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De repente la torre Eiffel empezó a inclinarse. Los coches se pararon. Los trenes dejaron de avanzar. Los teléfonos, los ascensores, los relojes no funcionaban. Hasta las hebillas, las medallas y los clavos se volvían pastosos.
París quedó bloqueado.
Por fin, el diagnóstico de los científicos: los metales padecían una terrible enfermedad.
Mensajeros a caballo recorrieron los cuatro puntos cardinales en busca de remedio. Inútil.
Hasta que de pronto corrió de boca en boca la noticia: en un alejado rincón del mundo, Quissac, un herrero continuaba trabajando los metales.
Llegaron los expertos al atardecer. Efectivamente, vieron a distancia la fragua al rojo vivo, los montones de herraduras, oyeron —¡qué contraste con el pavoroso silencio de París!— el sonido del yunque martilleado y dominándolo todo la silueta de Ruperto, el herrero, que no paraba de silbar.
Cuando se asomaron, ya el buen hombre se disponía a irse. Le acosaron a preguntas a las que no supo responder.
Acordaron, ellos, que la investigación exhaustiva empezaría a la mañana siguiente.
El pobre Ruperto durmió mal: la gente de ciudad, el barullo, le amedrentaban.
Le empujaron, sin dejarle desayunar siquiera, para que empezase a trabajar. Malhumorado, nervioso, tenso, mudo.
¡Desastre! El hierro de Quissac también estaba enfermo.
Marcharon los sabihondos investigadores.
Pero no, el hierro de Quissac no estaba enfermo.
Libre de mirones, volvió Ruperto animoso, tranquilo, a su fragua, tras la pesadilla ciudadana. De nuevo se sentía feliz como de costumbre. Como de costumbre se puso a silbar y el hierro despertó sonoro sobre el yunque.
Silbar: algo que precisa el hierro para ser hierro, algo que exige el sol para brillar, algo que Dios necesita para poder venir a pasear por nuestros caminos con sus hijos, los hombres.
J. M. Valverde lo apunta ya en una deliciosa biografía de una vida de santo:
Sólo nos consta que solía,
al salir de su portal,
mirar el color del cielo
y, tropezando, suspirar.
Que le gustaba andar despacio,
ir silbando a ver pasar
la gente, y tenía algunas
dulces manías que cultivar.
Sólo los que silban pueden, como Orfeo, dominar, los monstruos del miedo que se agazapan en la soledad.
Sólo los que silban pueden rubricar aquello de:
Yo reverencio con asombro
el misterio inaudito de Cristo Virgen.
Alabo el que tú hicieras
a la Virgen María
una vez sólo, Madre
Y acato
¡gozosamente!
que a mí me hayas hecho final
de mi estirpe.
Señal acaso
de que estaba madura.
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