HONDURA volver al indice
 

     Él, habitualmente callado, aquellos días estaba de lo más pesado. Venga preguntar a los que le rodeaban cosas peregrinas. Como la tarde aquella en que nos mareó con lo de la palabra.
     —A ver, di una palabra.
     —Una palabra, ¿de qué?
     —De lo que quieras.
     Y el grupo de amigos íbamos diciendo palabras. ¡Qué remedio! Un juego, ese de las palabras, que no deja de ser divertido. Y comprometido.
     Al final alguien le dijo:
     —¿Y la tuya?
     —Hondura.
     —¿Será porque no sabes nadar, no?

     Cuando nos quedamos solos le pregunté:
     —¿Por qué dijiste «hondura»? ¿Por el mar?
     —No, hombre. Porque me cansa la superficialidad, porque estoy harto de la espuma. Y sobre todo de los espumosos. Al decir «hondura» no pensaba en lo que te imaginas sino en lo que tan finamente vivía G. de Larigaudie.
     Recuerda:

     Me he acostumbrado tanto a la presencia de Dios en mí que siempre, desde el fondo del corazón, me sube una oración a flor de labios. Esa oración, apenas consciente, ni siquiera cesa en la somnolencia que acompasa la marcha del tren o el ronroneo de una hélice, no me abandona ni en la exaltación del cuerpo o del alma, ni en la agitación de la ciudad o en la tensión del espíritu durante una ocupación absorbente. Es, en mi interior, como un lago infinitamente manso y transparente que no pueden alcanzar ni las sombras ni los remolinos de la superficie. Las hermosas extranjeras no podían comprender cómo, aun en medio de la música de baile más insinuante, mi corazón, dentro de mí, cadenciara una oración y que esta oración fuera más fuerte que su encanto y su atractivo.

     Sí, era su palabra. Vivía con hondura.