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CAPÍTULO III
LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS
I. VOCACIÓN DE
LOS PRESBÍTEROS A LA PERFECCIÓN
Importancia y significado de la santidad sacerdotal
12. Por el Sacramento del Orden los presbíteros se configuran
con Cristo Sacerdote, como miembros con la Cabeza, para la estructuración
y edificación de todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como
cooperadores del orden episcopal. Ya en la consagración
del bautismo, como todos los fieles cristianos, recibieron ciertamente
la señal y el don de tan gran vocación y gracia
para sentirse capaces y obligados, en la misma debilidad humana[92],
a seguir la perfección, según la palabra del Señor:
"Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial"
(Mt 5, 48). Los sacerdotes están obligados especialmente
a adquirir aquella perfección, puesto que, consagrados
de una forma nueva a Dios en la recepción del Orden,
se constituyen en instrumentos vivos del Sacerdote Eterno para
poder proseguir, a través del tiempo, su obra admirable,
que reintegró, con divina eficacia, todo el género
humano[93]. Puesto que todo sacerdote representa a su modo la
persona del mismo Cristo, tiene también, al mismo tiempo
que sirve a la plebe encomendada y a todo el pueblo de Dios,
la gracia singular de poder conseguir más aptamente la
perfección de Aquel cuya función representa, y
la de que sane la debilidad de la carne humana la santidad del
que por nosotros fue hecho Pontífice "santo, inocente,
inmaculado, apartado de los pecadores" (Heb 7, 26).
Cristo, a quien el Padre santificó o consagró
y envió al mundo[94], "se entregó por nosotros
para rescatarnos de toda iniquidad, y adquirirse un pueblo propio
y aceptable, celador de obras buenas" (Tit 2, 14), y
así, por su pasión, entró en su gloria[95];
semejantemente los presbíteros, consagrados por la unción
del Espíritu santo y enviados por Cristo, mortifican
en sí mismos las tendencias de la carne y se entregan
totalmente al servicio de los hombres, y de esta forma pueden
caminar hacia el varón perfecto[96], en la santidad con
que han sido enriquecidos en Cristo.
Así, pues, ejerciendo el ministerio del Espíritu
y de la justicia[97], se fortalecen en la vida del Espíritu,
con tal que sean dóciles al Espíritu de Cristo,
que los vivifica y conduce. Pues ellos se ordenan a la perfección
de la vida por las mismas acciones sagradas que realizan cada
día, como por todo su ministerio, que ejercitan en unión
con el obispo y con los presbíteros. Mas la santidad
de los presbíteros contribuye poderosamente al cumplimiento
fructuoso del propio ministerio, porque aunque la gracia de
Dios puede realizar la obra de la salvación, también
por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere,
por ley ordinaria, manifestar sus maravillas por medio de quienes,
hechos más dóciles al impulso y guía del
Espíritu santo, por su íntima unión con
Cristo y su santidad de vida, pueden decir con el apóstol:
"Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Gál 2, 20).
Por lo cual, este sagrado Concilio, para conseguir sus propósitos
pastorales de renovación interna de la Iglesia, de difusión
del evangelio en todo el mundo y de diálogo con el mundo
actual, exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que,
usando los medios oportunos recomendados por la Iglesia[98],
aspiren siempre hacia una santidad cada vez mayor, con la que
de día en día se conviertan en ministros más
aptos para el servicio de todo el pueblo de Dios.
El ejercicio de la triple función sacerdotal requiere
y favorece a un tiempo la santidad
13. Los presbíteros conseguirán propiamente la
santidad ejerciendo sincera e infatigablemente en el Espíritu
de Cristo su triple función.
Por ser ministros de la palabra de Dios, leen y escuchan diariamente
la palabra divina que deben enseñar a otros; y si al
mismo tiempo procuran recibirla en sí mismos, irán
haciéndose discípulos del Señor cada vez
más perfectos, según las palabras del apóstol
Pablo a Timoteo: "Esta sea tu ocupación, éste
tu estudio: de manera que tu aprovechamiento sea a todos manifiesto.
Vela sobre ti, atiende a la enseñanza: insiste en ella.
Haciéndolo así te salvarás a ti mismo y
a los que te escuchan" (1 Tim 4, 15-16). Pues pensando
cómo pueden explicar mejor lo que ellos han contemplado[99],
saborearán más a fondo "las insondables riquezas
de Cristo" (Ef 3, 8) y la multiforme sabiduría
de Dios[100]. Teniendo presente que es el Señor quien
abre los corazones[101] y que la excelencia no procede de ellos
mismos, sino del poder de Dios[102], en el momento de proclamar
la palabra se unirán más íntimamente a
Cristo Maestro y se dejarán guiar por su Espíritu.
Así, uniéndose con Cristo, participan de la caridad
de Dios, cuyo misterio, oculto desde los siglos[103], ha sido
revelado en Cristo.
Como ministros sagrados, sobre todo en el Sacrificio de la Misa,
los presbíteros ocupan especialmente el lugar de Cristo,
que se sacrificó a sí mismo para santificar a
los hombres; y por eso son invitados a imitar lo que administran;
ya que celebran el misterio de la muerte del Señor, procuren
mortificar sus miembros de vicios y concupiscencias[104]. En
el misterio del Sacrificio Eucarístico, en que los sacerdotes
desempeñan su función principal, se realiza continuamente
la obra de nuestra redención[105], y, por tanto, se recomienda
con todas las veras su celebración diaria, la cual, aunque
no pueda obtenerse la presencia de los fieles, es una acción
de Cristo y de la Iglesia[106]. Así, mientras los presbíteros
se unen con la acción de Cristo Sacerdote, se ofrecen
todos los días enteramente a Dios, y mientras se nutren
del cuerpo de Cristo, participan cordialmente de la caridad
de Quien se da a los fieles como pan eucarístico. De
igual forma se unen con la intención y con la caridad
de Cristo en la administración de los sacramentos, especialmente
cuando para la administración del Sacramento de la Penitencia
se muestran enteramente dispuestos, siempre que los fieles lo
piden razonablemente. En el rezo del Oficio divino prestan su
voz a la Iglesia, que persevera en la oración, en nombre
de todo el género humano, juntamente con Cristo, que
"vive siempre para interceder por nosotros" (Hb.,
7, 25).
Rigiendo y apacentando el pueblo de Dios, se ven impulsados
por la caridad del Buen pastor a entregar su vida por sus ovejas[107],
preparados también para el sacrificio supremo, siguiendo
el ejemplo de los sacerdote que incluso en nuestros días
no han rehusado entregar su vida; siendo educadores en la fe,
y teniendo ellos mismos "firme esperanza de entrar en el
santuario en virtud de la sangre de Cristo" (Heb 10, 19),
se acercan a Dios "con sincero corazón en la plenitud
de la fe" (Heb 10, 22); y robustecen la esperanza firme
respecto de sus fieles[108], para poder consolar a los que se
hallan atribulados, con el mismo consuelo con que Dios los consuela
a ellos mismos[109]; como rectores de la comunidad, cultivan
la ascesis propia del pastor de las almas, dando de mano a las
ventajas propias, no buscando sus conveniencias, sino la de
muchos, para que se salven[110], progresando siempre hacia el
cumplimiento más perfecto del deber pastoral, y cuando
es necesario, están dispuestos a emprender nuevos caminos
pastorales, guiados por el Espíritu del amor, que sopla
donde quiere[111].
Unidad y armonía
de la vida de los presbíteros
14. Siendo en el
mundo moderno tantos los cargos que deben desempeñar
los hombres y tanta la diversidad de los problemas, que los
angustian y que muchas veces tienen que resolver precipitadamente,
no es raro que se vean en peligro de desparramarse en mil preocupaciones.
Y los presbíteros, implicados y distraídos en
las muchas obligaciones de su ministerio, no pueden pensar sin
angustia cómo lograr la unidad de su vida interior con
la magnitud de la acción exterior. Esta unidad de la
vida no la pueden conseguir ni la ordenación meramente
externa de la obra del ministerio, ni la sola práctica
de los ejercicios de piedad, por mucho que la ayuden. La pueden
organizar, en cambio, los presbíteros, imitando en el
cumplimiento de su ministerio el ejemplo de Cristo Señor,
cuyo alimento era cumplir la voluntad de Aquel que le envió a completar su obra[112].
En realidad, Cristo, para cumplir indefectiblemente la misma
voluntad del Padre en el mundo por medio de la Iglesia, obra
por sus ministros, y por ello continúa siendo siempre
principio y fuente de la unidad de su vida. Por consiguiente,
los presbíteros conseguirán la unidad de su vida
uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad
del Padre y en la entrega de sí mismos por el rebaño
que se les ha confiado[113]. De esta forma, desempeñando
el papel del Buen pastor, en el mismo ejercicio de la caridad
pastoral encontrarán el vínculo de la perfección
sacerdotal que reduce a unidad su vida y su actividad. Esta
caridad pastoral[114] fluye sobre todo del Sacrificio Eucarístico,
que se manifiesta por ello como centro y raíz de toda
la vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa
en el altar lo procure reproducir en sí el alma del sacerdote.
Esto no puede conseguirse si los mismos sacerdotes no penetran
cada vez más íntimamente, por la oración,
en el misterio de Cristo.
Para poder verificar concretamente la unidad de su vida, consideren
todos sus proyectos, procurando conocer cuál es la voluntad
de Dios[115]; es decir, la conformidad de los proyectos con
las normas de la misión evangélica de la Iglesia.
Porque no puede separarse la fidelidad para con Cristo de la
fidelidad para con la Iglesia. La caridad pastoral pide que
los presbíteros, para no correr en vano[116], trabajen
siempre en vínculo de unión con los obispos y
con otros hermanos en el sacerdocio. Obrando así hallarán
los presbíteros la unidad de la propia vida en la misma
unidad de la misión de la Iglesia, y de esta suerte se
unirán con su Señor, y por El con el Padre, en
el Espíritu santo, a fin de llenarse de consuelo y de
rebosar de gozo[117].
II. EXIGENCIAS ESPIRITUALES
CARACTERÍSTICAS EN LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS
Humildad y obediencia
15. Entre las virtudes
principalmente requeridas en el ministerio de los presbíteros
hay que contar aquella disposición de alma por la que
están siempre preparados a buscar, no su voluntad, sino
la voluntad de quien los envió[118]. Porque la obra divina,
para cuya realización los tomó el Espíritu
santo[119], trasciende todas las fuerzas humanas y la sabiduría
de los hombres, pues "Dios eligió los débiles
del mundo para confundir a los fuertes" (1 Cor., 1, 27).
Conociendo, pues, su propia debilidad, el verdadero ministro
de Cristo trabaja con humildad, buscando lo que es grato a Dios[120],
y como encadenado por el Espíritu[121], es llevado en
todo por la voluntad de quien desea que todos los hombres se
salven; voluntad que puede descubrir y cumplir en los quehaceres
diarios, sirviendo humildemente a todos los que Dios le ha confiado,
en el ministerio que se le ha entregado y en los múltiples
acontecimientos de su vida.
Pero como el ministerio sacerdotal es el ministerio de la misma
Iglesia, no puede efectuarse más que en la comunión
jerárquica de todo el cuerpo. La caridad pastoral urge,
pues, a los presbíteros que, actuando en esta comunión,
consagren su voluntad propia por la obediencia al servicio de
Dios y de los hermanos, recibiendo con espíritu de fe
y cumpliendo los preceptos y recomendaciones emanadas del Sumo
Pontífice, del propio obispo y de otros superiores; gastándose
y agotándose de buena gana[122] en cualquier servicio
que se les haya confiado, por humilde y pobre que sea. De esta
forma guardan y reafirman la necesaria unidad con sus hermanos
en el ministerio, y sobre todo con los que el Señor constituyó
en rectores visibles de su Iglesia, y obran para la edificación
del cuerpo de Cristo, que crece "por todos los ligamentos
que lo nutren"[123]. Esta obediencia, que conduce a la
libertad más madura de los hijos de Dios, exige por su
naturaleza que, mientras movidos por la caridad, los presbíteros,
en el cumplimiento de su cargo, investigan prudentemente nuevos
caminos para el mayor bien de la Iglesia, propongan confiadamente
sus proyectos y expongan instantemente las necesidades del rebaño
a ellos confiado, dispuestos siempre a acatar el juicio de quienes
desempeñan la función principal en el régimen
de la Iglesia de Dios.
Los presbíteros, con esta humildad y esta obediencia
responsable y voluntaria, se asemejan a Cristo, sintiendo en
sí lo que en Cristo Jesús, que "se anonadó
a sí mismo, tomando la forma de siervo..., hecho obediente
hasta la muerte" (Flp 2, 7-9). Y con esta obediencia
venció y reparó la desobediencia de Adán,
como atestigua el apóstol: "Por la desobediencia
de un hombre muchos fueron hechos pecadores; así también,
por la obediencia de uno muchos serán hechos justos" (Rom 5, 19).
Hay que abrazar el
celibato y apreciarlo como una gracia
16. La perfecta
y perpetua continencia por el reino de los cielos, recomendada
por nuestro Señor[124], aceptada con gusto y observada
plausiblemente en el decurso de los siglos e incluso en nuestros
días por no pocos fieles cristianos, siempre ha sido
tenida en gran aprecio por la Iglesia, especialmente para la
vida sacerdotal. Porque es al mismo tiempo emblema y estímulo
de la caridad pastoral y fuente peculiar de la fecundidad espiritual
en el mundo[125]. No es exigida ciertamente por la naturaleza
misma del sacerdocio, como aparece por la práctica de
la Iglesia primitiva[126] y por la tradición de las Iglesias
orientales, en donde, además de aquellos que con todos
los obispos eligen el celibato como un don de la gracia, hay
también presbíteros beneméritos casados;
pero al tiempo que recomienda el celibato eclesiástico,
este santo Concilio no intenta en modo alguno cambiar la distinta
disciplina que rige legítimamente en las Iglesias orientales,
y exhorta amabilísimamente a todos los que recibieron
el presbiterado en el matrimonio a que, perseverando en la santa
vocación, sigan consagrando su vida plena y generosamente
al rebaño que se les ha confiado[127].
Pero el celibato tiene mucha conformidad con el sacerdocio.
Porque toda la misión del sacerdote se dedica al servicio
de la nueva humanidad, que Cristo, vencedor de la muerte, suscita
en el mundo por su Espíritu, y que trae su origen "no
de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de
varón, sino de Dios" (Jn. 1, 13). Los presbíteros,
pues, por la virginidad o celibato conservado por el reino de
los cielos[128], se consagran a Cristo de una forma nueva y
exquisita, se unen a El más fácilmente con un
corazón indiviso[129], se dedican más libremente
en El y por El al servicio de Dios y de los hombres, sirven
más expeditamente a su reino y a la obra de regeneración
sobrenatural, y con ello se hacen más aptos para recibir
ampliamente la paternidad en Cristo. De esta forma, pues, manifiestan
delante de los hombres que quieren dedicarse al ministerio que
se les ha confiado, es decir, de desposar a los fieles con un
solo varón, y de presentarlos a Cristo como una virgen
casta[130], y con ello evocan el misterioso matrimonio establecido
por Dios, que ha de manifestarse plenamente en el futuro, por
el que la Iglesia tiene a Cristo como Esposo único[131].
Se constituyen, además, en señal viva de aquel
mundo futuro, presente ya por la fe y por la caridad, en que
los hijos de la resurrección no tomarán maridos
ni mujeres[132].
Por estas razones, fundadas en el misterio de Cristo y en su
misión, el celibato, que al principio se recomendaba
a los sacerdotes, fue impuesto por ley después en la
Iglesia Latina a todos los que eran promovidos al Orden sagrado.
Este santo Concilio aprueba y confirma esta legislación
en cuanto se refiere a los que se destinan para el presbiterado,
confiando en el Espíritu que el don del celibato, tan
conveniente al sacerdocio del nuevo testamento, les será
generosamente otorgado por el Padre, con tal que se lo pidan
con humildad y constancia los que por el sacramento del Orden
participan del sacerdocio de Cristo, más aún,
toda la Iglesia. Exhorta también este sagrado Concilio
a los presbíteros que, confiados en la gracia de Dios,
recibieron libremente el sagrado celibato según el ejemplo
de Cristo, a que, abrazándolo con magnanimidad y de todo
corazón, y perseverando en tal estado con fidelidad,
reconozcan el don excelso que el Padre les ha dado y que tan
claramente ensalza el Señor[133], y pongan ante su consideración
los grandes misterios que en él se expresan y se verifican.
Cuando más imposible les parece a no pocas personas la
perfecta continencia en el mundo actual, con tanto mayor humildad
y perseverancia pedirán los presbíteros, juntamente
con la Iglesia, la gracia de la fidelidad, que nunca ha sido
negada a quienes la piden, sirviéndose también,
al mismo tiempo, de todas las ayudas sobrenaturales y naturales,
que todos tienen a su alcance. No dejen de seguir las normas,
sobre todo las ascéticas, que la experiencia de la Iglesia
aprueba, y que no son menos necesarias en el mundo actual. Ruega,
por tanto, este sagrado Concilio, no sólo a los sacerdotes,
sino también a todos los fieles, que aprecien cordialmente
este precioso don del celibato sacerdotal, y que pidan todos
a Dios que El conceda siempre abundantemente ese don a su Iglesia.
Posición respecto
al mundo y los bienes terrenos, y pobreza voluntaria
17. Por la amigable
y fraterna convivencia mutua y con los demás hombres,
pueden aprender los presbíteros a cultivar los valores
humanos y a apreciar los bienes creados como dones de Dios.
Aunque viven en el mundo, sepan siempre, sin embargo, que ellos
no son del mundo, según la sentencia del Señor,
nuestro Maestro[134]. Disfrutando, pues, del mundo como si no
disfrutasen[135], llegarán a la libertad de los que,
libres de toda preocupación desordenada, se hacen dóciles
para oír la voz divina en la vida ordinaria. De esta
libertad y docilidad emana la discreción espiritual con
que se halla la recta postura frente al mundo y a los bienes
terrenos. Postura de gran importancia para los presbíteros,
porque la misión de la Iglesia se desarrolla en medio
del mundo, y porque los bienes creados son enteramente necesarios
para el provecho personal del hombre. Agradezcan, pus, todo
lo que el Padre celestial les concede para vivir convenientemente.
Es necesario, con todo, que examinen a la luz de la fe todo
lo que se les presenta, para usar de los bienes según
la voluntad de Dios y dar de mano a todo cuanto obstaculiza
su misión.
Pues los sacerdotes, ya que el Señor es su "porción
y herencia" (núms. 18, 20), deben usar los bienes
temporales tan sólo para los fines a los que pueden lícitamente
destinarlos, según la doctrina de Cristo Señor
y la ordenación de la Iglesia.
Los bienes eclesiásticos propiamente dichos, según
su naturaleza, deben administrarlos los sacerdotes según
las normas de las leyes eclesiásticas, con la ayuda,
en cuanto sea posible, de expertos seglares, y destinarlos siempre
a aquellos fines para cuya consecución es lícito
a la Iglesia poseer bienes temporales, esto es, para el mantenimiento
del culto divino, para procurar la honesta sustentación
del clero y para realizar las obras del sagrado apostolado o
de la caridad, sobre todo con los necesitados[136]. En cuanto
a los bienes que recaban con ocasión del ejercicio de
algún oficio eclesiástico, salvo el derecho particular[137],
los presbíteros, lo mismo que los obispos, aplíquenlos,
en primer lugar, a su honesto sustento y a la satisfacción
de las exigencias de su propio estado; y lo que sobre, sírvanse
destinarlo para el bien de la Iglesia y para obras de caridad.
No tengan, por consiguiente, el beneficio como una ganancia,
ni empleen sus emolumentos para engrosar su propio caudal[138].
Por ello los sacerdotes, teniendo el corazón despegado
de las riquezas[139], han de evitar siempre toda clase de ambición
y abstenerse cuidadosamente de toda especie de comercio.
Más aún, siéntanse invitados a abrazar
la pobreza voluntaria, para asemejarse más claramente
a Cristo y estar más dispuestos para el ministerio sagrado.
Porque Cristo, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para
que fuéramos ricos con su pobreza[140]. Y los apóstoles
manifestaron, con su ejemplo, que el don gratuito de Dios hay
que distribuirlo gratuitamente[141], sabiendo vivir en la abundancia
y pasar necesidad[142]. Pero incluso una cierta comunidad de
bienes, a semejanza de la que se alaba en la historia de la
Iglesia primitiva[143], prepara muy bien el terreno para la
caridad pastoral; y por esa forma de vida pueden los presbíteros
practicar laudablemente el espíritu de pobreza que Cristo
recomienda.
Guiados, pues, por el Espíritu del Señor, que
ungió al Salvador y lo envió a evangelizar a los
pobres[144], los presbíteros, y lo mismo los obispos,
mucho más que los restantes discípulos de Cristo,
eviten todo cuanto pueda alejar de alguna forma a los pobres,
desterrando de sus cosas toda clase de vanidad. Dispongan su
morada de forma que a nadie esté cerrada, y que nadie,
incluso el más pobre, recele frecuentarla.
III. RECURSOS PARA LA
VIDA DE LOS PRESBÍTEROS
Recursos para fomentar
la vida espiritual
18. Para que los
presbíteros puedan fomentar la unión con Cristo
en todas las circunstancias de la vida, además del ejercicio
consciente de su ministerio, cuentan con los medios comunes
y particulares, nuevos y antiguos, que nunca deja de suscitar
en el pueblo de Dios el Espíritu santo, y que la Iglesia
recomienda, e incluso manda alguna vez, para la santificación
de sus miembros[145]. Entre todas las ayudas espirituales sobresalen
los actos con que los cristianos se nutren de la palabra de
Dios en la doble mesa de la Sagrada Escritura y de la eucaristía[146];
a nadie se oculta cuánta trascendencia tiene su participación
asidua para la santificación propia de los presbíteros.
Los ministros de la gracia sacramental se unen íntimamente
a Cristo Salvador y pastor por la fructuosa recepción
de los sacramentos, sobre todo en la frecuente acción
sacramental de la Penitencia, puesto que, preparada con el examen
diario de conciencia, favorece tantísimo la necesaria
conversión del corazón al amor del Padre de las
misericordias. A la luz de la fe, nutrida con la lectura divina,
pueden buscar cuidadosamente las señales de la voluntad
divina y los impulsos de su gracia en los varios aconteceres
de la vida, y hacerse, con ello, más dóciles cada
día para su misión recibida en el Espíritu
santo. En la Virgen María encuentran
siempre un ejemplo admirable de esta docilidad, pues ella, guiada
por el Espíritu santo, se entregó totalmente al
misterio de la redención de los hombres[147]; veneren
y amen los presbíteros con filial devoción y veneración
a esta Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, reina de los apóstoles
y auxilio de su ministerio.
Para cumplir con fidelidad su ministerio, gusten cordialmente
el coloquio divino con Cristo Señor en la visita y en
el culto personal de la Sagrada eucaristía; practiquen
gustosos el retiro espiritual y aprecien mucho la dirección
espiritual. De muchas maneras, especialmente por la recomendada
oración mental y variadas fórmulas de oraciones,
que eligen a su gusto, los presbíteros buscan y piden
instantemente a Dios el verdadero espíritu de oración
con que ellos mismos, juntamente con la plebe que se les ha
confiado, se unen íntimamente con Cristo Mediador del
nuevo testamento, y así pueden clamar como hijos de adopción:
"Abba, Padre" (Rom., 8, 15).
Estudio y ciencia
pastoral
19. En el sagrado
rito de la ordenación el obispo recomienda a los presbíteros
que "estén maduros en la ciencia" y que su
doctrina sea "medicina espiritual para el pueblo de Dios"[148].
Pero la ciencia de un ministro sagrado debe ser sagrada, porque
emana de una fuente sagrada y a un fin sagrado se dirige. Ante
todo, pues, se obtiene por la lectura y meditación de
la Sagrada Escritura[149], y se nutre también fructuosamente
con el estudio de los santos padres y Doctores, y de otros monumentos
de la Tradición. Además, para responder convenientemente
a los problemas propuestos por los hombres contemporáneos,
conviene que los presbíteros conozcan los documentos
del Magisterio y, sobre todo, de los concilios y de los Romanos
Pontífices, y consulten a los mejores y probados escritores
de Teología.
Pero como en nuestros tiempos la cultura humana, y también
las ciencias sagradas, avanzan con un ritmo nuevo, los presbíteros
se ven impulsados a completar convenientemente y sin intermisión
su ciencia divina y humana, y a prepararse, de esta forma, para
entablar más ventajosamente el diálogo con los
hombres de su tiempo.
Para que los presbíteros se entreguen más fácilmente
a los estudios y capten con más eficacia los métodos
de la evangelización y del apostolado, prepárenseles
cuidadosamente los medios necesarios, como son la organización
de cursos y de congresos, según las condiciones de cada
país, la erección de centros destinados a los
estudios pastorales, la fundación de bibliotecas y una
conveniente dirección de los estudios por personas competentes.
Consideren, además, los obispos, o en particular, o reunidos
entre sí, el modo más conveniente de conseguir
que todos los presbíteros, en tiempo determinado, sobre
todo en los primeros años después de su ordenación[150],
puedan asistir a un curso en que se les brinde la ocasión
de conseguir un conocimiento más completo de los métodos
pastorales y de la ciencia teológica, y, sobre todo,
de fortalecer su vida espiritual y de comunicarse mutuamente
con los hermanos las experiencias apostólicas[151]. Ayúdese
especialmente con estas y otras atenciones oportunas también
a los neo-párrocos y a los que se destinan para una nueva
empresa pastoral, o a los que se envían a otra diócesis
o nación.
Procuren, por fin, los obispos que se dediquen algunos más
profundamente a la ciencia divina, a fin de que nunca falten
maestros idóneos para formar a los clérigos, para
ayudar a los otros sacerdotes y a los fieles a conseguir la
doctrina que necesitan, y para fomentar el sano progreso en
las disciplinas sagradas, que es totalmente necesario en la
Iglesia.
Hay que proveer la
justa remuneración de los presbíteros
20. Los presbíteros,
entregados al servicio de Dios en el cumplimiento de la misión
que se les ha confiado, son dignos de recibir la justa remuneración,
porque "el obrero es digno de su salario" (Lc 10,
7)[152], y "el Señor ha ordenado a los que anuncian
el evangelio que vivan del evangelio" (1 Cor 9, 14).
Por lo cual, cuando no se haya provisto de otra forma la justa
remuneración de los presbíteros, los mismos fieles
tienen la obligación de cuidar que puedan procurarse
los medios necesarios para vivir honesta y dignamente, ya que
los presbíteros consagran su trabajo al bien de los fieles.
Los obispos, por su parte, tienen el deber de avisar a los fieles
acerca de esta obligación, y deben procurar, o bien cada
uno para su diócesis o mejor varios en unión para
el territorio común, que se establezcan normas con que
se mire por la honesta sustentación de quienes desempeñan
o han desempeñado alguna función en servicio del
pueblo de Dios. Pero la remuneración que cada uno ha
de recibir, habida consideración de la naturaleza del
cargo mismo y de las condiciones de lugares y de tiempos, sea
fundamentalmente la misma para todos los que se hallen en las
mismas circunstancias, corresponda a su condición y les
permita, además, no sólo proveer a la paga de
las personas dedicadas al servicio de los presbíteros,
sino también ayudar personalmente, de algún modo,
a los necesitados, porque el ministerio para con los pobres
lo apreció muchísimo la Iglesia ya desde sus principios.
Esta remuneración, además, sea tal que permita
a los presbíteros disfrutar de un tiempo debido y suficiente
de vacaciones: los obispos deben procurar que lo puedan tener
los presbíteros.
Es preciso atribuir la máxima importancia a la función
que desempeñan los sagrados ministros. Por lo cual hay
que dejar el sistema que llaman beneficial, o a lo menos hay
que reformarlo, de suerte que la parte beneficial, o el derecho
a los réditos dotales añejos al beneficio, se
considere como secundaria y se atribuya, en derecho, el primer
lugar al propio oficio eclesiástico, que, por cierto,
ha de entenderse en lo sucesivo cualquier cargo conferido establemente
para ejercer un fin espiritual.
Hay que establecer fondos comunes de bienes
y ordenar una previsión social en favor de los presbíteros
21. Téngase siempre presente el ejemplo de los cristianos
en la primitiva Iglesia de Jerusalén, en la que "todo
lo tenían en común" (Hech4, 32) "y
a cada uno se le repartía según su necesidad"
(Hech 4, 35). Es, pues, muy conveniente que, por lo menos en
las regiones en que la sustentación del clero depende
total o parcialmente de donativos de los fieles, recoja los
bienes ofrecidos a este fin una institución diocesana,
que administra el obispo con la ayuda de sacerdotes delegados,
y, donde lo aconseje la utilidad, también de seglares
peritos en economía. Se desea, además, que, en
cuanto sea posible, en cada diócesis o región
se constituya un fondo común de bienes con que puedan
los obispos satisfacer otras obligaciones, y con que también
las diócesis más ricas puedan ayudar a las más
pobres, de forma que la abundancia de aquellas alivie la escasez
de éstas[153]. Este fondo ha de constituirse, sobre todo,
por las ofrendas de los fieles, pero también por los
bienes que provienen de otras fuentes, que el derecho ha de
concretar.
Además, en las naciones en que todavía no está
convenientemente organizada la previsión social en favor
del clero, procuren las Conferencias Episcopales que, consideradas
siempre las leyes eclesiásticas y civiles, se establezcan,
o bien instituciones diocesanas, también federadas entre
sí, o bien instituciones organizadas a un tiempo para
varias diócesis, o bien una asociación establecida
para todo el territorio, por las que, bajo la atención
de la jerarquía, se provea suficientemente a la que llaman
conveniente seguro o asistencia sanitaria, y a la debida sustentación
de los presbíteros enfermos, inválidos o ancianos.
Ayuden los sacerdotes a esta institución una vez erigida,
movidos por espíritu de solidaridad para con sus hermanos,
tomando parte en sus tribulaciones[154], considerando, al mismo
tiempo, que así, sin angustia del futuro, pueden practicar
la pobreza con resuelto espíritu evangélico y
entregarse plenamente a la salvación de las almas. Procuren
aquellos a quienes competa que estas instituciones de diversas
naciones se reúnan entre sí, para que consigan
más consistencia y se propaguen más ampliamente.
NOTAS:
[92] Cf. 2 Cor
12, 9.
[93] Cf. Pío XI, Encícl. Ad catholici sacerdotii,
del 20 de diciembre de 1935: AAS 28 (1936), p. 10.
[94] Cf. Jn 10, 36.
[95] Cf. Lc 24, 26.
[96] Cf. Ef 4, 13.
[97] Cf. 2 Cor 3, 8-9.
[98] Cf. entre otros documentos: S. Pío X, Exhort. al
clero Haerent animo, del 4 de agosto de 1908: Acta Pii X, vol.
IV (1908), p. 237 ss.; Pío XI, Encicl. Ad catholici sacerdotii,
l. c., p. 5 ss.; Pío XII, Exhortación apostólica
Menti nostrae, del 23 de setiembre de 1950: AAS 42 (1950), p.
657 ss.; Juan XXIII, Encícl. Sacerdotii nostri primordia,
del 1 de agosto de 1959: AAS 51 (1959), p. 545 ss.
[99] Cf. santo Tomás, Summa Theol., II-II, q. 188, a.
7.
[100] Cf. Heb 3, 9-10.
[101] Cf.Hech 16, 14.
[102] Cf. 2 Cor 4, 7.
[103] Cf. Ef 3, 9.
[104] Cf. Pont. Rom., "De Ordinatione Presbyteri".
[105] Cf. Missale Romanum, Oración sobre la oblata del
domingo 9 después de Pentecostés.
[106] Cf. Pablo VI, Encícl. Mysterium Fidei, del 3 de
setiembre de 1965: AAS 57 (1965), pp. 761-762: "Porque
toda misa, aun la celebrada privadamente por un sacerdote, no
es privada, sino acción de Cristo y de la Iglesia, la
cual en el sacrificio que ofrece aprende a ofrecerse a sí
misma como sacrificio universal, y aplica a la salvación
del mundo entero la única e infinita eficacia redentora
del sacrificio de la cruz. Pues cada misa que se celebra se
ofrece, no sólo por la salvación de algunos, sino
por la salvación de todo el mundo... Por tanto, paternalmente
y con insistencia, recomendamos a los sacerdotes, que de un
modo particular constituyen nuestro gozo y nuestra corona en
el Señor, que... celebren todos los días la misa
digna y devotamente"; Conc. Vat. II, Const. De Sacra Liturgia:
AAS 56 (1964), p. 107.
[107] Cf. Jn10, 11.
[108] Cf. 2 Cor 1, 7.
[109] Cf. 2 Cor 1, 4.
[110] Cf. 1 Cor 10, 33.
[111] Cf. Jn 3, 8.
[112] Cf. Jn 4, 34.
[113] Cf. 1 Jn 3, 16.
[114] "El apacentar la grey del Señor es una función
de amor" S. Agustín, Tract. in Joan., 123, 5: PL
35 (1967).
[115] Cf. Rom 12, 2.
[116] Cf. Gál2, 12.
[117] Cf. 2 Cor 4.
[118] Cf. Jn 4, 34; 5, 30; 6, 38.
[119] Cf. Hech 135, 2.
[120] Cf. Ef 5, 10.
[121] Hech 20, 22.
[122] Cf. 2 Cor 12, 15.
[123] Cf. Ef 4, 11-16.
[124] Cf. Mt 19, 12.
[125] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 42: AAS
57 91965), pp. 47-49.
[126] Cf. 1 Tim 3, 2-5; Tit 1, 6.
[127] Cf. Pío XI, Encícl. Ad catholici sacerdocii,
del 20 de diciembre de 1935: AAS 28 (1936), p. 28.
[128] Cf. Mt 19, 12.
[129] Cf. 1 Cor 7, 32-34.
[130] Cf. 2 Cor 11, 2.
[131] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, nn. 42 y
44: AAS 57 (1965), pp. 47-49 y 50-51; Decreto De accommodata
renovatione vitae religiosae, n. 12.
[132] Cf. Lc., 20, 35-36; Pío XI, Encícl. Ad catholici
sacerdotii, l. c., pp. 24-28; Pío XII, Encícl.
Sacra Virginitas, del 25 de marzo de 1954: AAS 46 (1954), pp.
169-172.
[133] Cf. Mt 19, 11.
[134] Cf. Jn 17, 14-16.
[135] Cf. 1 Cor 7, 31.
[136] Conc. Antioch., can. 25, Mansi, 1328; Decretum Gratiani,
c. 23, C. 12, q. 1.
[137] Esto se entiende sobre todo de los derechos y costumbres
vigentes en las Iglesias orientales.
[138] Conc. Paris., a. 829, can. 15: M. G. H., Sect. III, Concilia,
t. 2, pars 6, 622; Conc. Trident., Sess. XXV, De reform., cap.
I.
[139] Cf. Sal 62, 11, Vg., 61.
[140] Cf. 2 Cor 8, 9.
[141] Cf. Hech 8, 18-25.
[142] Cf. Flp 4, 12.
[143] Cf. Hech 2, 42-47.
[144] Cf. Lc 4, 18.
[145] Cf. CIC., can. 125 ss.
[146] Cf. Conc. Vat. II, Decr. De accommodata renovatione vitae
religiosae, n. 6; Const. dogm. De Divina Revelatione, n. 21.
[147] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 65: AAS
57 (1965), pp. 64-65.
[148] Pont. Rom., "De Ordinatione Presbyteri".
[149] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Divina Revelatione,
n. 25.
[150] Este curso no es el mismo que el curso pastoral, que ha
de celebrarse inmediatamente después de la ordenación,
sobre el que habla el Decreto Optatum nobis, sobre la formación
sacerdotal, n. 22.
[151] Cf. Conc. Vat. II, Decr. De pastorali Episcoporum munere
in Ecclesia, n. 16.
[152] Cf. Mt 10, 10; 1 Cor 9, 7; 1 Tim 5, 18.
[153] Cf. 2 Cor 8, 14.
[154] Cf. Flp 4, 14.
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