TONTA volver al indice
 

     Quince, dieciséis años, segundo de BUP, más alta que yo, en la boca esos chismes que ponen los dentistas a las niñas no pobres para armonizarles los dientes.
     Vino después de la Eucaristía.
     —¿Quiere rezar por una señora, viuda con seis hijos? Tiene cáncer.
     Lo decía con contenida angustia.
     Rezar, ¿rezar para qué?, pensé para mis adentros. ¿Rezar para quién?
     —Rezaré por usted.
     —No, no, por mí no. Por ella. ¡No quiero que se muera!
     Y se echó a llorar desaforadamente.
     Me quedé mirándola a los ojos. Quizá con un gesto de estupor. Las palabras, mis palabras, tantas veces, ¿para qué sirven?
     —No se ría.
     Sacó un pañuelo de papel para secarse las lágrimas. Se le cayó.
     —No se ría, ¡va! (Lloraba y reía a la vez). Soy una tonta.
     Los silencios no eran molestos. Sólo fui capaz de decirle al cabo de un rato:
     —Ojalá siga siempre así de tonta, señorita.
     No sé cómo se llama. Ni lo pregunté. Probablemente nunca vuelva a verla. Pero la reconocería entre mil. Esta clase de «tontos», gracias a Dios, no se olvida.