hubiera recibido en su seno una descarga amorosa de incalculable energía.

miraba el aceite, y el aceite se derramaba caliente, temblorosamente, como si fuera ya medicina de Dios.

miraba una espiga de trigo, la cortaba, y los granos casi fermentaban de inquietud entre sus dedos.

miraba la mies, y decía a sus amigos: «Cuánta mies tiene mi Padre».

Les miraba a ellos y añadía: «Pero los obreros...». Los amigos bajaban la vista y comprendían.

       A las personas, el Maestro las llama de mil maneras.
       A veces con cosas tan simples como: «Ayer te vi mientras pescabas».
       A veces como a Natanael...

       Natanael era buena persona.
       Felipe era un pescador.
       Natanael era «Nata» para Felipe.
       Felipe era, eso, «Felipe»: un joven inquieto, un pescador, con ojos de mar y tronco de bronce.

       A Felipe le gustaba mirar el agua: «el agua te habla de la vida y de la muerte; el agua transparenta eterni­dad». 
       Felipe tuvo un día un encuentro maravilloso. Él se llamaba Jesús, el hijo de José, el artesano de Nazaret.
       - «Oye, Nata, te tengo que decir algo fenomenal: hemos hallado a Aquel de quien escribió Moisés en la Ley, y los Profetas. Es Jesús, de Na­zaret...»
       -«¿De Nazaret? ¡Pero, hombre, Felipe!»

       A Natanael le gustaban las cosas bien hechas. Era serio, un crítico sereno de los aconte­cimientos. Decirle a él que de Nazaret...
       -«Nata, ven y verás.»

       A Natanael le bastó una pequeña prueba para creer y seguir a Cristo.
       - «Antes de que Felipe te llamase, cuando estabas debajo de la higuera, te vi.»
       - «Maestro, tú eres el Mesías, tú eres el rey de Israel.» Qué cosa tan tonta, ¿verdad? Porque le vio debajo de una higuera...

       Pues, ¿qué le pasaría cuando después viera a Jesús andar tan tranquilo sobre las aguas..., o resucitar a Lázaro..., o subir triunfalmente a los cielos? Seguro que el día de la ascensión, Natanael sería de los últimos en bajar la vista y ni se enteraría siquiera de las palabras del ángel que cerraba el telón del espectáculo y les gritaba:
        «¡Eh, vosotros!, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo?»

       Sin embargo Natanael diría después muchísimas veces:
       «Yo le vi subir a los cielos. ¿Qué mayor prueba queréis para creer?»

      Buena lección la de Natanael:
      porque no exigió pruebas «serias» para seguir la vocación;
      porque tuvo los ojos abiertos para ir viendo los «guiños» que Dios hace constantemente; porque nos enseña que «seguir la vocación», que parece tan complicado, es, sencillamente, seguir a Cristo.
      Natanael era buena persona.
      Felipe era un pescador.
      Natanael era «Nata» para Felipe.
      Felipe era, eso, «Felipe»: un joven inquieto, un pescador, con ojos de mar y tronco de bronce.

       La historia no termina. Se repite todos los días:
       - cuando uno dice a su amigo que el mundo está triste y que es de valientes ser testigo de por vida de Cristo resucitado;
       - cuando uno tiene los oídos abiertos para escuchar en toda su intensidad y drama­tismo el «Ven» clamoroso de los millones de hombres sin «Luz»;
       - cuando uno se examina cada día de amor para pasar la única verdadera prueba que exige la vocación.

Julio García Velasco

 

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Los individuos descubren la vocación normalmente desde una concreción, desde alguien que la realiza. Consciente o inconscientemente brota para ser como alguien o para ayudar a alquien. Por eso son dos los grandes caminos por los que se llega a la vocación: el contacto con un modelo y el descubrimiento de unas necesidades. - JSV