Historia de una alegría
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     Pedro, finalmente, es el hijo y el hermano. Terminados sus años de seminario, por fin le ha llegado el día de su ordenación sacerdotal. Este día en el que comienza el camino difícil, pero también el hermoso camino de su vida al servicio de Dios y de los hombres.

 

F. Para dentro de cincuenta años

 

Y, finalmente, estas líneas de Pedro (desde ahora Pedro presbítero). Se le ha ocurrido escribir estas pocas hojas de un diario —ya lo explica— dirigido al viejo sacerdote que será él dentro de 50 años —si llega, claro—. Quizá entonces,' dice, le gustará recordar estos días. Por esto, durante más de un par de meses, algunas noches ha ido escribiendo algo de lo que pensaba y hacía. Algo, porque — uno se hace cargo — todo era demasiado grande para Pedro... y para todos.

     

30 junio

     Nunca conseguí escribir un “diario” que durara más allá de una semana. No logro superar el equívoco de escribir para “nadie” y desflorar lo que, conservado en una de las más escondidas habitaciones del alma, se resiste a ser pinchado como clásica mariposa en caja de coleccionista.
     Pero ahora, semanas antes de mi ordenación, se me ocurre que quizás sería bueno escribir unas páginas. Quizás cuando sea yo un sacerdote anciano — bufanda, bastón, paso vacilante — me guste recordar estos días.

5 julio

     Para el cura viejecito, pues, para dentro de cincuenta años, estas líneas.
     Es curioso: a pesar de tantos años de ir preparándose, de oír, pensar y hablar sobre el sacerdocio, ahora cuando faltan pocas semanas para llegar a la meta.— esa meta que es el inicio de la verdadera tarea —, uno se siente aún del todo extraño ante la grandeza de llegar a ser sacerdote de Jesucristo (espero que a los 75 años no me habré convertido en un quisquilloso y por eso no protestaré por la inexactitud: sacerdote — de alguna manera — lo es todo cristiano; pero en fin entre tú y yo nos entendemos y no es necesario precisar si "sacerdocio laical” o si “sacerdocio ministerial”).
     Ahora pienso que quizás también dentro de 50 años seguiré sintiéndome tan extraño y pequeño ante eso que año tras año parecía que debía acostumbrarme a ser. Por lo menos eso deseo ahora: que no me acostumbre nunca. Que la emoción de la primera misa, de la primera confesión, de las primeras predicaciones, no se pierda nunca. Que pierda sí, su sentimentalismo ingenuo, pero que aumente día a día el respeto inmenso — lleno de confianza también — hacia este Dios que se pone en mis manos y en mis labios. Y también el respeto, también inmenso, ante cada hermano que se acerque a este sacerdote joven o viejo.

19 julio

     La ordenación — no sé si a los 75 años lo recordarás — tendrá lugar a fines de verano. Por esto durante esos dos meses que faltan, no estoy en el Seminario, sino en casa, en medio del mundo más real y caliente — verano — perdiendo demasiado tiempo en estos lentísimos tranvías que — supongo — en el año 2000 nadie recuerda.
     Pero me ha gustado que fuera así. No es tan fácil abandonar la realidad y subirse a cualquier nube a soñar en la “gran dignidad” del sacerdocio. Es mejor pasarse ese par de meses siguiendo la vida cotidiana, normal, de todo el mundo. Así esa íntima expectación no corre tanto riesgo de idealizarse en exceso y se acerca más a lo que — creo —debe ser: una contemplación asombrada y no sin cierto temor de los dos extremos que el sacerdocio debe unir. Y que de esta contemplación nazca un deseo de purificación para ser lo menos infiel posible.
     Todo eso es lo que pensaba esta mañana en un tranvía — ahora los pintan de verde — junto a una señora pequeñita con un cesto de pescado.

3 agosto

     De pequeño — más pequeño que ahora — en el colegio, tenía en la gramática latina una estampa de esas de la Campaña Pro-Seminario con aquellas letanías de “dadnos muchos y santos sacerdotes”. A veces la rezaba, quizás mientras el profesor repetía los pretéritos y supinos. Cuando — años después de entrar en el Seminario — nos hicieron una encuesta sobre el origen de la vocación, se me ocurrió que más allá de las primeras reflexiones y de las primeras dudas sobre ser o no cura, tenía que buscar en aquellas letanías rezadas sin excesiva atención, pero con indudable buena fe, el origen de todo. No se puede rezar impunemente.
     Entonces — en los primeros años de colegio— al rezar aquellas letanías me fijaba sobre todo en el muchos y apenas comprendía el santos. Hoy ocurre al revés. El problema — lo comentábamos el otro día en casa — es mucho más de calidad que de cantidad. Aunque lo sea también de cantidad.

16 agosto

     Hace días que no escribo aquí nada. Falta ya sólo poco más de un mes para el 21 de septiembre. El 21 de septiembre es — ¿lo recuerdas anciano Pedro? — el día de la ordenación.
     Hoy pensaba en estos años que nos separan a mí de ti. ¿Cuántas desgracias hará este pobre cura? ¿Habrá unas cuantas personas a quienes haya conseguido acercar al Padre, a Jesucristo? Me parece que — humanamente — el porvenir no es de color de rosa. No me hago ilusiones. La labor del sacerdote en estos años próximos habrá de ser, me parece, de una gran humildad, de una pobreza que le coloque al nivel de los sencillos, de una renovación de sistemas y estructuras. Pero no deja de ser hermosa esa perspectiva. Acercar el sacerdote al pueblo y al evangelio: no puede hallarse mejor tarea. Quizás entonces la Iglesia vuelva al pueblo y el pueblo a la Iglesia.
     Y en cuanto al número de los que lleguen a recibir algo de este sacerdote — dentro de un mes, dentro de diez, veinte, cincuenta años —, no es en verdad cuestión que me preocupe demasiado. Lo que Dios quiera. Supongo y espero que la mayoría serán desconocidos hermanos a quienes un día absolveré en cualquier oscuro rincón, o que se unirán a una de las innumerables misas que ellos y yo ofreceremos al Padre. Ya desde ahora quisiera pedirles un poco— o mejor, un mucho — perdón por todo lo mal y lo poco.

5 septiembre

     No sé si dentro de 50 años seguirá rodeando a la Primera Misa — a los ojos de muchos parece más importante la primera misa que la ordenación — ese ambiente que a mí, y a otros, parece excesivo. Desearía que estos días transcurrieran en la mayor sencillez, sin demasiados ruidos, sin agitación que distraiga del precioso núcleo, de la realidad religiosa de los hechos. Quizás a algunos les parezca que este desagrado ante el barroquismo que rodea a veces las primeras misas, nace de un puritanismo rigorista o ingenuo o, incluso, pretencioso. Dicen que al fin y al cabo es un homenaje al sacerdocio. No sé, pero desconfío un poco de estos homenajes.
     He escrito- en una breve revista del seminario algo sobre todo esto. Aunque entre nosotros— los compañeros de mi curso—todos más o menos pensamos lo mismo, (En los pueblos es normal que se arme más ruido: es una fiesta popular. Es la diferencia entre lo que surge espontáneamente y lo que es necesario hinchar.) Quizás el único punto de discrepancia con alguno esté en la mayor o menor austeridad en lo de ornamentos, cáliz, etc.
     Pero, en fin, ni en pro ni en contra quisiera preocuparme demasiado ahora con todo eso.

13 septiembre

     Primer día de Ejercicios. Faltan pues ocho días para la ordenación. Estamos aquí los veinticinco.
Me gusta estar por lo menos estos ocho días aquí solo y en silencio — solo aunque también juntos todos, unidos todos los que por alguna razón u otra esperan con gozo y temor el día ese de la ordenación. En silencio: no sería necesario que nadie nos hablara. Ni tan solo pensar gran cosa: es mucho más sencillo limitarse (resignarse) a esperar.
     Tengo que confesar que de estas últimas semanas, no ha estado ausente una cierta fatiga, un cierto temor. La gente — llena de buena fe o quizás simplemente observante de lo que suele entenderse por buena educación — felicita y se interesa, pregunta — como aquel buen hombre mientras liaba calmoso su cigarrillo: “Le debe hacer ilusión, ¿no?” —, y uno debe contestar y agradecer y sonreír. Pero va creciendo poco a poco un sentimiento de soledad, de aislamiento. Porque uno se da cuenta de que unos y otros no hablamos el mismo lenguaje; de que cuando la mayoría de estos sonrientes felicitadores dicen “sacerdote” quieren decir otra cosa de lo que yo espero para dentro de pocos días. Sólo de vez en cuando en los ojos, en las medias palabras, en la cordialidad de alguno, se halla una verdadera conexión en el mismo plano. Pero, en fin, no es extraño que los otros no comprendan, distraídos o acostumbrados. Uno mismo tampoco, muchas veces, casi siempre, apenas comprende.
     Que Él se apiade de todos. Sufrió a los pobres apóstoles que tampoco comprendían. Sólo que ellos confiaron del todo en Él. Y le fueron fieles hasta el fin.

16 septiembre

     Revestidos y todo, ensayamos la Misa. No parece posible pero todo eso será maravillosa, asombrosa realidad dentro de unos pocos —¡poquísimos!— días.
     Cada vez crece más en nosotros la alegría que ahora es imposible contener. Sí, pensamos más que nunca en la responsabilidad, en la indignidad, en el duro porvenir, en la misión de mediadores, de puentes, entre Dios y los hombres. Pero uno se siente, sin saber cómo, llevado, lleno de una presencia que hace imposible todo temor.
     Pienso mucho en los Apóstoles. En Pedro, en Pablo, en Juan.., Quisiera purificar lo más posible a este pobre individuo para que su fidelidad sea menos difícil.
¿Qué piensas tú, ahora, anciano Pedro, de todo eso?

20 septiembre

     Mañana. No sé...
     Fui a casa a buscar los ornamentos. Vi a mamá, Ricardo, a Merche, a José. También ellos...

21 septiembre

     Estoy cansado. Es natural ¿no? A punto de meterme en cama. Pero quisiera escribir dos palabras para ti, anciano Pedro, porque hoy empieza el camino que me lleva a ti.
     ¿Cómo lo recuerdas después de tantos años? ¡Oh!, si apenas ahora lo recuerdo. Sólo — sobre todo — la presión de las manos del Obispo sobre la cabeza. Como en un principio: los apóstoles, apresurados y agobiados, de ciudad en ciudad, imponían las manos sobre dos o tres. También hoy sobre veinticinco jovencillos las manos... el Espíritu... Y también todas las demás ceremonias — el oleaje de las letanías que canta toda la Iglesia, la imposición de manos por innumerables sacerdotes después del Obispo, la unción de las manos, la penetrante melodía del “Jam non dicam vos servos” —, pero uno apenas se daba cuenta. Las palabras del ritual cien veces meditadas, hoy apenas si lograba seguirlas. Pero hoy no era piadosa meditación sino realidad inanulable.
     Inanulable. El camino que lleva a ti, anciano Pedro, empieza hoy. Espero que el camino lleve también a Dios. Y, si es posible, que ayude a otros...
     Adiós.

22 septiembre

     Sólo estaban presentes mamá, Lorenzo, Rosario, Juan y Mn. Jordi. Ellos representaban el pueblo cristiano —buena representación, para mí por lo menos—. La primera misa, titubeante, temiendo equivocarme, lleno de emoción. Aquellas palabras y aquellos gestos largamente ensayados pero que hoy “salían” transfigurados gracias a la misteriosa realidad inanulable. Hoy iba en serio. ¡Es tan sencillo decir: “Esto es mi cuerpo” y “Éste es el cáliz de mi sangre”!
     Y allí en aquella capilla casi vacía, la presencia de todo lo divino y de todo lo humano: el Padre a quien todo se dirige, Jesucristo tan cercano, y con Él todos nosotros, toda la Iglesia, todos los hombres en una misma oblación, y el Espíritu que obra en todos su comunión de amor. Dios y hombres, pasado, presente y futuro, su amor y nuestros pecados, dolor y alegría, todo tenía allí su presencia.
     Y también presente la mirada inefablemente feliz de mi padre desde el cielo — desde allí mismo—, contemplando el fruto de su sacrificio y de su amor. Ahora todo estaba más claro.

28 septiembre

     Quisiera hoy decirte, anciano Pedro, que nunca me había imaginado la — a la vez — sencilla e inmensa grandeza de ofrecer cada mañana — o cada tarde, que ya he dicho dos misas vespertinas — el sacrificio de Jesucristo y de todo este cuerpo místico. Pienso en la gracia inmensa que representan todas esas misas que nos separan a ti de mí. Aunque sólo fuera eso, aunque no hubiera nada más, estaría todo bien empleado.
     Desearía que estas primeras misas fueran las peores de mi vida: porque cada día fueran celebradas con mayor fe y mayor amor. Hasta la última: que la última sea la mejor.

1 octubre

     Hoy fue el día de la primera misa solemne. Estoy contento: Fue como yo deseaba. Una asociación gozosa de familiares, amigos, compañeros, de la parroquia, a la acción de gracias y a la petición por este nuevo sacerdote. Y todo esto con sencillez.
     Estoy contento porque estaban allí — más o menos — todos los que con su amor y su amistad — con su compañía — han hecho posible que llegara hasta aquí. Quizás muchos de ellos apenas sospechan lo mucho que les debo. Es que la fuerza de la generosidad y de la fidelidad del amor es insospechable.
Petición: que aprenda a amar con la fidelidad y la generosidad de X, y de Y, de Z...
Y sobre todo con la Tuya.

3 octubre

     Terminan ya estas páginas. Terminan para dar comienzo al camino — duro, árido, maravilloso — que me llevará hasta ti.
     Ahora ya no hay vuelta atrás posible. ¿Me duele todo lo que he dejado? Pero, ¿qué he dejado que no lo encuentre de un modo u otro? Lo único que me duele es, no sé sí sabré explicarlo, ese conjunto de malentendidos que “entenebrecen” al sacerdote y qué difícil es — para todos, todos -— olvidar ese tejido de prejuicios y malentendidos. Eso es lo que más me duele, sobre todo en los que menos uno lo esperaría. Porque, claro está, en mucha pobre gente de todas las clases sociales sería pedir demasiado.
     Pero algo hay que sacrificar a cambio de la soledad con el Señor Jesucristo. Soledad del padre que lleva consigo a sus hijos — innumerables, más o menos sucios, como él mismo, pero todos queridos por Él—. Y es hermoso sentir esta dura responsabilidad ante el Señor: la responsabilidad del padre, como solo, por sus hijos.

8 octubre

     Corretean a veces por casa dos niñitas gemelas de apenas un par de años, siempre llenas de alegría y dispuestas a asombrarse, a jugar y a llorar también si se tercia la ocasión. Hoy estaba este cura recién fabricado echando una leve siesta, cuando una de ellas se subió al sofá y se sentó triunfal sobre mí. Y entonces, ante esta terrible falta de respeto a la severa dignidad clerical, no sé por qué se me ha llenado el alma de satisfacción. No sé quién se sentía más triunfal: si ella encima de mí o yo, pobre sacerdote de Jesucristo libre, en paz, lleno de serena confianza. ¿Por qué? Ya digo, apenas lo sé, pero esto me ha parecido un símbolo de que más allá de las apariencias, nada me separaba de la alegría humana representada por aquella precoz escaladora. Y con la alegría humana y la precoz escaladora, de todo lo humano y de todos los hombres. (¡Oh!, no sonrías anciano Pedro).

18 octubre

     Adiós viejo mosén Pedro. Hace ya casi un mes de mi ordenación. Estoy en paz. La paz del explorador que contempla el largo camino desconocido pero confía en sus fuerzas. Y yo mucho más porque las fuerzas no son mías sino de la Iglesia.
     Se me ocurre que debo dar gracias por todo. Como tú, anciano Pedro. “Dar gracias continuamente”, es lo que aconseja San Pablo.
     No escogí este camino. El Padre me llevó a él. “Es una necesidad que me obliga y ¡ay de mí si no predico el evangelio!” Esto también lo decía — ya lo sabes — San Pablo. No se trata de una elección más o menos indiferente. Es que a uno le parece que no podría ser de otro modo. Por eso la consecuencia es la misma que la de San Pablo: no es ninguna gloria.
     Que tú, amigo Pedro, dentro de 50 años, puedas repetir también otras palabras del apóstol ya anciano: “He luchado la hermosa lucha, he terminado la carrera, he guardado la fe”.
Y que como él es
peres ya sólo verLe, no sólo tú sino con todos los que Le aman. Amén.

 

Ya está. Ya podemos seguir nuestro camino. ¿Nos sabe mal habernos detenido?
Quién sabe si alguna semilla no ha quedado escondida en nuestra alma. ¿No recordáis la parábola del Evangelio? Salió el sembrador a sembrar... Y ya cada día — infatigable— sigue Él su siembra.
Semillas suyas en nuestra alma. No sabemos cómo. Pero sabemos que sí. Sólo que demasiadas veces, apresurados y distraídos, apenas si les prestamos atención.
Pero Él —infatigable— sale cada mañana a sembrar. Y por la tarde espera, en la colina, que alguien vaya a Él.

Cada día puede ser nuestro día.

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¿Han escuchado a veces la voz del Señor, que a través de un deseo, una inquietud, los invitaba a seguirle más de cerca? ¿Lo han escuchado?  ¿Han tenido algún deseo de ser apóstoles de Jesús? La juventud hay que “meterla en juego” en pos de nobles ideales. ¿Están de acuerdo? Pregúntale a Jesús lo que quiere de ti ¡y sé valiente! ¡Pregúntale! Que María, la Mujer del «sí», nos ayude a conocer cada vez mejor la voz de Jesús y a seguirla, para caminar en el camino de la vida.- PAPA FRANCISCO