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CAPÍTULO I
VOCACIÓN DE
LOS LAICOS AL APOSTOLADO 2. El fin de la Iglesia es que, al dilatar el reino de Cristo por toda la tierra para gloria de Dios Padre, haga participantes a todos los hombres de la salvadora redención (4); y que por medio de ellos el mundo entero se encamine realmente hacia Cristo. Toda la actividad del cuerpo místico, dirigida a este fin, se llama, "apostolado", que la Iglesia ejercita en diversas formas, por medio de todos sus miembros; porque la vocación cristiana por su propia naturaleza es también vocación al apostolado. Así como en la trabazón de un cuerpo vivo no hay miembro alguno que sea meramente pasivo, puesto que con la vida del mismo cuerpo participa al mismo tiempo de su actividad, así también en el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, todo el cuerpo crece según la operación propia de cada uno de sus miembros ( Ef 4, 16). Más aún, es tan grande en este cuerpo la estrecha conexión de los miembros (cf. Ef 4, 16), que si algún miembro no contribuye con su propia energía al crecimiento del cuerpo, debe ser calificado como inútil para la Iglesia y para sí mismo.
En la Iglesia hay diversos ministerios, pero la misión es única. Los Apóstoles y sus sucesores recibieron de Cristo el oficio de enseñar, santificar y regir en su nombre y con su autoridad. Y también los seglares, que participan del ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo, en la misión de todo el pueblo de Dios cumplen su propio cometido en la Iglesia y en el mundo (5). En realidad, ejercen el apostolado evangelizando y santificando a los hombres, animando también y perfeccionando con espíritu evangélico el orden mismo temporal, de forma que su actividad en este orden sea un claro testimonio de Cristo y contribuya a la salvación de los hombres. Porque es propio del estado de los seglares que, viviendo en el mundo y en medio de los negocios temporales, están llamados por Dios para que, gracias al fervor de su espíritu cristiano, a manera de fermento ejerzan en el mundo su apostolado.
3. De su unión con Cristo Cabeza derivan los cristianos seglares el deber y el derecho del apostolado. En efecto; injertados por el bautismo en el cuerpo místico de Cristo, fortalecidos en la confirmación por la virtud del Espíritu santo, están destinados al apostolado por el Señor mismo. Son consagrados como sacerdocio real y nación santa (cf. 1 Pe 2, 4-10) para que, por medio de todas sus obras, ofrezcan hostias espirituales, y den testimonio a Cristo en todo el mundo. Con los sacramentos, pero sobre todo con la eucaristía, se comunica y mantiene aquella caridad, que es como el alma de todo apostolado(6).
El apostolado se realiza por la fe, por la esperanza y por la caridad, que el Espíritu santo derrama en los corazones de todos los miembros de la Iglesia. Más aún, el precepto de la caridad -el máximo mandamiento del Señor- mueve a todos los cristianos a procurar la gloria de Dios con el advenimiento de su reino y la vida eterna para todos los hombres, de modo que conozcan al único Dios verdadero y a su enviado, Jesucristo (cf. Jn 17, 3).
Por consiguiente, a todos los cristianos se impone el noble empeño de trabajar para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado por todos los hombres, en cualquier parte del mundo.
Para practicar este apostolado, el Espíritu santo, que produce la santificación del pueblo de Dios por medio del ministerio y por los sacramentos, concede también a los fieles singulares dones (cf. 1 Cor 12, 7), distribuyéndolos a cada uno como quiere (1 Cor 12, 11), para que cada uno, según la gracia recibida, poniéndola al servicio de los otros, sean, también ellos, administradores de la multiforme gracia de Dios (1 Pe 4, 10), para edificación de todo el cuerpo en la caridad (cf. Ef 4, 16). Al recibir estos carismas, aun los más sencillos, surge en cada uno de los creyentes el derecho y deber de emplearlos para bien de los hombres y para edificación de la Iglesia, así en la Iglesia misma como en el mundo, con la libertad del Espíritu santo, que sopla donde quiere (Jn 3, 8), y, al mismo tiempo, en la comunión con los hermanos en Cristo, sobre todo con sus propios pastores, a quienes pertenece el juzgar sobre su auténtica naturaleza y su ordenado ejercicio, mas no para apagar el Espíritu, sino para probarlo todo y retener lo que es bueno (cf. 1 Tes 5, 12. 19. 21) (7).
4. La fuente y origen de todo el apostolado de la Iglesia es Cristo, el enviado por el Padre; por ello es evidente que la fecundidad del apostolado de los seglares depende de su unión vital con Cristo, según la palabra del Señor: El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto, porque sin mí nada podéis hacer (Jn 15, 5). Esta vida interior de la unión con Cristo se alimenta en la Iglesia con aquellos auxilios espirituales comunes a todos los fieles, entre los cuales merece especial mención la participación activa en la sagrada liturgia (8). Mas los seglares han de usar dichos auxilios de tal manera que en el total cumplimiento de sus responsabilidades temporales, en medio de las condiciones ordinarias de la vida, no separen la unión con Cristo, de su vida personal, sino que, por lo contrario, al cumplir sus tareas según la voluntad de Dios, han de intensificar su unión con el Señor. Por este camino es donde los seglares deben avanzar, decididos y animosos, en la santidad cuidando de superar las dificultades con prudencia y paciencia (9). Ni las preocupaciones familiares, ni otros negocios temporales deben permanecer extraños a la espiritualidad de su propia vida según las palabras del Apóstol: Todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él ( Col 3, 17).
Esta vida exige un continuado ejercicio de la fe, de la esperanza y de la caridad. Tan sólo con la luz de la fe y la meditación de la palabra divina se puede conocer, siempre y en todo lugar, a Dios, en quien vivimos, nos movemos y existimos ( Hech 17, 28), buscar su voluntad en todos los hechos, contemplar a Cristo en todos los hombres, cercanos o alejados, y juzgar rectamente sobre el verdadero sentido y valor de las cosas materiales en sí mismas y en orden al fin del hombre.
Quienes poseen esta fe, viven en la esperanza de la revelación de los hijos de Dios, con el recuerdo de la cruz y de la resurrección del Señor. En la peregrinación de esta vida, escondidos con Cristo en Dios, y liberados de la esclavitud de las riquezas, mientras se encaminan a los bienes imperecederos, se entregan generosos y por completo a la expansión del reino de Dios y a animar y perfeccionar el orden temporal con espíritu cristiano. Entre las adversidades de esta vida hallan la fuerza en la esperanza, pensando que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros ( Rom 8, 18).
Impulsados por la caridad, que procede de Dios, obran el bien para todos, pero especialmente para los hermanos en la fe (cf. Gál 6, 10), despojándose de toda maldad y de todo engaño, de hipocresía, envidias y maledicencias (1 Pe 2, 1), para así atraer a los hombres hacia Cristo. Mas la caridad de Dios que se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu santo, que nos ha sido dado ( Rom 5, 5) hace a los seglares capaces de manifestar realmente en su vida el espíritu de las bienaventuranzas. Siguiendo a Jesús pobre, ni se desaniman por la escasez, ni se enorgullecen por la abundancia de los bienes temporales; imitando a Cristo humilde, no ambicionan la gloria vana (cf. Gál 5, 26), porque procuran agradar a Dios más bien que a los hombres, dispuestos siempre a dejarlo todo por Cristo (cf. Lc 14, 26), a sufrir persecución por amor a la justicia (cf. Mt 5, 10), pensando en las palabras del Señor: Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mt 16, 24). Cultivando entre sí la amistad cristiana, se ofrecen mutua ayuda en todo género de necesidades.
Esta vida espiritual, peculiar de los seglares, debe igualmente adoptar los rasgos especiales que se derivan del estado de matrimonio y de la familia, del celibato o de la viudez, del estado mismo de la salud y de las actividades profesionales y sociales. No descuiden, por lo tanto, cultivar asiduamente las cualidades y dotes convenientes que se les ha dado para cada uno de dichos estados y usar los propios dones recibidos del Espíritu santo.
Además, los seglares que, por su vocación, se han afiliado a alguna de las asociaciones o institutos aprobados por la Iglesia, cuiden, al mismo tiempo, de asimilarse fielmente la característica de la espiritualidad propia de cada uno. Aprecien también, como es debido, la competencia profesional, el espíritu familiar y el cívico, y todas las virtudes relacionadas con la misma vida social: la honradez, el espíritu de la justicia, la sinceridad, la cortesía, la fortaleza del alma, sin las que ni siquiera puede darse una verdadera vida cristiana.
Modelo perfecto de tal vida espiritual y apostólica es la Virgen María, reina de los apóstoles, que, mientras vivió en este mundo, llevó una vida igual a la de los demás, llena de familiar solicitud y de trabajos, siempre unida íntimamente con su Hijo, cooperando en forma singular a la obra del Salvador; mas ahora, asunta al cielo, "cuida con su amor materno de los hermanos de su Hijo, que peregrinan todavía y están envueltos en peligros y angustias, hasta que sean conducidos a la patria feliz" (10). Que todos la honren con suma piedad y encomienden su vida y apostolado propios a su maternal solicitud.
NOTAS:
4. Cf. Pius XI RE l. c., 65.
5. Cf. c. d. LG n. 31, l. c., 37. 6. Cf. ibid. 33, l. c., 39; cf. también n. 10, l. c., 14.
7. Cf. ibid, n. 12, l. c., 16.
8. Cf. c. SC c. 1, n. 11, l. c., 102-103.
9. Cf. c. d. LG n. 32, l. c., 38; cf. también 40-41, l. c., 45-47.
10. Cf. ibid. n. 62, l. c. 63; cf. tamb. n. 65, l. c. 64-65.
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