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«Se ha secularizado», corría de boca en boca. Uno más. Los había tristes y los había satisfechos. Indiferentes, más bien pocos.
Toda secularización es un terrible test proyectivo. Resulta difícil permanecer indiferente.
Menos mal que los satisfechos tuvieron aquella vez la delicadeza de no entonar un tedéum, de no sacar a relucir la consabida apologética a base de «¡Es un valiente!». Como si los que siguen, fuesen unos cobardes. Como si la fortaleza no tuviera nada que ver con la andreia, el sustinere, la constancia, la perseverancia, la paciencia...
Yo era de los que se sentían tristes.
Ya sé que todo es gracia para los que aman a Dios, que el Señor a base de humillaciones purifica a su Iglesia para que ahuyente la fatuidad de creer que el cielo se escala a base de gimnásticos ejercicios de pureza. Sí, sólo los pordioseros verán a Dios.
Al llegar a mi habitación encontré sobre la mesa una ficha con esta frase: «Cuanto más negra es la noche sin luna más hermosas son en el cielo las estrellas, y cuanto más nos ahoga y aplana la tristeza más cerca estamos de Dios».
Conocí la letra. Agradecí la discreción.
Luego miré largo rato por la ventana. Era verdad: en la negra noche sin luna, las estrellas eran muy hermosas.
Y me acordé de Abrahán, el que creyó contra toda esperanza.
También él miraba las estrellas.
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