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CAPÍTULO III
EL ESPÍRITU
DEL SEÑOR ESTÁ SOBRE MÍ
La vida espiritual
del sacerdote
Una vocación
específica a la santidad
19. «El Espíritu
del Señor está sobre mí» (Lc 4, 18).
El Espíritu no está simplemente sobre el Mesías,
sino que lo llena, lo penetra, lo invade en su ser y en su obrar.
En efecto, el Espíritu es el principio de la consagración
y de la misión del Mesías: porque me ha ungido
para anunciar a los pobres la Buena Nueva ... (Lc 4, 18). En
virtud del Espíritu, Jesús pertenece total y exclusivamente
a Dios, participa de la infinita santidad de Dios que lo llama,
elige y envía. Así el Espíritu del Señor
se manifiesta como fuente de santidad y llamada a la santificación.
Este mismo «Espíritu del Señor» está
«sobre» todo el pueblo de Dios, constituido como
pueblo «consagrado» a él y «enviado»
por él para anunciar el evangelio que salva. Los miembros
del pueblo de Dios son «embebidos» y «marcados»
por el Espíritu (cf. 1 Cor 12, 13; 2 Cor 1, 21ss; Ef
1, 13; 4, 30), y llamados a la santidad.
En efecto, el Espíritu nos revela y comunica la vocación
fundamental que el Padre dirige a todos desde la eternidad:
la vocación a ser «santos e inmaculados en su presencia,
en el amor», en virtud de la predestinación «para
ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (Ef 1,
4-5). Revelándonos y comunicándonos esta vocación,
el Espíritu se hace en nosotros principio y fuente de
su realización: él, el Espíritu del Hijo
(cf.Gál 4, 6), nos conforma con Cristo Jesús y
nos hace partícipes de su vida filial, o sea, de su amor
al Padre y a los hermanos. «Si vivimos según el
Espíritu, obremos también según el Espíritu»
(Gál 5, 25). Con estas palabras el apóstol Pablo
nos recuerda que la existencia cristiana es «vida espiritual»,
o sea, vida animada y dirigida por el Espíritu hacia
la santidad o perfección de la caridad.
La afirmación del Concilio, «todos los fieles,
de cualquier estado o condición, están llamados
a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección
de la caridad» (40), encuentra una particular aplicación
referida a los presbíteros. Éstos son llamados
no sólo en cuanto bautizados, sino también y específicamente
en cuanto presbíteros, es decir, con un nuevo título
y con modalidades originales que derivan del sacramento del
Orden.
20. El Decreto conciliar sobre el ministerio y vida de los presbíteros
nos ofrece una síntesis rica y alentadora sobre la «vida
espiritual» de los sacerdotes y sobre el don y la responsabilidad
de hacerse «santos». «Por el sacramento del
Orden se configuran los presbíteros con Cristo sacerdote,
como ministros de la Cabeza, para construir y edificar todo
su Cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del Orden episcopal.
Cierto que ya en la consagración del bautismo —al
igual que todos los fieles de Cristo— recibieron el signo
y don de tan gran vocación y gracia, a fin de que, aun
con la flaqueza humana, puedan y deban aspirar a la perfección,
según la palabra del Señor: "Vosotros, pues,
sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial"
(Mt 5, 48). Ahora bien, los sacerdotes están obligados
de manera especial a alcanzar esa perfección, ya que,
consagrados de manera nueva a Dios por la recepción del
Orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote
eterno, para proseguir en el tiempo la obra admirable del que,
con celeste eficacia, reintegró a todo el género
humano. Por tanto, puesto que todo sacerdote personifica de
modo específico al mismo Cristo, es también enriquecido
de gracia particular para que pueda alcanzar mejor, por el servicio
de los fieles que se le han confiado y de todo el Pueblo de
Dios, la perfección de Aquel a quien representa, y cure
la flaqueza humana de la carne la santidad de Aquel que fue
hecho para nosotros pontífice "santo, inocente,
incontaminado, apartado de los pecadores" (Heb 7, 26)» (41).
El Concilio afirma, ante todo, la «común»
vocación a la santidad. Esta vocación se fundamenta
en el bautismo, que caracteriza al presbítero como un
«fiel» (Christifidelis). , como un «hermano
entre hermanos», inserto y unido al pueblo de Dios, con
el gozo de compartir los dones de la salvación (cf. Ef
4, 4-6) y el esfuerzo común de caminar «según
el Espíritu», siguiendo al único Maestro
y Señor. Recordemos la célebre frase de san Agustín:
«Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano.
Aquél es un nombre de oficio recibido, éste es
un nombre de gracia; aquél es un nombre de peligro, éste
de salvación» (42).
Con la misma claridad el texto conciliar habla de una vocación
«específica» a la santidad, y más
precisamente de una vocación que se basa en el sacramento
del Orden, como sacramento propio y específico del sacerdote,
en virtud pues de una nueva consagración a Dios mediante
la ordenación. A esta vocación específica
alude también san Agustín, que, a la afirmación
«Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano»,
añade esta otra: «Siendo, pues, para mí
causa del mayor gozo el haber sido rescatado con vosotros, que
el haber sido puesto a la cabeza, siguiendo el mandato del Señor,
me dedicaré con el mayor empeño a serviros, para
no ser ingrato a quien me ha rescatado con aquel precio que
me ha hecho ser vuestro consiervo» (43).
El texto del Concilio va más allá, señalando
algunos elementos necesarios para definir el contenido de la
«especificidad» de la vida espiritual de los presbíteros.
Son éstos elementos que se refieren a la «consagración»
propia de los presbíteros, que los configura con Jesucristo,
Cabeza y pastor de la Iglesia; los configura con la «misión»
o ministerio típico de los mismos presbíteros,
la cual los capacita y compromete para ser «instrumentos
vivos de Cristo Sacerdote eterno» y para actuar «personificando
a Cristo mismo»; los configura en su «vida»
entera, llamada a manifestar y testimoniar de manera original
el «radicalismo evangélico» (44).
La configuración
con Jesucristo, cabeza y pastor, y la caridad pastoral
21. Mediante la
consagración sacramental, el sacerdote se configura con
Jesucristo, en cuanto Cabeza y pastor de la Iglesia, y recibe
como don una «potestad espiritual», que es participación
de la autoridad con la cual Jesucristo, mediante su Espíritu,
guía la Iglesia (45).
Gracias a esta consagración obrada por el Espíritu
santo en la efusión sacramental del Orden, la vida espiritual
del sacerdote queda caracterizada, plasmada y definida por aquellas
actitudes y comportamientos que son propios de Jesucristo, Cabeza
y pastor de la Iglesia y que se compendian en su caridad pastoral.
Jesucristo es Cabeza de la Iglesia, su Cuerpo. Es «Cabeza»
en el sentido nuevo y original de ser «Siervo»,
según sus mismas palabras: «Tampoco el Hijo del
hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida
como rescate por muchos» (Mc 10, 45). El servicio de Jesús
llega a su plenitud con la muerte en cruz, o sea, con el don
total de sí mismo, en la humildad y el amor: «se
despojó de sí mismo tomando condición de
siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo
en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo,
obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz ...» (Flp
2, 78). La autoridad de Jesucristo Cabeza coincide pues con
su servicio, con su don, con su entrega total, humilde y amorosa
a la Iglesia. Y esto en obediencia perfecta al Padre: él
es el único y verdadero Siervo doliente del Señor,
Sacerdote y Víctima a la vez.
Este tipo concreto de autoridad, o sea, el servicio a la Iglesia,
debe animar y vivificar la existencia espiritual de todo sacerdote,
precisamente como exigencia de su configuración con Jesucristo,
Cabeza y Siervo de la Iglesia (46). san Agustín exhortaba
de esta forma a un obispo en el día de su ordenación:
«El que es cabeza del pueblo debe, antes que nada, darse
cuenta de que es servidor de muchos. Y no se desdeñe
de serlo, repito, no se desdeñe de ser el servidor de
muchos, porque el Señor de los señores no se desdeñó
de hacerse nuestro siervo» (47).
La vida espiritual de los ministros del nuevo testamento deberá
estar caracterizada, pues, por esta actitud esencial de servicio
al pueblo de Dios (cf. Mt 20, 24ss,; Mc 10, 43-44), ajena a
toda presunción y a todo deseo de «tiranizar»
la grey confiada (cf. 1 Pe 5, 2-3). Un servicio llevado como
Dios espera y con buen espíritu. De este modo los ministros,
los «ancianos» de la comunidad, o sea, los presbíteros,
podrán ser «modelo» de la grey del Señor
que, a su vez, está llamada a asumir ante el mundo entero
esta actitud sacerdotal de servicio a la plenitud de la vida
del hombre y a su liberación integral.
22. La imagen de Jesucristo, pastor de la Iglesia, su grey,
vuelve a proponer, con matices nuevos y más sugestivos,
los mismos contenidos de la imagen de Jesucristo, Cabeza y Siervo.
Verificándose el anuncio profético del Mesías
Salvador, cantado gozosamente por el salmista y por el profeta
Ezequiel (cf. Sal 22-23; Ez 34, 11ss), Jesús se presenta
a sí mismo como «el buen pastor» (Jn 10,
11.14), no sólo de Israel, sino de todos los hombres
(cf. Jn 10, 16). Y su vida es una manifestación ininterrumpida,
es más, una realización diaria de su «caridad
pastoral». él siente compasión de las gentes,
porque están cansadas y abatidas, como ovejas sin pastor
(cf. Mt 9, 35-36). ; él busca las dispersas y las descarriadas
(cf. Mt 18, 12-14) y hace fiesta al encontrarlas, las recoge
y defiende, las conoce y llama una a una (cf. Jn 10, 3), las
conduce a los pastos frescos y a las aguas tranquilas (cf. Sal
22-23), para ellas prepara una mesa, alimentándolas con
su propia vida. Esta vida la ofrece el buen pastor con su muerte
y resurrección, como canta la liturgia romana de la Iglesia:
«Ha resucitado el buen pastor que dio la vida por sus
ovejas y se dignó morir por su grey. Aleluya» (48).
Pedro llama a Jesús el «supremo pastor» (1
Pe 5, 4), porque su obra y misión continúan en
la Iglesia a través de los apóstoles (cf. Jn 21,
15-17) y sus sucesores (cf.1 Pe 5, 1ss), y a través de
los presbíteros. En virtud de su consagración,
los presbíteros están configurados con Jesús,
buen pastor, y llamados a imitar y revivir su misma caridad
pastoral.
La entrega de Cristo a la Iglesia, fruto de su amor, se caracteriza
por aquella entrega originaria que es propia del esposo hacia
su esposa, como tantas veces sugieren los textos sagrados. Jesús
es el verdadero esposo, que ofrece el vino de la salvación
a la Iglesia (cf. Jn 2, 11). él, que es «Cabeza
de la Iglesia, el salvador del Cuerpo» (Ef 5, 23), «amó
a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella,
para santificarla, purificándola mediante el baño
del agua, en virtud de la palabra, y presentársela a
sí mismo resplandeciente; sin que tenga mancha ni arruga
ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef
5, 25-27). La Iglesia es, desde luego, el cuerpo en el que está
presente y operante Cristo Cabeza, pero es también la
Esposa que nace, como nueva Eva, del costado abierto del redentor
en la cruz; por esto Cristo está «al frente»
de la Iglesia, «la alimenta y la cuida» (Ef 5, 29)
mediante la entrega de su vida por ella. El sacerdote está
llamado a ser imagen viva de Jesucristo Esposo de la Iglesia (49).
Ciertamente es siempre parte de la comunidad a la que pertenece
como creyente, junto con los otros hermanos y hermanas convocados
por el Espíritu, pero en virtud de su configuración
con Cristo, Cabeza y pastor, se encuentra en esta situación
esponsal ante la comunidad. «En cuanto representa a Cristo,
Cabeza, pastor y Esposo de la Iglesia, el sacerdote está
no sólo en la Iglesia, sino también al frente
de la Iglesia» (50). Por tanto, está llamado a revivir
en su vida espiritual el amor de Cristo Esposo con la Iglesia
esposa. Su vida debe estar iluminada y orientada también
por este rasgo esponsal, que le pide ser testigo del amor de
Cristo como Esposo y, por eso, ser capaz de amar a la gente
con un corazón nuevo, grande y puro, con auténtica
renuncia de sí mismo, con entrega total, continua y fiel,
y a la vez con una especie de «celo» divino (cf.2
Cor 11, 2), con una ternura que incluso asume matices del cariño
materno, capaz de hacerse cargo de los «dolores de parto»
hasta que «Cristo no sea formado» en los fieles
(cf. Gál 4, 19).
23. El principio interior, la virtud que anima y guía
la vida espiritual del presbítero en cuanto configurado
con Cristo Cabeza y pastor es la caridad pastoral, participación
de la misma caridad pastoral de Jesucristo: don gratuito del
Espíritu santo y, al mismo tiempo, deber y llamada a
la respuesta libre y responsable del presbítero.
El contenido esencial de la caridad pastoral es la donación
de sí, la total donación de sí a la Iglesia,
compartiendo el don de Cristo y a su imagen. «La caridad
pastoral es aquella virtud con la que nosotros imitamos a Cristo
en su entrega de sí mismo y en su servicio. No es sólo
aquello que hacemos, sino la donación de nosotros mismos
lo que muestra el amor de Cristo por su grey. La caridad pastoral
determina nuestro modo de pensar y de actuar, nuestro modo de
comportarnos con la gente. Y resulta particularmente exigente
para nosotros...» (51).
El don de nosotros mismos, raíz y síntesis de
la caridad pastoral, tiene como destinataria la Iglesia. Así
lo ha hecho Cristo «que amó a la Iglesia y se entregó
a sí mismo por ella» (Ef 5, 25); así debe
hacerlo el sacerdote. Con la caridad pastoral, que caracteriza
el ejercicio del ministerio sacerdotal como «amoris officium» (52),«el sacerdote, que recibe la vocación al ministerio,
es capaz de hacer de éste una elección de amor,
para el cual la Iglesia y las almas constituyen su principal
interés y, con esta espiritualidad concreta, se hace
capaz de amar a la Iglesia universal y a aquella porción
de Iglesia que le ha sido confiada, con toda la entrega de un
esposo hacia su esposa» (53). El don de sí no tiene
límites, ya que está marcado por la misma fuerza
apostólica y misionera de Cristo, el buen pastor, que
ha dicho: «también tengo otras ovejas, que no son
de este redil; también a ésas las tengo que conducir
y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño,
un solo pastor» (Jn 10, 16).
Dentro de la comunidad eclesial, la caridad pastoral del sacerdote
le pide y exige de manera particular y específica una
relación personal con el presbiterio, unido en y con
el obispo, come dice expresamente el Concilio: «La caridad
pastoral pide que, para no correr en vano, trabajen siempre
los presbíteros en vínculo de comunión
con los obispos y con los otros hermanos en el sacerdocio» (54).
El don de sí mismo a la Iglesia se refiere a ella como
cuerpo y esposa de Jesucristo. Por esto la caridad del sacerdote
se refiere primariamente a Jesucristo: solamente si ama y sirve
a Cristo, Cabeza y Esposo, la caridad se hace fuente, criterio,
medida, impulso del amor y del servicio del sacerdote a la Iglesia,
cuerpo y esposa de Cristo. Ésta ha sido la conciencia
clara y profunda del apóstol Pablo, que escribe a los
cristianos de la Iglesia de Corinto: somos «siervos vuestros
por Jesús» (2 Cor 4, 5). Ésta es, sobre
todo, la enseñanza explícita y programática
de Jesús, cuando confía a Pedro el ministerio
de apacentar la grey sólo después de su triple
confesión de amor e incluso de un amor de predilección:
«Le dice por tercera vez: "Simón de Juan,
¿me quieres?"... Pedro... le dijo: "Señor,
tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero".
Le dice Jesús: "Apacienta mis ovejas"»
(Jn 21, 17).
La caridad pastoral, que tiene su fuente específica en
el sacramento del Orden, encuentra su expresión plena
y su alimento supremo en la eucaristía: «Esta caridad
pastoral —dice el Concilio— fluye ciertamente, sobre
todo, del sacrificio eucarístico, que es, por ello, centro
y raíz de toda la vida del presbítero, de suerte
que el alma sacerdotal se esfuerce en reproducir en sí
misma lo que se hace en el ara sacrificial» (55). En efecto,
en la eucaristía es donde se representa, es decir, se
hace de nuevo presente el sacrificio de la cruz, el don total
de Cristo a su Iglesia, el don de su cuerpo entregado y de su
sangre derramada, como testimonio supremo de su ser Cabeza y
pastor, Siervo y Esposo de la Iglesia. Precisamente por esto
la caridad pastoral del sacerdote no sólo fluye de la
eucaristía, sino que encuentra su más alta realización
en su celebración, así como también recibe
de ella la gracia y la responsabilidad de impregnar de manera
«sacrificial» toda su existencia.
Esta misma caridad pastoral constituye el principio interior
y dinámico capaz de unificar las múltiples y diversas
actividades del sacerdote. Gracias a la misma puede encontrar
respuesta la exigencia esencial y permanente de unidad entre
la vida interior y tantas tareas y responsabilidades del ministerio,
exigencia tanto más urgente en un contexto sociocultural
y eclesial fuertemente marcado por la complejidad, la fragmentación
y la dispersión. Solamente la concentración de
cada instante y de cada gesto en torno a la opción fundamental
y determinante de «dar la vida por la grey» puede
garantizar esta unidad vital, indispensable para la armonía
y el equilibrio espiritual del sacerdote: «La unidad de
vida —nos recuerda el Concilio— pueden construirla
los presbíteros si en el cumplimiento de su ministerio
siguieren el ejemplo de Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad
de Aquel que lo envió para que llevara a cabo su obra
... Así, desempeñando el oficio de buen pastor,
en el mismo ejercicio de la caridad pastoral hallarán
el vínculo de la perfección sacerdotal, que reduzca
a unidad su vida y acción» (56).
La vida espiritual
en el ejercicio del ministerio
24. El Espíritu
del Señor ha consagrado a Cristo y lo ha enviado a anunciar
el evangelio (cf. Lc 4, 18). La misión no es un elemento
extrínseco o yuxtapuesto a la consagración, sino
que constituye su finalidad intrínseca y vital: la consagración
es para la misión. De esta manera, no sólo la
consagración, sino también la misión está
bajo el signo del Espíritu, bajo su influjo santificador.
Así fue en Jesús. Así fue en los apóstoles
y en sus sucesores. Así es en toda la Iglesia y en sus
presbíteros: todos reciben el Espíritu como don
y llamada a la santificación en el cumplimiento de la
misión y a través de ella (57).
Existe por tanto una relación íntima entre la
vida espiritual del presbítero y el ejercicio de su ministerio,(58).
descrita así por el Concilio: «Al ejercer el ministerio
del Espíritu y de la justicia (cf. 2 Cor 3, 8-9), (los
presbíteros). si son dóciles al Espíritu
de Cristo, que los vivifica y guía, se afirman en la
vida del espíritu. Ya que por las mismas acciones sagradas
de cada día, como por todo su ministerio, que ejercen
unidos con el obispo y los presbíteros, ellos mismos
se ordenan a la perfección de vida. Por otra parte, la
santidad misma de los presbíteros contribuye en gran
manera al ejercicio fructuoso del propio ministerio» (59).
«Conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor».
Ésta es la invitación, la exhortación que
la Iglesia hace al presbítero en el rito de la ordenación,
cuando se le entrega las ofrendas del pueblo santo para el sacrificio
eucarístico. El «misterio», cuyo «dispensador»
es el presbítero (cf. 1 Cor 4,1), es, en definitiva,
Jesucristo mismo, que en el Espíritu santo es fuente
de santidad y llamada a la santificación. El «misterio»
requiere ser vivido por el presbítero. Por esto exige
gran vigilancia y viva conciencia. Y así, el rito de
la ordenación antepone a esas palabras la recomendación:
«Considera lo que realizas». Ya exhortaba Pablo
al obispo Timoteo: «No descuides el carisma que hay en
ti» (1 Tim 4, 14; cf. 2 Tim 1, 6).
La relación entre la vida espiritual y el ejercicio del
ministerio sacerdotal puede encontrar su explicación
también a partir de la caridad pastoral otorgada por
el sacramento del Orden. El ministerio del sacerdote, precisamente
porque es una participación del ministerio salvífico
de Jesucristo, cabeza y pastor, expresa y revive su caridad
pastoral, que es a la vez fuente y espíritu de su servicio
y del don de sí mismo. En su realidad objetiva el ministerio
sacerdotal es «amoris officium», según la
ya citada expresión de san Agustín. Precisamente
esta realidad objetiva es el fundamento y la llamada para un
ethos correspondiente, que es el vivir el amor, como dice el
mismo san Agustín: «Sit amoris officium pascere
dominicum gregem» (60). Este ethos, y también la
vida espiritual, es la acogida de la «verdad» del
ministerio sacerdotal como «amoris officium» en
la conciencia y en la libertad, y por tanto en la mente y el
corazón, en las decisiones y las acciones.
25. Es esencial, para una vida espiritual que se desarrolla
a través del ejercicio del ministerio, que el sacerdote
renueve continuamente y profundice cada vez más la conciencia
de ser ministro de Jesucristo, en virtud de la consagración
sacramental y de la configuración con él, Cabeza
y pastor de la Iglesia.
Esa conciencia no sólo corresponde a la verdadera naturaleza
de la misión que el sacerdote desarrolla en favor de
la Iglesia y de la humanidad, sino que influye también
en la vida espiritual del sacerdote que cumple esa misión.
En efecto, el sacerdote es escogido por Cristo no como una «cosa»,
sino como una «persona» No es un instrumento inerte
y pasivo, sino un «instrumento vivo», como dice
el Concilio, precisamente al hablar de la obligación
de tender a la perfección (61). Y el mismo Concilio habla
de los sacerdotes como «compañeros y colaboradores»
del Dios «santo y santificador» (62).
En este sentido, en el ejercicio del ministerio está
profundamente comprometida la persona consciente, libre y responsable
del sacerdote. Su relación con Jesucristo, asegurada
por la consagración y configuración del sacramento
del Orden, instaura y exige en el sacerdote una posterior relación
que procede de la intención, es decir, de la voluntad
consciente y libre de hacer, mediante los gestos ministeriales,
lo que quiere hacer la Iglesia. Semejante relación tiende,
por su propia naturaleza, a hacerse lo más profunda posible,
implicando la mente, los sentimientos, la vida, o sea, una serie
de «disposiciones» morales y espirituales correspondientes
a los gestos ministeriales que el sacerdote realiza.
No hay duda de que el ejercicio del ministerio sacerdotal, especialmente
la celebración de los sacramentos, recibe su eficacia
salvífica de la acción misma de Jesucristo, hecha
presente en los sacramentos. Pero por un designio divino, que
quiere resaltar la absoluta gratuidad de la salvación,
haciendo del hombre un «salvado» a la vez que un
«salvador» —siempre y sólo con Jesucristo—,
la eficacia del ejercicio del ministerio está condicionada
también por la mayor o menor acogida y participación
humana (63). En particular, la mayor o menor santidad del ministro
influye realmente en el anuncio de la Palabra, en la celebración
de los sacramentos y en la dirección de la comunidad
en la caridad. Lo afirma con claridad el Concilio: «La
santidad misma de los presbíteros contribuye en gran
manera al ejercicio fructuoso del propio ministerio; pues, si
es cierto que la gracia de Dios puede llevar a cabo la obra
de salvación aun por medio de ministros indignos, sin
embargo, Dios prefiere mostrar normalmente sus maravillas por
obra de quienes, más dóciles al impulso e inspiración
del Espíritu santo, por su íntima unión
con Cristo y la santidad de su vida, pueden decir con el Apóstol:
"Pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí"
(Gál 2, 20)» (64).
La conciencia de ser ministro de Jesucristo, cabeza y pastor,
lleva consigo también la conciencia agradecida y gozosa
de una gracia singular recibida de Jesucristo: la gracia de
haber sido escogido gratuitamente por el Señor como «instrumento
vivo» de la obra de salvación. Esta elección
demuestra el amor de Jesucristo al sacerdote. Precisamente este
amor, más que cualquier otro amor, exige correspondencia.
Después de su resurrección Jesús hace a
Pedro una pregunta fundamental sobre el amor: «Simón
de Juan, ¿me amas más que éstos?».
Y a la respuesta de Pedro sigue la entrega de la misión:
«Apacienta mis corderos» (Jn 21, 15). Jesús
pregunta a Pedro si lo ama, antes de entregarle su grey. Pero
es, en realidad, el amor libre y precedente de Jesús
mismo el que origina su pregunta al apóstol y la entrega
de «sus» ovejas. Y así, todo gesto ministerial,
a la vez que lleva a amar y servir a la Iglesia, ayuda a madurar
cada vez más en el amor y en el servicio a Jesucristo,
Cabeza, pastor y Esposo de la Iglesia; en un amor que se configura
siempre como respuesta al amor precedente, libre y gratuito,
de Dios en Cristo. A su vez, el crecimiento del amor a Jesucristo
determina el crecimiento del amor a la Iglesia: «Somos
vuestros pastores (pascimus vobis). , con vosotros somos apacentados
(pascimur vobiscum). . El Señor nos dé la fuerza
de amaros hasta el punto de poder morir real o afectivamente
por vosotros (aut effectu aut affectu)» (65).
26. Gracias a la preciosa enseñanza del concilio Vaticano
II (66), podemos recordar las condiciones y exigencias, las modalidades
y frutos de la íntima relación que existe entre
la vida espiritual del sacerdote y el ejercicio de su triple
ministerio: la Palabra, el Sacramento y el servicio de la Caridad.
El sacerdote es, ante todo, ministro de la palabra de Dios;
es el ungido y enviado para anunciar a todos el evangelio del
Reino, llamando a cada hombre a la obediencia de la fe y conduciendo
a los creyentes a un conocimiento y comunión cada vez
más profundos del misterio de Dios, revelado y comunicado
a nosotros en Cristo. Por eso, el sacerdote mismo debe ser el
primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra
de Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico
o exegético, que es también necesario; necesita
acercarse a la Palabra con un corazón dócil y
orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y
sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva:
«la mente de Cristo» (1 Cor 2, 16), de modo que
sus palabras, sus opciones y sus actitudes sean cada vez más
una transparencia, un anuncio y un testimonio del evangelio.
Solamente «permaneciendo» en la Palabra, el sacerdote
será perfecto discípulo del Señor; conocerá
la verdad y será verdaderamente libre, superando todo
condicionamiento contrario o extraño al evangelio (cf.
Jn 8, 31-32). El sacerdote debe ser el primer «creyente»
de la Palabra, con la plena conciencia de que las palabras de
su ministerio no son «suyas», sino de Aquel que
lo ha enviado. él no es el dueño de esta Palabra:
es su servidor. él no es el único poseedor de
esta Palabra: es deudor ante el pueblo de Dios. Precisamente
porque evangeliza y para poder evangelizar, el sacerdote, como
la Iglesia, debe crecer en la conciencia de su permanente necesidad
de ser evangelizado (67). él anuncia la Palabra en su
calidad de ministro, partícipe de la autoridad profética
de Cristo y de la Iglesia. Por esto, por tener en sí
mismo y ofrecer a los fieles la garantía de que transmite
el evangelio en su integridad, el sacerdote ha de cultivar una
sensibilidad, un amor y una disponibilidad particulares hacia
la Tradición viva de la Iglesia y de su Magisterio, que
no son extraños a la Palabra, sino que sirven para su
recta interpretación y para custodiar su sentido auténtico (68).
Es sobre todo en la celebración de los sacramentos, y
en la celebración de la liturgia de las Horas, donde
el sacerdote está llamado a vivir y testimoniar la unidad
profunda entre el ejercicio de su ministerio y su vida espiritual:
el don de gracia ofrecido a la Iglesia se hace principio de
santidad y llamada a la santificación. También
para el sacerdote el lugar verdaderamente central, tanto de
su ministerio como de su vida espiritual, es la eucaristía,
porque en ella «se contiene todo el bien espiritual de
la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo,
que mediante su carne, vivificada y vivificante por el Espíritu
santo, da la vida a los hombres. Así son ellos invitados
y conducidos a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y
todas sus cosas en unión con él mismo» (69).
De los diversos sacramentos y, en particular, de la gracia específica
y propia de cada uno de ellos, la vida espiritual del presbítero
recibe unas connotaciones particulares. En efecto, se estructura
y es plasmada por las múltiples características
y exigencias de los diversos sacramentos celebrados y vividos.
Quiero dedicar unas palabras al Sacramento de la Penitencia,
cuyos ministros son los sacerdotes, pero deben ser también
sus beneficiarios, haciéndose testigos de la misericordia
de Dios por los pecadores. Repito cuanto escribí en la
Exhortación Reconciliatio et paenitentia: «La vida
espiritual y pastoral del sacerdote, como la de sus hermanos
laicos y religiosos, depende, para su calidad y fervor, de la
asidua y consciente práctica personal del Sacramento
de la Penitencia. La celebración de la eucaristía
y el ministerio de los otros sacramentos, el celo pastoral,
la relación con los fieles, la comunión con los
hermanos, la colaboración con el obispo, la vida de oración,
en una palabra toda la existencia sacerdotal sufre un inevitable
decaimiento, si le falta, por negligencia o cualquier otro motivo,
el recurso periódico e inspirado en una auténtica
fe y devoción al Sacramento de la Penitencia. En un sacerdote
que no se confesase o se confesase mal, su ser como sacerdote
y su ministerio se resentirían muy pronto, y se daría
cuenta también la Comunidad de la que es pastor» (70).
Por último, el sacerdote está llamado a revivir
la autoridad y el servicio de Jesucristo, cabeza y pastor de
la Iglesia, animando y guiando la comunidad eclesial, o sea,
reuniendo «la familia de Dios, como una fraternidad animada
en la unidad» y conduciéndola «al Padre por
medio de Cristo en el Espíritu santo» (71). Este
«munus regendi» es una misión muy delicada
y compleja, que incluye, además de la atención
a cada una de las personas y a las diversas vocaciones, la capacidad
de coordinar todos los dones y carismas que el Espíritu
suscita en la comunidad, examinándolos y valorándolos
para la edificación de la Iglesia, siempre en unión
con los obispos. Se trata de un ministerio que pide al sacerdote
una vida espiritual intensa, rica de aquellas cualidades y virtudes
que son típicas de la persona que preside y «guía»
una comunidad; del «anciano» en el sentido más
noble y rico de la palabra. En él se esperan ver virtudes
como la fidelidad, la coherencia, la sabiduría, la acogida
de todos, la afabilidad, la firmeza doctrinal en las cosas esenciales,
la libertad sobre los puntos de vista subjetivos, el desprendimiento
personal, la paciencia, el gusto por el esfuerzo diario, la
confianza en la acción escondida de la gracia que se
manifiesta en los sencillos y en los pobres (cf. Tit 1, 7-8).
Existencia sacerdotal
y radicalismo evangélico
27. «El Espíritu
del Señor sobre mí» (Lc 4, 18). El Espíritu
santo recibido en el sacramento del Orden es fuente de santidad
y llamada a la santificación, no sólo porque configura
al sacerdote con Cristo, Cabeza y pastor de la Iglesia, y le
confía la misión profética, sacerdotal
y real para que la lleve a cabo personificando a Cristo, sino
también porque anima y vivifica su existencia de cada
día, enriqueciéndola con dones y exigencias, con
virtudes y fuerzas, que se compendian en la caridad pastoral.
Esta caridad es síntesis unificante de los valores y
de las virtudes evangélicas y, a la vez, fuerza que sostiene
su desarrollo hasta la perfección cristiana (72).
Para todos los cristianos, sin excepciones, el radicalismo evangélico
es una exigencia fundamental e irrenunciable, que brota de la
llamada de Cristo a seguirlo e imitarlo, en virtud de la íntima
comunión de vida con él, realizada por el Espíritu
(cf. Mt 8, 18ss; 10, 37ss; Mc 8, 34-38; 10, 17-21; Lc 9, 57ss). Esta misma exigencia se presenta a los sacerdotes, no sólo
porque están «en» la Iglesia, sino también
porque están «al frente» de ella, al estar
configurados con Cristo, Cabeza y pastor, capacitados y comprometidos
para el ministerio ordenado, vivificados por la caridad pastoral.
Ahora bien, dentro del radicalismo evangélico y como
manifestación del mismo se encuentra un rico florecimiento
de múltiples virtudes y exigencias éticas, que
son decisivas para la vida pastoral y espiritual del sacerdote,
como, por ejemplo, la fe, la humildad ante el misterio de Dios,
la misericordia, la prudencia. Expresión privilegiada
del radicalismo son los varios consejos evangélicos que
Jesús propone en el Sermón de la Montaña
(cf. Mt 5-7), y entre ellos los consejos, íntimamente
relacionados entre sí, de obediencia, castidad y pobreza (73):
el sacerdote está llamado a vivirlos según el
estilo, es más, según las finalidades y el significado
original que nacen de la identidad propia del presbítero
y la expresan.
28. «Entre las virtudes más necesarias en el ministerio
de los presbíteros, recordemos la disposición
de ánimo para estar siempre prontos para buscar no la
propia voluntad, sino el cumplimiento de la voluntad de aquel
que los ha enviado (cf. Jn 4, 34; 5, 30; 6, 38)» (74).
Se trata de la obediencia, que, en el caso de la vida espiritual
del sacerdote, presenta algunas características peculiares.
Es, ante todo, una obediencia «apostólica»,
en cuanto que reconoce, ama y sirve a la Iglesia en su estructura
jerárquica. En verdad no se da ministerio sacerdotal
sino en la comunión con el sumo pontífice y con
el Colegio episcopal, particularmente con el propio obispo diocesano,
hacia los que debe observarse la «obediencia y respeto»
filial, prometidos en el rito de la ordenación. Esta
sumisión a cuantos están revestidos de la autoridad
eclesial no tiene nada de humillante, sino que nace de la libertad
responsable del presbítero, que acoge no sólo
las exigencias de una vida eclesial orgánica y organizada,
sino también aquella gracia de discernimiento y de responsabilidad
en las decisiones eclesiales, que Jesús ha garantizado
a sus apóstoles y a sus sucesores, para que sea guardado
fielmente el misterio de la Iglesia, y para que el conjunto
de la comunidad cristiana sea servida en su camino unitario
hacia la salvación.
La obediencia cristiana, auténtica, motivada y vivida
rectamente sin servilismos, ayuda al presbítero a ejercer
con transparencia evangélica la autoridad que le ha sido
confiada en relación con el pueblo de Dios: sin autoritarismos
y sin decisiones demagógicas. Sólo el que sabe
obedecer en Cristo, sabe cómo pedir, según el
evangelio, la obediencia de los demás.
La obediencia del presbítero presenta además una
exigencia comunitaria; en efecto, no se trata de la obediencia
de alguien que se relaciona individualmente con la autoridad,
sino que el presbítero está profundamente inserto
en la unidad del presbiterio, que, como tal, está llamado
a vivir en estrecha colaboración con el obispo y, a través
de él, con el sucesor de Pedro (75).
Este aspecto de la obediencia del sacerdote exige una gran ascesis,
tanto en el sentido de capacidad a no dejarse atar demasiado
a las propias preferencias o a los propios puntos de vista,
como en el sentido de permitir a los hermanos que puedan desarrollar
sus talentos y sus aptitudes, más allá de todo
celo, envidia o rivalidad. La obediencia del sacerdote es una
obediencia solidaria, que nace de su pertenencia al único
presbiterio y que siempre dentro de él y con él
aporta orientaciones y toma decisiones corresponsables.
Por último, la obediencia sacerdotal tiene un especial
«carácter de pastoralidad». Es decir, se
vive en un clima de constante disponibilidad a dejarse absorber,
y casi «devorar», por las necesidades y exigencias
de la grey. Es verdad que estas exigencias han de tener una
justa racionalidad, y a veces han de ser seleccionadas y controladas;
pero es innegable que la vida del presbítero está
ocupada, de manera total, por el hambre del evangelio, de la
fe, la esperanza y el amor de Dios y de su misterio, que de
modo más o menos consciente está presente en el
pueblo de Dios que le ha sido confiado.
29. Entre los consejos evangélicos —dice el Concilio—,
«destaca el precioso don de la divina gracia, concedido
a algunos por el Padre (cf. Mt 19, 11; 1 Cor 7, 7), para que
se consagren sólo a Dios con un corazón que en
la virginidad y el celibato se mantiene más fácilmente
indiviso (cf. 1 Cor 7, 32-34). Esta perfecta continencia por
el reino de los cielos siempre ha sido tenida en la más
alta estima por la Iglesia, como señal y estímulo
de la caridad y como un manantial extraordinario de espiritual
fecundidad en el mundo» (76). En la virginidad y el celibato
la castidad mantiene su significado original, a saber, el de
una sexualidad humana vivida como auténtica manifestación
y precioso servicio al amor de comunión y de donación
interpersonal. Este significado subsiste plenamente en la virginidad,
que realiza, en la renuncia al matrimonio, el «significado
esponsalicio» del cuerpo mediante una comunión
y una donación personal a Jesucristo y a su Iglesia,
que prefiguran y anticipan la comunión y la donación
perfectas y definitivas del más allá: «En
la virginidad el hombre está a la espera, incluso corporalmente,
de las bodas escatológicas de Cristo con la Iglesia,
dándose totalmente a la Iglesia con la esperanza de que
Cristo se dé a ésta en la plena verdad de la vida
eterna» (77).
A esta luz se pueden comprender y apreciar más fácilmente
los motivos de la decisión multisecular que la Iglesia
de Occidente tomó y sigue manteniendo —a pesar
de todas las dificultades y objeciones surgidas a través
de los siglos—, de conferir el orden presbiteral sólo
a hombres que den pruebas de ser llamados por Dios al don de
la castidad en el celibato absoluto y perpetuo.
Los padres sinodales han expresado con claridad y fuerza su
pensamiento con una Proposición importante, que merece
ser transcrita íntegra y literalmente: «Quedando
en pie la disciplina de las Iglesias Orientales, el Sínodo,
convencido de que la castidad perfecta en el celibato sacerdotal
es un carisma, recuerda a los presbíteros que ella constituye
un don inestimable de Dios a la Iglesia y representa un valor
profético para el mundo actual. Este Sínodo afirma
nuevamente y con fuerza cuanto la Iglesia Latina y algunos ritos
orientales determinan, a saber, que el sacerdocio se confiera
solamente a aquellos hombres que han recibido de Dios el don
de la vocación a la castidad célibe (sin menoscabo
de la tradición de algunas Iglesias orientales y de los
casos particulares del clero casado proveniente de las conversiones
al catolicismo, para los que se hace excepción en la
encíclica de Pablo VI sobre el celibato sacerdotal, n.
42). El Sínodo no quiere dejar ninguna duda en la mente
de nadie sobre la firme voluntad de la Iglesia de mantener la
ley que exige el celibato libremente escogido y perpetuo para
los candidatos a la ordenación sacerdotal en el rito
latino. El Sínodo solicita que el celibato sea presentado
y explicado en su plena riqueza bíblica, teológica
y espiritual, como precioso don dado por Dios a su Iglesia y
como signo del Reino que no es de este mundo, signo también
del amor de Dios a este mundo, y del amor indiviso del sacerdote
a Dios y al pueblo de Dios, de modo que el celibato sea visto
como enriquecimiento positivo del sacerdocio» (78).
Es particularmente importante que el sacerdote comprenda la
motivación teológica de la ley eclesiástica
sobre el celibato. En cuanto ley, ella expresa la voluntad de
la Iglesia, antes aún que la voluntad que el sujeto manifiesta
con su disponibilidad. Pero esta voluntad de la Iglesia encuentra
su motivación última en la relación que
el celibato tiene con la ordenación sagrada, que configura
al sacerdote con Jesucristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia.
La Iglesia, como Esposa de Jesucristo, desea ser amada por el
sacerdote de modo total y exclusivo como Jesucristo, Cabeza
y Esposo, la ha amado. Por eso el celibato sacerdotal es un
don de sí mismo en y con Cristo a su Iglesia y expresa
el servicio del sacerdote a la Iglesia en y con el Señor.
Para una adecuada vida espiritual del sacerdote es preciso que
el celibato sea considerado y vivido no como un elemento aislado
o puramente negativo, sino como un aspecto de una orientación
positiva, específica y característica del sacerdote:
él, dejando padre y madre, sigue a Jesús, buen
pastor, en una comunión apostólica, al servicio
del pueblo de Dios. Por tanto, el celibato ha de ser acogido
con libre y amorosa decisión, que debe ser continuamente
renovada, como don inestimable de Dios, como «estímulo
de la caridad pastoral» (79), como participación
singular en la paternidad de Dios y en la fecundidad de la Iglesia,
como testimonio ante el mundo del Reino escatológico.
Para vivir todas las exigencias morales, pastorales y espirituales
del celibato sacerdotal es absolutamente necesaria la oración
humilde y confiada, como nos recuerda el Concilio: «Cuanto
más imposible se considera por no pocos hombres la perfecta
continencia en el mundo de hoy, tanto más humilde y perseverantemente
pedirán los presbíteros, a una con la Iglesia,
la gracia de la fidelidad, que nunca se niega a los que la piden,
empleando, al mismo tiempo, todos los medios sobrenaturales
y naturales, que están al alcance de todos» (80).
Será la oración, unida a los sacramentos de la
Iglesia y al esfuerzo ascético, los que infundan esperanza
en las dificultades, perdón en las faltas, confianza
y ánimo en el volver a comenzar.
30. De la pobreza evangélica los padres sinodales han
dado una descripción muy concisa y profunda, presentándola
como «sumisión de todos los bienes al Bien supremo
de Dios y de su Reino» (81). En realidad, sólo el
que contempla y vive el misterio de Dios como único y
sumo Bien, como verdadera y definitiva Riqueza, puede comprender
y vivir la pobreza, que no es ciertamente desprecio y rechazo
de los bienes materiales, sino el uso agradecido y cordial de
estos bienes y, a la vez, la gozosa renuncia a ellos con gran
libertad interior, esto es, hecha por Dios y obedeciendo sus
designios.
La pobreza del sacerdote, en virtud de su configuración
sacramental con Cristo, Cabeza y pastor, tiene características
«pastorales» bien precisas, en las que se han fijado
los padres sinodales, recordando y desarrollando las enseñanzas
conciliares (82). Afirman, entre otras cosas: «Los sacerdotes,
siguiendo el ejemplo de Cristo que, siendo rico, se ha hecho
pobre por nuestro amor (cf. 2 Cor 8, 9), deben considerar a
los pobres y a los más débiles como confiados
a ellos de un modo especial y deben ser capaces de testimoniar
la pobreza con una vida sencilla y austera, habituados ya a
renunciar generosamente a las cosas superfluas (Optatam totius,
9; C.I.C., can. 282)» (83).
Es verdad que «el obrero merece su salario» (Lc
10, 7) y que «el Señor ha ordenado que los que
predican el evangelio vivan del evangelio» (1 Cor 9, 14);
pero también es verdad que este derecho del apóstol
no puede absolutamente confundirse con una especie de pretensión
de someter el servicio del evangelio y de la Iglesia a las ventajas
e intereses que del mismo puedan derivarse. Sólo la pobreza
asegura al sacerdote su disponibilidad a ser enviado allí
donde su trabajo sea más útil y urgente, aunque
comporte sacrificio personal. Ésta es una condición
y una premisa indispensable a la docilidad que el apóstol
ha de tener al Espíritu, el cual lo impulsa para «ir»,
sin lastres y sin ataduras, siguiendo sólo la voluntad
del Maestro (cf. Lc 9, 57-62; Mc 10, 17-22).
Inserto en la vida de la comunidad y responsable de la misma,
el sacerdote debe ofrecer también el testimonio de una
total «transparencia» en la administración
de los bienes de la misma comunidad, que no tratará jamás
como un patrimonio propio, sino como algo de lo que debe rendir
cuentas a Dios y a los hermanos, sobre todo a los pobres. Además,
la conciencia de pertenecer al único presbiterio lo llevará
a comprometerse para favorecer una distribución más
justa de los bienes entre los hermanos, así como un cierto
uso en común de los bienes (cf. Hech 2, 42-47).
La libertad interior, que la pobreza evangélica custodia
y alimenta, prepara al sacerdote para estar al lado de los más
débiles; para hacerse solidario con sus esfuerzos por
una sociedad más justa; para ser más sensible
y más capaz de comprensión y de discernimiento
de los fenómenos relativos a los aspectos económicos
y sociales de la vida; para promover la opción preferencial
por los pobres; ésta, sin excluir a nadie del anuncio
y del don de la salvación, sabe inclinarse ante los pequeños,
ante los pecadores, ante los marginados de cualquier clase,
según el modelo ofrecido por Jesús en su ministerio
profético y sacerdotal (cf. Lc 4, 18).
No hay que olvidar el significado profético de la pobreza
sacerdotal, particularmente urgente en las sociedades opulentas
y de consumo, pues «el sacerdote verdaderamente pobre
es ciertamente un signo concreto de la separación, de
la renuncia y de la no sumisión a la tiranía del
mundo contemporáneo, que pone toda su confianza en el
dinero y en la seguridad material» (84).
Jesucristo, que en la cruz lleva a perfección su caridad
pastoral con un total despojo exterior e interior, es el modelo
y fuente de las virtudes de obediencia, castidad y pobreza que
el sacerdote está llamado a vivir como expresión
de su amor pastoral por los hermanos. Como escribe san Pablo
a los Filipenses, el sacerdote debe tener «los mismos
sentimientos» de Jesús, despojándose de
su propio «yo», para encontrar, en la caridad obediente,
casta y pobre, la vía maestra de la unión con
Dios y de la unidad con los hermanos (cf. Flp 2, 5).
Pertenencia y dedicación
a la Iglesia particular
31. Como toda vida
espiritual auténticamente cristiana, también la
del sacerdote posee una esencial e irrenunciable dimensión
eclesial: es participación en la santidad de la misma
Iglesia, que en el Credo profesamos como «Comunión
de los santos». La santidad del cristiano deriva de la
de la Iglesia, la expresa y al mismo tiempo la enriquece. Esta
dimensión eclesial reviste modalidades, finalidades y
significados particulares en la vida espiritual del presbítero,
en razón de su relación especial con la Iglesia,
basándose siempre en su configuración con Cristo,
Cabeza y pastor, en su ministerio ordenado, en su caridad pastoral.
En esta perspectiva es necesario considerar como valor espiritual
del presbítero su pertenencia y su dedicación
a la Iglesia particular, lo cual no está motivado solamente
por razones organizativas y disciplinares; al contrario, la
relación con el obispo en el único presbiterio,
la coparticipación en su preocupación eclesial,
la dedicación al cuidado evangélico del Pueblo
de Dios en las condiciones concretas históricas y ambientales
de la Iglesia particular, son elementos de los que no se puede
prescindir al dibujar la configuración propia del sacerdote
y de su vida espiritual. En este sentido la «incardinación»
no se agota en un vínculo puramente jurídico,
sino que comporta también una serie de actitudes y de
opciones espirituales y pastorales, que contribuyen a dar una
fisonomía específica a la figura vocacional del
presbítero.
Es necesario que el sacerdote tenga la conciencia de que su
«estar en una Iglesia particular» constituye, por
su propia naturaleza, un elemento calificativo para vivir una
espiritualidad cristiana. Por ello, el presbítero encuentra,
precisamente en su pertenencia y dedicación a la Iglesia
particular, una fuente de significados, de criterios de discernimiento
y de acción, que configuran tanto su misión pastoral,
como su vida espiritual.
En el caminar hacia la perfección pueden ayudar también
otras inspiraciones o referencias a otras tradiciones de vida
espiritual, capaces de enriquecer la vida sacerdotal de cada
uno y de animar el presbiterio con ricos dones espirituales.
Es éste el caso de muchas asociaciones eclesiales —antiguas
y nuevas—, que acogen en su seno también a sacerdotes:
desde las sociedades de vida apostólica a los institutos
seculares presbiterales; desde las varias formas de comunión
y participación espiritual a los movimientos eclesiales.
Los sacerdotes que pertenecen a órdenes y a
religiosas son una riqueza espiritual para todo el presbiterio
diocesano, al que contribuyen con carismas específicos
y ministerios especializados; con su presencia estimulan la
Iglesia particular a vivir más intensamente su apertura
universal (85).
La pertenencia del sacerdote a la Iglesia particular y su dedicación,
hasta el don de la propia vida, para la edificación de
la Iglesia —«in persona Christi», Cabeza y
pastor—, al servicio de toda la comunidad cristiana, en
cordial y filial relación con el obispo, han de ser favorecidas
por todo carisma que forme parte de una existencia sacerdotal
o esté cercano a la misma (86).
Para que la abundancia de los dones del Espíritu santo
sea acogida con gozo y dé frutos para gloria de Dios
y bien de la Iglesia entera, se exige por parte de todos, en
primer lugar, el conocimiento y discernimiento de los carismas
propios y ajenos, y un ejercicio de los mismos acompañado
siempre por la humildad cristiana, la valentía de la
autocrítica y la intención —por encima de
cualquier otra preocupación—, de ayudar a la edificación
de toda la comunidad, a cuyo servicio está puesto todo
carisma particular. Se pide, además, a todos un sincero
esfuerzo de estima recíproca, de respeto mutuo y de valoración
coordinada de todas las diferencias positivas y justificadas,
presentes en el presbiterio. Todo esto forma parte también
de la vida espiritual y de la constante ascesis del sacerdote.
32. La pertenencia y dedicación a una Iglesia particular
no circunscriben la actividad y la vida del presbítero,
pues, dada la misma naturaleza de la Iglesia particular(87).
y del ministerio sacerdotal, aquellas no pueden reducirse a
estrechos límites. El Concilio enseña sobre esto:
«El don espiritual que los presbíteros recibieron
en la ordenación no los prepara a una misión limitada
y restringida, sino a la misión universal y amplísima
de salvación "hasta los confines de la tierra"
(Hech 1, 8), pues cualquier ministerio sacerdotal participa de
la misma amplitud universal de la misión confiada por
Cristo a los Apóstoles» (88).
Se sigue de esto que la vida espiritual de los sacerdotes debe
estar profundamente marcada por el anhelo y el dinamismo misionero.
Corresponde a ellos, en el ejercicio del ministerio y en el
testimonio de su vida, plasmar la comunidad que se les ha confiado
para que sea una comunidad auténticamente misionera.
Como he señalado en la encíclica Redemptoris missio,
«todos los sacerdotes deben de tener corazón y
mentalidad de misioneros, estar abiertos a las necesidades de
la Iglesia y del mundo, atentos a los más lejanos y,
sobre todo, a los grupos no cristianos del propio ambiente.
Que en la oración y, particularmente, en el sacrificio
eucarístico sientan la solicitud de toda la Iglesia por
la humanidad entera» (89).
Si este espíritu misionero anima generosamente la vida
de los sacerdotes, será fácil la respuesta a una
necesidad cada día más grave en la Iglesia, que
nace de una desigual distribución del clero. En este
sentido ya el Concilio se mostró preciso y enérgico:
«Recuerden, pues, los presbíteros que deben llevar
en su corazón la solicitud por todas las Iglesias. Por
tanto, los presbíteros de aquellas diócesis que
son más ricas en abundancia de vocaciones, muéstrense
de buen grado dispuestos, con permiso o por exhortación
de su propio obispo, a ejercer su ministerio en regiones, misiones
u obras que padecen escasez de clero» (90).
«Renueva en
sus corazones el Espíritu de santidad»
33. «El Espíritu
del Señor está sobre mí, porque me ha ungido
para anunciar a los pobres la Buena Nueva...» (Lc 4, 18).
Jesús hace resonar también hoy en nuestro corazón
de sacerdotes las palabras que pronunció en la sinagoga
de Nazaret. Efectivamente, nuestra fe nos revela la presencia
operante del Espíritu de Cristo en nuestro ser, en nuestro
actuar y en nuestro vivir, tal como lo ha configurado, capacitado
y plasmado el sacramento del Orden.
Ciertamente, el Espíritu del Señor es el gran
protagonista de nuestra vida espiritual. él crea el «corazón
nuevo», lo anima y lo guía con la «ley nueva»
de la caridad, de la caridad pastoral. Para el desarrollo de
la vida espiritual es decisiva la certeza de que no faltará
nunca al sacerdote la gracia del Espíritu santo, como
don totalmente gratuito y como mandato de responsabilidad. La
conciencia del don infunde y sostiene la confianza indestructible
del sacerdote en las dificultades, en las tentaciones, en las
debilidades con que puede encontrarse en el camino espiritual.
Vuelvo a proponer a todos los sacerdotes lo que, en otra ocasión,
dije a un numeroso grupo de ellos, «La vocación
sacerdotal es esencialmente una llamada a la santidad, que nace
del sacramento del Orden. La santidad es intimidad con Dios,
es imitación de Cristo, pobre, casto, humilde; es amor
sin reservas a las almas y donación a su verdadero bien;
es amor a la Iglesia que es santa y nos quiere santos, porque
ésta es la misión que Cristo le ha encomendado.
Cada uno de vosotros debe ser santo, también para ayudar
a los hermanos a seguir su vocación a la santidad...
»¿Cómo no reflexionar... sobre la función
esencial que el Espíritu santo ejerce en la específica
llamada a la santidad, propia del ministerio sacerdotal? Recordemos
las palabras del rito de la ordenación sacerdotal, que
se consideran centrales en la fórmula sacramental: "Te
pedimos, Padre todopoderoso, que confieras a estos siervos tuyos
la dignidad del presbiterado; renueva en sus corazones el Espíritu
de santidad; reciban de Ti el sacerdocio de segundo grado y
sean, con su conducta, ejemplo de vida".
»Mediante la ordenación, amadísimos hermanos,
habéis recibido el mismo Espíritu de Cristo, que
os hace semejantes a él, para que podáis actuar
en su nombre y vivir en vosotros sus mismos sentimientos. Esta
íntima comunión con el Espíritu de Cristo,
a la vez que garantiza la eficacia de la acción sacramental
que realizáis "in persona Christi", debe expresarse
también en el fervor de la oración, en la coherencia
de vida, en la caridad pastoral de un ministerio dirigido incansablemente
a la salvación de los hermanos. Requiere, en una palabra,
vuestra santificación personal» (91).
NOTAS:
40. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 40.
41. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros
Presbyterorum Ordinis, 12.
42. Sermo 340, 1: PL 38, 1483.
43. Ibid.: l.c.
44. Cf. Proposición 8.
45. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida
de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 2; 12.
46. Cf. Proposición 8.
47. Sermo Morin Guelferbytanus, 32, 1: PLS 2, 637.
48. Misal Romano, Antífona de comunión de la Misa
del IV domingo de Pascua.
49. Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988). , 26: AAS
80 (1988). , 1715-1716.
50. Proposición 7.
51. Homilía durante la adoración eucarística
en Seúl (7 octubre 1989). , 2: Insegnamenti XII/2 (1989). ,
785; L'Osservatore Romano, edición en lengua española,
15 de octubre de 1989, pág. 2.
52. S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus 123,5:
CCL 36, 678.
53. A los sacerdotes participantes en un encuentro convocado
por la Conf. Episcopal Italiana (4 noviembre 1980). : Insegnamenti,
III/ 2 (1980). , 1055.
54. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros
Presbyterorum Ordinis, 14.
55. Ibid.
56. Ibid.
57. Cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre
1975). , 75: AAS 68 (1976). , 64-67.
58. Cf. Proposición 8.
59. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros
Presbyterorum Ordinis, 12.
60. In Iohannis Evangelium Tractatus 123, 5: l.c.
61. Cf. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros
Presbyterorum Ordinis, 12.
62. Ibid. 5.
63. Cf. Conc. Ecum. Trident. Decretum de iustificatione, cap.
7; Decretum de sacramentis, can. 6, (DS 1529; 1606). .
64. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros
Presbyterorum Ordinis, 12.
65. S. Agustín, Sermo de Nat. sanct. Apost. Petri et
Pauli ex evangelio in quo ait: Simon Iohannis diligis me?: ex
Bibliot. Casin. in Miscellanea Augustiniana, vol. I, dir. G.
Morin O.S.B., Roma, Tip. Poligl. Vat., 1930, p. 404.
66. Cf. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros
Presbyterorum Ordinis, 4-6; 13.
67. Cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre
1975). . 15: l.c., 13-15.
68. Cf. Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum,
8; 10.
69. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida
de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 5.
70. Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et paenitentia (2
diciembre 1984). , 31, VI: AAS 77 (1985). , 265-266.
71. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida
de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 6.
72. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 42.
73. Cf. Proposición 9.
74. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida
de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 15.
75. Cf. ibid.
76. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 42.
77. Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981). , 16:
AAS 74 (1982). , 98.
78. Proposición 11.
79. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida
de los presbíteros, Presbyterorum Ordinis, 16.
80. Ibid.
81. Proposición 8.
82. Cf. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros
Presbyterorum Ordinis, 17.
83. Proposición 10.
84. Ibid.
85. Cf. S. Congregación para los Religiosos y los institutos
Seculares y S. Congregación para los obispos, Notas directivas
para las relaciones mutuas entre los obispos y los religiosos
en la Iglesia Mutuae relationes (14 mayo 1978). , 18: AAS 70 (1978). ,
484-485.
86. Cf. Proposición 25; 38.
87. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la sobre el
ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum Ordinis,
10.
88. cf. Proposición 12.
89. Carta Enc. Redemptoris missio, (7 diciembre 1990). , 67: AAS
83 (1991). 315-316.
90. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros
Presbyterorum Ordinis, 10.
91. Homilía a 5.000 sacerdotes provenientes de todo el
mundo (9 octubre 1984). , 2: Insegnamenti, VII/2 (1984). , 839;
L'Osservatore Romano, edición en lengua española,
28 de octubre de 1984, pág. 9.
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