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Il poverello

 
    

Octubre empieza con buen pie con la fiesta del Poverello.
Oxigenante ese esbozo de su vida, escrito por J. M. Ballarín.

JSV

        Asís. Año 1182. Dama Pica, provenzal, ha dado un hijo a su marido, Pietro Bernardone, mercader en paños. Le ponen Giovanni, Juan. El padre está en Francia. Negocios. Se dice que la madre ha tenido que bajar al establo para dar a luz. El chico no ha querido nacer en la rica alcoba.

        La ciudad tiene a su espalda, por levante, los agrestes valles de las estribaciones del monte Subasio. Mira, a poniente, hacia la llanura de Umbría. Perugia, la ciudad rival, queda a su derecha. El sol se pone tras los robledales que se empinan en pequeños oteros. Es un país con mesura.

        Por aquellas fechas, los nobles señores empiezan a ceder ante el empuje de los burgueses, menestrales y mercaderes. Guerra civil. Perugia intriga entre la gente. El castillo de Roca Maggiore cae, derruido.

        Es una ciudad gótica, pequeña, también con mesura. Calles y cuestas. La catedral, santa María, san Pedro y algún pequeño templo. La torre, la plaza, la casa comunal. Un templo y un teatro romanos. Dos puertas en cada casa: una para los vivos, otra para que saquen por ella a los muertos.

        No encontraréis por allí ningún italiano a la napolitana. Son gente calmosa, serena, laboriosa. Avara, tal vez. Son duros, asientan bien sus pies en el suelo. Su italiano carece de las dulces inflexiones de la vecina toscana. Pietro Bernardone es un típico hijo de Asís. Hoy todavía, los hombres se le parecen, incluso los jóvenes. Es difícil encontrar algún mozo alegre como lo era el pequeño Giovanni.

        Este es menguado de cuerpo, grácil, delgaducho. Vivaz, frágil, arrebatado, generoso. Poeta. Habla el francés de los poetas, la lengua de Oc; nadie se acuerda ya de su nombre de pila. Le llaman Francesco.

        Parece que tiene otros hermanos. Él es el manirroto. Amigo de todos, canta a las doncellas bajo sus ventanas. No guarda un escudo. Es un caballero, quizás llegue a entroncar con los nobles de sangre. Esto conviene a Pietro.

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        Va a la guerra contra Perugia, y cae prisionero. Cautivo, no pierde el humor ni la buena compañía. Ni los sueños de grandeza: él tiene que ser el ídolo del mundo entero.

        De regreso, en la casa paterna, enferma y conoce la tristeza. No le reanima su primera salida de convaleciente. Nada le dice la llanura de Umbría que tiene ante él; algo muy grave le ocurre.

        Tiene que ser caballero. Sale de Asís para combatir en la Puglia, en el extremo sur de Italia. Pocas leguas ha recorrido cuando, en Spoletto, alguien le llama:

        — Francesco, ¿dónde vas?
        — A la Puglia, a combatir.
        — Pero dime, ¿de quién esperas mejor galardón: del amo o del siervo?
        — Del amo, claro.
        — Entonces, ¿por qué sigues al siervo y abandonas al amo?
        — Señor, ¿qué quieres que haga?

        Dios le habló de caballero a caballero. Algunos siglos después, este mismo diálogo de caballeros doblegará a san Ignacio de Loyola, el hombre más opuesto a Francesco que imaginarse pueda. Francesco vuelve a casa, aparentemente no cambia de vida. Pero anda más solo. Tiene más trato con los pobres, visita a los leprosos y convive con ellos. El viejo empieza a refunfuñar, pero tiene que marcharse. Negocios. El chico oye la voz de un cristo de san Damián: le pide que apuntale su iglesia. San Damián es un pequeño templo, entre el llano y la ciudad. Francesco lo reconstruye, hace el trabajo con sus manos y compra los materiales con dinero de su padre.

        Vuelve Pietro. Pide cuentas. Echa en cara a Francesco que cuanto tiene y gasta se lo dio él. Ante el obispo de Asís, Francesco queda desnudo, tal como nació. El obispo le cubre con su capa.
Empieza.

        No es una nueva ocurrencia. Ahora va en serio. Pide limosna, ayuda a los jornaleros sólo por la comida, vive con los leprosos, canta en las plazas. Es el juglar de Dios, y los mozalbetes ya no le apedrean.

        Al poco tiempo, en Rivo Torto, en el llano, otros hombres viven con Francesco. Abren el evangelio al azar, y encuentran su camino: tienen que ir a predicar sin llevar oro, ni plata, ni dinero, ni zurrón, ni dos túnicas, ni calzado, ni cayado. El saco y la cuerda.

        Francesco, Bernardo, Pedro, Gil, Silvestre, León, Maseo, Junípero, Ángel. Parecen una pandilla de chiflados. La gente sabe que no son una pandilla de chiflados.

        Inocencio III. Sí, me refiero a Inocencio III, el papa que quizás más poder temporal haya tenido en toda la historia de la Iglesia. Hace y deshace. Corona y destituye reyes, condes, barones. Tutela al hijo del emperador. Gobierna. Conoce muy bien el peligro que supone la racha de iluminados de su tiempo, gente que habla de una pobreza rígida y dura: fraticelli, inciabatatti; pobres de Lyon, albigenses, cátaros. De pronto, se le presenta un hombrecillo que parece un iluminado más y le dice que sí, que tiene el campo libre y su bendición. Ha intuido que la pobreza de Francesco no era una pobreza endurecida ni resentida. Y se trataba, nada menos, que de Inocencio III. En su alma de hombre de gobierno había un rincón que entendía la pobreza.

        Regresan de Roma. Ahora viven en santa María de los Angeles, la Porciúncula, en el llano también. Pasan hambre, ayunan, predican, piden limosna. Oran mucho, según el método de los pájaros. De vez en cuando se pierden por cuevas solitarias donde pasan unos días en soledad orando.

        No tienen regla alguna.

        Clara de Ofreducci, la noble doncella de Asís, quiere seguir a Francesco. Quizás no haya cumplido aún dieciocho años. La noche de un domingo de ramos, ella y Pacífica, salen por la puerta del jardín. Francisco las espera, las lleva a un monasterio de benedictinas, les corta el pelo y las consagra a Dios. Al día siguiente, cuando la familia va a buscarlas, Clara se aferra al mantel del altar; es algo sagrado, no pueden tocarla. Dos semanas después Inés, hermana de Clara, a sus quince años, sigue el mismo camino. El clan Ofreducci, con tío Monaldo al frente, vuelve a casa con las espadas abatidas: aquello es de Dios. Al poco tiempo las damas pobres son ya un grupo. Viven en San Damián, aquella iglesuca del cristo pintado que habló a san Francisco. Se entra en el convento por una escalera de mano y una puerta colgante. Aún hoy está como entonces, pero las damas ya no viven allí. Es la arquitectura más gloriosamente pobre del mundo. Absolutamente bella. Como aquellas que la habitaron.

        Los frailes y las damas se aman en perfecta alegría, en perfecta pobreza. No hay otro modo de explicar aquel trato entre ellos. En cierta ocasión, Clara con una compañera, visita a Francisco en la Porciúncula y comen con los frailes. No terminan la comida, y el fuego de Dios que sale de la barraca, atemoriza a la gente de Asís.

        Francisco no para. Visita al sultán. Quiere ir a tierra santa y a tierra de moros. No anda mucho camino y vuelve a su país. En Gubbio, amansa al lobo. Predica a los pájaros. Vive solo en una isla del lago, a pan y agua. Habla a las tórtolas. Ya lo sabéis: san Francisco.

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        Una vez ordenó a fray Rufino que fuese a Asís, a predicar. Fray Rufino era tartamudo: dijo que aquello no le iba.

        — En penitencia, por haber replicado, predicarás sin hábito.

        El fraile fue a predicar en paños menores. La ciudad le había conocido noble caballero. Francisco se sintió culpable.

        —Baja, fray Rufino.

        Francisco subió al púlpito y predicó en paños menores. Todos, incluso el obispo, lo encontraron maravilloso. Bienaventurada edad, bienaventurados tiempos aquéllos.

        La orden crece y no tiene regla.

        Hay que hacer una regla. Encierran a Francisco en Rivo Torto para que les haga una regla. Al cabo de unos días de pasarlo muy mal, aparece con unos recortes del evangelio, pegados. Le dicen que aquello no sirve. Tendrá que volver a empezar. Al fin consigue redactar algo que, bueno, puede servir.

        La orden crece. La aprecian el papa, los cardenales, los obispos, los prelados. Es un amor auténtico, sincero, que permite creer en los hombres. La ama el pueblo, como sabe amar el pueblo las obras de los santos. Francisco encuentra la manera de que puedan seguirle los que deban quedarse en sus casas. Es la tercera orden.

        Francisco, al parecer, no era capaz de gobernar a mucha gente; la gran orden le iba un poco ancha. Le ponen un vicario, fray Elías de Cortona. Alguien le ha convertido en la bestia negra del santo. Es un pobre hombre inteligente que quiere a Francisco e intenta estructurar la nueva vida, de modo que los frailes puedan tener algún librote sabio. Es fácil imaginar lo que sufrieron los dos, tanto él como Francisco.

        La orden crece. Ya os lo contará la historia.

        Francisco crece y mengua. Él y los frailes de la primera hornada, viven un poco su vida, en pequeños grupos. Van encontrando la perfecta alegría, la pobreza interior. Esto no lo cuenta la historia, pero permite adivinarlo. Quedan tristes y solos, si es que alguno de aquellos simples de Dios podía estar triste. Esta pobreza interior marca a Francisco, sobre todo. Entretanto él predica, pide limosna, come en casa de quien sea, duerme al raso, sobre la nieve, ayuna, reza, llora cuando un fraile habla de libros, abre los brazos.

        Un día de navidad, hacia el final de su vida, pone el primer belén en la cueva de Greccio. Nadie como él entendió la pequeña ternura, la bella mesura y la pobreza digna de los hombres de esta mar chica.

        Sube a la montaña de la Alvernia. Riscos y robles. Abre los brazos y un serafín imprime en su cuerpo la marca de las cinco llagas del Señor Jesús. Baja de la montaña un tanto avergonzado de semejante don. Luego comprende que es para todos los hombres y ya no lo esconde. Clara le teje unos mitones y unos escarpines para que pueda andar por el mundo con las marcas.

        Está enfermo, se queda ciego. Le llevan al jardincillo de san Damián, un patinejo entre el convento y la iglesia, con vistas a la llanura. Fray Pacífico copia:

        —Altissimu, omnipotente, bon signore.

        El cántico al hermano sol y a todas las criaturas de Dios. Está ciego, no puede ver ninguna criatura de Dios, pero esto ya no importa.

        Lo llevan a la corte del papa; los médicos no saben qué hacer con él. Lo mandan de nuevo a Asís, al palacio del obispo. Anda, fray Pacífico, vamos a cantar. Tal vez era demasiado alboroto para un palacio en plena ciudad. Vuelve a la Porciúncula, bendice la tierra y muere. Año de 1226, tenía cuarenta y cuatro años.

        Muerto él, quedó Clara. A ésta no la doblegó ni fray Elías, ni nadie. Hizo correr a los moros saliendo con el sacramento al balcón. Defendió su derecho a vivir pobre, a ultranza. Cuando murió, el papa quería declararla santa aquel mismo día.

        Tres grandes iglesias sobre el sepulcro del santo. Una gran iglesia y una cripta en el sepulcro de la santa. La pequeña Porciúncula y las barracas de Rivo Torto, cubiertas por uno de los más lamentables pastiches del renacimiento. San Damián intacto. Así es hoy Asís

        Y cierto aliento en el aire, que no se ha perdido en los siglos.

 
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La obra de la redención no se realiza en el mundo y en el tiempo sin el ministerio de hombres entregados, de hombres que, por su oblación de total caridad humana, realizan el plan de la salvación, de la infinita caridad divina. Esta caridad divina hubiera podido manifestarse por sí sola, salvar directamente. Pero el designio de Dios es distinto; Dios salvará en Cristo a los hombres mediante el servicio de los hombres. El Señor quiso hacer depender la difusión del Evangelio de los obreros del Evangelio. - PABLO VI