HAMADRÍADA volver al indice
 

     A las ninfas que vivían en los árboles las llamaban los antiguos hamadríadas.
     Ninfas distintas de las náyades que habitaban en las fuentes, de las nereidas que residían en el mar, de las oréades que moraban en las montañas.
     Cada hamadríada en su árbol, naciendo con él, compartiendo su destino.
     Según se mire la vida de una hamadríada era una limitación: no podía alejarse del árbol. Pero toda limitación supone una riqueza: tenía su árbol, su casa.
     Los que por el reino de los cielos no forman un hogar añoran a veces la vida de las hamadríadas. Es natural.
     Quienes conocen el corazón humano afirman que todo hombre tiende a enraizarse un día en un lugar como un árbol, un lugar que se convierta en suyo, en el que pueda hundir sus raíces hacia el corazón de la tierra y desde el que levante las ramas de sus brazos hacia el cielo.
     Alguien renunció a la riqueza de las hamadríadas: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8, 20).
     Algunos cristianos hacen lo mismo.