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Entre la Eucaristía y la cena quedan unos minutos libres. Los aprovecho para pasear, dedicándolos, más que a pensar, a ser pensado, y un poco a... espiar.
Al lado sur del claustro, abierta al muro de la iglesia, hay una hornacina con una Virgen policromada, el niño en brazos. A sus pies un jarrón con rosas, siempre nuevas.
Hace ocho años, cuando estuve unos días aquí, veía todas las tardes, antes de la cena, a un monje joven sentado enfrente, mirándola.
En el monasterio hay muchas cosas bellas, pero ninguna para mí como aquella mirada.
Espiar, a veces, no es pecado.
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