Por qué me hice sacerdote
 
     «…y Él llama» fue el primer libro que publiqué. El título indicaba ya mi propósito: recordar que Dios llama. Con esa misma idea en 1959 pregunté a medio centenar de sacerdotes: «¿Por qué me hice sacerdote?». En el libro-encuesta hubo respuestas que actuaban «ex opere operato».
     Cuarenta años después, Olegario González de Cardedal me emplazó en público para que volviera a formular la pregunta a sacerdotes actuales. Le contesté que no lo haría, porque por aquellos días estaba pidiendo a sacerdotes amigos que contaran «7 días de su vida». Con el mismo objetivo: recordar que Dios llama y que hay vidas que llaman.
     Este año, cuando el teólogo Olegario estaba en el hospital «remozándose el corazón» le pedí que contara siete días (al estilo de los de Bessière, cuando su infarto). Contestó ya convaleciente que andaba escaso de fuerzas todavía.
     Cuando el 29 de julio topé casualmente con su artículo «Dios, ¿un juguete roto?» le escribí felicitándole por la maravilla de su escrito y… porque demostraba que ya estaba en plena forma. Ahora no tenía ya excusa para no contestar a: «Por qué me hice sacerdote». Quizá añadí algo más que le llegó al corazón.
     Ésta es su respuesta.


JSV

 

     Querido amigo Jorge: ¿Cómo negarme a tu petición de escribir unas líneas sobre el origen y razones que fundaron mi decisión de ser sacerdote? ¿Cómo olvidar nuestro primer encuentro, siendo tú vicerrector del Seminario de Barcelona y yo del de Ávila, cuando yo salía camino de Alemania en el lejano 1960? Y sobre todo, ¿cómo borrar de mi memoria aquella hoja volandera tuya «Hinnení», tan decisiva para mi futuro en mis años de seminarista? Pensando en lo que ella me supuso para iluminar mi decisión, me animo a escribir estas líneas: quizá lleguen a algún lector al que presten el servicio de luz e ilusión que tu «Hinnení» me prestó a mí.

I

     Pregunta de difícil, de casi imposible, respuesta. ¿Cómo destrenzar los hilos de la invitación divina y de la respuesta humana, del propio hacer y de la colaboración de los demás en algo que, siendo absolutamente personal, va sin embargo trenzado con las circunstancias, referido a las personas que le merecen a uno confianza, condicionado por el lugar y el tiempo de vida? Es verdad, sin embargo, que en medio de tantas circunstancias al final uno se queda en soledad ante sí mismo y, gozando y cargando con ella, asume ante Dios su decisión. Pero la última sustancia de ésta solo de Dios es conocida, solo en diálogo con él es explicable y por tanto solo para él permanece trasparente su misterio. Lo que uno diga a los demás es solo eco de la palabra y de la memoria, del agradecimiento y de la fidelidad con que uno habla con Dios de ella. Porque en última instancia solo él entiende nuestras razones o sinrazones, solo desde él tienen primer fundamento y final validez.


II

     Yo no me hice sacerdote. Yo me sentí llamado por Dios, oí su voz, respondí a su propuesta, seguí tras ellas y terminé en el punto y lugar al que me conducían. ¿Salió Abraham de Ur movido por una idea y decisión originarias suyas? ¿No fue llamado por Dios, enviado y puesto en camino hacia una tierra que no conocía pero a la que le destinaban la promesa, la presencia y la luz divinas? El mismo Dios que llama es el que enciende nuestra libertad, nuestro consentimiento y nuestro amor para hacernos a la marcha siguiendo los pasos de quien nos precede y dejando sentir cada día su amor y su fortaleza. Si algo he comprobado en mi existencia es la continuidad entre la naturaleza y la gracia: aquello a lo que nos inclinan el deseo y gozo más profundos de nuestro corazón cuando somos absolutamente sinceros y limpios de corazón, eso es nuestra vocación y esa es la voluntad de Dios para nosotros.
      El barro de naturaleza con que Dios ha forjado nuestra vasija es proporcional y adaptado al líquido de historia con que la va a llenar. Discernir lo que puede y anhela contener ese barro es tarea de discernimiento propio a la vez que de consejo y ayuda de guías de espíritu, con experiencia y letras tal como los quería Santa Teresa. Dios los puso en mi camino, les otorgué crédito y en algún momento dejé que prevaleciera su palabra sobre la mía. Tenían razón, acertaron entonces y la vida después ha confirmado su consejo de entonces. Y en este sentido me hicieron sacerdote: ellos primero, la Iglesia con su sacramento del orden después. Estas dimensiones objetivas, institucionales, fueron tan importantes en mi vida como la propia decisión en clarísima e ilustrada libertad Lo mismo que es un absurdo establecer contradicción entre la voluntad de Dios para mí y mi libertad, lo es en otra medida contraponer las mediaciones institucionales de su gracia y la propia voluntad. El verbo «conjugar» es el más esencial de la gramática y el más importante de la vida.

III

      Un alemán me preguntó una vez con qué tres palabras definiría yo mi existencia sacerdotal. Respondí con estas tres: Von Gott gerufen, geführt, gehalten = Llamado, guiado y sostenido por Dios. Hoy no encuentro otras tres mejores. Las grandes figuras bíblicas, desde Abraham, Moisés, Amós y Jeremías, salmistas y pobres de Yahvé en el Antiguo Testamento, hasta San Juan y San Pablo en el Nuevo o San Agustín, San Ignacio, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Newman, Blondel, Lubac, Congar, Rahner, Balthasar, Schlier, Ratzinger, Carlos de Foucauld, Madeleine Debrel, Edith Stein… en la historia de la Iglesia me han sido ejemplo y magisterio, columna de nube en el día y columna de fuego en la noche. De ellos he aprendido dónde están las raíces de nuestra savia religiosa y donde se recoge el aceite que en la noche alimenta nuestras lámparas. A su luz y a su sombra Dios me ha guiado en medio de las oscuridades de la vida y me ha sostenido en medio de las dificultades.
      A mi generación le ha tocado acreditar la fidelidad al ministerio elegido ante Dios y a la palabra prometida a los hombres delante de la Iglesia, es decir permanecer sacerdotes en medio de las tormentas y tempestades, borrascas y galernas que se desencadenaron a partir de 1965 por la conjunción de tres terremotos históricos: la revolución cultural de 1968, la afirmación del socialismo marxista como evidente solución política para el futuro del mundo, el Concilio Vaticano II. La primera predicaba el giro de la moral judeocristiana hacia la voluntad de poder y de placer derivadas de Nietzsche; el segundo predicaba la revolución contra todas las alienaciones comenzando por la que consideraba la alienación suprema: la fe en Dios; el tercero predicaba la necesidad de una fe a la altura de la conciencia moderna y de una reforma moral de la Iglesia para ser fiel al evangelio. La mezcla o suma indiferenciadas de estos tres elementos fue para muchos sacerdotes fuente de perplejidad, de angustia y de incapacidad para seguir siendo testigos autorizados y defensores honestos tanto del evangelio como del cristianismo histórico. No negaban, pero declaraban su incapacidad para perdurar como exponentes públicos de la Iglesia en tal situación de desvalimiento y de acoso cultural. Y decidieron secularizarse porque no podían o no sabían cómo permanecer fieles en tan arrasador vendaval. Eran acosados desde ciertas líneas políticas y acusados por una cultura nueva de ser la expresión pública de una alienación de la vida y de un régimen político fascista, de ser los intelectuales orgánicos de una Iglesia aliada con los poderes de la ignorancia y de la represión; en una palabra de ser unos pobres hombres; y eso no era personal y socialmente soportable. A quienes proveníamos del campo nos designaban como «desertores del arado» y de haber encontrado en la Iglesia como sacerdotes un fácil recurso para vivir y un cobijo para nuestra incapacidad.

Avila

IV

      Cuando yo me pregunto a mí mismo porqué permanecí en el puesto asignado encuentro complejas razones. Primero la gracia de Dios, luego la doble formación personal: la espiritual recibida en Ávila y la intelectual recibida en Múnich. Cada cual en su orden, las dos estaban a suprema altura. Ninguna de las dos sin la otra me hubiera sido suficiente para permanecer sacerdote con honestidad intelectual, verdad religiosa y alegría humana. La vocación apareció entonces como un empeño sostenido, una fidelidad acreditada, una dignidad personal. Aparte de estas razones profundas de fidelidad a Dios, a la Iglesia y a la palabra dada, algo siempre me conmovía por dentro: la traición al propio ministerio sacerdotal hubiera sido un escándalo para los pobres, los débiles, los que tenían menos posibilidades o formación. Hubiera sido una traición y una ofensa sobre todo a ellos, porque siempre he creído que toda riqueza, saber o poder recibidos pierden su legitimidad si quien los posee se los reserva para sí solo y no los refiere a los demás, sobre todo a quienes más carecen de ellos. Una fidelidad creadora me pareció lo más evangélico en aquel difícil momento histórico y lo más bello como forma de existencia. Mantener la hoja perenne en tiempo de invierno e inclemencia es lo propio del árbol más humilde y robusto, con la madera más ígnea y musical, que conozco. Por eso escribí en aquellas fechas revolucionarias un «Elogio de la encina» (1973).

V

      Algo de todo ese entramado tendría yo que haber ido desmenuzando para dar razón de por qué me hice sacerdote, de por qué respondí a Dios con un «Sí», de por qué he permanecido en el puesto asignado, de por qué y cómo hoy me resulta impensable no haber sido sacerdote. Por eso me ha entristecido profundísimamente el que durante los últimos decenios algunos colegas de ministerio no se atrevieran a invitar a los jóvenes a seguir este camino, a ser hombres del evangelio y de la Iglesia, diciéndoles que había otras tareas más urgentes. Me ha preocupado que algunos colegas hayan preferido el prestigio, riqueza y honor que dan la sociedad a los que da la Iglesia, cuando nada hay moralmente más digno y existencialmente más bello que poner la vida al servicio de Jesucristo, de un proyecto de existencia como el del evangelio, de esa comunidad con vocación de testimonio, santidad y servicio que es la Iglesia. ¡Nunca ha sido más urgente que hoy desenmascarar la fascinación de este mundo, la concupiscencia de la carne y la soberbia de la vida!

VI

      Razones personales, históricas e intelectuales han ido unidas en mi vida, y de todas ellas, querido Jorge, tendría que hablar a fondo si quisiera responder a tu pregunta. Mas ya te dije al principio que en su última verdad ella es insondable porque se hunde en el misterio de la elección divina y de la libertad humana. Por ello olvida estas palabras que siendo absolutamente sinceras, sin embargo solo muy de lejos rozan la complejidad de la cuestión. Pero si me urges reclamando una respuesta mínima y máxima a la vez, te diré: Me hice sacerdote porqué Dios me llamó por mi nombre y porque yo le respondí: «Heme aquí. Habla, Señor, que tu siervo escucha» (Hinnení).
            Un abrazo

Olegario González de Cardedal

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Como la doncella Maryam de Nazaret: Hinnení. Heme aquí, yo, esclava del Señor: sea de mí lo que dice tu palabra. Eccomi.  Como Jesús, al abrazar su vocación de Salvador: Hinnení. Heme aquí, cumplo yo, oh Dios, tu voluntad. Eccomi. Como Isaías: Eccomi. Ecce ego. Hinnení. Mitte me! ¡enviame!