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CAPÍTULO I
YO SOY LA VID, VOSOTROS
LOS SARMIENTOS
La dignidad de los
fieles laicos en la Iglesia-Misterio
El misterio de la viña
8. La imagen de la viña se usa en la Biblia de muchas
maneras y con significados diversos; de modo particular, sirve
para expresar el misterio del pueblo de Dios. Desde este punto
de vista más interior, los fieles laicos no son simplemente
los obreros que trabajan en la viña, sino que forman
parte de la viña misma: «Yo soy la vid; vosotros
los sarmientos» (Jn 15, 5), dice Jesús.
Ya en el antiguo testamento los profetas recurrieron a la imagen
de la viña para hablar del pueblo elegido. Israel es
la viña de Dios, la obra del Señor, la alegría
de su corazón: «Yo te había plantado de
la cepa selecta» (Jr 2, 21); «Tu madre era como
una vid plantada a orillas de las aguas. Era lozana y frondosa,
por la abundancia de agua (...)» (Ez 19, 10); «Una
viña tenía mi amado en una fértil colina.
La cavó y despedregó, y la plantó de cepa
exquisita (...)» (Is 5, 1-2).
Jesús retoma el símbolo de la viña y lo
usa para revelar algunos aspectos del reino de Dios: «Un
hombre plantó una viña, la rodeó de una
cerca, cavó un lagar, edificó una torre; la arrendó
a unos viñadores y se marchó lejos» (Mc
12, 1; cf. Mt 21, 28s).
El evangelista Juan nos invita a calar en profundidad y nos
lleva a descubrir el misterio de la viña. Ella es el
símbolo y la figura, no sólo del pueblo de Dios,
sino de Jesús mismo. él es la vid y nosotros,
sus discípulos, somos los sarmientos; él es la
«vid verdadera» a la que los sarmientos están
vitalmente unidos (cf. Jn 15, 1 s).
El concilio Vaticano II, haciendo referencia a las diversas
imágenes bíblicas que iluminan el misterio de
la Iglesia, vuelve a presentar la imagen de la vid y de los
sarmientos: «Cristo es la verdadera vid, que comunica
vida y fecundidad a los sarmientos, que somos nosotros, que
permanecemos en él por medio de la Iglesia, y sin él
nada podemos hacer (Jn 15, 1-5)» (12). La Iglesia misma
es, por tanto, la viña evangélica. Es misterio
porque el amor y la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu
santo son el don absolutamente gratuito que se ofrece a cuantos
han nacido del agua y del Espíritu (cf. Jn 3, 5), llamados
a revivir la misma comunión de Dios y a manifestarla
y comunicarla en la historia (misión): «Aquel día
—dice Jesús— comprenderéis que Yo
estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14, 20). Sólo dentro de la Iglesia como misterio de comunión
se revela la «identidad» de los fieles laicos, su
original dignidad. Y sólo dentro de esta dignidad se
pueden definir su vocación y misión en la Iglesia
y en el mundo.
Quiénes son los fieles laicos
9. Los padres sinodales han señalado con justa razón
la necesidad de individuar y de proponer una descripción
positiva de la vocación y de la misión de los
fieles laicos, profundizando en el estudio de la doctrina del
concilio Vaticano II, a la luz de los recientes documentos del
Magisterio y de la experiencia de la vida misma de la Iglesia
guiada por el Espíritu santo (13).
Al dar una respuesta al interrogante «quiénes son
los fieles laicos», el Concilio, superando interpretaciones
precedentes y prevalentemente negativas, se abrió a una
visión decididamente positiva, y ha manifestado su intención
fundamental al afirmar la plena pertenencia de los fieles laicos
a la Iglesia y a su misterio, y el carácter peculiar
de su vocación, que tiene en modo especial la finalidad
de «buscar el reino de Dios tratando las realidades temporales
y ordenándolas según Dios» (14). «Con
el nombre de laicos —así los describe la Constitución Lumen gentium— se designan aquí todos los fieles
cristianos a excepción de los miembros del orden sagrado
y los del estado religioso sancionado por la Iglesia; es decir,
los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo,
integrados al pueblo de Dios y hechos partícipes a su
modo del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo,
ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo
el pueblo cristiano en la parte que a ellos les corresponde» (15).
Ya Pío XII decía: «Los fieles, y más
precisamente los laicos, se encuentran en la línea más
avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el
principio vital de la sociedad humana. Por tanto ellos, ellos
especialmente, deben tener conciencia, cada vez más clara,
no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia;
es decir, la comunidad de los fieles sobre la tierra bajo la
guía del Jefe común, el Papa, y de los obispos
en comunión con él. Ellos son la Iglesia (...)» (16).
Según la imagen bíblica de la viña, los
fieles laicos —al igual que todos los miembros de la Iglesia—
son sarmientos radicados en Cristo, la verdadera vid, convertidos
por él en una realidad viva y vivificante.
Es la inserción en Cristo por medio de la fe y de los
sacramentos de la iniciación cristiana, la raíz
primera que origina la nueva condición del cristiano
en el misterio de la Iglesia, la que constituye su más
profunda «fisonomía», la que está
en la base de todas las vocaciones y del dinamismo de la vida
cristiana de los fieles laicos. En Cristo Jesús, muerto
y resucitado, el bautizado llega a ser una «nueva creación»
(Gál 6, 15; 2 Cor 5, 17), una creación purificada del pecado
y vivificada por la gracia.
De este modo, sólo captando la misteriosa riqueza que
Dios dona al cristiano en el santo bautismo es posible delinear
la «figura» del fiel laico.
El bautismo y la novedad cristiana
10. No es exagerado decir que toda la existencia del fiel laico
tiene como objetivo el llevarlo a conocer la radical novedad
cristiana que deriva del bautismo, sacramento de la fe, con
el fin de que pueda vivir sus compromisos bautismales según
la vocación que ha recibido de Dios. Para describir la
«figura» del fiel laico consideraremos ahora de
modo directo y explícito —entre otros— estos
tres aspectos fundamentales: el bautismo nos regenera a la vida
de los hijos de Dios; nos une a Jesucristo y a su Cuerpo que
es la Iglesia; nos unge en el Espíritu santo constituyéndonos
en templos espirituales.
Hijos en el Hijo
11. Recordamos las palabras de Jesús a Nicodemo: «En
verdad, en verdad te digo, el que no nazca de agua y de Espíritu
no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3, 5). El santo
bautismo es, por tanto, un nuevo nacimiento, es una regeneración.
Pensando precisamente en este aspecto del don bautismal, el
apóstol Pedro irrumpe en este canto: «Bendito sea
el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien, por
su gran misericordia nos ha regenerado, mediante la Resurrección
de Jesucristo de entre los muertos, para una esperanza viva,
para una herencia que no se corrompe, no se mancha y no se marchita»
(1 Pe 1, 3-4). Y designa a los cristianos como aquellos que «no
han sido reengendrados de un germen corruptible, sino incorruptible,
por medio de la palabra de Dios viva y permanente» (1
Pe 1, 23).
Por el santo bautismo somos hechos hijos de Dios en su Unigénito
Hijo, Cristo Jesús. Al salir de las aguas de la sagrada
fuente, cada cristiano vuelve a escuchar la voz que un día
fue oída a orillas del río Jordán: «Tú
eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Lc 3, 22); y
entiende que ha sido asociado al Hijo predilecto, llegando a
ser hijo adoptivo (cf. Gál 4, 4-7) y hermano de Cristo. Se cumple
así en la historia de cada uno el eterno designio del
Padre: «a los que de antemano conoció, también
los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para
que él fuera el primogénito entre muchos hermanos» (cf. Rom 8, 29).
El Espíritu santo es quien constituye a los bautizados
en hijos de Dios y, al mismo tiempo, en miembros del Cuerpo
de Cristo. Lo recuerda Pablo a los cristianos de Corinto: «En
un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no
formar más que un cuerpo» (1 Cor 12, 13); de modo
tal que el apóstol puede decir a los fieles laicos: «Ahora
bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros, cada
uno por su parte» (1 Cor 12, 27); «La prueba de que
sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu
de su Hijo» (Gál 4, 6; cf. Rom 8, 15-16).
Un solo cuerpo en Cristo
12. Regenerados como «hijos en el Hijo», los bautizados
son inseparablemente «miembros de Cristo y miembros del
cuerpo de la Iglesia», como enseña el concilio
de Florencia (17).
El bautismo significa y produce una incorporación mística
pero real al cuerpo crucificado y glorioso de Jesús.
Mediante este sacramento, Jesús une al bautizado con
su muerte para unirlo a su resurrección (cf. Rom 6, 3-5);
lo despoja del «hombre viejo» y lo reviste del «hombre
nuevo», es decir, de Sí mismo: «Todos los
que habéis sido bautizados en Cristo —proclama
el apóstol Pablo— os habéis revestido de
Cristo» (Gál 3, 27; cf. Ef 4, 22-24; Col 3, 9-10). De ello
resulta que «nosotros, siendo muchos, no formamos más
que un solo cuerpo en Cristo» (Rom 12, 5).
Volvemos a encontrar en las palabras de Pablo el eco fiel de
las enseñanzas del mismo Jesús, que nos ha revelado
la misteriosa unidad de sus discípulos con él
y entre sí, presentándola como imagen y prolongación
de aquella arcana comunión que liga el Padre al Hijo
y el Hijo al Padre en el vínculo amoroso del Espíritu
(cf. Jn 17, 21). Es la misma unidad de la que habla Jesús
con la imagen de la vid y de los sarmientos: «Yo soy la
vid, vosotros los sarmientos» (Jn 15, 5); imagen que da
luz no sólo para comprender la profunda intimidad de
los discípulos con Jesús, sino también
la comunión vital de los discípulos entre sí:
todos son sarmientos de la única Vid.
Templos vivos y santos del Espíritu
13. Con otra imagen —aquélla del edificio—
el apóstol Pedro define a los bautizados como «piedras
vivas» cimentadas en Cristo, la «piedra angular»,
y destinadas a la «construcción de un edificio
espiritual» (1 Pe 2, 5 s). La imagen nos introduce en
otro aspecto de la novedad bautismal, que el concilio Vaticano
II presentaba de este modo: «Por la regeneración
y la unción del Espíritu santo, los bautizados
son consagrados como casa espiritual» (18).
El Espíritu santo «unge» al bautizado, le
imprime su sello indeleble (cf. 2 Cor 1, 21-22), y lo constituye
en templo espiritual; es decir, le llena de la santa presencia
de Dios gracias a la unión y conformación con
Cristo.
Con esta «unción» espiritual, el cristiano
puede, a su modo, repetir las palabras de Jesús: «El
Espíritu del Señor está sobre mí;
por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha
enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la
vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, y a
proclamar el año de gracia del Señor» (Lc
4, 18-19; cf. Is 61, 1-2). De esta manera, mediante la efusión
bautismal y crismal, el bautizado participa en la misma misión
de Jesús el Cristo, el Mesías salvador.
Partícipes del oficio sacerdotal, profético y
real de Jesucristo
14. Dirigiéndose a los bautizados como a «niños
recién nacidos», el apóstol Pedro escribe:
«Acercándoos a él, piedra viva, desechada
por los hombres, pero elegida y preciosa ante Dios, también
vosotros, cual piedras vivas, sois utilizados en la construcción
de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer
sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación
de Jesucristo (...). Pero vosotros sois el linaje elegido, el
sacerdocio real, la nación santa, el pueblo que Dios
se ha adquirido para que proclame los prodigios de aquél que
os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz (...)» (1 Pe 2, 4-5. 9).
He aquí un nuevo aspecto de la gracia y de la dignidad
bautismal: los fieles laicos participan, según el modo
que les es propio, en el triple oficio —sacerdotal, profético
y real— de Jesucristo. Es este un aspecto que nunca ha
sido olvidado por la tradición viva de la Iglesia, como
se desprende, por ejemplo, de la explicación que nos
ofrece san Agustín del salmo 26. Escribe así:
«David fue ungido rey. En aquel tiempo, se ungía
sólo al rey y al sacerdote. En estas dos personas se
encontraba prefigurado el futuro único rey y sacerdote,
Cristo (y por esto "Cristo" viene de "crisma").
Pero no sólo ha sido ungida nuestra Cabeza, sino que
también hemos sido ungidos nosotros, su Cuerpo (...).
Por ello, la unción es propia de todos los cristianos;
mientras que en el tiempo del antiguo testamento pertenecía
sólo a dos personas. Está claro que somos el Cuerpo
de Cristo, ya que todos hemos sido ungidos, y en él somos
cristos y Cristo, porque en cierta manera la cabeza y el cuerpo
forman el Cristo en su integridad» (19).
Siguiendo el rumbo indicado por el concilio Vaticano II, (20)
ya desde el inicio de mi servicio pastoral, he querido exaltar
la dignidad sacerdotal, profética y real de todo el pueblo
de Dios diciendo: «Aquél que ha nacido de la Virgen
María, el Hijo del carpintero —como se lo consideraba—,
el Hijo de Dios vivo —como ha confesado Pedro— ha
venido para hacer de todos nosotros "un reino de sacerdotes".
El concilio Vaticano II nos ha recordado el misterio de esta
potestad y el hecho de que la misión de Cristo —Sacerdote,
profeta-Maestro, Rey— continúa en la Iglesia. Todos,
todo el pueblo de Dios es partícipe de esta triple misión» (21).
Con la presente Exhortación deseo invitar nuevamente
a todos los fieles laicos a releer, a meditar y a asimilar,
con inteligencia y con amor, el rico y fecundo magisterio del
Concilio sobre su participación en el triple oficio de
Cristo (22). He aquí entonces, sintéticamente,
los elementos esenciales de estas enseñanzas.
Los fieles laicos participan en el oficio sacerdotal, por el
que Jesús se ha ofrecido a sí mismo en la cruz
y se ofrece continuamente en la celebración eucarística
por la salvación de la humanidad para gloria del Padre.
Incorporados a Jesucristo, los bautizados están unidos
a él y a su sacrificio en el ofrecimiento de sí
mismos y de todas sus actividades (cf. Rom 12, 1-2). Dice el
Concilio hablando de los fieles laicos: «Todas sus obras,
sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal
y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso espiritual y corporal,
si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas
de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en
sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo (cf.
1 Pe 2, 5), que en la celebración de la eucaristía
se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación
del cuerpo del Señor. De este modo también los
laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente,
consagran a Dios el mundo mismo» (23).
La participación en el oficio profético de Cristo,
«que proclamó el Reino del Padre con el testimonio
de la vida y con el poder de la palabra» (24) habilita
y compromete a los fieles laicos a acoger con fe el evangelio
y a anunciarlo con la palabra y con las obras, sin vacilar en
denunciar el mal con valentía. Unidos a Cristo, el «gran
profeta» (Lc 7, 16), y constituidos en el Espíritu
«testigos» de Cristo resucitado, los fieles laicos
son hechos partícipes tanto del sobrenatural sentido
de fe de la Iglesia, que «no puede equivocarse cuando
cree» (25), cuanto de la gracia de la palabra (cf. Hech
2, 17-18;Ap 19, 10). Son igualmente llamados a hacer que resplandezca
la novedad y la fuerza del evangelio en su vida cotidiana, familiar
y social, como a expresar, con paciencia y valentía,
en medio de las contradicciones de la época presente,
su esperanza en la gloria «también a través
de las estructuras de la vida secular» (26).
Por su pertenencia a Cristo, señor y rey del universo,
los fieles laicos participan en su oficio real y son llamados
por él para servir al reino de Dios y difundirlo en la
historia. Viven la realeza cristiana, antes que nada, mediante
la lucha espiritual para vencer en sí mismos el reino
del pecado (cf. Rom 6, 12); y después en la propia entrega
para servir, en la justicia y en la caridad, al mismo Jesús
presente en todos sus hermanos, especialmente en los más
pequeños (cf. Mt 25, 40).
Pero los fieles laicos están llamados de modo particular
para dar de nuevo a la entera creación todo su valor
originario. Cuando mediante una actividad sostenida por la vida
de la gracia, ordenan lo creado al verdadero bien del hombre,
participan en el ejercicio de aquel poder, con el que Jesucristo
Resucitado atrae a sí todas las cosas y las somete, junto
consigo mismo, al Padre, de manera que Dios sea todo en todos
(cf. Jn 12, 32; 1 Cor 15, 28).
La participación de los fieles laicos en el triple oficio
de Cristo sacerdote, profeta y rey tiene su raíz primera
en la unción del bautismo, su desarrollo en la confirmación,
y su cumplimiento y dinámica sustentación en la
eucaristía. Se trata de una participación donada
a cada uno de los fieles laicos individualmente; pero les es
dada en cuanto que forman parte del único Cuerpo del
Señor. En efecto, Jesús enriquece con sus dones
a la misma Iglesia en cuanto que es su Cuerpo y su Esposa. De
este modo, cada fiel participa en el triple oficio de Cristo
porque es miembro de la Iglesia; tal como enseña claramente
el apóstol Pedro, el cual define a los bautizados como
«el linaje elegido, el sacerdocio real, la nación
santa, el pueblo que Dios se ha adquirido» (1 Pe 2, 9).
Precisamente porque deriva de la comunión eclesial, la
participación de los fieles laicos en el triple oficio
de Cristo exige ser vivida y actuada en la comunión y
para acrecentar esta comunión. Escribía san Agustín:
«Así como llamamos a todos cristianos en virtud
del místico crisma, así también llamamos
a todos sacerdotes porque son miembros del único sacerdote» (27).
Los fieles laicos y la índole secular
15. La novedad cristiana es el fundamento y el título
de la igualdad de todos los bautizados en Cristo, de todos los
miembros del pueblo de Dios: «común es la dignidad
de los miembros por su regeneración en Cristo, común
la gracia de hijos, común la vocación a la perfección,
una sola salvación, una sola esperanza e indivisa caridad» (28).
En razón de la común dignidad bautismal, el fiel
laico es corresponsable, junto con los ministros ordenados y
con los religiosos y las religiosas, de la misión de
la Iglesia.
Pero la común dignidad bautismal asume en el fiel laico
una modalidad que lo distingue, sin separarlo, del presbítero,
del religioso y de la religiosa. El concilio Vaticano II ha
señalado esta modalidad en la índole secular:
«El carácter secular es propio y peculiar de los
laicos» (29).
Precisamente para poder captar completa, adecuada y específicamente
la condición eclesial del fiel laico es necesario profundizar
el alcance teológico del concepto de la índole
secular a la luz del designio salvífico de Dios y del
misterio de la Iglesia.
Como decía Pablo VI, la Iglesia «tiene una auténtica
dimensión secular, inherente a su íntima naturaleza
y a su misión, que hunde su raíz en el misterio
del Verbo Encarnado, y se realiza de formas diversas en todos
sus miembros» (30).
La Iglesia, en efecto, vive en el mundo, aunque no es del mundo
(cf. Jn 17, 16) y es enviada a continuar la obra redentora de
Jesucristo; la cual, «al mismo tiempo que mira de suyo
a la salvación de los hombres, abarca también
la restauración de todo el orden temporal» (31).
Ciertamente, todos los miembros de la Iglesia son partícipes
de su dimensión secular; pero lo son de formas diversas.
En particular, la participación de los fieles laicos
tiene una modalidad propia de actuación y de función,
que, según el Concilio, «es propia y peculiar»
de ellos. Tal modalidad se designa con la expresión «índole
secular» (32).
En realidad el Concilio describe la condición secular
de los fieles laicos indicándola, primero, como el lugar
en que les es dirigida la llamada de Dios: «Allí
son llamados por Dios» (33). Se trata de un «lugar»
que viene presentado en términos dinámicos: los
fieles laicos «viven en el mundo, esto es, implicados
en todas y cada una de las ocupaciones y trabajos del mundo
y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social,
de la que su existencia se encuentra como entretejida» (34).
Ellos son personas que viven la vida normal en el mundo, estudian,
trabajan, entablan relaciones de amistad, sociales, profesionales,
culturales, etc. El Concilio considera su condición no
como un dato exterior y ambiental, sino como una realidad destinada
a obtener en Jesucristo la plenitud de su significado (35). Es
más, afirma que «el mismo Verbo encarnado quiso
participar de la convivencia humana (...). santificó
los vínculos humanos, en primer lugar los familiares,
donde tienen su origen las relaciones sociales, sometiéndose
voluntariamente a las leyes de su patria. Quiso llevar la vida
de un trabajador de su tiempo y de su región» (36).
De este modo, el «mundo» se convierte en el ámbito
y el medio de la vocación cristiana de los fieles laicos,
porque él mismo está destinado a dar gloria a
Dios Padre en Cristo. El Concilio puede indicar entonces cuál
es el sentido propio y peculiar de la vocación divina
dirigida a los fieles laicos. No han sido llamados a abandonar
el lugar que ocupan en el mundo. El bautismo no los quita del
mundo, tal como lo señala el apóstol Pablo: «Hermanos,
permanezca cada cual ante Dios en la condición en que
se encontraba cuando fue llamado» (1 Cor 7, 24);
sino que les confía una vocación que afecta precisamente
a su situación intramundana. En efecto, los fieles laicos,
«son llamados por Dios para contribuir, desde dentro a
modo de fermento, a la santificación del mundo mediante
el ejercicio de sus propias tareas, guiados por el espíritu
evangélico, y así manifiestan a Cristo ante los
demás, principalmente con el testimonio de su vida y
con el fulgor de su fe, esperanza y caridad» (37). De este
modo, el ser y el actuar en el mundo son para los fieles laicos
no sólo una realidad antropológica y sociológica,
sino también, y específicamente, una realidad
teológica y eclesial. En efecto, Dios les manifiesta
su designio en su situación intramundana, y les comunica
la particular vocación de «buscar el reino de Dios
tratando las realidades temporales y ordenándolas según
Dios» (38).
Precisamente en esta perspectiva los padres sinodales han afirmado
lo siguiente:
«La índole secular del fiel laico
no debe ser definida solamente en sentido sociológico,
sino sobre todo en sentido teológico. El carácter
secular debe ser entendido a la luz del acto creador y redentor
de Dios, que ha confiado el mundo a los hombres y a las mujeres,
para que participen en la obra de la creación, la liberen
del influjo del pecado y se santifiquen en el matrimonio o en
el celibato, en la familia, en la profesión y en las
diversas actividades sociales» (39)
La condición eclesial de los fieles laicos se encuentra
radicalmente definida por su novedad cristiana y caracterizada
por su índole secular (40).
Las imágenes evangélicas de la sal, de la luz
y de la levadura, aunque se refieren indistintamente a todos
los discípulos de Jesús, tienen también
una aplicación específica a los fieles laicos.
Se trata de imágenes espléndidamente significativas,
porque no sólo expresan la plena participación
y la profunda inserción de los fieles laicos en la tierra,
en el mundo, en la comunidad humana; sino que también,
y sobre todo, expresan la novedad y la originalidad de esta
inserción y de esta participación, destinadas
como están a la difusión del evangelio que salva.
Llamados a la santidad
16. La dignidad de los fieles laicos se nos revela en plenitud
cuando consideramos esa primera y fundamental vocación,
que el Padre dirige a todos ellos en Jesucristo por medio del
Espíritu: la vocación a la santidad, o sea a la
perfección de la caridad. El santo es el testimonio más
espléndido de la dignidad conferida al discípulo
de Cristo.
El concilio Vaticano II ha pronunciado palabras altamente luminosas
sobre la vocación universal a la santidad. Se puede decir
que precisamente esta llamada ha sido la consigna fundamental
confiada a todos los hijos e hijas de la Iglesia, por un Concilio
convocado para la renovación evangélica de la
vida cristiana (41). Esta consigna no es una simple exhortación
moral, sino una insuprimible exigencia del misterio de la Iglesia.
Ella es la viña elegida, por medio de la cual los sarmientos
viven y crecen con la misma linfa santa y santificante de Cristo;
es el cuerpo místico, cuyos miembros participan de la
misma vida de santidad de su Cabeza, que es Cristo; es la esposa
amada del Señor Jesús, por quien él se
ha entregado para santificarla (cf. Ef 5, 25 ). El Espíritu
que santificó la naturaleza humana de Jesús en
el seno virginal de María (cf. Lc 1, 35), es el mismo
Espíritu que vive y obra en la Iglesia, con el fin de
comunicarle la santidad del Hijo de Dios hecho hombre.
Es urgente, hoy más que nunca, que todos los cristianos
vuelvan a emprender el camino de la renovación evangélica,
acogiendo generosamente la invitación del apóstol
a ser «santos en toda la conducta» (1 Pe 1, 15).
El Sínodo extraordinario de 1985, a los veinte años
de la conclusión del Concilio, ha insistido muy oportunamente
en esta urgencia: «Puesto que la Iglesia es en Cristo
un misterio, debe ser considerada como signo e instrumento de
santidad (...).
Los santos y las santas han sido siempre fuente y origen de
renovación en las circunstancias más difíciles
de toda la historia de la Iglesia. Hoy tenemos una gran necesidad
de santos, que hemos de implorar asiduamente a Dios» (42).
Todos en la Iglesia, precisamente por ser miembros de ella,
reciben y, por tanto, comparten la común vocación
a la santidad. Los fieles laicos están llamados, a pleno
título, a esta común vocación, sin ninguna
diferencia respecto de los demás miembros de la Iglesia:
«Todos los fieles de cualquier estado y condición
están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a
la perfección de la caridad» (43); «todos
los fieles están invitados y deben tender a la santidad
y a la perfección en el propio estado»(44).
La vocación a la santidad hunde sus raíces en
el bautismo y se pone de nuevo ante nuestros ojos en los demás
sacramentos, principalmente en la eucaristía. Revestidos
de Jesucristo y saciados por su Espíritu, los cristianos
son «santos», y por eso quedan capacitados y comprometidos
a manifestar la santidad de su ser en la santidad de todo su
obrar. El apóstol Pablo no se cansa de amonestar a todos
los cristianos para que vivan «como conviene a los santos» (Ef 5, 3).
La vida según el Espíritu, cuyo fruto es la santificación
(cf. Rom 6, 22; Gál 5, 22), suscita y exige de todos y de cada
uno de los bautizados el seguimiento y la imitación de
Jesucristo, en la recepción de sus bienaventuranzas,
en el escuchar y meditar la palabra de Dios, en la participación
consciente y activa en la vida litúrgica y sacramental
de la Iglesia, en la oración individual, familiar y comunitaria,
en el hambre y sed de justicia, en el llevar a la práctica
el mandamiento del amor en todas las circunstancias de la vida
y en el servicio a los hermanos, especialmente si se trata de
los más pequeños, de los pobres y de los que sufren.
Santificarse en el mundo
17. La vocación de los fieles laicos a la santidad implica
que la vida según el Espíritu se exprese particularmente
en su inserción en las realidades temporales y en su
participación en las actividades terrenas. De nuevo el
apóstol nos amonesta diciendo: «Todo cuanto hagáis,
de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor
Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre»
(Col 3, 17). Refiriendo estas palabras del apóstol a
los fieles laicos, el Concilio afirma categóricamente:
«Ni la atención de la familia, ni los otros deberes
seculares deben ser algo ajeno a la orientación espiritual
de la vida» 45). A su vez los padres sinodales han dicho:
«La unidad de vida de los fieles laicos tiene una gran
importancia. Ellos, en efecto, deben santificarse en la vida
profesional y social ordinaria. Por tanto, para que puedan responder
a su vocación, los fieles laicos deben considerar las
actividades de la vida cotidiana como ocasión de unión
con Dios y de cumplimiento de su voluntad, así como también
de servicio a los demás hombres, llevándoles a
la comunión con Dios en Cristo» (46).
Los fieles laicos han de considerar la vocación a la
santidad, antes que como una obligación exigente e irrenunciable,
como un signo luminoso del infinito amor del Padre que les ha
regenerado a su vida de santidad. Tal vocación, por tanto,
constituye una componente esencial e inseparable de la nueva
vida bautismal, y, en consecuencia, un elemento constitutivo
de su dignidad. Al mismo tiempo, la vocación a la santidad
está ligada íntimamente a la misión y a
la responsabilidad confiadas a los fieles laicos en la Iglesia
y en el mundo. En efecto, la misma santidad vivida, que deriva
de la participación en la vida de santidad de la Iglesia,
representa ya la aportación primera y fundamental a la
edificación de la misma Iglesia en cuanto «comunión
de los santos». Ante la mirada iluminada por la fe se
descubre un grandioso panorama: el de tantos y tantos fieles
laicos —a menudo inadvertidos o incluso incomprendidos;
desconocidos por los grandes de la tierra, pero mirados con
amor por el Padre—, hombres y mujeres que, precisamente
en la vida y actividades de cada jornada, son los obreros incansables
que trabajan en la viña del Señor; son los humildes
y grandes artífices —por la potencia de la gracia
de Dios, ciertamente— del crecimiento del reino de Dios
en la historia.
Además se ha de decir que la santidad es un presupuesto
fundamental y una condición insustituible para realizar
la misión salvífica de la Iglesia. La santidad
de la Iglesia es el secreto manantial y la medida infalible
de su laboriosidad apostólica y de su ímpetu misionero.
Sólo en la medida en que la Iglesia, Esposa de Cristo,
se deja amar por él y Le corresponde, llega a ser una
madre llena de fecundidad en el Espíritu.
Volvamos de nuevo a la imagen bíblica: el brotar y el
expandirse de los sarmientos depende de su inserción
en la vid. «Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto
por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco
vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid;
vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo
en él, ése da mucho fruto; porque sin mí
no podéis hacer nada» (Jn 15, 4-5).
Es natural recordar aquí la solemne proclamación
de algunos fieles laicos, hombres y mujeres, como beatos y santos,
durante el mes en el que se celebró el Sínodo.
Todo el pueblo de Dios, y los fieles laicos en particular, pueden
encontrar ahora nuevos modelos de santidad y nuevos testimonios
de virtudes heroicas vividas en las condiciones comunes y ordinarias
de la existencia humana. Como han dicho los padres sinodales:
«Las Iglesias locales, y sobre todo las llamadas Iglesias
jóvenes, deben reconocer atentamente entre los propios
miembros, aquellos hombres y mujeres que ofrecieron en estas
condiciones (las condiciones ordinarias de vida en el mundo
y el estado conyugal) el testimonio de una vida santa, y que
pueden ser ejemplo para los demás, con objeto de que,
si se diera el caso, los propongan para la beatificación
y canonización» (47).
Al final de estas reflexiones, dirigidas a definir la condición
eclesial del fiel laico, retorna a la mente la célebre
exhortación de san León Magno: «Agnosce,
o Christiane, dignitatem tuam» (48). Es la misma admonición
que san Máximo, obispo de Turín, dirigió
a quienes habían recibido la unción del santo
bautismo: «¡Considerad el honor que se os hace en
este misterio!» (49). Todos los bautizados están
invitados a escuchar de nuevo estas palabras de san Agustín:
«¡Alegrémonos y demos gracias: hemos sido
hechos no solamente cristianos, sino Cristo (...). Pasmaos y
alegraos: hemos sido hechos Cristo!» (50).
La dignidad cristiana, fuente de la igualdad de todos los miembros
de la Iglesia, garantiza y promueve el espíritu de comunión
y de fraternidad y, al mismo tiempo, se convierte en el secreto
y la fuerza del dinamismo apostólico y misionero de los
fieles laicos. Es una dignidad exigente; es la dignidad de los
obreros llamados por el Señor a trabajar en su viña.
«Grava sobre todos los laicos —leemos en el Concilio—
la gloriosa carga de trabajar para que el designio divino de
salvación alcance cada día más a todos
los hombres de todos los tiempos y de toda la tierra» (51).
NOTAS:
12. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 6.
13. Cf. Propositio 3.
14. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 31.
15. Ibid.
16. Pio XII, Discurso a los nuevos Cardenales (20 febrero 1946): AAS 38 (1946) 149.
17. Conc. Ecum. Florentino, Dec. pro Armeniis, DS 1314.
18. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 10.
19. san Agustín, Enarr. in Ps., XXVI, II, 2: CCL 38, 154 s.
20. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 10.
21. Juan Pablo II, Homilía al inicio del ministerio de Supremo pastor de la Iglesia (22 octubre 1978): AAS 70 (1978) 946.
22. Cf. La presentación que se hace de este magisterio en el Instrumentum laboris, "Vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo a los veinte años del concilio Vaticano II", 25.
23. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 34.
24. Ibid., 35.
25. Ibid., 12.
26. Ibid., 35.
27. san Agustín, De civitate Dei, XX, 10: CCL 48, 720.
28. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 32.
29. Ibid., 31.
30. Pablo VI, Discurso a los miembros de los institutos seculares (2 febrero 1972): AAS 64 (1972) 208.
31. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 5.
32. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 31.
33. Ibid.
34. Ibid.
35. Cf. Ibid., 48.
36. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 32.
37. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 31.
38. Ibid.
39. Propositio 4.
40. «viviendo en el mundo. Lo que para quienes pertenecen al ministerio ordenado puede constituir una tarea sobreañadida o excepcional, para los laicos es misión típica. Su vocación propia consiste en "buscar el reino de Dios tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios" ( Lumen gentium, 31)» (Juan Pablo II, Angelus [15 marzo 1987]: Insegnamenti, X, 1 [1987] 561).
41. Véase, en particular, el cap. V de la Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 39-42, que trata sobre la "universal vocación a la santidad en la Iglesia".
42. II Asamb. Gen. Extraor. Sínodo de los obispos (1985), Ecclesia sub Verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi. Relatio finalis, II, A, 4.
43. Con. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 40.
44. Ibid., 42. Estas afirmaciones solemnes e inequívocas del Concilio vuelven a proponer una verdad fundamental de la fe cristiana. Así, por ejemplo, Pío XI en la encíclica Casti connubii, dirigida a los esposos cristianos, escribe: "Todos, de cualquier condición que sean y en cualquier honesto estado de vida que hayan elegido, pueden y deben imitar al perfectísimo ejemplar de toda santidad propuesto a los hombres por Dios, que es nuestro Señor Jesucristo; y con la ayuda de Dios alcanzar también la cima más alta de la perfección cristiana, como el ejemplo de muchos santos nos lo demuestra": AAS 22 (1930) 548.
45. Con. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 4.
46. Propositio 5.
47. Propositio 8.
48. san León Magno, Sermo XXI, 3: S. Ch. 22 bis, 72.
49. san Máximo, Tract. III de Baptismo: PL 57, 779.
50. san Agustín, In Ioann. Evang. tract., 21, 8: CCL 36, 216.
51. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 33 |
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