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Hay felicitaciones y felicitaciones.
De bote, unas, tópicos congelados que se mercan en pseudosupermercados culturales y se propalan mecánica, asépticamente, en serie.
Y están las otras, las que saben a tomillo, a lavanda, a romero, recogidos en un rincón virgen de bosque.
Con letra pequeña, piojosina, aquel discípulo felicitó a su maestro así: «Al celebrar san... me acordé de quien mi pensamiento, a veces, es un eco».
Quien había roto montones de felicitaciones de bote, guardó aquélla con cariño y con cariño la puso —invisible ramo de flores— junto a la foto del «abuelo» del discípulo, su maestro.
Eco de eco.
No podemos ser pesimistas: las palabras no se pierden.
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