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CAPÍTULO V
INSTITUYÓ DOCE
PARA QUE ESTUVIERAN CON ÉL
Formación
de los candidatos al sacerdocio
Vivir, como los apóstoles,
en el seguimiento de Cristo
42. «Subió
al monte y llamó a los que él quiso: y vinieron
donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran
con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar
los demonios» (Mc 3, 13-15 ).
«Que estuvieran con él». No es difícil
entender el significado de estas palabras, esto es, «el
acompañamiento vocacional» de los apóstoles
por parte de Jesús. Después de haberlos llamado
y antes de enviarlos, es más, para poder mandarlos a
predicar, Jesús les pide un «tiempo» de formación,
destinado a desarrollar una relación de comunión
y de amistad profundas con él. Dedica a ellos una catequesis
más intensa que al resto de la gente (cf. Mt 13, 11 )
y quiere que sean testigos de su oración silenciosa al
Padre (cf. Jn 17, 1-26; Lc 22, 39-45 ).
En su solicitud por las vocaciones sacerdotales la Iglesia de
todos los tiempos se inspira en el ejemplo de Cristo. Han sido
—y en parte lo son todavía— muy diversas
las formas concretas con las que la Iglesia se ha dedicado a
la pastoral vocacional, destinada no sólo a discernir,
sino también a «acompañar» las vocaciones
al sacerdocio. Pero el espíritu que debe animarlas y
sostenerlas es idéntico: el de promover al sacerdocio
solamente los que han sido llamados y llevarlos debidamente
preparados, esto es, mediante una respuesta consciente y libre
que implica a toda la persona en su adhesión a Jesucristo,
que llama a su intimidad de vida y a participar en su misión
salvífica. En este sentido el seminario en sus diversas
formas y, de modo análogo, la casa de formación
de los sacerdotes religiosos, antes que ser un lugar o un espacio
material, debe ser un ambiente espiritual, un itinerario de
vida, una atmósfera que favorezca y asegure un proceso
formativo, de manera que el que ha sido llamado por Dios al
sacerdocio pueda llegar a ser, con el sacramento del Orden,
una imagen viva de Jesucristo, cabeza y pastor de la Iglesia.
Los padres sinodales, en su Mensaje final, han expuesto de forma
inmediata y profunda el significado original y específico
de la formación de los candidatos al sacerdocio, diciendo
que «vivir en el seminario, escuela del evangelio, es
vivir en el seguimiento de Cristo como los apóstoles;
es dejarse educar por él para el servicio del Padre y
de los hombres, bajo la conducción del Espíritu
santo. Más aún, es dejarse configurar con Cristo,
buen pastor, para un mejor servicio sacerdotal en la Iglesia
y en el mundo. Formarse para el sacerdocio es aprender a dar
una respuesta personal a la pregunta fundamental de Cristo:
"¿Me amas?" (Jn 21, 15 ). Para el futuro sacerdote,
la respuesta no puede ser sino el don total de su vida» (122 ).
Se trata pues de encarnar este espíritu —que nunca
deberá faltar en la Iglesia— en las condiciones
sociales, psicológicas, políticas y culturales
del mundo actual, tan variadas y complejas, como han puesto
de relieve los padres sinodales en relación con las Iglesias
particulares. Los mismos padres, manifestando su grave preocupación,
pero también su grande esperanza, han podido conocer
y reflexionar ampliamente sobre el esfuerzo de búsqueda
y actualización de los métodos de formación
de los aspirantes al sacerdocio, puestos en práctica
en todas sus Iglesias.
La presente Exhortación intenta recoger el fruto de los
trabajos sinodales, señalando algunos objetivos logrados,
mostrando algunas metas irrenunciables, poniendo a disposición
de todos la riqueza de experiencias y de procesos formativos
experimentados ya en modo positivo. En esta Exhortación
se exponen separadamente la formación «inicial»
y la formación «permanente», pero sin olvidar
nunca la profunda relación que tienen entre sí
y que debe hacer de las dos un solo proyecto orgánico
de vida cristiana y sacerdotal. La Exhortación trata
sobre las diversas dimensiones de la formación, humana,
espiritual, intelectual y pastoral, como también sobre
los ambientes y sobre los responsables de la formación
de los candidatos al sacerdocio.
I. DIMENSIONES DE LA FORMACIÓN SACERDOTAL
La formación
humana, fundamento de toda la formación sacerdotal
43. «Sin una
adecuada formación humana, toda la formación sacerdotal
estaría privada de su fundamento necesario» (123 ).
Esta afirmación de los padres sinodales expresa no solamente
un dato sugerido diariamente por la razón y comprobado
por la experiencia, sino una exigencia que encuentra sus motivos
más profundos y específicos en la naturaleza misma
del presbítero y de su ministerio.
El presbítero, llamado a ser «imagen viva»
de Jesucristo, cabeza y pastor de la Iglesia, debe procurar
reflejar en sí mismo, en la medida de lo posible, aquella
perfección humana que brilla en el Hijo de Dios hecho
hombre y que se transparenta con singular eficacia en sus actitudes
hacia los demás, tal como nos las presentan los evangelistas.
Además, el ministerio del sacerdote consiste en anunciar
la Palabra, celebrar el Sacramento, guiar en la caridad a la
comunidad cristiana «personificando a Cristo y en su nombre»,
pero todo esto dirigiéndose siempre y sólo a hombres
concretos: «Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los
hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que
se refiere a Dios» (Heb 5, 1 ). Por esto la formación
humana del sacerdote expresa una particular importancia en relación
con los destinatarios de su misión: precisamente para
que su ministerio sea humanamente lo más creíble
y aceptable, es necesario que el sacerdote plasme su personalidad
humana de manera que sirva de puente y no de obstáculo
a los demás en el encuentro con Jesucristo redentor del
hombre; es necesario que, a ejemplo de Jesús que «conocía
lo que hay en el hombre» (Jn 2, 25; cf. 8, 3-11 ), el sacerdote
sea capaz de conocer en profundidad el alma humana, intuir dificultades
y problemas, facilitar el encuentro y el diálogo, obtener
la confianza y colaboración, expresar juicios serenos
y objetivos.
Por tanto, no sólo para una justa y necesaria maduración
y realización de sí mismo, sino también
con vistas a su ministerio, los futuros presbíteros deben
cultivar una serie de cualidades humanas necesarias para la
formación de personalidades equilibradas, sólidas
y libres, capaces de llevar el peso de las responsabilidades
pastorales. Se hace así necesaria la educación
a amar la verdad, la lealtad, el respeto por la persona, el
sentido de la justicia, la fidelidad a la palabra dada, la verdadera
compasión, la coherencia y, en particular, el equilibrio
de juicio y de comportamiento (124 ). Un programa sencillo y exigente
para esta formación lo propone el apóstol Pablo
a los Filipenses: «Todo cuanto hay de verdadero, de noble,
de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea
virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta»
(Flp 4, 8 ). Es interesante señalar cómo Pablo
se presenta a sí mismo como modelo para sus fieles precisamente
en estas cualidades profundamente humanas: «Todo cuanto
habéis aprendido —sigue diciendo— y recibido
y oído y visto en mí, ponedlo por obra»
(Flp 4, 9).
De particular importancia es la capacidad de relacionarse con
los demás, elemento verdaderamente esencial para quien
ha sido llamado a ser responsable de una comunidad y «hombre
de comunión». Esto exige que el sacerdote no sea
arrogante ni polémico, sino afable, hospitalario, sincero
en sus palabras y en su corazón (125 ), prudente y discreto,
generoso y disponible para el servicio, capaz de ofrecer personalmente
y de suscitar en todos relaciones leales y fraternas, dispuesto
a comprender, perdonar y consolar (cf. 1 Tim 3, 1-5; Tit 1,
7-9 ). La humanidad de hoy, condenada frecuentemente a vivir
en situaciones de masificación y soledad sobre todo en
las grandes concentraciones urbanas, es sensible cada vez más
al valor de la comunión: éste es hoy uno de los
signos más elocuentes y una de las vías más
eficaces del mensaje evangélico.
En dicho contexto se encuadra, como cometido determinante y
decisivo, la formación del candidato al sacerdocio en
la madurez afectiva, como resultado de la educación al
amor verdadero y responsable.
44. La madurez afectiva supone ser conscientes del puesto central
del amor en la existencia humana. En realidad, como señalé
en la encíclica Redemptor hominis, «el hombre no
puede vivir sin amor. él permanece para sí mismo
un ser incomprensible, su vida está privada de sentido
si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor,
si no lo experimenta y no lo hace propio, si no participa en
él vivamente» (126 ).
Se trata de un amor que compromete a toda la persona, a nivel
físico, psíquico y espiritual, y que se expresa
mediante el significado «esponsal» del cuerpo humano,
gracias al cual una persona se entrega a otra y la acoge. La
educación sexual bien entendida tiende a la comprensión
y realización de esta verdad del amor humano. Es necesario
constatar una situación social y cultural difundida que
«"banaliza" en gran parte la sexualidad humana,
porque la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida,
relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer
egoísta» (127 ). Con frecuencia las mismas situaciones
familiares, de las que proceden las vocaciones sacerdotales,
presentan al respecto no pocas carencias y a veces incluso graves
desequilibrios.
En un contexto tal se hace más difícil, pero también
más urgente, una educación en la sexualidad que
sea verdadera y plenamente personal y que, por ello, favorezca
la estima y el amor a la castidad, como «virtud que desarrolla
la auténtica madurez de la persona y la hace capaz de
respetar y promover el "significado esponsal" del
cuerpo» (128 ).
Ahora bien, la educación para el amor responsable y la
madurez afectiva de la persona son muy necesarias para quien,
como el presbítero, está llamado al celibato,
o sea, a ofrecer, con la gracia del Espíritu y con la
respuesta libre de la propia voluntad, la totalidad de su amor
y de su solicitud a Jesucristo y a la Iglesia. A la vista del
compromiso del celibato, la madurez afectiva ha de saber incluir,
dentro de las relaciones humanas de serena amistad y profunda
fraternidad, un gran amor, vivo y personal, a Jesucristo. Como
han escrito los padres sinodales, «al educar para la madurez
afectiva, es de máxima importancia el amor a Jesucristo,
que se prolonga en una entrega universal. Así, el candidato
llamado al celibato, encontrará en la madurez afectiva
una base firme para vivir la castidad con fidelidad y alegría» (129 ).
Puesto que el carisma del celibato, aun cuando es auténtico
y probado, deja intactas las inclinaciones de la afectividad
y los impulsos del instinto, los candidatos al sacerdocio necesitan
una madurez afectiva que capacite a la prudencia, a la renuncia
a todo lo que pueda ponerla en peligro, a la vigilancia sobre
el cuerpo y el espíritu, a la estima y respeto en las
relaciones interpersonales con hombres y mujeres. Una ayuda
valiosa podrá hallarse en una adecuada educación
para la verdadera amistad, a semejanza de los vínculos
de afecto fraterno que Cristo mismo vivió en su vida
(cf. Jn 11, 5 ).
La madurez humana, y en particular la afectiva, exigen una formación
clara y sólida para una libertad, que se presenta como
obediencia convencida y cordial a la «verdad» del
propio ser, al significado de la propia existencia, o sea, al
«don sincero de sí mismo», como camino y
contenido fundamental de la auténtica realización
personal (130 ). Entendida así, la libertad exige que la
persona sea verdaderamente dueña de sí misma,
decidida a combatir y superar las diversas formas de egoísmo
e individualismo que acechan a la vida de cada uno, dispuesta
a abrirse a los demás, generosa en la entrega y en el
servicio al prójimo. Esto es importante para la respuesta
que se ha de dar a la vocación, y en particular a la
sacerdotal, y para ser fieles a la misma y a los compromisos
que lleva consigo, incluso en los momentos difíciles.
En este proceso educativo hacia una madura libertad responsable
puede ser de gran ayuda la vida comunitaria del seminario (131 ).
Íntimamente relacionada con la formación para
la libertad responsable está también la educación
de la conciencia moral; la cual, al requerir desde la intimidad
del propio «yo» la obediencia a las obligaciones
morales, descubre el sentido profundo de esa obediencia, a saber,
ser una respuesta consciente y libre —y, por tanto, por
amor— a las exigencias de Dios y de su amor. «La
madurez humana del sacerdote —afirman los padres sinodales—
debe incluir especialmente la formación de su conciencia.
En efecto, el candidato, para poder cumplir sus obligaciones
con Dios y con la Iglesia y guiar con sabiduría las conciencias
de los fieles, debe habituarse a escuchar la voz de Dios, que
le habla en su corazón, y adherirse con amor y firmeza
a su voluntad» (132 ).
La formación
espiritual: en comunión con Dios y a la búsqueda
de Cristo
45. La misma formación
humana, si se desarrolla en el contexto de una antropología
que abarca toda la verdad sobre el hombre, se abre y se completa
en la formación espiritual. Todo hombre, creado por Dios
y redimido con la sangre de Cristo, está llamado a ser
regenerado «por el agua y el Espíritu» (cf.
Jn 3, 5 ) y a ser «hijo en el Hijo». En este designio
eficaz de Dios está el fundamento de la dimensión
constitutivamente religiosa del ser humano, intuida y reconocida
también por la simple razón: el hombre está
abierto a lo trascendente, a lo absoluto; posee un corazón
que está inquieto hasta que no descanse en el Señor (133 ).
De esta exigencia religiosa fundamental e irrenunciable arranca
y se desarrolla el proceso educativo de una vida espiritual
entendida como relación y comunión con Dios. Según
la revelación y la experiencia cristiana, la formación
espiritual posee la originalidad inconfundible que proviene
de la «novedad» evangélica. En efecto, «es
obra del Espíritu y empeña a la persona en su
totalidad; introduce en la comunión profunda con Jesucristo,
buen pastor; conduce a una sumisión de toda la vida al
Espíritu, en una actitud filial respecto al Padre y en
una adhesión confiada a la Iglesia. Ella se arraiga en
la experiencia de la cruz para poder llevar, en comunión
profunda, a la plenitud del misterio pascual» (134 ).
Como se ve, se trata de una formación espiritual común
a todos los fieles, pero que requiere ser estructurada según
los significados y características que derivan de la
identidad del presbítero y de su ministerio. Así
como para todo fiel la formación espiritual debe ser
central y unificadora en su ser y en su vida de cristiano, o
sea, de criatura nueva en Cristo que camina en el Espíritu,
de la misma manera, para todo presbítero la formación
espiritual constituye el centro vital que unifica y vivifica
su ser sacerdote y su ejercer el sacerdocio. En este sentido,
los padres del Sínodo afirman que «sin la formación
espiritual, la formación pastoral estaría privada
de fundamento» (135 ). y que la formación espiritual
constituye «un elemento de máxima importancia en
la educación sacerdotal» (136 ).
El contenido esencial de la formación espiritual, dentro
del itinerario bien preciso hacia el sacerdocio, está
expresado en el decreto conciliar Optatam totius: «La
formación espiritual... debe darse de tal forma que los
alumnos aprendan a vivir en trato familiar y asiduo con el Padre
por su Hijo Jesucristo en el Espíritu santo. Habiendo
de configurarse a Cristo Sacerdote por la sagrada ordenación,
habitúense a unirse a él, como amigos, con el
consorcio íntimo de toda su vida. Vivan el misterio pascual
de Cristo de tal manera que sepan iniciar en él al pueblo
que ha de encomendárseles. Enséñeseles
a buscar a Cristo en la fiel meditación de la Palabra
de Dios, en la activa comunicación con los sacrosantos
misterios de la Iglesia, sobre todo en la eucaristía
y el Oficio divino; en el obispo, que los envía, y en
los hombres a quienes son enviados, principalmente en los pobres,
los niños, los enfermos, los pecadores y los incrédulos.
Amen y veneren con filial confianza a la Virgen
María, a la que Cristo, muriendo en la cruz, entregó
como madre al discípulo» (137 ).
46. El texto conciliar merece una meditación detenida
y amorosa, de la que fácilmente se pueden sacar algunos
valores y exigencias fundamentales del camino espiritual del
candidato al sacerdocio.
Se requiere, ante todo, el valor y la exigencia de «vivir
íntimamente unidos» a Jesucristo. La unión
con el Señor Jesús, fundada en el bautismo y alimentada
con la eucaristía, exige que sea expresada en la vida
de cada día, renovándola radicalmente. La comunión
íntima con la santísima Trinidad, o sea, la vida
nueva de la gracia que hace hijos de Dios, constituye la «novedad»
del creyente: una novedad que abarca el ser y el actuar. Constituye
el «misterio» de la existencia cristiana que está
bajo el influjo del Espíritu; en consecuencia, debe encarnar
el «ethos» de la vida del cristiano. Jesús
nos ha enseñado este maravilloso contenido de la vida
cristiana, que es también el centro de la vida espiritual,
con la alegoría de la vid y los sarmientos: «Yo
soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador... Permaneced
en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento
no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la
vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en
mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece
en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque
separados de mí no podéis hacer nada» (Jn
15, 1. 4-5 ).
Cierto que, en la cultura actual, no faltan valores espirituales
y religiosos, y el hombre —a pesar de toda apariencia
contraria— sigue siendo incansablemente un hambriento
y sediento de Dios. Pero con frecuencia la religión cristiana
corre el peligro de ser considerada como una religión
entre tantas o quedar reducida a una pura ética social
al servicio del hombre. En efecto, no siempre aparece su inquietante
novedad en la historia: es «misterio»; es el acontecimiento
del Hijo de Dios que se hace hombre y da a cuantos lo acogen
el «poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12 );
es el anuncio, más aún, el don de una alianza
personal de amor y de vida de Dios con el hombre. Los futuros
sacerdotes solamente podrán comunicar a los demás
este anuncio sorprendente y gratificante si, a través
de una adecuada formación espiritual, logran el conocimiento
profundo y la experiencia creciente de este «misterio»
(cf. 1 Jn 1, 1-4 ).
El texto conciliar, aun consciente de la absoluta trascendencia
del misterio cristiano, relaciona la íntima comunión
de los futuros presbíteros con Jesús con una forma
de amistad. No es ésta una pretensión absurda
del hombre. Es simplemente el don inestimable de Cristo, que
dice a sus apóstoles: «No os llamo ya siervos,
porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he
llamado amigos, porque todo lo que oído a mi Padre os
lo he dado a conocer» (Jn 15, 15 ).
El texto conciliar prosigue indicando un segundo gran valor
espiritual: la búsqueda de Jesús. «Enséñeseles
a buscar a Cristo». Es éste, junto al quaerere
Deum, un tema clásico de la espiritualidad cristiana,
que encuentra su aplicación específica precisamente
en el contexto de la vocación de los apóstoles.
Juan, cuando nos narra el seguimiento por parte de los dos primeros
discípulos, muestra el lugar que ocupa esta «búsqueda».
Es el mismo Jesús el que pregunta: «¿Qué
buscáis?» Y los dos responden: «Rabbí...
¿Dónde vives?» Sigue el evangelista: «Les
respondió: "Venid y lo veréis". Fueron,
pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él
aquel día» (Jn 1, 37-39 ). En cierto modo la vida
espiritual del que se prepara al sacerdocio está dominada
por esta búsqueda: por ella y por el «encuentro»
con el Maestro, para seguirlo, para estar en comunión
con él. También en el ministerio y en la vida
sacerdotal deberá continuar esta «búsqueda»,
pues es inagotable el misterio de la imitación y participación
en la vida de Cristo. Así como también deberá
continuar este «encontrar» al Maestro, para poder
mostrarlo a los demás y, mejor aún, para suscitar
en los demás el deseo de buscar al Maestro. Pero esto
es realmente posible si se propone a los demás una «experiencia»
de vida, una experiencia que vale la pena compartir. Éste
ha sido el camino seguido por Andrés para llevar a su
hermano Simón a Jesús: Andrés, escribe
el evangelista Juan, «se encuentra primeramente con su
hermano Simón y le dice: "Hemos encontrado al Mesías"
—que quiere decir Cristo—. Y le llevó donde
Jesús» (Jn 1, 41-42 ). . Y así también
Simón es llamado —como apóstol— al
seguimiento de Cristo: «Jesús, al verlo, le dijo:
"Tú eres Simón, el hijo de Juan; en adelante
te llamarás Cefas" —que quiere decir, "Pedro"—»
(Jn 1, 42 ).
Pero, ¿qué significa, en la vida espiritual, buscar
a Cristo? y ¿dónde encontrarlo? «Maestro,
¿dónde vives?» El decreto conciliar Optatam
totius parece indicar un triple camino: la meditación
fiel de la palabra de Dios, la participación activa en
los sagrados misterios de la Iglesia, el servicio de la caridad
a los «más pequeños». Se trata de
tres grandes valores y exigencias que nos delimitan ulteriormente
el contenido de la formación espiritual del candidato
al sacerdocio.
47. Elemento esencial de la formación espiritual es la
lectura meditada y orante de la palabra de Dios (lectio divina );
es la escucha humilde y llena de amor que se hace elocuente.
En efecto, a la luz y con la fuerza de la palabra de Dios es
como puede descubrirse, comprenderse, amarse y seguirse la propia
vocación; y también cumplirse la propia misión,
hasta tal punto que toda la existencia encuentra su significado
unitario y radical en ser el fin de la palabra de Dios que llama
al hombre, y el principio de la palabra del hombre que responde
a Dios. La familiaridad con la palabra de Dios facilitará
el itinerario de la conversión, no solamente en el sentido
de apartarse del mal para adherirse al bien, sino también
en el sentido de alimentar en el corazón los pensamientos
de Dios, de forma que la fe, como respuesta a la Palabra, se
convierta en el nuevo criterio de juicio y valoración
de los hombres y de las cosas, de los acontecimientos y problemas.
Pero es necesario acercarse y escuchar la palabra de Dios tal
como es, pues hace encontrar a Dios mismo, a Dios que habla
al hombre; hace encontrar a Cristo, el Verbo de Dios, la Verdad
que a la vez es Camino y Vida (cf. Jn 14, 6 ). Se trata de leer
las «escrituras» escuchando las «palabras»,
la «Palabra» de Dios, como nos recuerda el Concilio:
«La Sagrada Escritura contiene la palabra de Dios, y en
cuanto inspirada es realmente palabra de Dios» (138 ). Y
el mismo Concilio: «En esta revelación Dios invisible
(cf. Col 1, 15; 1 Tim 1,17), movido de amor, habla a los hombres
como a amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15 ), trata con ellos
(cf. Bar 3, 38 ) para invitarlos y recibirlos en su compañía» (139 ).
El conocimiento amoroso y la familiaridad orante con la Palabra
de Dios revisten un significado específico en el ministerio
profético del sacerdote, para cuyo cumplimiento adecuado
son una condición imprescindible, principalmente en el
contexto de la «nueva evangelización», a
la que hoy la Iglesia está llamada. El Concilio exhorta:
«Todos los clérigos, especialmente los sacerdotes,
diáconos y catequistas dedicados por oficio al ministerio
de la palabra, han de leer y estudiar asiduamente la Escritura
para no volverse "predicadores vacíos de la palabra,
que no la escucha por dentro" (san Agustín, Serm.
179, 1: PL 38, 966 )» (140 ).
La forma primera y fundamental de respuesta a la Palabra es
la oración, que constituye sin duda un valor y una exigencia
primarios de la formación espiritual. Ésta debe
llevar a los candidatos al sacerdocio a conocer y experimentar
el sentido auténtico de la oración cristiana,
el de ser un encuentro vivo y personal con el Padre por medio
del Hijo unigénito bajo la acción del Espíritu;
un diálogo que participa en el coloquio filial que Jesús
tiene con el Padre. Un aspecto, ciertamente no secundario, de
la misión del sacerdote es el de ser «maestro de
oración». Pero el sacerdote solamente podrá
formar a los demás en la escuela de Jesús orante,
si él mismo se ha formado y continúa formándose
en la misma escuela. Esto es lo que piden los hombres al sacerdote:
«El sacerdote es el hombre de Dios, el que pertenece a
Dios y hace pensar en Dios. Cuando la Carta a los Hebreos habla
de Cristo, lo presenta como un Sumo Sacerdote "misericordioso
y fiel en lo que toca a Dios" (Heb 2, 17 ). ... Los cristianos
esperan encontrar en el sacerdote no sólo un hombre que
los acoja, que los escuche con gusto y les muestre una sincera
amistad, sino también y sobre todo un hombre que les
ayude a mirar a Dios, a subir hacia él. Es preciso, pues,
que el sacerdote esté formado en una profunda intimidad
con Dios. Los que se preparan para el sacerdocio deben comprender
que todo el valor de su vida sacerdotal dependerá del
don de sí mismos que sepan hacer a Cristo y, por medio
de Cristo, al Padre» (141 ).
En un contexto de agitación y bullicio como el de nuestra
sociedad, un elemento pedagógico necesario para la oración
es la educación en el significado humano profundo y en
el valor religioso del silencio, como atmósfera espiritual
indispensable para percibir la presencia de Dios y dejarse conquistar
por ella (cf. 1 Re 19, 11ss ).
48. El culmen de la oración cristiana es la eucaristía,
que a su vez es «la cumbre y la fuente» de los sacramentos
y de la liturgia de las Horas. Para la formación espiritual
de todo cristiano, y en especial de todo sacerdote, es muy necesaria
la educación litúrgica, en el sentido pleno de
una inserción vital en el misterio pascual de Jesucristo,
muerto y resucitado, presente y operante en los sacramentos
de la Iglesia. La comunión con Dios, soporte de toda
la vida espiritual, es un don y un fruto de los sacramentos;
y al mismo tiempo es un deber y una responsabilidad que los
sacramentos confían a la libertad del creyente, para
que viva esa comunión en las decisiones, opciones, actitudes
y acciones de su existencia diaria. En este sentido, la «gracia»
que hace «nueva» la vida cristiana es la gracia
de Jesucristo muerto y resucitado, que sigue derramando su Espíritu
santo y santificador en los sacramentos; igualmente la «ley
nueva», que debe ser guía y norma de la existencia
del cristiano, está escrita por los sacramentos en el
«corazón nuevo». Y es ley de caridad para
con Dios y los hermanos, como respuesta y prolongación
del amor de Dios al hombre, significada y comunicada por los
sacramentos. Se entiende el valor de esta participación
«plena, consciente y activa» (142 ). en las celebraciones
sacramentales, gracias al don y acción de aquella «caridad
pastoral» que constituye el alma del ministerio sacerdotal.
Esto se aplica sobre todo a la participación en la eucaristía,
memorial de la muerte sacrificial de Cristo y de su gloriosa
resurrección, «sacramento de piedad, signo de unidad,
vínculo de caridad» (143 ). banquete pascual en el
que «Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial
de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da
la prenda de la gloria futura» (144 ). Ahora bien, los sacerdotes,
por su condición de ministros de las cosas sagradas,
son sobre todo los ministros del Sacrificio de la Misa (145 ):
su papel es totalmente insustituible, porque sin sacerdote no
puede haber sacrificio eucarístico.
Esto explica la importancia esencial de la eucaristía
para la vida y el ministerio sacerdotal y, por tanto, para la
formación espiritual de los candidatos al sacerdocio.
Con gran sencillez y buscando la máxima concreción
deseo repetir que «es necesario que los seminaristas participen
diariamente en la celebración eucarística, de
forma que luego tomen como regla de su vida sacerdotal la celebración
diaria. Además, han de ser educados a considerar la celebración
eucarística como el momento esencial de su jornada, en
el que participarán activamente, sin contentarse nunca
con una asistencia meramente habitual. Fórmese también
a los aspirantes al sacerdocio según aquellas actitudes
íntimas que la eucaristía fomenta: la gratitud
por los bienes recibidos del cielo, ya que la eucaristía
significa acción de gracias; la actitud donante, que
los lleve a unir su entrega personal al ofrecimiento eucarístico
de Cristo; la caridad, alimentada por un sacramento que es signo
de unidad y de participación; el deseo de contemplación
y adoración ante Cristo realmente presente bajo las especies
eucarísticas» (146 ).
Es necesario y también urgente invitar a redescubrir,
en la formación espiritual, la belleza y la alegría
del Sacramento de la Penitencia. En una cultura en la que, con
nuevas y sutiles formas de autojustificación, se corre
el riesgo de perder el «sentido del pecado» y, en
consecuencia, la alegría consoladora del perdón
(cf. Sal 51, 14 ) y del encuentro con Dios «rico en misericordia»
(Ef 2, 4 ), urge educar a los futuros presbíteros en la
virtud de la penitencia, alimentada con sabiduría por
la Iglesia en sus celebraciones y en los tiempos del año
litúrgico, y que encuentra su plenitud en el sacramento
de la Reconciliación. De aquí provienen el significado
de la ascesis y de la disciplina interior, el espíritu
de sacrificio y de renuncia, la aceptación de la fatiga
y de la cruz. Se trata de elementos de la vida espiritual, que
con frecuencia se presentan particularmente difíciles
para muchos candidatos al sacerdocio, acostumbrados a condiciones
de vida de relativa comodidad y bienestar, y menos propensos
y sensibles a estos elementos a causa de modelos de comportamiento
e ideales presentados por los medios de comunicación
social, incluso en los países donde las condiciones de
vida son más pobres y la situación de los jóvenes
más austera. Por esta razón, pero sobre todo para
poner en práctica —a ejemplo de Cristo, buen pastor—
«la donación radical de sí mismo»
propia del sacerdote, los padres sinodales señalan que
«es necesario inculcar el sentido de la cruz, que es el
centro del misterio pascual. Gracias a esta identificación
con Cristo crucificado, como siervo, el mundo puede volver a
encontrar el valor de la austeridad, del dolor y también
del martirio, dentro de la actual cultura imbuida de secularismo,
codicia y hedonismo» (147 ).
49. La formación espiritual comporta también buscar
a Cristo en los hombres.
En efecto, la vida espiritual, es vida interior, vida de intimidad
con Dios, vida de oración y contemplación. Pero
del encuentro con Dios y con su amor de Padre de todos, nace
precisamente la exigencia indeclinable del encuentro con el
prójimo, de la propia entrega a los demás, en
el servicio humilde y desinteresado que Jesús ha propuesto
a todos como programa de vida en el lavatorio de los pies a
los apóstoles: «Os he dado ejemplo, para que también
vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros»
(Jn 13, 15 ).
La formación de la propia entrega generosa y gratuita,
favorecida también por la vida comunitaria seguida en
la preparación al sacerdocio, representa una condición
irrenunciable para quien está llamado a hacerse epifanía
y transparencia del buen pastor, que da la vida (cf. Jn 10,
11.15 ). Bajo este aspecto la formación espiritual tiene
y debe desarrollar su dimensión pastoral o caritativa
intrínseca, y puede servirse útilmente de una
justa —profunda y tierna, a la vez— devoción
al Corazón de Cristo, como han indicado los padres del
Sínodo: «Formar a los futuros sacerdotes en la
espiritualidad del Corazón del Señor supone llevar
una vida que corresponda al amor y al afecto de Cristo, Sacerdote
y buen pastor: a su amor al Padre en el Espíritu santo,
a su amor a los hombres hasta inmolarse entregando su vida» (148 ).
Por tanto, el sacerdote es el hombre de la caridad y está
llamado a educar a los demás en la imitación de
Cristo y en el mandamiento nuevo del amor fraterno (cf. Jn 15,
12 ). Pero esto exige que él mismo se deje educar continuamente
por el Espíritu en la caridad del Señor. En este
sentido, la preparación al sacerdocio tiene que incluir
una seria formación en la caridad, en particular en el
amor preferencial por los «pobres», en los cuales,
mediante la fe, descubre la presencia de Jesús (cf. Mt
25, 40 ) y en el amor misericordioso por los pecadores.
En la perspectiva de la caridad, que consiste en el don de sí
mismo por amor, encuentra su lugar en la formación espiritual
del futuro sacerdote la educación en la obediencia, en
el celibato y en la pobreza (149 ). En este sentido invitaba el
Concilio: «Entiendan con toda claridad los alumnos que
su destino no es el mando ni son los honores, sino la entrega
total al servicio de Dios y al ministerio pastoral. Con singular
cuidado edúqueseles en la obediencia sacerdotal, en el
tenor de vida pobre y en el espíritu de la propia abnegación,
de suerte que se habitúen a renunciar con prontitud a
las cosas que, aun siendo lícitas, no convienen, y a
asemejarse a Cristo crucificado» (150 ).
50. La formación espiritual de quien es llamado a vivir
el celibato debe dedicar una atención particular a preparar
al futuro sacerdote para conocer, estimar, amar y vivir el celibato
en su verdadera naturaleza y en su verdadera finalidad, y, por
tanto, en sus motivaciones evangélicas, espirituales
y pastorales. Presupuesto y contenido de esta preparación
es la virtud de la castidad, que determina todas las relaciones
humanas y lleva a experimentar y manifestar... un amor sincero,
humano, fraterno, personal y capaz de sacrificios, siguiendo
el ejemplo de Cristo, con todos y con cada uno» (151 ).
El celibato de los sacerdotes reviste a la castidad con algunas
características de las cuales ellos, «renunciando
a la sociedad conyugal por el reino de los cielos (cf. Mt 19,
12 ), se unen al Señor con un amor indiviso, que está
íntimamente en consonancia con el nuevo testamento; dan
testimonio de la resurrección en el siglo futuro (cf.
Lc 20, 36 ) y tienen a mano una ayuda importantísima para
el ejercicio continuo de aquella perfecta caridad que les capacita
para hacerse todo a todos en su ministerio sacerdotal» (152 ).
En este sentido el celibato sacerdotal no se puede considerar
simplemente como una norma jurídica ni como una condición
totalmente extrínseca para ser admitidos a la ordenación,
sino como un valor profundamente ligado con la sagrada ordenación,
que configura a Jesucristo, buen pastor y Esposo de la Iglesia,
y, por tanto, como la opción de un amor más grande
e indiviso a Cristo y a su Iglesia, con la disponibilidad plena
y gozosa del corazón para el ministerio pastoral. El
celibato ha de ser considerado como una gracia especial, como
un don que «no todos entienden..., sino sólo aquellos
a quienes se les ha concedido» (Mt 19, 11 ).
Ciertamente es una gracia que no dispensa de la respuesta consciente
y libre por parte de quien la recibe, sino que la exige con
una fuerza especial. Este carisma del Espíritu lleva
consigo también la gracia para que el que lo recibe permanezca
fiel durante toda su vida y cumpla con generosidad y alegría
los compromisos correspondientes. En la formación del
celibato sacerdotal deberá asegurarse la conciencia del
«don precioso de Dios»,(153 ). que llevará
a la oración y la vigilancia para que el don sea protegido
de todo aquello que pueda amenazarlo.
Viviendo su celibato el sacerdote podrá ejercer mejor
su ministerio en el pueblo de Dios. En particular, dando testimonio
del valor evangélico de la virginidad, podrá ayudar
a los esposos cristianos a vivir en plenitud el «gran
sacramento» del amor de Cristo Esposo hacia la Iglesia
su esposa, así como su fidelidad en el celibato servirá
también de ayuda para la fidelidad de los esposos (154 ).
La importancia y delicadeza de la preparación al celibato
sacerdotal, especialmente en las situaciones sociales y culturales
actuales, han llevado a los padres sinodales a una serie de
cuestiones, cuya validez permanente está confirmada por
la sabiduría de la madre Iglesia. Las propongo autorizadamente
como criterios que deben seguirse en la formación de
la castidad en el celibato: «Los obispos, junto con los
rectores y directores espirituales de los seminarios, establezcan
principios, ofrezcan criterios y proporcionen ayudas para el
discernimiento en esta materia. Son de máxima importancia
para la formación de la castidad en el celibato la solicitud
del obispo y la vida fraterna entre los sacerdotes. En el seminario,
o sea, en su programa de formación, debe presentarse
el celibato con claridad, sin ninguna ambigüedad y de forma
positiva. El seminarista debe tener un adecuado grado de madurez
psíquica y sexual, así como una vida asidua y
auténtica de oración, y debe ponerse bajo la dirección
de un padre espiritual. El director espiritual debe ayudar al
seminarista para que llegue a una decisión madura y libre,
que esté fundada en la estima de la amistad sacerdotal
y de la autodisciplina, como también en la aceptación
de la soledad y en un correcto estado personal físico
y psicológico. Para ello los seminaristas deben conocer
bien la doctrina del concilio Vaticano II, la encíclica
Sacerdotalis caelibatus y la Instrucción para la formación
del celibato sacerdotal, publicada por la Congregación
para la Educación Católica en 1974. Para que el
seminarista pueda abrazar con libre decisión el celibato
por el Reino de los cielos, es necesario que conozca la naturaleza
cristiana y verdaderamente humana, y el fin de la sexualidad
en el matrimonio y en el celibato. También es necesario
instruir y educar a los fieles laicos sobre las motivaciones
evangélicas, espirituales y pastorales propias del celibato
sacerdotal, de modo que ayuden a los presbíteros con
la amistad, comprensión y colaboración» (155 ).
Formación
intelectual: inteligencia de la fe
51. La formación
intelectual, aun teniendo su propio carácter específico,
se relaciona profundamente con la formación humana y
espiritual, constituyendo con ellas un elemento necesario; en
efec- to, es como una exigencia insustituible de la inteligencia
con la que el hombre, participando de la luz de la inteligencia
divina, trata de conseguir una sabiduría que, a su vez,
se abre y avanza al conocimiento de Dios y a su adhesión (156 ).
La formación intelectual de los candidatos al sacerdocio
encuentra su justificación específica en la naturaleza
misma del ministerio ordenado y manifiesta su urgencia actual
ante el reto de la nueva evangelización a la que el Señor
llama a su Iglesia a las puertas del tercer milenio. «Si
todo cristiano —afirman los padres sinodales— debe
estar dispuesto a defender la fe y a dar razón de la
esperanza que vive en nosotros (cf. 1 Pe 3, 15 ), mucho más
los candidatos al sacerdocio y los presbíteros deben
cuidar diligentemente el valor de la formación intelectual
en la educación y en la actividad pastoral, dado que,
para la salvación de los hermanos y hermanas, deben buscar
un conocimiento más profundo de los misterios divinos» (157 ).
Además, la situación actual, marcada gravemente
por la indiferencia religiosa y por una difundida desconfianza
en la verdadera capacidad de la razón para alcanzar la
verdad objetiva y universal, así como por los problemas
y nuevos interrogantes provocados por los descubrimientos científicos
y tecnológicos, exige un excelente nivel de formación
intelectual, que haga a los sacerdotes capaces de anunciar —precisamente
en ese contexto— el inmutable evangelio de Cristo y hacerlo
creíble frente a las legítimas exigencias de la
razón humana. Añádase, además,
que el actual fenómeno del pluralismo, acentuado más
que nunca en el ámbito no sólo de la sociedad
humana sino también de la misma comunidad eclesial, requiere
una aptitud especial para el discernimiento crítico:
es un motivo ulterior que demuestra la necesidad de una formación
intelectual más sólida que nunca.
Esta exigencia «pastoral» de la formación
intelectual confirma cuanto se ha dicho ya sobre la unidad del
proceso educativo en sus varias dimensiones. La dedicación
al estudio, que ocupa una buena parte de la vida de quien se
prepara al sacerdocio, no es precisamente un elemento extrínseco
y secundario de su crecimiento humano, cristiano, espiritual
y vocacional; en realidad, a través del estudio, sobre
todo de la teología, el futuro sacerdote se adhiere a
la palabra de Dios, crece en su vida espiritual y se dispone
a realizar su ministerio pastoral. Es ésta la finalidad
múltiple y unitaria del estudio teológico indicada
por el Concilio (158 ). y propuesta nuevamente por el Instrumentum
laboris del Sínodo con las siguientes palabras: «Para
que pueda ser pastoralmente eficaz, la formación intelectual
debe integrarse en un camino espiritual marcado por la experiencia
personal de Dios, de tal manera que se pueda superar una pura
ciencia nocionística y llegar a aquella inteligencia
del corazón que sabe "ver" primero y es capaz
después de comunicar el misterio de Dios a los hermanos» (159 ).
52. Un momento esencial de la formación intelectual es
el estudio de la filosofía, que lleva a un conocimiento
y a una interpretación más profundos de la persona,
de su libertad, de sus relaciones con el mundo y con Dios. Ello
es muy urgente, no sólo por la relación que existe
entre los argumentos filosóficos y los misterios de la
salvación estudiados en teología a la luz superior
de la fe (160 ), sino también frente a una situación
cultural muy difundida, que exalta el subjetivismo como criterio
y medida de la verdad. Sólo una sana filosofía
puede ayudar a los candidatos al sacerdocio a desarrollar una
conciencia refleja de la relación constitutiva que existe
entre el espíritu humano y la verdad, la cual se nos
revela plenamente en Jesucristo. Tampoco hay que infravalorar
la importancia de la filosofía para garantizar aquella
«certeza de verdad», la única que puede estar
en la base de la entrega personal total a Jesús y a la
Iglesia. No es difícil entender cómo algunas cuestiones
muy concretas —como lo son la identidad del sacerdote
y su compromiso apostólico y misionero— están
profundamente ligadas a la cuestión, nada abstracta,
de la verdad: si no se está seguro de la verdad, ¿cómo
se podrá poner en juego la propia vida y tener fuerzas
para interpelar seriamente la vida de los demás?
La filosofía ayuda no poco al candidato a enriquecer
su formación intelectual con el «culto de la verdad»,
es decir, una especie de veneración amorosa de la verdad,
la cual lleva a reconocer que ésta no es creada y medida
por el hombre, sino que es dada al hombre como don por la Verdad
suprema, Dios; que, aun con limitaciones y a veces con dificultades,
la razón humana puede alcanzar la verdad objetiva y universal,
incluso la que se refiere a Dios y al sentido radical de la
existencia; y que la fe misma no puede prescindir de la razón
ni del esfuerzo de «pensar» sus contenidos, como
testimoniaba la gran mente de Agustín: «He deseado
ver con el entendimiento aquello que he creído, y he
discutido y trabajado mucho» (161 ).
Para una comprensión más profunda del hombre y
de los fenómenos y líneas de evolución
de la sociedad, en orden al ejercicio, «encarnado»
lo más posible, del ministerio pastoral, pueden ser de
gran utilidad las llamadas «ciencias del hombre»,
como la sociología, la psicología, la pedagogía,
la ciencia de la economía y de la política, y
la ciencia de la comunicación social. Aunque sólo
sea en el ámbito muy concreto de las ciencias positivas
o descriptivas, éstas ayudan al futuro sacerdote a prolongar
la «contemporaneidad» vivida por Cristo. «Cristo,
decía Pablo VI, se ha hecho contemporáneo a algunos
hombres y ha hablado su lenguaje. La fidelidad a él requiere
que continúe esta contemporaneidad» (162 ).
53. La formación intelectual del futuro sacerdote se
basa y se construye sobre todo en el estudio de la sagrada doctrina
y de la teología. El valor y la autenticidad de la formación
teológica dependen del respeto escrupuloso de la naturaleza
propia de la teología, que los padres sinodales han resumido
así: «La verdadera teología proviene de
la fe y trata de conducir a la fe» (163 ). Ésta es
la concepción que constantemente ha enseñado la
Iglesia católica mediante su Magisterio. Ésta
es también la línea seguida por los grandes teólogos,
que enriquecieron el pensamiento de la Iglesia católica
a través de los siglos. santo Tomás es muy explícito
cuando afirma que la fe es como el habitus de la teología,
o sea, su principio operativo permanente (164 ), y que «toda
la teología está ordenada a alimentar la fe» (165 ).
Por tanto, el teólogo es ante todo un creyente, un hombre
de fe. Pero es un creyente que se pregunta sobre su fe (fides
quaerens intellectum ), que se pregunta para llegar a una comprensión
más profunda de la fe misma. Los dos aspectos, la fe
y la reflexión madura, están profundamente relacionados
entre sí; precisamente su íntima coordinación
y compenetración es decisiva para la verdadera naturaleza
de la teología, y, por consiguiente, es decisiva para
los contenidos, modalidades y espíritu según los
cuales hay que elaborar y estudiar la sagrada doctrina.
Además, ya que la fe, punto de partida y de llegada de
la teología, opera una relación personal del creyente
con Jesucristo en la Iglesia, la teología tiene también
características cristológicas y eclesiales intrínsecas,
que el candidato al sacerdocio debe asumir conscientemente,
no sólo por las implicaciones que afectan a su vida personal,
sino también por aquellas que afectan a su ministerio
pastoral. Por ser la fe aceptación de la palabra de Dios,
lleva a un «sí» radical del creyente a Jesucristo,
Palabra plena y definitiva de Dios al mundo (cf. Heb 1, 1s ) .
Por consiguiente, la reflexión teológica tiene
su centro en la adhesión a Jesucristo, Sabiduría
de Dios. La misma reflexión madura debe considerarse
como una participación de la «mente» de Cristo
(cf. 1 Cor 2, 16 ) en la forma humana de una ciencia (scientia
fidei ). . Al mismo tiempo la fe introduce al creyente en la Iglesia
y lo hace partícipe de su vida, como comunidad de fe.
En consecuencia, la teología posee una dimensión
eclesial, porque es una reflexión madura sobre la fe
de la Iglesia hecha por el teólogo, que es miembro de
la Iglesia (166 ).
Estas perspectivas cristológicas y eclesiales, que son
connaturales a la teología, ayudan a desarrollar en los
candidatos al sacerdocio, además del rigor científico,
un grande y vivo amor a Jesucristo y a su Iglesia: este amor,
a la vez que alimenta su vida espiritual, les sirve de pauta
para el ejercicio generoso de su ministerio. Tal era precisamente
la intención del concilio Vaticano II, cuando pedía
la reforma de los estudios eclesiásticos, mediante una
más adecuada estructuración de las diversas disciplinas
filosóficas y teológicas para hacer que «concurran
armoniosamente a abrir cada vez más las inteligencias
de los alumnos al misterio de Cristo, que afecta a toda la humanidad,
influye constantemente en la Iglesia y actúa sobre todo
por obra del ministerio sacerdotal» (167 ).
La formación intelectual teológica y la vida espiritual
—en particular la vida de oración— se encuentran
y refuerzan mutuamente, sin quitar por ello nada a la seriedad
de la investigación ni al gusto espiritual de la oración.
san Buenaventura advierte: «Nadie crea que le baste la
lectura sin la unción, la especulación sin la
devoción, la búsqueda sin el asombro, la observación
sin el júbilo, la actividad sin la piedad, la ciencia
sin la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio
sin la gracia divina, la investigación sin la sabiduría
de la inspiración sobrenatural» (168 ).
54. La formación teológica es una tarea sumamente
compleja y comprometida. Ella debe llevar al candidato al sacerdocio
a poseer una visión completa y unitaria de las verdades
reveladas por Dios en Jesucristo y de la experiencia de fe de
la Iglesia; de ahí la doble exigencia de conocer «todas»
las verdades cristianas y conocerlas de manera orgánica,
sin hacer selecciones arbitrarias. Esto exige ayudar al alumno
a elaborar una síntesis que sea fruto de las aportaciones
de las diversas disciplinas teológicas, cuyo carácter
específico alcanza auténtico valor sólo
en la profunda coordinación de todas ellas.
En su reflexión madura sobre la fe, la teología
se mueve en dos direcciones. La primera es la del estudio de
la palabra de Dios: la palabra escrita en el Libro sagrado,
celebrada y transmitida en la Tradición viva de la Iglesia
e interpretada auténticamente por su Magisterio. De aquí
el estudio de la Sagrada Escritura, «la cual debe ser
como el alma de toda la teología» (169 ): de los
padres de la Iglesia y de la liturgia, de la historia eclesiástica,
de las declaraciones del Magisterio. La segunda dirección
es la del hombre, interlocutor de Dios: el hombre llamado a
«creer», a «vivir» y a «comunicar»
a los demás la fides y el ethos cristiano. De aquí
el estudio de la dogmática, de la teología moral,
de la teología espiritual, del derecho canónico
y de la teología pastoral.
La referencia al hombre creyente lleva la teología a
dedicar una particular atención, por un lado, a las consecuencias
fundamentales y permanentes de la relación fe-razón;
por otro, a algunas exigencias más relacionadas con la
situación social y cultural de hoy. Bajo el primer punto
de vista se sitúa el estudio de la teología fundamental,
que tiene como objeto el hecho de la revelación cristiana
y su transmisión en la Iglesia. En la segunda perspectiva
se colocan aquellas disciplinas que han tenido y tienen un desarrollo
más decisivo como respuestas a problemas hoy intensamente
vividos, como por ejemplo el estudio de la doctrina social de
la Iglesia, que «pertenece al ámbito... de la teología
y especialmente de la teología moral» (170 ), y que
es uno de los «componentes esenciales» de la «nueva
evangelización», de la que es instrumento (171 );
igualmente el estudio de la misión, del ecumenismo, del
judaísmo, del Islam y de otras religiones no cristianas.
55. La formación teológica actual debe prestar
particular atención a algunos problemas que no pocas
veces suscitan dificultades, tensiones, desorientación
en la vida de la Iglesia. Piénsese en la relación
entre las declaraciones del Magisterio y las discusiones teológicas;
relación que no siempre se desarrolla como debería
ser, o sea, en la perspectiva de la colaboración. Ciertamente
«el Magisterio vivo de la Iglesia y la teología
—aun desempeñado funciones diversas— tienen
en definitiva el mismo fin: mantener al pueblo de Dios en la
verdad que hace libres y hacer de él la "luz de
las naciones". Dicho servicio a la comunidad eclesial pone
en relación recíproca al teólogo con el
Magisterio. Este último enseña auténticamente
la doctrina de los Apóstoles y, sacando provecho del
trabajo teológico, replica a las objeciones y deformaciones
de la fe, proponiendo además, con la autoridad recibida
de Jesucristo, nuevas profundizaciones, explicitaciones y aplicaciones
de la doctrina revelada. La teología, en cambio, adquiere,
de modo reflejo, una comprensión cada vez más
profunda de la palabra de Dios, contenida en la Escritura y
transmitida fielmente por la Tradición viva de la Iglesia
bajo la guía del Magisterio, a la vez que se esfuerza
por aclarar esta enseñanza de la Revelación frente
a las instancias de la razón y le da una forma orgánica
y sistemática» (172 ). Pero cuando, por una serie
de motivos, disminuye esta colaboración, es preciso no
prestarse a equívocos y confusiones, sabiendo distinguir
cuidadosamente «la doctrina común de la Iglesia,
de las opiniones de los teólogos y de las tendencias
que se desvanecen con el pasar del tiempo (las llamadas "modas" )» (173 ).
No existe un magisterio «paralelo», porque el único
magisterio es el de Pedro y los apóstoles, el del Papa
y los obispos (174 ).
Otro problema, que se da principalmente donde los estudios seminarísticos
están encomendados a instituciones académicas,
se refiere a la relación entre el rigor científico
de la teología y su aplicación pastoral, y, por
tanto, la naturaleza pastoral de la teología. En realidad,
se trata de dos características de la teología
y de su enseñanza que no sólo no se oponen entre
sí, sino que coinciden, aunque sea bajo aspectos diversos,
en el plano de una más completa «inteligencia de
la fe». En efecto, el carácter pastoral de la teología
no significa que ésta sea menos doctrinal o incluso que
esté privada de su carácter científico;
por el contrario, significa que prepara a los futuros sacerdotes
para anunciar el mensaje evangélico a través de
los medios culturales de su tiempo y a plantear la acción
pastoral según una auténtica visión teológica.
Y así, por un lado, un estudio respetuoso del carácter
rigurosamente científico de cada una de las disciplinas
teológicas contribuirá a la formación más
completa y profunda del pastor de almas como maestro de la fe;
por otro lado, una adecuada sensibilidad en su aplicación
pastoral hará que sea el estudio serio y científico
de la teología verdaderamente formativo para los futuros
presbíteros.
Un problema ulterior nace de la exigencia —hoy intensamente
sentida— de la evangelización de las culturas y
de la inculturación del mensaje de la fe. Es éste
un problema eminentemente pastoral, que debe ser incluido con
mayor amplitud y particular sensibilidad en la formación
de los candidatos al sacerdocio: «En las actuales circunstancias,
en que en algunas regiones del mundo la religión cristiana
se considera como algo extraño a las culturas, tanto
antiguas como modernas, es de gran importancia que en toda la
formación intelectual y humana se considere necesaria
y esencial la dimensión de la inculturación (175 ).
Pero esto exige previamente una teología auténtica,
inspirada en los principios católicos sobre esa inculturación.
Estos principios se relacionan con el misterio de la encarnación
del Verbo de Dios y con la antropología cristiana e iluminan
el sentido auténtico de la inculturación; ésta,
ante las culturas más dispares y a veces contrapuestas,
presentes en las distintas partes del mundo, quiere ser una
obediencia al mandato de Cristo de predicar el evangelio a todas
las gentes hasta los últimos confines de la tierra. Esta
obediencia no significa sincretismo, ni simple adaptación
del anuncio evangélico, sino que el evangelio penetra
vitalmente en las culturas, se encarna en ellas, superando sus
elementos culturales incompatibles con la fe y con la vida cristiana
y elevando sus valores al misterio de la salvación, que
proviene de Cristo (176 ). El problema de esta inculturación
puede tener un interés específico cuando los candidatos
al sacerdocio provienen de culturas autóctonas; entonces,
necesitarán métodos adecuados de formación,
sea para superar el peligro de ser menos exigentes y desarrollar
una educación más débil de los valores
humanos, cristianos y sacerdotales, sea para revalorizar los
elementos buenos y auténticos de sus culturas y tradiciones» (177 ).
56. Siguiendo las enseñanzas y orientaciones del Concilio
Vaticano II y las normas de aplicación de la Ratio fundamentalis
institutionis sacerdotalis, ha tenido lugar en la Iglesia una
amplia actualización de la enseñanza de las disciplinas
filosóficas y, sobre todo, teológicas en los seminarios.
Aun necesitando en algunos casos ulteriores enmiendas o desarrollos,
esta actualización ha contribuido en su conjunto a destacar
cada vez más el proyecto educativo en el ámbito
de la formación intelectual. A este respecto, «los
padres sinodales han afirmado de nuevo, con frecuencia y claridad,
la necesidad —más aún, la urgencia—
de que se aplique en los seminarios y en las casas de formación
el plan fundamental de estudios, tanto el universal como el
de cada nación o Conferencia episcopal» (178 ).
Es necesario contrarrestar decididamente la tendencia a reducir
la seriedad y el esfuerzo en los estudios, que se deja sentir
en algunos ambientes eclesiales, como consecuencia de una preparación
básica insuficiente y con lagunas en los alumnos que
comienzan el período filosófico y teológico.
Esta misma situación contemporánea exige cada
vez más maestros que estén realmente a la altura
de la complejidad de los tiempos y sean capaces de afrontar,
con competencia, claridad y profundidad los interrogantes vitales
del hombre de hoy, a los que sólo el evangelio de Jesús
da la plena y definitiva respuesta.
La formación
pastoral: comunicar la caridad de Jesucristo, buen pastor
57. Toda la formación
de los candidatos al sacerdocio está orientada a prepararlos
de una manera específica para comunicar la caridad de
Cristo, buen pastor. Por tanto, esta formación, en sus
diversos aspectos, debe tener un carácter esencialmente
pastoral. Lo afirma claramente el decreto conciliar Optatam
totius, refiriéndose a los seminarios mayores: «La
educación de los alumnos debe tender a la formación
de verdaderos pastores de las almas, a ejemplo de nuestro Señor
Jesucristo, Maestro, Sacerdote y pastor. Por consiguiente, deben
prepararse para el ministerio de la Palabra: para comprender
cada vez mejor la palabra revelada por Dios, poseerla con la
meditación y expresarla con la palabra y la conducta;
deben prepararse para el ministerio del culto y de la santificación,
a fin de que, orando y celebrando las sagradas funciones litúrgicas,
ejerzan la obra de salvación por medio del sacrificio
eucarístico y los sacramentos; deben prepararse para
el ministerio del pastor: para que sepan representar delante
de los hombres a Cristo, que "no vino a ser servido, sino
a servir y dar su vida para redención del mundo"
(Mc 10, 45; cf. Jn 13, 12-17 ), y, hechos servidores de todos,
ganar a muchos (cf. 1 Cor 9,19 )» (179 ).
El texto conciliar insiste en la profunda coordinación
que hay entre los diversos aspectos de la formación humana,
espiritual e intelectual; y, al mismo tiempo, en su finalidad
pastoral específica. En este sentido, la finalidad pastoral
asegura a la formación humana, espiritual e intelectual
algunos contenidos y características concretas, a la
vez que unifica y determina toda la formación de los
futuros sacerdotes.
Como cualquier otra formación, también la formación
pastoral se desarrolla mediante la reflexión madura y
la aplicación práctica, y tiene sus raíces
profundas en un espíritu que es el soporte y la fuerza
impulsora y de desarrollo de todo.
Por tanto, es necesario el estudio de una verdadera y propia
disciplina teológica: la teología pastoral o práctica,
que es una reflexión científica sobre la Iglesia
en su vida diaria, con la fuerza del Espíritu, a través
de la historia; una reflexión, sobre la Iglesia como
«sacramento universal de salvación» (180 ),
como signo e instrumento vivo de la salvación de Jesucristo
en la Palabra, en los sacramentos y en el servicio de la caridad.
La pastoral no es solamente un arte ni un conjunto de exhortaciones,
experiencias y métodos; posee una categoría teológica
plena, porque recibe de la fe los principios y criterios de
la acción pastoral de la Iglesia en la historia, de una
Iglesia que «engendra» cada día a la Iglesia
misma, según la feliz expresión de san Beda el
Venerable: «Nam et Ecclesia quotidie gignit Ecclesiam» (181 ).
Entre estos principios y criterios se encuentra aquel especialmente
importante del discernimiento evangélico sobre la situación
sociocultural y eclesial, en cuyo ámbito se desarrolla
la acción pastoral.
El estudio de la teología pastoral debe iluminar la aplicación
práctica mediante la entrega y algunos servicios pastorales,
que los candidatos al sacerdocio deben realizar, de manera progresiva
y siempre en armonía con las demás tareas formativas;
se trata de «experiencias» pastorales, que han de
confluir en un verdadero «aprendizaje pastoral»,
que puede durar incluso algún tiempo y que requiere una
verificación de manera metódica.
Mas el estudio y la actividad pastoral se apoyan en una fuente
interior, que la formación deberá custodiar y
valorizar: se trata de la comunión cada vez más
profunda con la caridad pastoral de Jesús, la cual, así
como ha sido el principio y fuerza de su acción salvífica,
también, gracias a la efusión del Espíritu
santo en el sacramento del Orden, debe ser principio y fuerza
del ministerio del presbítero. Se trata de una formación
destinada no sólo a asegurar una competencia pastoral
científica y una preparación práctica,
sino también, y sobre todo, a garantizar el crecimiento
de un modo de estar en comunión con los mismos sentimientos
y actitudes de Cristo, buen pastor: «Tened entre vosotros
los mismos sentimientos que Cristo» (Flp 2, 5).
58. Entendida así, la formación pastoral no puede
reducirse a un simple aprendizaje, dirigido a familiarizarse
con una técnica pastoral. El proyecto educativo del seminario
se encarga de una verdadera y propia iniciación en la
sensibilidad del pastor, a asumir de manera consciente y madura
sus responsabilidades, en el hábito interior de valorar
los problemas y establecer las prioridades y los medios de solución,
fundados siempre en claras motivaciones de fe y según
las exigencias teológicas de la pastoral misma.
A través de la experiencia inicial y progresiva en el
ministerio, los futuros sacerdotes podrán ser introducidos
en la tradición pastoral viva de su Iglesia particular;
aprenderán a abrir el horizonte de su mente y de su corazón
a la dimensión misionera de la vida eclesial; se ejercitarán
en algunas formas iniciales de colaboración entre sí
y con los presbíteros a los cuales serán enviados.
En estos últimos recae —en coordinación
con el programa del seminario— una responsabilidad educativa
pastoral de no poca importancia.
En la elección de los lugares y servicios adecuados para
la experiencia pastoral se debe prestar especial atención
a la parroquia (182 ), célula vital de dichas experiencias
sectoriales y especializadas, en la que los candidatos al sacerdocio
se encontrarán frente a los problemas inherentes a su
futuro ministerio. Los padres sinodales han propuesto una serie
de ejemplos concretos, como la visita a los enfermos, la atención
a los emigrantes, exiliados y nómadas, el celo de la
caridad que se traduce en diversas obras sociales. En particular
dicen: «Es necesario que el presbítero sea testigo
de la caridad de Cristo mismo que «pasó haciendo
el bien» (Hech 10, 38 ); el presbítero debe ser también
el signo visible de la solicitud de la Iglesia, que es
Madre y Maestra. Y puesto que el hombre de hoy está afectado
por tantas desgracias, especialmente los que viven sometidos
a una pobreza inhumana, a la violencia ciega o al poder abusivo,
es necesario que el hombre de Dios, bien preparado para toda
obra buena (cf. 2 Tim 3, 17 ), reivindique los derechos y la
dignidad del hombre. Pero evite adherirse a falsas ideologías
y olvidar, cuando trata de promover el bien, que el mundo es
redimido sólo por la cruz de Cristo» (183 ).
El conjunto de estas y de otras actividades pastorales educa
al futuro sacerdote a vivir como «servicio» la propia
misión de «autoridad» en la comunidad, alejándose
de toda actitud de superioridad o ejercicio de un poder que
no esté siempre y exclusivamente justificado por la caridad
pastoral.
Para una adecuada formación es necesario que las diversas
experiencias de los candidatos al sacerdocio asuman un claro
carácter «ministerial», siempre en íntima
conexión con todas las exigencias propias de la preparación
al presbiterado y (por supuesto, sin menoscabo del estudio ).
relacionadas con el triple servicio de la Palabra, del culto
y de presidir la comunidad. Estos servicios pueden ser la traducción
concreta de los ministerios del Lectorado, Acolitado y Diaconado.
59. Ya que la actividad pastoral está destinada por su
naturaleza a animar la Iglesia, que es esencialmente «misterio»,
«comunión», y «misión»,
la formación pastoral deberá conocer y vivir estas
dimensiones eclesiales en el ejercicio del ministerio.
Es fundamental el ser conscientes de que la Iglesia es «misterio»,
obra divina, fruto del Espíritu de Cristo, signo eficaz
de la gracia, presencia de la Trinidad en la comunidad cristiana;
esta conciencia, a la vez que no disminuirá el sentido
de responsabilidad propio del pastor, lo convencerá de
que el crecimiento de la Iglesia es obra gratuita del Espíritu
y que su servicio —encomendado por la misma gracia divina
a la libre responsabilidad humana— es el servicio evangélico
del «siervo inútil» (cf. Lc 17, 10 ).
En segundo lugar, la conciencia de la Iglesia como «comunión»
ayudará al candidato al sacerdocio a realizar una pastoral
comunitaria, en colaboración cordial con los diversos
agentes eclesiales: sacerdotes y obispo, sacerdotes diocesanos
y religiosos, sacerdotes y laicos. Pero esta colaboración
supone el conocimiento y la estima de los diversos dones y carismas,
de las diversas vocaciones y responsabilidades que el Espíritu
ofrece y confía a los miembros del cuerpo de Cristo;
requiere un sentido vivo y preciso de la propia identidad y
de la de las demás personas en la Iglesia; exige mutua
confianza, paciencia, dulzura, capacidad de comprensión
y de espera; se basa sobre todo en un amor a la Iglesia más
grande que el amor a sí mismos y a las agrupaciones a
las cuales se pertenece. Es especialmente importante preparar
a los futuros sacerdotes para la colaboración con los
laicos. «Oigan de buen grado —dice el Concilio—
a los laicos, considerando fraternalmente sus deseos y reconociendo
su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad
humana, a fin de que, juntamente con ellos, puedan conocer los
signos de los tiempos» (184 ). El Sínodo ha insistido
también en la atención pastoral a los laicos:
«Es necesario que el alumno sea capaz de proponer y ayudar
a vivir a los fieles laicos, especialmente los jóvenes,
las diversas vocaciones (matrimonio, servicios sociales, apostolado,
ministerios y responsabilidades en las actividades pastorales,
vida consagrada, dirección de la vida política
y social, investigación científica, enseñanza ). .
Sobre todo es necesario enseñar y ayudar a los laicos
en su vocación de impregnar y transformar el mundo con
la luz del evangelio, reconociendo su propio cometido y respetándolo» (185 ).
Por último, la conciencia de la Iglesia como comunión
«misionera» ayudará al candidato al sacerdocio
a amar y vivir la dimensión misionera esencial de la
Iglesia y de las diversas actividades pastorales; a estar abierto
y disponible para todas las posibilidades ofrecidas hoy para
el anuncio del evangelio, sin olvidar la valiosa ayuda que pueden
y deben dar al respecto los medios de comunicación social (186 );
y a prepararse para un ministerio que podrá exigirle
la disponibilidad concreta al Espíritu santo y al obispo
para ser enviado a predicar el evangelio fuera de su país (187 ).
II. AMBIENTES PROPIOS
DE LA FORMACIÓN SACERDOTAL
La comunidad formativa
del seminario mayor
60. La necesidad
del seminario mayor —y de una análoga Casa religiosa
de formación— para la preparación de los
candidatos al sacerdocio, como fue afirmada categóricamente
por el concilio Vaticano II (l88 ), ha sido reiterada por el Sínodo
con estas palabras: «La institución del seminario
mayor, como lugar óptimo de formación, debe ser
confirmada como ambiente normal, incluso material, de una vida
comunitaria y jerárquica, es más, como casa propia
para la formación de los candidatos al sacerdocio, con
superiores verdaderamente consagrados a esta tarea. Esta institución
ha dado muchísimos frutos a través de los siglos
y continúa dándolos en todo el mundo» (189 ).
El seminario, que representa como un tiempo y un espacio geográfico,
es sobre todo una comunidad educativa en camino: la comunidad
promovida por el obispo para ofrecer, a quien es llamado por
el Señor para el servicio apostólico, la posibilidad
de revivir la experiencia formativa que el Señor dedicó
a los Doce. En realidad, los evangelios nos presentan la vida
de trato íntimo y prolongado con Jesús como condición
necesaria para el ministerio apostólico. Esa vida exige
a los Doce llevar a cabo, de un modo particularmente claro y
específico, el desprendimiento —propuesto en cierta
medida a todos los discípulos— del ambiente de
origen, del trabajo habitual, de los afectos más queridos
(cf. Mc 1,16-20; 10, 28; Lc 9, 11. 27-28; 9, 57-62; 14, 25-27 ).
Se ha citado varias veces la narración de Marcos, que
subraya la relación profunda que une a los apóstoles
con Cristo y entre sí; antes de ser enviados a predicar
y curar, son llamados «para que estuvieran con él»
(Mc 3, 14 ).
La identidad profunda del seminario es ser, a su manera, una
continuación en la Iglesia de la íntima comunidad
apostólica formada en torno a Jesús, en la escucha
de su Palabra, en camino hacia la experiencia de la Pascua,
a la espera del don del Espíritu para la misión.
Esta identidad constituye el ideal formativo que —en las
muy diversas formas y múltiples vicisitudes que como
institución humana ha tenido en la historia— estimula
al seminario a encontrar su realización concreta, fiel
a los valores evangélicos en los que se inspira y capaz
de responder a las situaciones y necesidades de los tiempos.
El seminario es, en sí mismo, una experiencia original
de la vida de la Iglesia; en él el obispo se hace presente
a través del ministerio del rector y del servicio de
corresponsabilidad y de comunión con los demás
educadores, para el crecimiento pastoral y apostólico
de los alumnos. Los diversos miembros de la comunidad del seminario,
reunidos por el Espíritu en una sola fraternidad, colaboran,
cada uno según su propio don, al crecimiento de todos
en la fe y en la caridad, para que se preparen adecuadamente
al sacerdocio y por tanto a prolongar en la Iglesia y en la
historia la presencia redentora de Jesucristo, el buen pastor.
Incluso desde un punto de vista humano, el seminario mayor debe
tratar de ser «una comunidad estructurada por una profunda
amistad y caridad, de modo que pueda ser considerada una verdadera
familia que vive en la alegría» (190 ). Desde un
punto de vista cristiano, el seminario debe configurarse —continúan
los padres sinodales—, como «comunidad eclesial»,
como «comunidad de discípulos del Señor,
en la que se celebra una misma liturgia (que impregna la vida
del espíritu de oración ). , formada cada día
en la lectura y meditación de la palabra de Dios y con
el sacramento de la eucaristía, en el ejercicio de la
caridad fraterna y de la justicia; una comunidad en la que,
en el progreso de la vida comunitaria y en la vida de cada miembro,
resplandezcan el Espíritu de Cristo y el amor a la Iglesia» (191 ).
Confirmando y desarrollando concretamente esta esencial dimensión
eclesial del seminario, los padres sinodales afirman: «como
comunidad eclesial, sea diocesana o interdiocesana, o también
religiosa, el seminario debe alimentar el sentido de comunión
de los candidatos con su obispo y con su Presbiterio, de modo
que participen en su esperanza y en sus angustias, y sepan extender
esta apertura a las necesidades de la Iglesia universal» (192 ).
Es esencial para la formación de los candidatos al sacerdocio
y al ministerio pastoral —eclesial por naturaleza—
que se viva en el seminario no de un modo extrínseco
y superficial, como si fuera un simple lugar de habitación
y de estudio, sino de un modo interior y profundo: como una
comunidad específicamente eclesial, una comunidad que
revive la experiencia del grupo de los Doce unidos a Jesús (193 ).
61. El seminario es, por tanto, una comunidad eclesial educativa,
más aún, es una especial comunidad educativa.
Y lo que determina su fisonomía es el fin específico,
o sea, el acompañamiento vocacional de los futuros sacerdotes,
y por tanto el discernimiento de la vocación, la ayuda
para corresponder a ella y la preparación para recibir
el sacramento del Orden con las gracias y responsabilidades
propias, por las que el sacerdote se configura con Jesucristo,
Cabeza y pastor, y se prepara y compromete para compartir su
misión de salvación en la Iglesia y en el mundo.
En cuanto comunidad educativa, toda la vida del seminario, en
sus más diversas expresiones, está intensamente
dedicada a la formación humana, espiritual, intelectual
y pastoral de los futuros presbíteros; se trata de una
formación que, aun teniendo tantos aspectos comunes con
la formación humana y cristiana de todos los miembros
de la Iglesia, presenta contenidos, modalidades y características
que nacen de manera específica de la finalidad que se
persigue, esto es, de preparar al sacerdocio.
Ahora bien, los contenidos y formas de la labor educativa exigen
que el seminario tenga definido su propio plan, o sea, un programa
de vida que se caracterice tanto por ser orgánico-unitario,
como por su sintonía o correspondencia con el único
fin que justifica la existencia del seminario: la preparación
de los futuros presbíteros.
En este sentido, escriben los padres sinodales: «en cuanto
comunidad educativa, (el seminario ). está al servicio
de un programa claramente definido que, como nota característica,
tenga la unidad de dirección, manifestada en la figura
del Rector y sus colaboradores, en la coherencia de toda la
ordenación de la vida y actividad formativa y de las
exigencias fundamentales de la vida comunitaria, que lleva consigo
también aspectos esenciales de la labor de formación.
Este programa debe estar al servicio —sin titubeos ni
vaguedades— de la finalidad específica, la única
que justifica la existencia del seminario, a saber, la formación
de los futuros presbíteros, pastores de la Iglesia (194 ).
Y para que la programación sea verdaderamente adecuada
y eficaz, es preciso que las grandes líneas del programa
se traduzcan más concretamente y al detalle, mediante
algunas normas particulares destinadas a ordenar la vida comunitaria,
estableciendo determinados instrumentos y algunos ritmos temporales
precisos.
Otro aspecto que hay que subrayar aquí es la labor educativa
que, por su naturaleza, es el acompañamiento de estas
personas históricas y concretas que caminan hacia la
opción y la adhesión a determinados ideales de
vida. Precisamente por esto la labor educativa debe saber conciliar
armónicamente la propuesta clara de la meta que se quiere
alcanzar, la exigencia de caminar con seriedad hacia ella, la
atención al «viandante», es decir al sujeto
concreto empeñado en esta aventura y, consiguientemente,
a una serie de situaciones, problemas, dificultades, ritmos
diversos de andadura y de crecimiento. Esto exige una sabia
elasticidad, que no significa precisamente transigir ni sobre
los valores ni sobre el compromiso consciente y libre, sino
que quiere decir amor verdadero y respeto sincero a las condiciones
totalmente personales de quien camina hacia el sacerdocio. Esto
vale no sólo respecto a cada una de las personas, sino
también en relación con los diversos contextos
sociales y culturales en los que se desenvuelven los seminarios
y con la diversa historia que cada uno de ellos tienen. En este
sentido la obra educativa exige una constante renovación.
Por ello, los padres sinodales han subrayado también
con fuerza, en relación con la configuración de
los seminarios: «Salva la validez de las formas clásicas
del seminario, el Sínodo desea que continúe el
trabajo de consulta de las Conferencias Episcopales sobre las
necesidades actuales de la formación, como se mandaba
en el decreto Optatam totius (n. 1 ) y en el Sínodo de
1967. Revísense oportunamente las Rationes de cada nación
o rito, ya sea con ocasión de las consultas hechas por
las Conferencias Episcopales, ya sea en las visitas apostólicas
a los seminarios de las diversas naciones, para integrar en
ellas diversos modelos comprobados de formación, que
respondan a las necesidades de los pueblos de cultura así
llamada indígena, de las vocaciones de adultos, de las
vocaciones misioneras, etc» (195 ).
62. La finalidad y la forma educativa específica del
seminario mayor exige que los candidatos al sacerdocio entren
en él con alguna preparación previa. Esta preparación
no creaba —al menos hasta hace algún decenio—
problemas particulares, ya que los aspirantes provenían
habitualmente de los seminarios menores y la vida cristiana
de las comunidades eclesiales ofrecía con facilidad a
todos indistintamente una discreta instrucción y educación
cristiana.
La situación en muchos lugares ha cambiado bastante.
En efecto, se da una fuerte discrepancia entre el estilo de
vida y la preparación básica, de los chicos, adolescentes
y jóvenes —aunque sean cristianos e incluso comprometidos
en la vida de la Iglesia—, por un lado, y, por otro, el
estilo de vida del seminario y sus exigencias formativas. En
este punto, en comunión con los padres sinodales, pido
que haya un período adecuado de preparación que
preceda la formación del seminario: «Es útil
que haya un período de preparación humana, cristiana,
intelectual y espiritual para los candidatos al seminario mayor.
Estos candidatos deben tener determinadas cualidades: la recta
intención, un grado suficiente de madurez humana, un
conocimiento bastante amplio de la doctrina de la fe, alguna
introducción a los métodos de oración y
costumbres conformes con la tradición cristiana. Tengan
también las aptitudes propias de sus regiones, mediante
las cuales se expresa el esfuerzo de encontrar a Dios y la fe
(cf. Evangelii nuntiandi, 48 ) (196 ).
«Un conocimiento bastante amplio de la doctrina de la
fe», de que hablan los padres sinodales, se exige igualmente
antes de la teología, pues no se puede desarrollar una
«intelligentia fidei» si no se conoce la «fides»
en su contenido. Una tal laguna podrá ser más
fácilmente colmada mediante el próximo Catecismo
universal.
Mientras que, por una parte, se hace común el convencimiento
de la necesidad de esta preparación previa al seminario
mayor, por otra, se da diversa valoración de sus contenidos
y características, o sea: si la finalidad prioritaria
ha de ser la formación espiritual para el discernimiento
vocacional, o la formación intelectual o cultural. Además,
no pueden olvidarse las muchas y profundas diversidades que
existen, no sólo en relación con cada uno de los
candidatos, sino también en relación con las varias
regiones y países. Esto aconseja una fase todavía
de estudio y experimentación, para que puedan definirse
de una manera más oportuna y detallada los diversos elementos
de esta preparación previa o «período propedéutico»:
tiempo, lugar, forma, temas de este período, que desde
luego han de estar en coordinación con los años
sucesivos de la formación en el seminario.
En este sentido, asumo y propongo a la Congregación para
la Educación Católica la petición hecha
por los padres sinodales: «El Sínodo pide que la
Congregación para la Educación Católica
recoja todas las informaciones sobre las primeras experiencias
ya hechas o que se están haciendo. En su momento, la
Congregación comunique a las Conferencias Episcopales
las informaciones sobre este tema» (197 ).
El seminario menor
y otras formas de acompañamiento vocacional
63. Como demuestra
una larga experiencia, la vocación sacerdotal tiene,
con frecuencia, un primer momento de manifestación en
los años de la preadolescencia o en los primerísimos
años de la juventud. E incluso en quienes deciden su
ingreso en el seminario más adelante, no es raro constatar
la presencia de la llamada de Dios en períodos muy anteriores.
La historia de la Iglesia es un testimonio continuo de llamadas
que el Señor hace en edad tierna todavía. santo
Tomás de Aquino, por ejemplo, explica la predilección
de Jesús hacia el apóstol Juan «por su tierna
edad» y saca de ahí la siguiente conclusión:
«esto nos da a entender cómo ama Dios de modo especial
a aquellos que se entregan a su servicio desde la primera juventud» (198 ).
La Iglesia, con la institución de los seminarios menores,
toma bajo su especial cuidado, discerniendo y acompañando,
estos brotes de vocación sembrados en los corazones de
los muchachos. En varias partes del mundo estos seminarios continúan
desarrollando una preciosa labor educativa, dirigida a custodiar
y desarrollar los brotes de vocación sacerdotal, para
que los alumnos la puedan reconocer más fácilmente
y se hagan más capaces de corresponder a ella. Su propuesta
educativa tiende a favorecer oportuna y gradualmente aquella
formación humana, cultural y espiritual que llevará
al joven a iniciar el camino en el seminario mayor con una base
adecuada y sólida.
Prepararse «a seguir a Cristo redentor con espíritu
de generosidad y pureza de intención»: éste
es el fin del seminario menor indicado por el Concilio en el
decreto Optatam totius, donde se describe de la siguiente forma
su carácter educativo: los alumnos «bajo la dirección
paterna de sus superiores, secundada por la oportuna cooperación
de los padres, lleven un género de vida que se avenga
bien con la edad, espíritu y evolución de los
adolescentes, y se adapte de lleno a las normas de la sana psicología,
sin dejar a un lado la razonable experiencia de las cosas humanas
y el trato con la propia familia» (199 ).
El seminario menor podrá ser también en la diócesis
un punto de referencia de la pastoral vocacional, con oportunas
formas de acogida y oferta de informaciones para aquellos adolescentes
que están en búsqueda de la vocación o
que, decididos ya a seguirla, se ven obligados a retrasar el
ingreso en el seminario por diversas circunstancias, familiares
o escolares.
64. Donde no se dé la posibilidad de tener el seminario
menor -—«necesario y muy útil en muchas regiones»—
es preciso crear otras «instituciones» (200 ), como
podrían ser los grupos vocacionales para adolescentes
y jóvenes. Aunque no sean permanentes, estos grupos podrán
ofrecer en un ambiente comunitario una guía sistemática
para el análisis y el crecimiento vocacional. Incluso
viviendo en familia y frecuentando la comunidad cristiana que
les ayude en su camino formativo, estos muchachos y estos jóvenes
no deben ser dejados solos. Ellos tienen necesidad de un grupo
particular o de una comunidad de referencia en la que apoyarse
para seguir el itinerario vocacional concreto que el don del
Espíritu santo ha comenzado en ellos.
Como siempre ha sucedido en la historia de la Iglesia, y con
alguna característica de esperanzadora novedad y frecuencia
en las actuales circunstancias, se constata el fenómeno
de vocaciones sacerdotales que se dan en la edad adulta, después
de una más o menos larga experiencia de vida laical y
de compromiso profesional. No siempre es posible, y con frecuencia
no es ni siquiera conveniente, invitar a los adultos a seguir
el itinerario educativo del seminario mayor. Se debe más
bien programar, después de un cuidadoso discernimiento
sobre la autenticidad de estas vocaciones, cualquier forma específica
de acompañamiento formativo, de modo que se asegure,
mediante adaptaciones oportunas, la necesaria formación
espiritual e intelectual (201 ). Una adecuada relación
con los otros aspirantes al sacerdocio y los períodos
de presencia en la comunidad del seminario mayor, podrán
garantizar la inserción plena de estas vocaciones en
el único presbiterio, y su íntima y cordial comunión
con el mismo.
III. PROTAGONISTAS DE
LA FORMACIÓN SACERDOTAL
La Iglesia y el obispo
65. Puesto que la
formación de los aspirantes al sacerdocio pertenece a
la pastoral vocacional de la Iglesia, se debe decir que la Iglesia
como tal es el sujeto comunitario que tiene la gracia y la responsabilidad
de acompañar a cuantos el Señor llama a ser sus
ministros en el sacerdocio.
En este sentido, la lectura del misterio de la Iglesia nos ayuda
a precisar mejor el puesto y la misión que sus diversos
miembros —individualmente y también como miembros
de un cuerpo— tienen en la formación de los aspirantes
al presbiterado.
Ahora bien, la Iglesia es por su propia naturaleza la «memoria»,
el «sacramento» de la presencia y de la acción
de Jesucristo en medio de nosotros y para nosotros. A su misión
salvadora se debe la llamada al sacerdocio; y no sólo
la llamada, sino también el acompañamiento para
que la persona que se siente llamada pueda reconocer la gracia
del Señor y responda a ella con libertad y con amor.
Es el Espíritu de Jesús el que da la luz y la
fuerza en el discernimiento y en el camino vocacional. No hay,
por tanto, auténtica labor formativa para el sacerdocio
sin el influjo del Espíritu de Cristo. Todo formador
humano debe ser plenamente consciente de esto. ¿Cómo
no ver una «riqueza» totalmente gratuita y radicalmente
eficaz, que tiene su «peso» decisivo en el trabajo
formativo hacia el sacerdocio? ¿Y cómo no gozar
ante la dignidad de todo formador humano, que, en cierto sentido,
se presenta al aspirante al sacerdocio como visible representante
de Cristo? Si la preparación al sacerdocio es esencialmente
la formación del futuro pastor a imagen de Jesucristo,
buen pastor ¿quién mejor que el mismo Jesús,
mediante la infusión de su Espíritu, puede donar
y llevar hasta la madurez aquella caridad pastoral que él
ha vivido hasta el don total de sí mismo (cf. Jn 15,
13; 10, 11 ) y que quiere que sea vivida también por todos
los presbíteros?
El primer representante de Cristo en la formación sacerdotal
es el obispo. Del obispo, de cada obispo, se podría afirmar
lo que el evangelista Marcos nos dice en el texto reiteradamente
citado: «Llamó a los que él quiso: y vinieron
donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran
con él, y para enviarlos...» (Mc 3, 13-14 ). En
realidad la llamada interior del Espíritu tiene necesidad
de ser reconocida por el obispo como auténtica llamada.
Si todos pueden «acercarse» al obispo, porque es
pastor y Padre de todos, lo pueden de un modo particular sus
presbíteros, por la común participación
al mismo sacerdocio y ministerio. El obispo —dice el Concilio—
debe considerarlos y tratarlos como «hermanos y amigos» (202 ).
Y esto se puede decir, por analogía, de cuantos se preparan
al sacerdocio. Por lo que se refiere al «estar con él»
—del texto evangélico—, esto es, con el obispo,
es ya un gran signo de la responsabilidad formativa de éste
para con los aspirantes al sacerdocio el hecho de que los visite
con frecuencia y en cierto modo «esté» con
ellos.
La presencia del obispo tiene un valor particular, no sólo
porque ayuda a la comunidad del seminario a vivir su inserción
en la Iglesia particular y su comunión con el pastor
que la guía, sino también porque autentifica y
estimula la finalidad pastoral, que constituye lo específico
de toda la formación de los aspirantes al sacerdocio.
Sobre todo, con su presencia y con la co-participación
con los aspirantes al sacerdocio de todo cuanto se refiere a
la pastoral de la Iglesia particular, el obispo contribuye fundamentalmente
a la formación del «sentido de Iglesia»,
como valor espiritual y pastoral central en el ejercicio del
ministerio sacerdotal.
La comunidad educativa
del seminario
66. La comunidad
educativa del seminario se articula en torno a los diversos
formadores: el rector, el director o padre espiritual, los superiores
y los profesores. Ellos se deben sentir profundamente unidos
al obispo, al que, con diverso título y de modo distinto
representan, y entre ellos debe existir una comunión
y colaboración convencida y cordial. Esta unidad de los
educadores no sólo hace posible una realización
adecuada del programa educativo, sino que también y sobre
todo ofrece a los futuros sacerdotes el ejemplo significativo
y el acceso a aquella comunión eclesial que constituye
un valor fundamental de la vida cristiana y del ministerio pastoral.
Es evidente que gran parte de la eficacia formativa depende
de la personalidad madura y recia de los formadores, bajo el
punto de visto humano y evangélico. Por esto son particularmente
importantes, por un lado, la selección cuidada de los
formadores y, por otro, el estimularles para que se hagan cada
vez más idóneos para la misión que les
ha sido confiada. Conscientes de que precisamente en la selección
y formación de los formadores radica el porvenir de la
preparación de los candidatos al sacerdocio, los padres
sinodales se han detenido ampliamente a precisar la identidad
de los educadores. En particular, han escrito: «La misión
de la formación de los aspirantes al sacerdocio exige
ciertamente no sólo una preparación especial de
los formadores, que sea verdaderamente técnica, pedagógica,
espiritual, humana y teológica, sino también el
espíritu de comunión y colaboración en
la unidad para desarrollar el programa, de modo que siempre
se salve la unidad en la acción pastoral del seminario
bajo la guía del rector. El grupo de formadores dé
testimonio de una vida verdaderamente evangélica y de
total entrega al Señor. Es oportuno que tenga una cierta
estabilidad, que resida habitualmente en la comunidad del seminario
y que esté íntimamente unido al obispo, como primer
responsable de la formación de los sacerdotes» (203 ).
Son los obispos los primeros que deben sentir su grave responsabilidad
en la formación de los encargados de la educación
de los futuros presbíteros. Para este ministerio deben
elegirse sacerdotes de vida ejemplar y con determinadas cualidades:
«la madurez humana y espiritual, la experiencia pastoral,
la competencia profesional, la solidez en la propia vocación,
la capacidad de colaboración, la preparación doctrinal
en las ciencias humanas (especialmente la psicología ). ,
que son propias de su oficio, y el conocimiento del estilo peculiar
del trabajo en grupo» (204 ).
Respetando la distinción entre foro interno y externo,
la conveniente libertad para escoger confesores, y la prudencia
y discreción del ministerio del director espiritual,
la comunidad presbiteral de los educadores debe sentirse solidaria
en la responsabilidad de educar a los aspirantes al sacerdocio.
A ella, siempre contando con la conjunta valoración del
obispo y del rector, corresponde en primer lugar la misión
de procurar y comprobar la idoneidad de los aspirantes en lo
que se refiere a las dotes espirituales, humanas e intelectuales,
principalmente en cuanto al espíritu de oración,
asimilación profunda de la doctrina de la fe, capacidad
de auténtica fraternidad y carisma del celibato (205 ).
Teniendo presente —como también lo han recordado
los padres sinodales— las indicaciones de la Exhortación
Christifideles laici (206 ). y de la Carta Apostólica Mulieris
dignitatem, que advierten la utilidad de un sano influjo de
la espiritualidad laical y del carisma de la feminidad en todo
itinerario educativo, es oportuno contar también —de
forma prudente y adaptada a los diversos contextos culturales—
con la colaboración de fieles laicos, hombres y mujeres,
en la labor formativa de los futuros sacerdotes. Habrán
de ser escogidos con particular atención, en el cuadro
de las leyes de la Iglesia y conforme a sus particulares carismas
y probadas competencias. De su colaboración, oportunamente
coordenada e integrada en las responsabilidades educativas primarias
de los formadores de los futuros presbíteros, es lícito
esperar buenos frutos para un crecimiento equilibrado del sentido
de Iglesia y para una percepción más exacta de
la propia identidad sacerdotal, por parte de los aspirantes
al presbiterado (207).
Los profesores de
teología
67. Cuantos introducen
y acompañan a los futuros sacerdotes en la sagrada doctrina
mediante la enseñanza teológica tienen una particular
responsabilidad educativa, que con frecuencia —como enseña
la experiencia— es más decisiva que la de los otros
educadores, en el desarrollo de la personalidad presbiteral.
La responsabilidad de los profesores de teología, antes
que en la relación de docencia que deben entablar con
los aspirantes al sacerdocio, radica en la concepción
que ellos deben tener de la naturaleza de la teología
y del ministerio sacerdotal, como también en el espíritu
y estilo con el que deben desarrollar su enseñanza teológica.
En este sentido, los padres sinodales han afirmado justamente
que el «teólogo debe ser siempre consciente de
que a su enseñanza no le viene la autoridad de él
mismo, sino que debe abrir y comunicar la inteligencia de la
fe últimamente en el nombre del Señor Jesús
y de la Iglesia. Así, el teólogo, aun en el uso
de todas las posibilidades científicas, ejerce su misión
por mandato de la Iglesia y colabora con el obispo en el oficio
de enseñar. Y porque los teólogos y los obispos
están al servicio de la misma Iglesia en la promoción
de la fe, deben desarrollar y cultivar una confianza recíproca
y, con este espíritu, superar también las tensiones
y los conflictos (cf. más ampliamente la Instrucción
de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre La
vocación eclesial del teólogo )» (208 ).
El profesor de teología, como cualquier otro educador,
debe estar en comunión y colaborar abiertamente con todas
las demás personas dedicadas a la formación de
los futuros sacerdotes, y presentar con rigor científico,
generosidad, humildad y entusiasmo su aportación original
y cualificada, que no es sólo la simple comunicación
de una doctrina —aunque ésta sea la doctrina sagrada—,
sino que es sobre todo la oferta de la perspectiva que, en el
designio de Dios, unifica todos los diversos saberes humanos
y las diversas expresiones de vida.
En particular, la fuerza específica e incisiva de los
profesores de teología se mide, sobre todo, por ser «hombres
de fe y llenos de amor a la Iglesia, convencidos de que el sujeto
adecuado del conocimiento del misterio cristiano es la Iglesia
como tal, persuadidos por tanto de que su misión de enseñar
es un auténtico ministerio eclesial, llenos de sentido
pastoral para discernir no sólo los contenidos, sino
también las formas mejores en el ejercicio de este ministerio.
De modo especial, a los profesores se les pide la plena fidelidad
al Magisterio porque enseñan en nombre de la Iglesia
y por esto son testigos de la fe» (209 ).
Comunidades de origen,
asociaciones, movimientos juveniles
68. Las comunidades
de las que proviene el aspirante al sacerdocio, aun teniendo
en cuenta la separación que la opción vocacional
lleva consigo, siguen ejerciendo un influjo no indiferente en
la formación del futuro sacerdote. Por eso deben ser
conscientes de su parte específica de responsabilidad.
Recordemos, en primer lugar, a la familia: los padres cristianos,
como también los hermanos, hermanas y otros miembros
del núcleo familiar, no deben nunca intentar llevar al
futuro presbítero a los límites estrechos de una
lógica demasiado humana, cuando no mundana, aunque a
esto sea un sincero afecto lo que los impulse (cf. Mc 3, 20-21.
31-35 ). . Al contrario, animados ellos mismos por el mismo propósito
de «cumplir la voluntad de Dios», sepan acompañar
el camino formativo con la oración, el respeto, el buen
ejemplo de las virtudes domésticas y la ayuda espiritual
y material, sobre todo en los momentos difíciles. La
experiencia enseña que, en muchos casos, esta ayuda múltiple
ha sido decisiva para el aspirante al sacerdocio. Incluso en
el caso de padres y familiares indiferentes o contrarios a la
opción vocacional, la confrontación clara y serena
con la posición del joven y los incentivos que de ahí
se deriven, pueden ser de gran ayuda para que la vocación
sacerdotal madure de un modo más consciente y firme.
En estrecha relación con las familias está la
comunidad parroquial: ambas se unen en el plano de la educación
en la fe; además, con frecuencia, la parroquia, mediante
una específica pastoral juvenil y vocacional, ejerce
un papel de suplencia de la familia. Sobre todo, por ser la
realización local más inmediata del misterio de
la Iglesia, la parroquia ofrece una aportación original
y particularmente preciosa a la formación del futuro
sacerdote. La comunidad parroquial debe continuar sintiendo
como parte viva de sí misma al joven en camino hacia
el sacerdocio, lo debe acompañar con la oración,
acogerlo entrañablemente en los tiempos de vacaciones,
respetar y favorecer la formación de su identidad presbiteral,
ofreciéndole ocasiones oportunas y estímulos vigorosos
para probar su vocación a la misión.
También las asociaciones y los movimientos juveniles,
signo y confirmación de la vitalidad que el Espíritu
asegura a la Iglesia, pueden y deben contribuir a la formación
de los aspirantes al sacerdocio, en particular de aquellos que
surgen de la experiencia cristiana, espiritual y apostólica
de estas instituciones. Los jóvenes que han recibido
su formación de base en ellas y las tienen como punto
de referencia para su experiencia de Iglesia, no deben sentirse
invitados a apartarse de su pasado y cortar las relaciones con
el ambiente que ha contribuido a su decisión vocacional
ni tienen por qué cancelar los rasgos característicos
de la espiritualidad que allí aprendieron y vivieron,
en todo aquello que tienen de bueno, edificante y enriquecedor (210 ).
También para ellos este ambiente de origen continúa
siendo fuente de ayuda y apoyo en el camino formativo hacia
el sacerdocio.
Las oportunidades de educación en la fe y de crecimiento
cristiano y eclesial que el Espíritu ofrece a tantos
jóvenes a través de las múltiples formas
de grupos, movimientos y asociaciones de variada inspiración
evangélica, deben ser sentidas y vividas como regalo
del espíritu que anima la institución eclesial
y está a su servicio. En efecto, un movimiento o una
espiritualidad particular «no es una estructura alternativa
a la institución. Al contrario, es fuente de una presencia
que continuamente regenera en ella la autenticidad existencial
e histórica. Por esto, el sacerdote debe encontrar en
el movimiento eclesial la luz y el calor que lo hacen ser fiel
a su obispo y dispuesto a los deberes de la institución
y atento a la disciplina eclesiástica, de modo que sea
más fértil la vibración de su fe y el gusto
de su fidelidad» (211 ).
Por tanto, es necesario que, en la nueva comunidad del seminario
—que el obispo ha congregado—, los jóvenes
provenientes de asociaciones y movimientos eclesiales aprendan
«el respeto a los otros caminos espirituales y el espíritu
de diálogo y cooperación», se atengan con
coherencia y cordialidad a las indicaciones formativas del obispo
y de los educadores del seminario, confiándose con actitud
sincera a su dirección y a sus valoraciones (212 ). Dicha
actitud prepara y, de algún modo, anticipa la genuina
opción presbiteral de servicio a todo el pueblo de Dios,
en la comunión fraterna del presbiterio y en obediencia
al obispo.
La participación del seminarista y del presbítero
diocesano en espiritualidades particulares o instituciones eclesiales
es ciertamente, en sí misma, un factor beneficioso de
crecimiento y de fraternidad sacerdotal. Pero esta participación
no debe obstaculizar sino ayudar el ejercicio del ministerio
y la vida espiritual que son propios del sacerdote diocesano,
el cual «sigue siendo siempre pastor de todo el conjunto.
No sólo es el "hombre permanente", siempre
disponible para todos, sino el que va al encuentro de todos
—en particular está a la cabeza de las parroquias—
para que todos descubran en él la acogida que tienen
derecho a esperar en la comunidad y en la eucaristía
que los congrega, sea cual sea su sensibilidad religiosa y su
dedicación pastoral» (213 ).
El mismo aspirante
69. Por último,
no se puede olvidar que el mismo aspirante al sacerdocio es
también protagonista necesario e insustituible de su
formación: toda formación -incluida la sacerdotal
es en definitiva una auto-formación. Nadie nos puede
sustituir en la libertad responsable que tenemos cada uno como
persona.
Ciertamente también el futuro sacerdote —él
el primero— debe crecer en la conciencia de que el Protagonista
por antonomasia de su formación es el Espíritu
santo, que, con el don de un corazón nuevo, configura
y hace semejante a Jesucristo, el buen pastor; en este sentido,
el aspirante fortalecerá de una manera más radical
su libertad acogiendo la acción formativa del Espíritu.
Pero acoger esta acción significa también, por
parte del aspirante al sacerdocio, acoger las «mediaciones»
humanas de las que el Espíritu se sirve. Por esto la
acción de los varios educadores resulta verdadera y plenamente
eficaz sólo si el futuro sacerdote ofrece su colaboración
personal, convencida y cordial.
NOTAS:
122. Mensaje de los padres sinodales al pueblo de Dios (28 octubre
1990 ) IV: l.c.
123. Proposición 21.
124. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre la formación
sacerdotal Optatam totius, 11; Decreto sobre el ministerio y
vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, 3; S.
Congregación para la Educación Católica,
Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis (6 enero 1970 )
51: l.c., 356-357.
125. Cf. Proposición 21.
126. Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979 ) 10: AAS 71
(1979 ) 274.
127. Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981 ) 37:
l.c., 128.
128. Ibid.
129. Proposición 21.
130. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia
el mundo actual Gaudium et spes, 24.
131. Cf. Proposición 21.
132. Proposición 22.
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