INÉS volver al indice
 

     Madre Inés:

     Perdone que por última vez la llame así. Lo de «madre» me salió espontáneamente. La costumbre. No son fáciles, en el trato con las personas, los cambios bruscos. Ya que brusca ha sido la sorpresa de su carta, que he encontrado ahora al regresar de un viaje de siete semanas y no en globo: «Definitivamente dejo la congregación el mes próximo. Creo que mi vida va a cambiar poco en lo esencial. Me da la impresión que usted no lo comprenderá demasiado». ¡Qué bien me conoce!

     (Y pensar que el compañero al que encargué echase un vistazo sobre la correspondencia que fuese llegando me escribió a los quince días de mi viaje, cuando su carta, por la fecha, tenía que haber llegado ya: «No te mando las cartas que han llegado porque ninguna es de gran importancia». Sí, su carta para mí era de gran importancia. No sólo por aquello que dice Unamuno: «Y después que acabó la carrera, siguiéndole con el pensamiento y el afecto, como sigue siempre todo maestro a todo discípulo aventajado», sino especialmente por los votos perpetuos que usted pronunció ante mí —¡los únicos que he recibido en mi vida de sacerdote!— y por su regalo: la foto de largos surcos perdiéndose en el horizonte que desde entonces ocupa un lugar destacado en mi habitación, y seguirá ocupándolo).

     No me da razones ni motivos. Hace bien. Sabía:
     —que de nada sirve nunca argumentar, ni menos discutir (tampoco me habría prestado al juego);
     —que las palabras «autenticidad» y «autorrealización», que aparecen unas cuantas veces en su carta, me dejan siempre sin palabra, porque ese autós del comienzo implica ya esta, ya aquella determinación según el tono con que se escribe o pronuncia;
     —que hay tiempos de espera que sólo sirven para madurar una opción germinalmente elegida, en busca de motivaciones y razones «convincentes» para los otros y para uno mismo, y así encontrar el anhelado, aunque inconfesado, point of no return;
     —
que la realidad vivida año tras año y la palabra dada un día no puede interpretarse desde la «pasión» del momento;
     —que los catarros no se curan poniéndose en plena corriente de aire, que la anemia requiere larga y paciente sobrealimentación, que la soledad afectiva es una contraindicación insuperable.

     Pensé, tonto de mí, que habría entendido suficientemente el dibujo que le mandé hace tiempo con lo de «el muchacho sonríe y avanza contracorriente». Y aquella frase del viejo Leclercq que le transcribí meses después: «Si se quiere reformar la Iglesia (una congregación), lo primero que hay que hacer es permanecer en ella», tan parecida a las palabras de Teilhard de Chardin (¡que en su vida no fueron sólo palabras!): «Según mis principios, no puedo luchar contra el cristianismo establecido. Sólo puedo actuar desde dentro, intentando transformarlo y convertirlo». «Hay que florecer allí donde Dios nos ha puesto», decía el fuerte (dotado de fortaleza) G. de Larigaudie.

     Ya es tarde para intentar exorcizarla (¡ese ministerio tan poco usado en nuestro tiempo!) contra el ansia de «eficacia» en la vida religiosa (los religiosos pertenecen, tienen que pertenecer gozosamente, al «gremio de los inútiles»: las flores, las estrellas, los atardeceres... son co-hermanos de los religiosos), el deseo de que «nos comprendan» (¿quiénes?), o ese clamor suicida contra las «estructuras» (¿cuáles?).

     Su vida, aunque piense en este momento de otra manera, cambiará mucho en lo accidental y no poco en lo esencial. Pero Dios siempre está delante. No olvide que «al atardecer de la vida nos examinarán en el amor». Y al re-cordar —porque usted tiene corazón— no se avergüence de su ayer. (A ratos pienso que en medio de la actual tormenta el pueblo cristiano está ahora en mejores condiciones que antes para conocer bien la vida religiosa: por el testimonio sereno de quienes pueden hablar fuera «desde dentro», desde lo vivido).
     Espero que no le moleste esta carta abierta: al no saber su paradero me he atrevido a acusar recibo «en voz escrita». ¡El mundo es tan pequeño!
     Siempre me parecieron exageradas aquellas palabras: «Los maestros pasamos por ignorados días de luto y de gran aflicción». Hoy, ahora, ya no. No sé qué más decirle.
     Inés, cordialmente
                                J.S.V.