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CAPÍTULO II
ME HA UNGIDO Y ME HA
ENVIADO
Naturaleza y misión
del sacerdocio ministerial
Mirada al sacerdote 11. «En la
sinagoga todos los ojos estaban fijos en él» (Lc
4, 20). Lo que dice el evangelista san Lucas de quienes estaban
presentes aquel sábado en la sinagoga de Nazaret, escuchando
el comentario que Jesús haría del texto del profeta
Isaías leído por él mismo, puede aplicarse
a todos los cristianos, llamados a reconocer siempre en Jesús
de Nazaret el cumplimiento definitivo del anuncio profético:
«Comenzó, pues, a decirles: Esta Escritura, que
acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (Lc
4, 21). Y la «escritura» era ésta: «El
Espíritu del Señor sobre mí, porque me
ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado
a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a
los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar
un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19;
cf. Is 61, 1-2). En efecto, Jesús se presenta a sí
mismo como lleno del Espíritu, «ungido para anunciar
a los pobres la Buena Nueva»; es el Mesías, el
Mesías sacerdote, profeta y rey.
Es éste el rostro de Cristo en el que deben fijarse los
ojos de la fe y del amor de los cristianos. Precisamente a partir
de esta «contemplación» y en relación
con ella los padres sinodales han reflexionado sobre el problema
de la formación de los sacerdotes en la situación
actual. Este problema sólo puede encontrar respuesta
partiendo de una reflexión previa sobre la meta a la
que está dirigido el proceso formativo, es decir, el
sacerdocio ministerial como participación en la Iglesia
del sacerdocio mismo de Jesucristo. El conocimiento de la naturaleza
y misión del sacerdocio ministerial es el presupuesto
irrenunciable, y al mismo tiempo la guía más segura
y el estímulo más incisivo, para desarrollar en
la Iglesia la acción pastoral de promoción y discernimiento
de las vocaciones sacerdotales, y la de formación de
los llamados al ministerio ordenado.
El conocimiento recto y profundo de la naturaleza y misión
del sacerdocio ministerial es el camino que es preciso seguir,
y que el Sínodo ha seguido de hecho, para salir de la
crisis sobre la identidad sacerdotal. «Esta crisis —decía
en el Discurso al final del Sínodo— había
nacido en los años inmediatamente siguientes al Concilio.
Se fundaba en una comprensión errónea, y tal vez
hasta intencionadamente tendenciosa, de la doctrina del magisterio
conciliar. Y aquí está indudablemente una de las
causas del gran número de pérdidas padecidas entonces
por la Iglesia, pérdidas que han afectado gravemente
al servicio pastoral y a las vocaciones al sacerdocio, en particular
a las vocaciones misioneras. Es como si el Sínodo de
1990, redescubriendo toda la profundidad de la identidad sacerdotal,
a través de tantas intervenciones que hemos escuchado
en esta aula, hubiese llegado a infundir la esperanza después
de esas pérdidas dolorosas. Estas intervenciones han
manifestado la conciencia de la ligazón ontológica
específica que une al sacerdote con Cristo, Sumo Sacerdote
y buen pastor. Esta identidad está en la raíz
de la naturaleza de la formación que debe darse en vista
del sacerdocio y, por tanto, a lo largo de toda la vida sacerdotal.
Ésta era precisamente la finalidad del Sínodo» (18).
Por esto el Sínodo ha creído necesario volver
a recordar, de manera sintética y fundamental, la naturaleza
y misión del sacerdocio ministerial, tal y como la fe
de la Iglesia las ha reconocido a través de los siglos
de su historia y como el concilio Vaticano II las ha vuelto
a presentar a los hombres de nuestro tiempo (19).
En la Iglesia misterio,
comunión y misión
12. «La identidad
sacerdotal —han afirmado los padres sinodales—,
como toda identidad cristiana, tiene su fuente en la santísima
Trinidad» (20), que se revela y se autocomunica a los hombres
en Cristo, constituyendo en él y por medio del Espíritu
la Iglesia como «el germen y el principio de ese reino» (21).
La Exhortación Christifideles laici, sintetizando la
enseñanza conciliar, presenta la Iglesia como misterio,
comunión y misión: ella «es misterio porque
el amor y la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu
santo son el don absolutamente gratuito que se ofrece a cuantos
han nacido del agua y del Espíritu (cf. Jn 3, 5) , llamados
a revivir la comunión misma de Dios y a manifestarla
y comunicarla en la historia (misión)» (22).
Es en el misterio de la Iglesia, como misterio de comunión
trinitaria en tensión misionera, donde se manifiesta
toda identidad cristiana y, por tanto, también la identidad
específica del sacerdote y de su ministerio. En efecto,
el presbítero, en virtud de la consagración que
recibe con el sacramento del Orden, es enviado por el Padre,
por medio de Jesucristo, con el cual, como Cabeza y pastor de
su pueblo, se configura de un modo especial para vivir y actuar
con la fuerza del Espíritu santo al servicio de la Iglesia
y por la salvación del mundo (23).
Se puede entender así el aspecto esencialmente relacional
de la identidad del presbítero. Mediante el sacerdocio
que nace de la profundidad del inefable misterio de Dios, o
sea, del amor del Padre, de la gracia de Jesucristo y del don
de la unidad del Espíritu santo, el presbítero
está inserto sacramentalmente en la comunión con
el obispo y con los otros presbíteros (24), para servir
al pueblo de Dios que es la Iglesia y atraer a todos a Cristo,
según la oración del Señor: «Padre
santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean
uno como nosotros... Como tú, Padre, en mí y yo
en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que
el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 11.21).
Por tanto, no se puede definir la naturaleza y la misión
del sacerdocio ministerial si no es bajo este multiforme y rico
conjunto de relaciones que brotan de la santísima Trinidad
y se prolongan en la comunión de la Iglesia, como signo
e instrumento, en Cristo, de la unión con Dios y de la
unidad de todo el género humano (25). Por ello, la eclesiología
de comunión resulta decisiva para descubrir la identidad
del presbítero, su dignidad original, su vocación
y su misión en el pueblo de Dios y en el mundo. La referencia
a la Iglesia es pues necesaria, aunque no prioritaria, en la
definición de la identidad del presbítero. En
efecto, en cuanto misterio la Iglesia está esencialmente
relacionada con Jesucristo: es su plenitud, su cuerpo, su esposa.
Es el «signo» y el «memorial» vivo de
su presencia permanente y de su acción entre nosotros
y para nosotros. El presbítero encuentra la plena verdad
de su identidad en ser una derivación, una participación
específica y una continuación del mismo Cristo,
sumo y eterno sacerdote de la nueva y eterna Alianza: es una
imagen viva y transparente de Cristo sacerdote. El sacerdocio
de Cristo, expresión de su absoluta «novedad»
en la historia de la salvación, constituye la única
fuente y el paradigma insustituible del sacerdocio del cristiano
y, en particular, del presbítero. La referencia a Cristo
es, pues, la clave absolutamente necesaria para la comprensión
de las realidades sacerdotales.
Relación fundamental
con Cristo, cabeza y pastor 13. Jesucristo ha
manifestado en sí mismo el rostro perfecto y definitivo
del sacerdocio de la nueva Alianza (26). Esto lo ha hecho en
su vida terrena, pero sobre todo en el acontecimiento central
de su pasión, muerte y resurrección.
Como escribe el autor de la Carta a los Hebreos, Jesús
siendo hombre como nosotros y a la vez el Hijo unigénito
de Dios, es en su propio ser mediador perfecto entre el Padre
y la humanidad (cf. Heb 8-9); Aquel que nos abre el acceso inmediato
a Dios, gracias al don del Espíritu: «Dios ha enviado
a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama:
¡Abbá, Padre!» (Gál 4, 6; cf. Rom
8,15).
Jesús lleva a su plena realización el ser mediador
al ofrecerse a sí mismo en la cruz, con la cual nos abre,
una vez por todas, el acceso al santuario celestial, a la casa
del Padre (cf. Heb 9, 24-26). Comparados con Jesús, Moisés
y todos los mediadores del antiguo testamento entre Dios y su
pueblo —los reyes, los sacerdotes y los profetas—
son sólo como «figuras» y «sombra de
los bienes futuros, no la realidad de las cosas» (cf.
Heb 10, 1).
Jesús es el buen pastor anunciado (cf. Ez 34). ; Aquel
que conoce a sus ovejas una a una, que ofrece su vida por ellas
y que quiere congregar a todos en «un solo rebaño
y un solo pastor» (cf. Jn 10, 11-16). Es el pastor que
ha venido «no para ser servido, sino para servir»
(cf. Mt 20, 24-28), el que, en la escena pascual del lavatorio
de los pies (cf. Jn 13, 1-20), deja a los suyos el modelo de
servicio que deberán ejercer los unos con los otros,
a la vez que se ofrece libremente como cordero inocente inmolado
para nuestra redención (cf. Jn 1, 36; Ap 5, 6.12).
Con el único y definitivo sacrificio de la cruz, Jesús
comunica a todos sus discípulos la dignidad y la misión
de sacerdotes de la nueva y eterna Alianza. Se cumple así
la promesa que Dios hizo a Israel: «Seréis para
mí un reino de sacerdotes y una nación santa»
(Ex 19, 6). Y todo el pueblo de la nueva Alianza —escribe
san Pedro— queda constituido como «un edificio espiritual»,
«un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales
aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (1
Pe 2, 5). Los bautizados son las «piedras vivas»
que construyen el edificio espiritual uniéndose a Cristo
«piedra viva... elegida, preciosa ante Dios» (1
Pe 2, 4.5). El nuevo pueblo sacerdotal, que es la Iglesia, no
sólo tiene en Cristo su propia imagen auténtica,
sino que también recibe de él una participación
real y ontológica en su eterno y único sacerdocio,
al que debe conformarse toda su vida.
14. Al servicio de este sacerdocio universal de la nueva Alianza,
Jesús llamó consigo, durante su misión
terrena, a algunos discípulos (cf. Lc 10, 1-12) y con
una autoridad y un mandato específicos llamó y
constituyó a los Doce para que «estuvieran con
él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar
los demonios» (Mc 3, 14-15).
Por esto, ya durante su ministerio público (cf. Mt 16,
18) y de modo pleno después de su muerte y resurrección
(cf. Mt 28; Jn 20, 21) , Jesús confiere a Pedro y a los
Doce poderes muy particulares sobre la futura comunidad y para
la evangelización de todos los pueblos. Después
de haberles llamado a seguirle, los tiene cerca y vive con ellos,
impartiendo con el ejemplo y con la palabra su enseñanza
de salvación, y finalmente los envía a todos los
hombres. Y para el cumplimiento de esta misión Jesús
confiere a los apóstoles, en virtud de una especial efusión
pascual del Espíritu santo, la misma autoridad mesiánica
que le viene del Padre y que le ha sido conferida en plenitud
con la resurrección: «Me ha sido dado todo poder
en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos
a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu santo, y enseñándoles
a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que
yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo» (Mt 28, 18-20).
Jesús establece así un estrecho paralelismo entre
el ministerio confiado a los apóstoles y su propia misión:
«quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien
me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado»
(Mt 10,40); «quien a vosotros os escucha, a mí
me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza;
y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado»
(Lc 10, 16). . Es más, el cuarto evangelio, a la luz del
acontecimiento pascual de la muerte y resurrección, afirma
con gran fuerza y claridad: «Como el Padre me envió,
también yo os envío» (Jn 20, 21; cf. 13,
20; 17, 18) . Igual que Jesús tiene una misión
que recibe directamente de Dios y que concretiza la autoridad
misma de Dios (cf. Mt 7, 29; 21, 23; Mc 1, 27; 11, 28; Lc 20,
2; 24, 19), así los apóstoles tienen una misión
que reciben de Jesús. Y de la misma manera que «el
Hijo no puede hacer nada por su cuenta» (Jn 5, 19.30).
—de suerte que su doctrina no es suya, sino de aquel que
lo ha enviado (cf. Jn 7, 16)— Jesús dice a los
apóstoles: «separados de mí no podéis
hacer nada» (Jn 15, 5): su misión no es propia,
sino que es la misma misión de Jesús. Y esto es
posible no por las fuerzas humanas, sino sólo con el
«don» de Cristo y de su Espíritu, con el
«sacramento»: «Recibid el Espíritu
santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados;
a quienes se los retengáis, les quedan retenidos»
(Jn 20, 22-23). Y así los apóstoles, no por algún
mérito particular, sino por la participación gratuita
en la gracia de Cristo, prolongan en la historia, hasta el final
de los tiempos, la misma misión de salvación de
Jesús en favor de los hombres.
Signo y presupuesto de la autenticidad y fecundidad de esta
misión es la unidad de los apóstoles con Jesús
y, en él, entre sí y con el Padre, como dice la
oración sacerdotal del Señor, síntesis
de su misión (cf. Jn 17, 20-23).
15. A su vez, los apóstoles instituidos por el Señor
llevarán a cabo su misión llamando, de diversas
formas pero todas convergentes, a otros hombres, como obispos,
presbíteros y diáconos, para cumplir el mandato
de Jesús resucitado, que los ha enviado a todos los hombres
de todos los tiempos.
El nuevo testamento es unánime al subrayar que es el
mismo Espíritu de Cristo el que introduce en el ministerio
a estos hombres, escogidos de entre los hermanos. Mediante el
gesto de la imposición de manos (Hech 6, 6; 1 Tim 4, 14;
5, 22; 2 Tim 1, 6), que transmite el don del Espíritu,
ellos son llamados y capacitados para continuar el mismo ministerio
apostólico de reconciliar, apacentar el rebaño
de Dios y enseñar (cf. Hech 20, 28; 1 Pe 5, 2).
Por tanto, los presbíteros son llamados a prolongar la
presencia de Cristo, único y supremo pastor, siguiendo
su estilo de vida y siendo como una transparencia suya en medio
del rebaño que les ha sido confiado. Como escribe de
manera clara y precisa la primera carta de san Pedro: «A
los presbíteros que están entre vosotros les exhorto
yo, como copresbítero, testigo de los sufrimientos de
Cristo y partícipe de la gloria que está para
manifestarse. Apacentad la grey de Dios que os está encomendada,
vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios;
no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón;
no tiranizando a los que os ha tocado guiar, sino siendo modelos
de la grey. Y cuando aparezca el Supremo pastor, recibiréis
la corona de gloria que no se marchita» (1 Pe 5, 1-4).
Los presbíteros son, en la Iglesia y para la Iglesia,
una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza
y pastor, proclaman con autoridad su palabra; renuevan sus gestos
de perdón y de ofrecimiento de la salvación, principalmente
con el bautismo, la Penitencia y la eucaristía; ejercen,
hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del
rebaño, al que congregan en la unidad y conducen al Padre
por medio de Cristo en el Espíritu. En una palabra, los
presbíteros existen y actúan para el anuncio del
evangelio al mundo y para la edificación de la Iglesia,
personificando a Cristo, Cabeza y pastor, y en su nombre (27).
Éste es el modo típico y propio con que los ministros
ordenados participan en el único sacerdocio de Cristo.
El Espíritu santo, mediante la unción sacramental
del Orden, los configura con un título nuevo y específico
a Jesucristo, cabeza y pastor, los conforma y anima con su caridad
pastoral y los pone en la Iglesia como servidores auto rizados
del anuncio del evangelio a toda criatura y como servidores
de la plenitud de la vida cristiana de todos los bautizados.
La verdad del presbítero, tal como emerge de la Palabra
de Dios, o sea, Jesucristo mismo y su plan constitutivo de la
Iglesia, es cantada con agradecimiento gozoso por la liturgia
en el Prefacio de la Misa Crismal: «Constituiste a tu
único Hijo Pontífice de la Alianza nueva y eterna
por la unción del Espíritu santo, y determinaste,
en tu designio salvífico, perpetuar en la Iglesia su
único sacerdocio. él no sólo ha conferido
el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también,
con amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para
que, por la imposición de las manos, participen de su
sagrada misión. Ellos renuevan en nombre de Cristo el
sacrificio de la redención, y preparan a tus hijos al
banquete pascual, donde el pueblo santo se reúne en tu
amor, se alimenta de tu palabra y se fortalece con tus sacramentos.
Tus sacerdotes, Señor, al entregar su vida por Ti y por
la salvación de los hermanos, van configurándose
a Cristo, y así dan testimonio constante de fidelidad
y amor».
Al servicio de la
Iglesia y del mundo
16. El sacerdote
tiene como relación fundamental la que le une con Jesucristo,
cabeza y pastor. Así participa, de manera específica
y auténtica, de la «unción» y de la
«misión» de Cristo (cf. Lc 4, 18-19). . Pero
íntimamente unida a esta relación está
la que tiene con la Iglesia. No se trata de «relaciones»
simplemente cercanas entre sí, sino unidas interiormente
en una especie de mutua inmanencia. La relación con la
Iglesia se inscribe en la única y misma relación
del sacerdote con Cristo, en el sentido de que la «representación
sacramental» de Cristo es la que instaura y anima la relación
del sacerdote con la Iglesia.
En este sentido los padres sinodales han dicho: «El sacerdote,
en cuanto que representa a Cristo, Cabeza, pastor y Esposo de
la Iglesia, se sitúa no sólo en la Iglesia, sino
también al frente de la Iglesia. El sacerdocio, junto
con la palabra de Dios y los signos sacramentales, a cuyo servicio
está, pertenece a los elementos constitutivos de la Iglesia.
El ministerio del presbítero está totalmente al
servicio de la Iglesia; está para la promoción
del ejercicio del sacerdocio común de todo el Pueblo
de Dios; está ordenado no sólo para la Iglesia
particular, sino también para la Iglesia universal (cf.
Presbyterorum Ordinis, 10), en comunión con el obispo,
con Pedro y bajo Pedro. Mediante el sacerdocio del obispo, el
sacerdocio de segundo orden se incorpora a la estructura apostólica
de la Iglesia. Así el presbítero, como los apóstoles,
hace de embajador de Cristo (cf. 2 Cor 5, 20). En esto se funda
el carácter misionero de todo sacerdote (28).
Por tanto, el ministerio ordenado surge con la Iglesia y tiene
en los obispos, y en relación y comunión con ellos
también en los presbíteros, una referencia particular
al ministerio originario de los apóstoles, al cual sucede
realmente, aunque el mismo tenga unas modalidades diversas.
De ahí que no se deba pensar en el sacerdocio ordenado
como si fuese anterior a la Iglesia, porque está totalmente
al servicio de la misma; pero tampoco como si fuera posterior
a la comunidad eclesial, como si ésta pudiera concebirse
como constituida ya sin este sacerdocio.
La relación del sacerdocio con Jesucristo, y en él
con su Iglesia, —en virtud de la unción sacramental—
se sitúa en el ser y en el obrar del sacerdote, o sea,
en su misión o ministerio. En particular, «el sacerdote
ministro es servidor de Cristo, presente en la Iglesia misterio,
comunión y misión. Por el hecho de participar
en la "unción" y en la "misión"
de Cristo, puede prolongar en la Iglesia su oración,
su palabra, su sacrificio, su acción salvífica.
Y así es servidor de la Iglesia misterio porque realiza
los signos eclesiales y sacramentales de la presencia de Cristo
resucitado. Es servidor de la Iglesia comunión porque
—unido al obispo y en estrecha relación con el
presbiterio— construye la unidad de la comunidad eclesial
en la armonía de las diversas vocaciones, carismas y
servicios. Por último, es servidor de la Iglesia misión
porque hace a la comunidad anunciadora y testigo del evangelio» (29).
De este modo, por su misma naturaleza y misión sacramental,
el sacerdote aparece, en la estructura de la Iglesia, como signo
de la prioridad absoluta y gratuidad de la gracia que Cristo
resucitado ha dado a su Iglesia. Por medio del sacerdocio ministerial
la Iglesia toma conciencia en la fe de que no proviene de sí
misma, sino de la gracia de Cristo en el Espíritu santo.
Los apóstoles y sus sucesores, revestidos de una autoridad
que reciben de Cristo, Cabeza y pastor, han sido puestos —con
su ministerio— al frente de la Iglesia, como prolongación
visible y signo sacramental de Cristo, que también está
al frente de la Iglesia y del mundo, como origen permanente
y siempre nuevo de la salvación, él, que es «el
salvador del Cuerpo» (Ef 5, 23).
17. El ministerio ordenado, por su propia naturaleza, puede
ser desempeñado sólo en la medida en que el presbítero
esté unido con Cristo mediante la inserción sacramental
en el orden presbiteral, y por tanto en la medida que esté
en comunión jerárquica con el propio obispo. El
ministerio ordenado tiene una radical «forma comunitaria»
y puede ser ejercido sólo como «una tarea colectiva» (30).
Sobre este carácter de comunión del sacerdocio
ha hablado largamente el Concilio (31), examinando claramente
la relación del presbítero con el propio obispo,
con los demás presbíteros y con los fieles laicos.
El ministerio de los presbíteros es, ante todo, comunión
y colaboración responsable y necesaria con el ministerio
del obispo, en su solicitud por la Iglesia universal y por cada
una de las Iglesias particulares, al servicio de las cuales
constituyen con el obispo un único presbiterio.
Cada sacerdote, tanto diocesano como religioso, está
unido a los demás miembros de este presbiterio, gracias
al sacramento del Orden, con vínculos particulares de
caridad apostólica, de ministerio y de fraternidad. En
efecto, todos los presbíteros, sean diocesanos o religiosos,
participan en el único sacerdocio de Cristo, Cabeza y
pastor, «trabajan por la misma causa, esto es, para la
edificación del cuerpo de Cristo, que exige funciones
diversas y nuevas adaptaciones, principalmente en estos tiempos» (32),
y se enriquece a través de los siglos con carismas siempre
nuevos.
Finalmente, los presbíteros se encuentran en relación
positiva y animadora con los laicos, ya que su figura y su misión
en la Iglesia no sustituye sino que más bien promueve
el sacerdocio bautismal de todo el pueblo de Dios, conduciéndolo
a su plena realización eclesial. Están al servicio
de su fe, de su esperanza y de su caridad. Reconocen y defienden,
como hermanos y amigos, su dignidad de hijos de Dios y les ayudan
a ejercitar en plenitud su misión específica en
el ámbito de la misión de la Iglesia (33).
El sacerdocio ministerial, conferido por el sacramento del Orden,
y el sacerdocio común o «real» de los fieles,
aunque diferentes esencialmente entre sí y no sólo
en grado (34), están recíprocamente coordinados,
derivando ambos —de manera diversa— del único
sacerdocio de Cristo. En efecto, el sacerdocio ministerial no
significa de por sí un mayor grado de santidad respecto
al sacerdocio común de los fieles; pero, por medio de
él, los presbíteros reciben de Cristo en el Espíritu
un don particular, para que puedan ayudar al pueblo de Dios
a ejercitar con fidelidad y plenitud el sacerdocio común
que les ha sido conferido (35).
18. Como subraya el Concilio, «el don espiritual que los
presbíteros recibieron en la ordenación no los
prepara a una misión limitada y restringida, sino a la
misión universal y amplísima de salvación
hasta los confines del mundo, pues cualquier ministerio sacerdotal
participa de la misma amplitud universal de la misión
confiada por Cristo a los Apóstoles» (36). Por la
naturaleza misma de su ministerio, deben por tanto estar llenos
y animados de un profundo espíritu misionero y «de
un espíritu genuinamente católico que les habitúe
a trascender los límites de la propia diócesis,
nación o rito y proyectarse en una generosa ayuda a las
necesidades de toda la Iglesia y con ánimo dispuesto
a predicar el evangelio en todas partes» (37).
Además, precisamente porque dentro de la Iglesia es el
hombre de la comunión, el presbítero debe ser,
en su relación con todos los hombres, el hombre de la
misión y del diálogo. Enraizado profundamente
en la verdad y en la caridad de Cristo, y animado por el deseo
y el mandato de anunciar a todos su salvación, está
llamado a establecer con todos los hombres relaciones de fraternidad,
de servicio, de búsqueda común de la verdad, de
promoción de la justicia y la paz. En primer lugar con
los hermanos de las otras Iglesias y confesiones cristianas;
pero también con los fieles de las otras religiones;
con los hombres de buena voluntad, de manera especial con los
pobres y los más débiles, y con todos aquellos
que buscan, aun sin saberlo ni decirlo, la verdad y la salvación
de Cristo, según las palabras de Jesús, que dijo:
«No necesitan médico los que están sanos,
sino los que están enfermos; no he venido a llamar a
justos, sino a pecadores» (Mc 2, 17).
Hoy, en particular, la tarea pastoral prioritaria de la nueva
evangelización, que atañe a todo el Pueblo de
Dios y pide un nuevo ardor, nuevos métodos y una nueva
expresión para el anuncio y el testimonio del evangelio,
exige sacerdotes radical e integralmente inmersos en el misterio
de Cristo y capaces de realizar un nuevo estilo de vida pastoral,
marcado por la profunda comunión con el Papa, con los
obispos y entre sí, y por una colaboración fecunda
con los fieles laicos, en el respeto y la promoción de
los diversos cometidos, carismas y ministerios dentro de la
comunidad eclesial (38).
«Esta Escritura, que acabáis de oír, se
ha cumplido hoy» (Lc 4, 21). Escuchemos una vez más
estas palabras de Jesús, a la luz del sacerdocio ministerial
que hemos presentado en su naturaleza y en su misión.
El «hoy» del que habla Jesús indica el tiempo
de la Iglesia, precisamente porque pertenece a la «plenitud
del tiempo», o sea, el tiempo de la salvación plena
y definitiva. La consagración y la misión de Cristo:
«El Espíritu del Señor... me ha ungido para
anunciar a los pobres la Buena Nueva» (Lc 4, 18), son
la raíz viva de la que brotan la consagración
y la misión de la Iglesia «plenitud» de Cristo
(cf. Ef 1, 23). Con la regeneración bautismal desciende
sobre todos los creyentes el Espíritu del Señor,
que los consagra para formar un templo espiritual y un sacerdocio
santo y los envía a dar a conocer los prodigios de Aquel
que, desde las tinieblas, los ha llamado a su luz admirable
(cf. 1 Pe 2, 4-10). El presbítero participa de la consagración
y misión de Cristo de un modo específico y auténtico,
o sea, mediante el sacramento del Orden, en virtud del cual
está configurado en su ser con Cristo, Cabeza y pastor,
y comparte la misión de «anunciar a los pobres
la Buena Noticia», en el nombre y en la persona del mismo
Cristo.
En su Mensaje final los padres sinodales han resumido, en pocas
pero muy ricas palabras, la «verdad», más
aún el «misterio» y el «don»
del sacerdocio ministerial, diciendo: «Nuestra identidad
tiene su fuente última en la caridad del Padre. Con el
sacerdocio ministerial, por la acción del Espíritu
santo, estamos unidos sacramentalmente al Hijo, enviado por
el Padre como Sumo Sacerdote y buen pastor. La vida y el ministerio
del sacerdote son continuación de la vida y de la acción
del mismo Cristo. Ésta es nuestra identidad, nuestra
verdadera dignidad, la fuente de nuestra alegría, la
certeza de nuestra vida» (39).
NOTAS:
18. Discurso final al Sínodo (27 octubre 1990). , 4: l.c.;
cf. Carta a todos los sacerdotes de la Iglesia con ocasión
del Jueves santo 1991 (10 marzo 1991). : L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 15 marzo de 1991.
19. Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium; Decreto
sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum
Ordinis; Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam
totius; S. Congregación para la Educación Católica,
Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis (6 enero 1970). :
l.c. 321-384; Sínodo de los obispos, II Asam. Gen. Ord.,
1971.
20. Proposición 7.
21. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 5.
22. Exhort. ap. post-sinodal Christifideles laici (30 diciembre
1988). , 8: AAS 81 (1989). , 405; cf. Sínodo de los obispos
II Asam. Gen. Extraord., 1985.
23. Cf. Proposición7.
24. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida
de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 7-8.
25. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 1.
26. Cf. Proposición 7.
27. Ibid.
28. Proposición 7.
29. Sínodo de los obispos VIII Asam. Gen. Ord., La formación
de los sacerdotes en las circunstancias actuales, «Instrumentum
laboris», 16; cf. Proposición 7.
30. Angelus (25 febrero 1990). : L'Osservatore Romano, edición
en lengua española, 4 de marzo de 1990, pág. 12.
31. Cf. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros
Presbyterorum Ordinis, 7-9.
32. Ibid, 8; cf. Proposición 7.
33. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ministerio y vida
de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, 9.
34. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 10.
35. Cf. Proposición 7.
36. Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros
Presbyterorum Ordinis, 10.
37. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius,
20.
38. Cf. Proposición 12.
39. Mensaje de los padres sinodales al pueblo de Dios (28 octubre
1990). , III: l.c.
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