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Las paredes no son mi habitación. Todas las habitaciones las tienen.
Una ardilla que vino de Nueva York curiosea constantemente lo que escribo. A la derecha, un icono de Chevetogne, con san Jorge, el dragón y la princesa. En el anaquel de detrás, un candelero de madera, con un cabo de cirio que, apagado y todo, ilumina.
Sobre la mesa, un cenicero trenzado de monedas de 20 centavos anida, en vez de ceniza, tomillo que alguien a distancia se preocupa de renovar... Y las rosas junto a mi ventana. Pequeñas rosas. Mi habitación.
Como la habitación, mi vida. Dios, para hacerme sacerdote, no tuvo necesidad de «perder» el tiempo conmigo. Habló a través de innumerables pequeñas cosas evitando ruidos innecesarios. Mi vocación, igual que mi habitación, una larga, mansa lista de pequeños obsequios.
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