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Vendía castañas, semiarrugada en un tronado tenderete. Y al alargártelas, envueltas en papel de periódico, te envolvía con el regalo de su sonrisa.
Pasaron unos mozalbetes y le robaron unas cuantas descaradamente, huyendo gloriosos.
«¡Cuánto sinvergüenza, Dios santo!», masculló para sus adentros.
Me detuve a comprarle cierta cantidad de castañas para compensarla del robo. No comentó nada. Y como siempre me envolvió con su sonrisa.
Mientras me alejaba pensé: ¡Cuánto convergüenza nos regala Dios! Y recordé la confesión de Unamuno: «A mi mujer la alegría le rebasa por los ojos, y ante ella tengo vergüenza de estar triste».
Avergonzar a quienes están a punto de consentir en el pecado de tristeza es una gran obra de misericordia que quiero y debo practicar
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