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CAPÍTULO VI
TE RECOMIENDO QUE REAVIVES
EL CARISMA DE DIOS QUE ESTÁ EN TI
Formación permanente de los sacerdotes
Razones teológicas
de la formación permanente
70. «Te recomiendo
que reavives el carisma de Dios que está en ti»
(2 Tim 1, 6 ). .
Las palabras del Apóstol al obispo Timoteo se pueden
aplicar legítimamente a la formación permanente
a la que están llamados todos los sacerdotes en razón
del «don de Dios» que han recibido con la ordenación
sagrada. Ellas nos ayudan a entender el contenido real y la
originalidad inconfundible de la formación permanente
de los presbíteros. También contribuye a ello
otro texto de san Pablo en la otra carta a Timoteo: «No
descuides el carisma que hay en ti, que se te comunicó
por intervención profética mediante la imposición
de las manos del colegio de presbíteros. Ocúpate
en estas cosas; vive entregado a ellas para que tu aprovechamiento
sea manifiesto a todos. Vela por ti mismo y por la enseñanza;
persevera en estas disposiciones, pues obrando así, te
salvarás a ti mismo y a los que te escuchen» (1
Tim 4, 14-16 ). .
El Apóstol pide a Timoteo que «reavive»,
o sea, que vuelva a encender el don divino, como se hace con
el fuego bajo las cenizas, en el sentido de acogerlo y vivirlo
sin perder ni olvidar jamás aquella «novedad permanente»
que es propia de todo don de Dios, —que hace nuevas todas
las cosas (cf. Ap 21, 5 ). — y, consiguientemente, vivirlo
en su inmarcesible frescor y belleza originaria.
Pero este «reavivar» no es sólo el resultado
de una tarea confiada a la responsabilidad personal de Timoteo
ni es sólo el resultado de un esfuerzo de su memoria
y de su voluntad. Es el efecto de un dinamismo de la gracia,
intrínseco al don de Dios: es Dios mismo, pues, el que
reaviva su propio don, más aún, el que distribuye
toda la extraordinaria riqueza de gracia y de responsabilidad
que en él se encierran.
Con la efusión sacramental del Espíritu santo
que consagra y envía, el presbítero queda configurado
con Jesucristo, cabeza y pastor de la Iglesia, y es enviado
a ejercer el ministerio pastoral. Y así, al sacerdote,
marcado en su ser de una manera indeleble y para siempre como
ministro de Jesús y de la Iglesia, e inserto en una condición
de vida permanente e irreversible, se le confía un ministerio
pastoral que, enraizado en su propio ser y abarcando toda su
existencia, es también permanente. El sacramento del
Orden confiere al sacerdote la gracia sacramental, que lo hace
partícipe no sólo del «poder» y del
«ministerio» salvífico de Jesús, sino
también de su «amor»; al mismo tiempo, le
asegura todas aquellas gracias actuales que le serán
concedidas cada vez que le sean necesarias y útiles para
el digno cumplimiento del ministerio recibido.
De esta manera, la formación permanente encuentra su
propio fundamento y su razón de ser original en el dinamismo
del sacramento del Orden.
Ciertamente no faltan también razones simplemente humanas
que han de impulsar al sacerdote a la formación permanente.
Ello es una exigencia de la realización personal progresiva,
pues toda vida es un camino incesante hacia la madurez y ésta
exige la formación continua. Es también una exigencia
del ministerio sacerdotal, visto incluso bajo su naturaleza
genérica y común a las demás profesiones,
y por tanto como servicio hecho a los demás; porque no
hay profesión, cargo o trabajo que no exija una continua
actualización, si se quiere estar al día y ser
eficaz. La necesidad de «mantener el paso» con la
marcha de la historia es otra razón humana que justifica
la formación permanente.
Pero estas y otras razones quedan asumidas y especificadas por
las razones teológicas que se han recordado y que se
pueden profundizar ulteriormente.
El sacramento del Orden, por su naturaleza de «signo»,
propia de todos los sacramentos, puede considerarse —como
realmente es— Palabra de Dios. Palabra de Dios que llama
y envía es la expresión más profunda de
la vocación y de la misión del sacerdote. Mediante
el sacramento del Orden Dios llama 'coram Ecclesia' al candidato
al sacerdocio. El «ven y sígueme» de Jesús
encuentra su proclamación plena y definitiva en la celebración
del sacramento de su Iglesia: se manifiesta y se comunica mediante
la voz de la Iglesia, que resuena en los labios del obispo que
ora e impone las manos. Y el sacerdote da respuesta, en la fe,
a la llamada de Jesús: «vengo y te sigo».
Desde este momento comienza aquella respuesta que, como opción
fundamental, deberá renovarse y reafirmarse continuamente
durante los años del sacerdocio en otras numerosísimas
respuestas, enraizadas todas ellas y vivificadas por el «sí»
del Orden sagrado.
En este sentido, se puede hablar de una vocación «en»
el sacerdocio. En realidad, Dios sigue llamando y enviando,
revelando su designio salvífico en el desarrollo histórico
de la vida del sacerdote y de las vicisitudes de la Iglesia
y de la sociedad. Y precisamente en esta perspectiva emerge
el significado de la formación permanente; ésta
es necesaria para discernir y seguir esta continua llamada o
voluntad de Dios. Así, el apóstol Pedro es llamado
a seguir a Jesús incluso después de que el Resucitado
le ha confiado su grey: «Le dice Jesús: 'Apacienta
mis ovejas'. 'En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven,
tú mismo te ceñías e ibas adonde querías;
pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro
te ceñirá y te llevará a donde tú
no quieras'. Con esto indicaba la clase de muerte con que iba
a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: 'Sígueme'»
(Jn 21, 17-19 ). . Por tanto, hay un «sígueme»
que acompaña toda la vida y misión del apóstol.
Es un «sígueme» que atestigua la llamada
y la exigencia de fidelidad hasta la muerte (cf. Jn 21, 22 ). ,
un «sígueme» que puede significar una«sequela
Christi» con el don total de sí en el martirio (214 ).
Los padres sinodales han expuesto la razón que muestra
la necesidad de la formación permanente y que, al mismo
tiempo, descubre su naturaleza profunda, considerándola
como «fidelidad» al ministerio sacerdotal y como
«proceso de continua conversión» (215 ). Es
el Espíritu santo, infundido con el sacramento, el que
sostiene al presbítero en esta fidelidad y el que lo
acompaña y estimula en este camino de conversión
constante. El don del Espíritu santo no excluye, sino
que estimula la libertad del sacerdote para que coopere responsablemente
y asuma la formación permanente como un deber que se
le confía. De esta manera, la formación permanente
es expresión y exigencia de la fidelidad del sacerdote
a su ministerio, es más, a su propio ser. Es, pues, amor
a Jesucristo y coherencia consigo mismo. Pero es también
un acto de amor al pueblo de Dios, a cuyo servicio está
puesto el sacerdote. Más aún, es un acto de justicia
verdadera y propia: él es deudor para con el Pueblo de
Dios, pues ha sido llamado a reconocer y promover el «derecho»
fundamental de ser destinatario de la Palabra de Dios, de los
sacramentos y del servicio de la caridad, que son el contenido
original e irrenunciable del ministerio pastoral del sacerdote.
La formación permanente es necesaria para que el sacerdote
pueda responder debidamente a este derecho del pueblo de Dios.
Alma y forma de la formación permanente del sacerdote
es la caridad pastoral: el Espíritu santo, que infunde
la caridad pastoral, inicia y acompaña al sacerdote a
conocer cada vez más profundamente el misterio de Cristo,
insondable en su riqueza (cf. Ef 3, 14 s. ). y, consiguientemente,
a conocer el misterio del sacerdocio cristiano. La misma caridad
pastoral empuja al sacerdote a conocer cada vez más las
esperanzas, necesidades, problemas, sensibilidad de los destinatarios
de su ministerio, los cuales han de ser contemplados en sus
situaciones personales concretas, familiares y sociales.
A todo esto tiende la formación permanente, entendida
como opción consciente y libre que impulse el dinamismo
de la caridad pastoral y del Espíritu santo, que es su
fuente primera y su alimento continuo. En este sentido la formación
permanente es una exigencia intrínseca del don y del
ministerio sacramental recibido, que es necesaria en todo tiempo,
pero hoy lo es particularmente urgente, no sólo por los
rápidos cambios de las condiciones sociales y culturales
de los hombres y los pueblos, en los que se desarrolla el ministerio
presbiteral, sino también por la «nueva evangelización»,
que es la tarea esencial e improrrogable de la Iglesia en este
final del segundo milenio.
Los diversos aspectos
de la formación permanente
71. La formación
permanente de los sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos,
es la continuación natural y absolutamente necesaria
de aquel proceso de estructuración de la personalidad
presbiteral iniciado y desarrollado en el seminario o en la
Casa religiosa, mediante el proceso formativo para la ordenación.
Es de mucha importancia darse cuenta y respetar la intrínseca
relación que hay entre la formación que precede
a la ordenación y la que le sigue. En efecto, si hubiese
una discontinuidad o incluso una deformación entre estas
dos fases formativas, se seguirían inmediatamente consecuencias
graves para la actividad pastoral y para la comunión
fraterna entre los presbíteros, particularmente entre
los de diferente edad. La formación permanente no es
una repetición de la recibida en el seminario y que ahora
es sometida a revisión o ampliada con nuevas sugerencias
prácticas, sino que se desarrolla con contenidos y sobre
todo a través de métodos relativamente nuevos,
como un hecho vital unitario que, en su progreso —teniendo
sus raíces en la formación del seminario—
requiere adaptaciones, actualizaciones y modificaciones, pero
sin rupturas ni solución de continuidad.
Y viceversa, desde el seminario mayor es preciso preparar la
futura formación permanente y fomentar el ánimo
y el deseo de los futuros presbíteros en relación
con ella, demostrando su necesidad, ventajas y espíritu,
y asegurando las condiciones de su realización.
Precisamente porque la formación permanente es una continuación
de la del seminario, su finalidad no puede ser una mera actitud,
que podría decirse, «profesional», conseguida
mediante el aprendizaje de algunas técnicas pastorales
nuevas. Debe ser más bien el mantener vivo un proceso
general e integral de continua maduración, mediante la
profundización, tanto de los diversos aspectos de la
formación —humana, espiritual, intelectual y pastoral—,
como de su específica orientación vital e íntima,
a partir de la caridad pastoral y en relación con ella.
72. Una primera profundización se refiere a la dimensión
humana de la formación sacerdotal. En el trato con los
hombres y en la vida de cada día, el sacerdote debe acrecentar
y profundizar aquella sensibilidad humana que le permite comprender
las necesidades y acoger los ruegos, intuir las preguntas no
expresadas, compartir las esperanzas y expectativas, las alegrías
y los trabajos de la vida ordinaria; ser capaz de encontrar
a todos y dialogar con todos. Sobre todo conociendo y compartiendo,
es decir, haciendo propia, la experiencia humana del dolor en
sus múltiples manifestaciones, desde la indigencia a
la enfermedad, desde la marginación a la ignorancia,
a la soledad, a las pobrezas materiales y morales, el sacerdote
enriquece su propia humanidad y la hace más auténtica
y transparente, en un creciente y apasionado amor al hombre.
Al hacer madurar su propia formación humana, el sacerdote
recibe una ayuda particular de la gracia de Jesucristo; en efecto,
la caridad del buen pastor se manifestó no sólo
con el don de la salvación a los hombres, sino también
con la participación de su vida, de la que el Verbo,
que se ha hecho «carne» (cf. Jn 1, 14 ). , ha querido
conocer la alegría y el sufrimiento, experimentar la
fatiga, compartir las emociones, consolar las penas. Viviendo
como hombre entre los hombres y con los hombres, Jesucristo
ofrece la más absoluta, genuina y perfecta expresión
de humanidad; lo vemos festejar las bodas de Caná, visitar
a una familia amiga, conmoverse ante la multitud hambrienta
que lo sigue, devolver a sus padres hijos que estaban enfermos
o muertos, llorar la pérdida de Lázaro...
Del sacerdote, cada vez más maduro en su sensibilidad
humana, ha de poder decir el pueblo de Dios algo parecido a
lo que de Jesús dice la Carta a los Hebreos: «No
tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras
flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto
en el pecado» (Heb 4, 15 ). .
La formación del presbítero en su dimensión
espiritual es una exigencia de la vida nueva y evangélica
a la que ha sido llamado de manera específica por el
Espíritu santo infundido en el sacramento del Orden.
El Espíritu, consagrando al sacerdote y configurándolo
con Jesucristo, cabeza y pastor, crea una relación que,
en el ser mismo del sacerdote, requiere ser asimilada y vivida
de manera personal, esto es, consciente y libre, mediante una
comunión de vida y amor cada vez más rica, y una
participación cada vez más amplia y radical de
los sentimientos y actitudes de Jesucristo. En esta relación
entre el Señor Jesús y el sacerdote —relación
ontológica y psicológica, sacramental y moral—
está el fundamento y a la vez la fuerza para aquella
«vida según el Espíritu» y para aquel
«radicalismo evangélico» al que está
llamado todo sacerdote y que se ve favorecido por la formación
permanente en su aspecto espiritual. Esta formación es
necesaria también para el ministerio sacerdotal, su autenticidad
y fecundidad espiritual. «¿Ejerces la cura de almas?»,
preguntaba san Carlos Borromeo. Y respondía así
en el discurso dirigido a los sacerdotes: «No olvides
por eso el cuidado de ti mismo, y no te entregues a los demás
hasta el punto de que no quede nada tuyo para ti mismo. Debes
tener ciertamente presente a las almas, de las que eres pastor,
pero sin olvidarte de ti mismo. Comprended, hermanos, que nada
es tan necesario a los eclesiásticos como la meditación
que precede, acompaña y sigue todas nuestras acciones:
Cantaré, dice el profeta, y meditaré (cf. Sal
100, 1 ). . Si administras los sacramentos, hermano, medita lo
que haces. Si celebras la Misa, medita lo que ofreces. Si recitas
los salmos en el coro, medita a quién y de qué
cosa hablas. Si guías a las almas, medita con qué
sangre han sido lavadas; y todo se haga entre vosotros en la
caridad (1 Cor 16, 14 ). . Así podremos superar las dificultades
que encontramos cada día, que son innumerables. Por lo
demás, esto lo exige la misión que se os ha confiado.
Si así lo hacemos, tendremos la fuerza para engendrar
a Cristo en nosotros y en los demás» (216 ).
En concreto, la vida de oración debe ser «renovada»
constantemente en el sacerdote. En efecto, la experiencia enseña
que en la oración no se vive de rentas; cada día
es preciso no sólo reconquistar la fidelidad exterior
a los momentos de oración, sobre todo los destinados
a la celebración de la liturgia de las Horas y los dejados
a la libertad personal y no sometidos a tiempos fijos o a horarios
del servicio litúrgico, sino que también se necesita,
y de modo especial, reanimar la búsqueda continuada de
un verdadero encuentro personal con Jesús, de un coloquio
confiado con el Padre, de una profunda experiencia del Espíritu.
Lo que el apóstol Pablo dice de los creyentes, que deben
llegar «al estado de hombre perfecto, a la madurez de
la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13 ). , se puede aplicar de
manera especial a los sacerdotes, llamados a la perfección
de la caridad y por tanto a la santidad, porque su mismo ministerio
pastoral exige que sean modelos vivientes para todos los fieles.
También la dimensión intelectual de la formación
requiere que sea continuada y profundizada durante toda la vida
del sacerdote, concretamente mediante el estudio y la actualización
cultural seria y comprometida. El sacerdote, participando de
la misión profética de Jesús e inserto
en el misterio de la Iglesia, Maestra de verdad, está
llamado a revelar a los hombres el rostro de Dios en Jesucristo
y, por ello, el verdadero rostro del hombre (217 ). Pero esto
exige que el mismo sacerdote busque este rostro y lo contemple
con veneración y amor (cf. Sal 26, 8; 41, 2 ). ; sólo
así puede darlo a conocer a los demás. En particular,
la perseverancia en el estudio teológico resulta también
necesaria para que el sacerdote pueda cumplir con fidelidad
el ministerio de la Palabra, anunciándola sin titubeos
ni ambigüedades, distinguiéndola de las simples
opiniones humanas, aunque sean famosas y difundidas. Así,
podrá ponerse de verdad al servicio del pueblo de Dios,
ayudándolo a dar razón de la esperanza cristiana
a cuantos se la pidan (cf. 1 Pe 3, 15 ). . Además, «el
sacerdote, al aplicarse con conciencia y constancia al estudio
teológico, es capaz de asimilar, de forma segura y personal,
la genuina riqueza eclesial. Puede, por tanto, cumplir la misión
que lo compromete a responder a las dificultades de la auténtica
doctrina católica y superar la inclinación, propia
y de otros, al disenso y a la actitud negativa hacia el magisterio
y hacia la tradición» (218 ).
El aspecto pastoral de la formación permanente queda
bien expresado en las palabras del apóstol Pedro: «Que
cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que
ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias
de Dios» (1 Pe 4, 10 ). . Para vivir cada día según
la gracia recibida, es necesario que el sacerdote esté
cada vez más abierto a acoger la caridad pastoral de
Jesucristo, que le confirió su Espíritu santo
con el sacramento recibido. Así como toda la actividad
del Señor ha sido fruto y signo de la caridad pastoral,
de la misma manera debe ser también para la actividad
ministerial del sacerdote. La caridad pastoral es un don y un
deber, una gracia y una responsabilidad, a la que es preciso
ser fieles, es decir, hay que asumirla y vivir su dinamismo
hasta las exigencias más radicales. Esta misma caridad
pastoral, como se ha dicho, empuja y estimula al sacerdote a
conocer cada vez mejor la situación real de los hombres
a quienes ha sido enviado; a discernir la voz del Espíritu
en las circunstancias históricas en las que se encuentra;
a buscar los métodos más adecuados y las formas
más útiles para ejercer hoy su ministerio. De
este modo, la caridad pastoral animará y sostendrá
los esfuerzos humanos del sacerdote para que su actividad pastoral
sea actual, creíble y eficaz. Mas esto exige una formación
pastoral permanente.
El camino hacia la madurez no requiere sólo que el sacerdote
continúe profundizando los diversos aspectos de su formación
sino que exige también, y sobre todo, que sepa integrar
cada vez más armónicamente estos mismos aspectos
entre sí, alcanzando progresivamente la unidad interior,
que la caridad pastoral garantiza. De hecho, ésta no
sólo coordina y unifica los diversos aspectos, sino que
los concretiza como propios de la formación del sacerdote,
en cuanto transparencia, imagen viva y ministro de Jesús,
buen pastor.
La formación permanente ayuda al sacerdote a superar
la tentación de llevar su ministerio a un activismo finalizado
en sí mismo, a una prestación impersonal de servicios,
sean espirituales o sagrados, a una especie de empleo en la
organización eclesiástica. Sólo la formación
permanente ayuda al «sacerdote» a custodiar con
amor vigilante el «misterio» del que es portador
para el bien de la Iglesia y de la humanidad.
Significado profundo
de la formación permanente
73. Los aspectos
diversos y complementarios de la formación permanente
nos ayudan a captar su significado profundo que es el de ayudar
al sacerdote a ser y a desempeñar su función en
el espíritu y según el estilo de Jesús
buen pastor.
¡La verdad hay que vivirla! El apóstol santiago
nos exhorta de esta manera: «Poned por obra la Palabra
y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos
a vosotros mismos» (Sant 1, 22 ). . Los sacerdotes están
llamados a «vivir la verdad» de su ser, o sea, a
vivir «en la caridad» (cf. Ef 4, 15 ). su identidad
y su ministerio en la Iglesia y para la Iglesia; están
llamados a tomar conciencia cada vez más viva del don
de Dios y a recordarlo continuamente. He aquí la invitación
de Pablo a Timoteo: «Conserva el buen depósito
mediante el Espíritu santo que habita en nosotros»
(2 Tim 1, 14 ). .
En el contexto eclesial, tantas veces recordado, podemos considerar
el profundo significado de la formación permanente del
sacerdote en orden a su presencia y acción en la Iglesia
«mysterium, communio et missio».
En la Iglesia «misterio» el sacerdote está
llamado, mediante la formación permanente, a conservar
y desarrollar en la fe la conciencia de la verdad entera y sorprendente
de su propio ser, pues él es «ministro de Cristo
y administrador de los misterios de Dios» (cf. 1 Cor 4,
1 ). . Pablo pide expresamente a los cristianos que lo consideren
según esta identidad; pero él mismo es el primero
en ser consciente del don sublime recibido del Señor.
Así debe ser para todo sacerdote si quiere permanecer
en la verdad de su ser. Pero esto es posible sólo en
la fe, sólo con la mirada y los ojos de Cristo.
En este sentido, se puede decir que la formación permanente
tiende, desde luego, a hacer que el sacerdote sea una persona
profundamente creyente y lo sea cada vez más; que pueda
verse con los ojos de Cristo en su verdad completa. Debe custodiar
esta verdad con amor agradecido y gozoso; debe renovar su fe
cuando ejerce el ministerio sacerdotal: sentirse ministro de
Jesucristo, sacramento del amor de Dios al hombre, cada vez
que es mediador e instrumento vivo de la gracia de Dios a los
hombres; debe reconocer esta misma verdad en sus hermanos sacerdotes.
Este es el principio de la estima y del amor hacia ellos.
74. La formación permanente ayuda al sacerdote, en la
Iglesia «comunión», a madurar la conciencia
de que su ministerio está radicalmente ordenado a congregar
a la familia de Dios como fraternidad animada por la caridad
y a llevarla al Padre por medio de Cristo en el Espíritu
santo (219 ).
El sacerdote debe crecer en la conciencia de la profunda comunión
que lo vincula al pueblo de Dios; él no está sólo
«al frente de» la Iglesia, sino ante todo «en»
la Iglesia. Es hermano entre hermanos. Revestido por el bautismo
con la dignidad y libertad de los hijos de Dios en el Hijo unigénito,
el sacerdote es miembro del mismo y único cuerpo de Cristo
(cf. Ef 4, 16 ). . La conciencia de esta comunión lleva
a la necesidad de suscitar y desarrollar la corresponsabilidad
en la común y única misión de salvación,
con la diligente y cordial valoración de todos los carismas
y tareas que el Espíritu otorga a los creyentes para
la edificación de la Iglesia. Es sobre todo en el cumplimiento
del ministerio pastoral, ordenado por su propia naturaleza al
bien del pueblo de Dios, donde el sacerdote debe vivir y testimoniar
su profunda comunión con todos, como escribía
Pablo VI: «Hace falta hacerse hermanos de los hombres
en el momento mismo que queremos ser sus pastores, padres y
maestros. El clima del diálogo es la amistad. Más
todavía, el servicio» (220 ).
Concretamente, el sacerdote está llamado a madurar la
conciencia de ser miembro de la Iglesia particular en la que
está incardinado, o sea, incorporado con un vínculo
a la vez jurídico, espiritual y pastoral. Esta conciencia
supone y desarrolla el amor especial a la propia Iglesia. Ésta
es, en realidad, el objetivo vivo y permanente de la caridad
pastoral que debe acompañar la vida del sacerdote y que
lo lleva a compartir la historia o experiencia de vida de esta
Iglesia particular en sus valores y debilidades, en sus dificultades
y esperanzas, y a trabajar en ella para su crecimiento. Sentirse,
pues, enriquecidos por la Iglesia particular y comprometidos
activamente en su edificación, prolongando cada sacerdote,
y unido a los demás, aquella actividad pastoral que ha
distinguido a los hermanos que les han precedido. Una exigencia
imprescindible de la caridad pastoral hacia la propia Iglesia
particular y hacia su futuro ministerial es la solicitud del
sacerdote por dejar a alguien que tome su puesto en el servicio
sacerdotal.
El sacerdote debe madurar en la conciencia de la comunión
que existe entre las diversas Iglesias particulares, una comunión
enraizada en su propio ser de Iglesias que viven en un lugar
determinado la Iglesia única y universal de Cristo. Esta
conciencia de comunión intereclesial favorecerá
el «intercambio de dones», comenzando por los dones
vivos y personales, como son los mismos sacerdotes. De aquí
la disponibilidad, es más, el empeño generoso
por llegar a una justa distribución del clero (221 ). Entre
estas Iglesias particulares hay que recordar a las que, «privadas
de libertad, no pueden tener vocaciones propias», como
también las «Iglesias recientemente salidas de
la persecución y las Iglesias pobres a las que, ya desde
hace tiempo, muchos, con espíritu generoso y fraterno,
han enviado ayudas y continúan enviándolas» (222 ).
Dentro de la comunión eclesial, el sacerdote está
llamado de modo particular, mediante su formación permanente,
a crecer en y con el propio presbiterio unido al obispo. El
presbiterio en su verdad plena es un mysterium: es una realidad
sobrenatural, porque tiene su raíz en el sacramento del
Orden. Es su fuente, su origen; es el «lugar» de
su nacimiento y de su crecimiento. En efecto, «los presbíteros,
mediante el sacramento del Orden, están unidos con un
vínculo personal e indisoluble a Cristo, único
Sacerdote. El Orden se confiere a cada uno en singular, pero
quedan insertos en la comunión del presbiterio unido
con el obispo (Lumen gentium, 28; Presbyterorum ordinis, 7 y
8 ). » (223 ).
Este origen sacramental se refleja y se prolonga en el ejercicio
del ministerio presbiteral: del mysterium al ministerium. «La
unidad de los presbíteros con el obispo y entre sí
no es algo añadido desde fuera a la naturaleza propia
de su servicio, sino que expresa su esencia como solicitud de
Cristo Sacerdote por su Pueblo congregado por la unidad de la
santísima Trinidad» (224 ). Esta unidad del presbiterio,
vivida en el espíritu de la caridad pastoral, hace a
los sacerdotes testigos de Jesucristo, que ha orado al Padre
«para que todos sean uno» (Jn 17, 21 ). .
La fisonomía del presbiterio es, por tanto, la de una
verdadera familia, cuyos vínculos no provienen de carne
y sangre, sino de la gracia del Orden: una gracia que asume
y eleva las relaciones humanas, psicológicas, afectivas,
amistosas y espirituales entre los sacerdotes; una gracia que
se extiende, penetra, se revela y se concreta en las formas
más variadas de ayuda mutua, no sólo espirituales
sino también materiales. La fraternidad presbiteral no
excluye a nadie, pero puede y debe tener sus preferencias: las
preferencias evangélicas reservadas a quienes tienen
mayor necesidad de ayuda o de aliento. Esta fraternidad «presta
una atención especial a los presbíteros jóvenes,
mantiene un diálogo cordial y fraterno con los de media
edad y los mayores, y con los que, por razones diversas, pasan
por dificultades. También a los sacerdotes que han abandonado
esta forma de vida o que no la siguen, no sólo no los
abandona, sino que los acompaña aún con mayor
solicitud fraterna» (225 ).
También forman parte del único presbiterio, por
razones diversas, los presbíteros religiosos residentes
o que trabajan en una Iglesia particular. Su presencia supone
un enriquecimiento para todos los sacerdotes y los diferentes
carismas particulares que ellos viven, a la vez que son una
invitación para que los presbíteros crezcan en
la comprensión del mismo sacerdocio, contribuyen a estimular
y acompañar la formación permanente de los sacerdotes.
El don de la vida religiosa, en la comunidad diocesana, cuando
va acompañado de sincera estima y justo respeto de las
particularidades de cada Instituto y de cada espiritualidad
tradicional, amplía el horizonte del testimonio cristiano
y contribuye de diversa manera a enriquecer la espiritualidad
sacerdotal, sobre todo respecto a la correcta relación
y recíproco influjo entre los valores de la Iglesia particular
y los de la universalidad del pueblo de Dios. Por su parte,
los religiosos procuren garantizar un espíritu de verdadera
comunión eclesial, una participación cordial en
la marcha de la diócesis y en los proyectos pastorales
del obispo, poniendo a disposición el propio carisma
para la edificación de todos en la caridad (226 ).
Por último, en el contexto de la Iglesia comunión
y del presbiterio, se puede afrontar mejor el problema de la
soledad del sacerdote, sobre la que han reflexionado los Padres
sinodales. Hay una soledad que forma parte de la experiencia
de todos y que es algo absolutamente normal. Pero hay también
otra soledad que nace de dificultades diversas y que, a su vez,
provoca nuevas dificultades. En este sentido, «la participación
activa en el presbiterio diocesano, los contactos periódicos
con el obispo y con los demás sacerdotes, la mutua colaboración,
la vida común o fraterna entre los sacerdotes, como también
la amistad y la cordialidad con los fieles laicos comprometidos
en las parroquias, son medios muy útiles para superar
los efectos negativos de la soledad que algunas veces puede
experimentar el sacerdote» (227 ).
Pero la soledad no crea sólo dificultades, sino que ofrece
también oportunidades positivas para la vida del sacerdote:
«aceptada con espíritu de ofrecimiento y buscada
en la intimidad con Jesucristo, el Señor, la soledad
puede ser una oportunidad para la oración y el estudio,
como también una ayuda para la santificación y
el crecimiento humano» (228 ). Se podría decir que
una cierta forma de soledad es elemento necesario para la formación
permanente. Jesús con frecuencia se retiraba solo a rezar
(cf. Mt 14, 23 ). . La capacidad de mantener una soledad positiva
es condición indispensable para el crecimiento de la
vida interior. Se trata de una soledad llena de la presencia
del Señor, que nos pone en contacto con el Padre a la
luz del Espíritu. En este sentido, fomentar el silencio
y buscar espacios y tiempos «de desierto» es necesario
para la formación permanente, tanto en el campo intelectual,
como en el espiritual y pastoral. De este modo, se puede afirmar
que no es capaz de verdadera y fraterna comunión el que
no sabe vivir bien la propia soledad.
75. La formación permanente está destinada a hacer
crecer en el sacerdote la conciencia de su participación
en la misión salvífica de la Iglesia. En la Iglesia
como misión, la formación permanente del sacerdote
es no sólo condición necesaria, sino también
medio indispensable para centrar constantemente el sentido de
la misión y garantizar su realización fiel y generosa.
Con esta formación se ayuda al sacerdote a descubrir
toda la gravedad, pero al mismo tiempo toda la maravillosa gracia
de una obligación que no puede dejarlo tranquilo —como
decía Pablo: «Predicar el Evangelio no es para
mí ningún motivo de gloria; es más bien
un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara
el Evangelio!» (1 Cor 6, 16 ). — y es también,
una exigencia, explícita o implícita, que surge
fuertemente de los hombres, a los que Dios llama incansablemente
a la salvación.
Sólo una adecuada formación permanente logra mantener
al sacerdote en lo que es esencial y decisivo para su ministerio,
o sea, como dice el apóstol Pablo, la fidelidad: «Ahora
bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores
es que sean fieles» (1 Cor 4, 2 ). . A pesar de las diversas
dificultades que encuentra, el sacerdote ha de ser fiel —incluso
en las condiciones más adversas o de comprensible cansancio—,
poniendo en ello todas las energías disponibles; fiel
hasta el final de su vida. El testimonio de Pablo debe ser ejemplo
y estímulo para todo sacerdote: «A nadie damos
ocasión alguna de tropiezo —escribe a los cristianos
de Corinto—, para que no se haga mofa del ministerio,
antes bien, nos recomendamos en todo como ministros de Dios:
con mucha constancia en tribulaciones, necesidades y angustias;
en azotes, cárceles, sediciones; en fatigas, desvelos,
ayunos; en pureza, ciencia, paciencia, bondad; en el Espíritu
santo, en caridad sincera, en la palabra de verdad, en el poder
de Dios; mediante las armas de la justicia: las de la derecha
y las de la izquierda; en gloria e ignominia, en calumnia y
en buena fama; tenidos por impostores, siendo veraces; como
desconocidos, aunque bien conocidos; como quienes están
a la muerte, pero vivos; como castigados, aunque no condenados
a muerte; como tristes, pero siempre alegres; como pobres, aunque
enriquecemos a muchos; como quienes nada tienen, aunque todo
lo poseemos» (2 Cor 6, 3-10 ). .
En cualquier edad
y situación
76. La formación
permanente, precisamente porque es «permanente»,
debe acompañar a los sacerdotes siempre, esto es, en
cualquier período y situación de su vida, así
como en los diversos cargos de responsabilidad eclesial que
se les confíen; todo ello, teniendo en cuenta, naturalmente,
las posibilidades y características propias de la edad,
condiciones de vida y tareas encomendadas.
La formación permanente es un deber, ante todo, para
los sacerdotes jóvenes y ha de tener aquella frecuencia
y programación de encuentros que, a la vez que prolongan
la seriedad y solidez de la formación recibida en el
seminario, lleven progresivamente a los jóvenes presbíteros
a comprender y vivir la singular riqueza del «don»
de Dios —el sacerdocio— y a desarrollar sus potencialidades
y aptitudes ministeriales, también mediante una inserción
cada vez más convencida y responsable en el presbiterio,
y por tanto en la comunión y corresponsabilidad con todos
los hermanos.
Si bien es comprensible una cierta sensación de «saciedad»,
que ante ulteriores momentos de estudio y de reuniones puede
afectar al joven sacerdote apenas salido del seminario, ha de
rechazarse como absolutamente falsa y peligrosa la idea de que
la formación presbiteral concluya con su estancia en
el seminario.
Participando en los encuentros de la formación permanente,
los jóvenes sacerdotes podrán ofrecerse una ayuda
mutua, mediante el intercambio de experiencias y reflexiones
sobre la aplicación concreta del ideal presbiteral y
ministerial que han asimilado en los años del seminario.
Al mismo tiempo, su participación activa en los encuentros
formativos del presbiterio podrá servir de ejemplo y
estímulo a los otros sacerdotes que les aventajan en
años, testimoniando así el propio amor a todo
el presbiterio y su afecto por la Iglesia particular necesitada
de sacerdotes bien preparados.
Para acompañar a los sacerdotes jóvenes en esta
primera delicada fase de su vida y ministerio, es más
que nunca oportuno —e incluso necesario hoy— crear
una adecuada estructura de apoyo, con guías y maestros
apropiados, en la que ellos puedan encontrar, de manera orgánica
y continua, las ayudas necesarias para comenzar bien su ministerio
sacerdotal. Con ocasión de encuentros periódicos,
suficientemente prolongados y frecuentes, vividos si es posible
en ambiente comunitario y en residencia, se les garantizarán
buenos momentos de descanso, oración, reflexión
e intercambio fraterno. Así será más fácil
para ellos dar, desde el principio, una orientación evangélicamente
equilibrada a su vida presbiteral. Y si algunas Iglesias particulares
no pudieran ofrecer este servicio a sus sacerdotes jóvenes,
sería oportuno que colaboraran entre sí las Iglesias
vecinas para juntar recursos y elaborar programas adecuados.
77. La formación permanente constituye también
un deber para los presbíteros de media edad. En realidad,
son muchos los riesgos que pueden correr, precisamente en razón
de la edad, como por ejemplo un activismo exagerado y una cierta
rutina en el ejercicio del ministerio. Así, el sacerdote
puede verse tentado de presumir de sí mismo como si la
propia experiencia personal, ya demostrada, no tuviese que ser
contrastada con nada ni con nadie. Frecuentemente el sacerdote
sufre una especie de cansancio interior peligroso, fruto de
dificultades y fracasos. La respuesta a esta situación
la ofrece la formación permanente, una continua y equilibrada
revisión de sí mismo y de la propia actividad,
una búsqueda constante de motivaciones y medios para
la propia misión; de esta manera, el sacerdote mantendrá
el espíritu vigilante y dispuesto a las constantes y
siempre nuevas peticiones de salvación que recibe como
«hombre de Dios».
La formación permanente debe interesar también
a los presbíteros que, por la edad avanzada, podemos
denominar ancianos, y que en algunas Iglesias son la parte más
numerosa del presbiterio; éste deberá mostrarles
gratitud por el fiel servicio que han prestado a Cristo y a
la Iglesia, y una solidaridad particular dada su situación.
Para estos presbíteros la formación permanente
no significará tanto un compromiso de estudio, actualización
o diálogo cultural, cuanto la confirmación serena
y alentadora de la misión que todavía están
llamados a llevar a cabo en el presbiterio; no sólo porque
continúan en el ministerio pastoral, aunque de maneras
diversas, sino también por la posibilidad que tienen,
gracias a su experiencia de vida y apostolado, de ser valiosos
maestros y formadores de otros sacerdotes.
También los sacerdotes que, por cansancio o enfermedad,
se encuentran en una condición de debilidad física
o de cansancio moral, pueden ser ayudados con una formación
permanente que los estimule a continuar, de manera serena y
decidida, su servicio a la Iglesia; a no aislarse de la comunidad
ni del presbiterio; a reducir la actividad externa para dedicarse
a aquellos actos de relación pastoral y de espiritualidad
personal, capaces de sostener las motivaciones y la alegría
de su sacerdocio. La formación permanente les ayudará,
en particular, a mantener vivo el convencimiento que ellos mismos
han inculcado a los fieles, a saber, la convicción de
seguir siendo miembros activos en la edificación de la
Iglesia, especialmente en virtud de su unión con Jesucristo
doliente y con tantos hermanos y hermanas que en la Iglesia
participan en la Pasión del Señor, reviviendo
la experiencia espiritual de Pablo que decía: «Ahora
me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y
completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo»
(Col 1, 24 ). (229 ).
Los responsables
de la formación permanente
78. Las condiciones
en las que, con frecuencia y en muchos lugares, se desarrolla
actualmente el ministerio de los presbíteros no hacen
fácil un compromiso serio de formación: el multiplicarse
de tareas y servicios; la complejidad de la vida humana en general
y de las comunidades cristianas en particular; el activismo
y el ajetreo típico de tantos sectores de nuestra sociedad,
privan con frecuencia a los sacerdotes del tiempo y energías
indispensables para «velar por sí mismos»
(cf. 1 Tim 4, 16 ). .
Esto ha de hacer crecer en todos la responsabilidad para que
se superen las dificultades e incluso que éstas sean
un reto para programar y llevar a cabo un plan de formación
permanente, que responda de modo adecuado a la grandeza del
don de Dios y a la gravedad de las expectativas y exigencias
de nuestro tiempo.
Por ello, los responsables de la formación permanente
de los sacerdotes hay que individuarlos en la Iglesia «comunión».
En este sentido, es toda la Iglesia particular la que, bajo
la guía del obispo, tiene la responsabilidad de estimular
y cuidar de diversos modos la formación permanente de
los sacerdotes. Éstos no viven para sí mismos,
sino para el pueblo de Dios; por eso, la formación permanente,
a la vez que asegura la madurez humana, espiritual, intelectual
y pastoral de los sacerdotes, representa un bien cuyo destinatario
es el mismo pueblo de Dios. Además, el mismo ejercicio
del ministerio pastoral lleva a un continuo y fecundo intercambio
recíproco entre la vida de fe de los presbíteros
y la de los fieles. Precisamente la participación de
vida entre el presbítero y la comunidad, si se ordena
y lleva a cabo con sabiduría, supone una aportación
fundamental a la formación permanente, que no se puede
reducir a un episodio o iniciativa aislada, sino que comprende
todo el ministerio y vida del presbítero.
En efecto, la experiencia cristiana de las personas sencillas
y humildes, los impulsos espirituales de las personas enamoradas
de Dios, la valiente aplicación de la fe a la vida por
parte de los cristianos comprometidos en las diversas responsabilidades
sociales y civiles, son acogidas por el presbítero y,
a la vez que las ilumina con su servicio sacerdotal, encuentra
en ellas un precioso alimento espiritual. Incluso las dudas,
crisis y demoras ante las más variadas situaciones personales
y sociales; las tentaciones de rechazo o desesperación
en momentos de dolor, enfermedad o muerte; en fin, todas las
circunstancias difíciles que los hombres encuentran en
el camino de su fe, son vividas fraternalmente y soportadas
sinceramente en el corazón del presbítero que,
buscando respuestas para los demás, se siente estimulado
continuamente a encontrarlas primero para sí mismo.
De esta manera, todos los miembros del pueblo de Dios pueden
y deben ofrecer una valiosa ayuda a la formación permanente
de sus sacerdotes. A este respecto, deben dejar a los sacerdotes
espacios de tiempo para el estudio y la oración; pedirles
aquello para lo que han sido enviados por Cristo y no otras
cosas; ofrecerles colaboración en los diversos ámbitos
de la misión pastoral, especialmente en lo que atañe
a la promoción humana y al servicio de la caridad; establecer
relaciones cordiales y fraternas con ellos; ayudar a los sacerdotes
a ser conscientes de que no son «dueños de la fe»,
sino «colaboradores del gozo» de todos los fieles
(cf. 2 Cor 1, 24 ). .
La responsabilidad formativa de la Iglesia particular en relación
con los sacerdotes se concretiza y especifica en relación
con los diversos miembros que la componen, comenzando por el
sacerdote mismo.
79. En cierto modo, es precisamente cada sacerdote el primer
responsable en la Iglesia de la formación permanente,
pues sobre cada uno recae el deber —derivado del sacramento
del Orden— de ser fiel al don de Dios y al dinamismo de
conversión diaria que nace del mismo don. Los reglamentos
o normas de la autoridad eclesiástica al respecto, como
también el mismo ejemplo de los demás sacerdotes,
no bastan para hacer apetecible la formación permanente
si el individuo no está personalmente convencido de su
necesidad y decidido a valorar sus ocasiones, tiempos y formas.
La formación permanente mantiene la juventud del espíritu,
que nadie puede imponer desde fuera, sino que cada uno debe
encontrar continuamente en su interior. Sólo el que conserva
siempre vivo el deseo de aprender y crecer posee esta «juventud».
Fundamental es la responsabilidad del obispo y, con él,
la del presbiterio. La del obispo se basa en el hecho de que
los presbíteros reciben su sacerdocio a través
de él y comparten con él la solicitud pastoral
por el pueblo de Dios. El obispo es el responsable de la formación
permanente, destinada a hacer que todos sus presbíteros
sean generosamente fieles al don y al ministerio recibido, como
el pueblo de Dios los quiere y tiene el «derecho»
de tenerlos. Esta responsabilidad lleva al obispo, en comunión
con el presbiterio, a hacer un proyecto y establecer un programa,
capaces de estructurar la formación permanente no como
un mero episodio, sino como una propuesta sistemática
de contenidos, que se desarrolla por etapas y tiene modalidades
precisas. El obispo vivirá su responsabilidad no sólo
asegurando a su presbiterio lugares y momentos de formación
permanente, sino haciéndose personalmente presente y
participando en ellos convencido y de modo cordial. Con frecuencia
será oportuno, o incluso necesario, que los obispos de
varias Diócesis vecinas o de una región eclesiástica
se pongan de acuerdo entre sí y unan sus fuerzas para
poder ofrecer iniciativas de mayor calidad y verdaderamente
atrayentes para la formación permanente, como son cursos
de actualización bíblica, teológica y pastoral,
semanas de convivencia, ciclos de conferencias, momentos de
reflexión y revisión del programa pastoral del
presbiterio y de la comunidad eclesial.
El obispo cumplirá con su responsabilidad pidiendo también
la ayuda que puedan dar las facultades y los institutos teológicos
y pastorales, los seminarios, los organismos o federaciones
que agrupan a las personas —sacerdotes, religiosos y fieles
laicos— comprometidas en la formación presbiteral.
En el ámbito de la Iglesia particular corresponde a las
familias un papel significativo; ellas, como «Iglesias
domésticas», tienen una relación concreta
con la vida de las comunidades eclesiales animadas y guiadas
por los sacerdotes. En particular, hay que citar el papel de
la familia de origen, pues ella, en unión y comunión
de esfuerzos, puede ofrecer a la misión del hijo una
ayuda específica importante. Llevando a cabo el plan
providencial que la ha hecho ser cuna de la semilla vocacional,
e indispensable ayuda para su crecimiento y desarrollo, la familia
del sacerdote, en el más absoluto respeto de este hijo
que ha decidido darse a Dios y a sus hermanos, debe seguir siendo
siempre testigo fiel y alentador de su misión, sosteniéndola
y compartiéndola con entrega y respeto.
Momentos, formas y medios de la formación permanente
80. Si todo momento puede ser un «tiempo favorable»
(cf. 2 Cor 6, 2 ). en el que el Espíritu santo lleva al
sacerdote a un crecimiento directo en la oración, el
estudio y la conciencia de las propias responsabilidades pastorales,
hay sin embargo momentos «privilegiados», aunque
sean más comunes y establecidos previamente.
Hay que recordar, ante todo, los encuentros del obispo con su
presbiterio, tanto litúrgicos (en particular la concelebración
de la Misa Crismal el Jueves santo ). , como pastorales y culturales,
dedicados a la revisión de la actividad pastoral o al
estudio sobre determinados problemas teológicos.
Están asimismo los encuentros de espiritualidad sacerdotal,
como los Ejercicios espirituales, los días de retiro
o de espiritualidad. Son ocasión para un crecimiento
espiritual y pastoral; para una oración más prolongada
y tranquila; para una vuelta a las raíces de la identidad
sacerdotal; para encontrar nuevas motivaciones para la fidelidad
y la acción pastoral.
Son también importantes los encuentros de estudio y de
reflexión común, que impiden el empobrecimiento
cultural y el aferrarse a posiciones cómodas incluso
en el campo pastoral, fruto de pereza mental; aseguran una síntesis
más madura entre los diversos elementos de la vida espiritual,
cultural y apostólica; abren la mente y el corazón
a los nuevos retos de la historia y a las nuevas llamadas que
el Espíritu dirige a la Iglesia.
81. Son muchas las ayudas y los medios que se pueden usar para
que la formación permanente sea cada vez más una
valiosa experiencia vital para los sacerdotes. Entre éstos
hay que recordar las diversas formas de vida común entre
los sacerdotes, siempre presentes en la historia de la Iglesia,
aunque con modalidades y compromisos diferentes: «Hoy
no se puede dejar de recomendarlas vivamente, sobre todo entre
aquellos que viven o están comprometidos pastoralmente
en el mismo lugar. Además de favorecer la vida y la acción
apostólica, esta vida común del clero ofrece a
todos, presbíteros y laicos, un ejemplo luminoso de caridad
y de unidad» (230 ).
También pueden ser de ayuda las asociaciones sacerdotales,
en particular los institutos seculares sacerdotales, que tienen
como nota específica la diocesaneidad, en virtud de la
cual los sacerdotes se unen más estrechamente al obispo
y forman «un estado de consagración en el que los
sacerdotes, mediante votos u otros vínculos sagrados,
se consagran a encarnar en la vida los consejos evangélicos» (231 ).
Todas las formas de «fraternidad sacerdotal» aprobadas
por la Iglesia son útiles no sólo para la vida
espiritual, sino también para la vida apostólica
y pastoral.
Igualmente, la práctica de la dirección espiritual
contribuye no poco a favorecer la formación permanente
de los sacerdotes. Se trata de un medio clásico, que
no ha perdido nada de su valor, no sólo para asegurar
la formación espiritual, sino también para promover
y mantener una continua fidelidad y generosidad en el ejercicio
del ministerio sacerdotal. Como decía el Cardenal Montini,
futuro Pablo VI, «la dirección espiritual tiene
una función hermosísima y, podría decirse
indispensable, para la educación moral y espiritual de
la juventud, que quiera interpretar y seguir con absoluta lealtad
la vocación, sea cual fuese, de la propia vida; ésta
conserva siempre una importancia beneficiosa en todas las edades
de la vida, cuando, junto a la luz y a la caridad de un consejo
piadoso y prudente, se busca la revisión de la propia
rectitud y el aliento para el cumplimiento generoso de los propios
deberes. Es medio pedagógico muy delicado, pero de grandísimo
valor; es arte pedagógico y psicológico de grave
responsabilidad en quien la ejerce; es ejercicio espiritual
de humildad y de confianza en quien la recibe» (232 ).
NOTAS:
214. Cf. S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus. 123, 5: l. c., 678-680. 215. Cf. Propositio 31.
216. S. Carlos Borromeo, Acta Ecclesiae Mediolanensis, Milán 1559, 1178.
217. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 22.
218. Sínodo de los obispos Asam. Gen. Ord., La formación de los presbíteros en las circunstancias actuales "Instrumentum laboris", 55.
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