 |
 |
 |
 |
 |
 |
|
Los domingos por la mañana suelo echar una ojeada a los santos de la semana que empieza.
Es una costumbre que en cierta manera se remonta a mi más lejana infancia. En mi pueblo, en la misa mayor, el párroco antes de la homilía decía: «Los santos de la próxima semana son los siguientes: mañana lunes..., el martes...» ¡Qué costumbre tan buena!
Claro que ahora no me limito a los santos oficiales, sino que me fijo en las tres clases de santos de mi devoción:
los santos oficiales,
los santos de carne y hueso que he tratado,
los santos de la literatura.
Los santos oficiales son los que figuran en el martirologio. Ni más ni menos.
Los santos de carne y hueso son las personas santas que he tratado y trato: san Senén (mi padre), san Ángel Sagarmínaga (el gran misionero), san Jaime Recasens (un amigo de mi familia que el año 36, al ir yo a su casa por la tarde, a pesar de estar enfermo, tuvo que levantarse por orden del comité y al encontrarme en la escalera me acarició y me dijo: «Jorge, hasta el cielo», y al día siguiente le martirizaron)...
La lista de estos santos es muy larga. Y secreta. Si algunos de los enlistados la viesen se echarían a reír o me pegarían. Pero ¡debo yo tanto a estos santos! ¡Mucho más que a los primeros!
Y están luego los santos de la literatura, los personajes modélicos a los que quisiera parecerme: san Joel (no el profeta, sino el adolescente de J. M. de Buck, muerto al amanecer), san Principito (que tenía los cabellos color de oro y era responsable de una rosa), san Jacinto (el papa taxista que fue a Rusia de excursión)....
A los santos oficiales (a algunos) los venero.
A los santos de carne y hueso (a todos) les quiero. Y al llegar su día les felicito, con lo que al contestarme —sin darse cuenta, claro— me mandan reliquias.
A los santos de la literatura (a muchos) les sueño.
Con tantos santos en mi vida, ¿cómo va a ser posible sentirme sólo?
|
|
 |
 |
 |
 |
 |
 |
|