CONSEJOS volver al indice
 

          Diciendo: «Parecer o dictamen que se da o toma para hacer o no hacer una cosa» o «Modo, camino o medio de conseguir una cosa», se vislumbra lo que sea un consejo, pero un poco en gris.
     Cuando los jóvenes vocacioneros me piden («dada su larga experiencia», fino eufemismo para decir que soy un «presbítero» de solera) algunos consejos prácticos para sus acciones y operaciones vocacionales, siempre saco de mi bodega estos luminosos consejos de Juan Rof Carballo para encontrar tesoros... de vocación.
     Si los pusieran en práctica, se darían cuenta de que son un auténtico tratado de pastoral vocacional.

     La verdad más importante sobre los tesoros escondidos es que realmente existen. Y escondidos bajo la tierra, protegidos por hamadríadas, ninfas, enanos y moros de tez oscura.
     Los pedagogos que no conocen demasiado las cosas de la vida pretenden aleccionarnos, sabihondos: «¡Ah, sí! ¡Usted se refiere a esos tesoros escondidos, simbólicos, que son la belleza, la verdad, el trabajo...!». Esta explicación del tesoro oculto como símbolo de lo que al hombre le parece realidad preconizable es una de las muchas máscaras triviales que los tesoros auténticos han inventado para esconderse mejor.
     Los tesoros escondidos son, efectivamente, ni más ni menos que eso: tesoros. Tesoros auténticos, realidades maravillosas, de verdad apetecibles, difíciles de encontrar, que se esquivan siempre, hasta cuando más las tenemos ante nuestros ojos estupefactos.
     Lo primero que hay que hacer para encontrar tesoros es, naturalmente, buscarlos. Pero no es tan fácil como pudiera creerse. No se puede buscar un tesoro a tontas y locas. Ni tampoco de manera sistemática, científica. Ni es conveniente, por otra parte, poner en ello mucho empeño, obsesionarse con el descubrimiento de los tesoros. Debemos hacernos un poco los distraídos, hacer ver como que no los buscamos, como que no nos interesan.
     En segundo lugar, hay que tener tiempo. La busca de los tesoros requiere mucha paciencia, una paciencia enorme. Hay que dialogar con el tiempo. Dialogar con él amorosamente, como si el tiempo, pese a su género gramatical, no fuera masculino, sino femenino. Dar tiempo al tiempo, ¡qué frase tan maravillosa! El buscador de tesoros no debe ser avaro sino despilfarrador del tiempo. Esperar, esperar siempre, pasar muchas horas callados junto a él.
     Y además necesitamos algo de importancia capital: saber conquistar a sus guardianes, convertirnos en sus amigos, conseguir su simpatía. Quizá éste sea el más misterioso de los misterios que hay alrededor de los tesoros. Pues los tesoros están siempre guardados por una parte de nosotros mismos que es sombría. Muchas de estas partes sombrías guardan —como los guardianes del tesoro— cualidades estimabilísimas. Conviene que los hombrecillos que guardan los tesoros se hagan amigos nuestros. Si los tememos o los despreciamos o, lo que es mucho peor, los atacamos, estamos perdidos. Jamás podremos descubrir el filón maravilloso, los lingotes escondidos.
     Mas la condición suprema para encontrar tesoros es prestar atención a los misteriosos y minúsculos guiños que nos hacen las cosas. Vamos por la vida y las cosas, sin cesar, nos hacen señas, guiños, nos envían mensajes. Acorchados por nuestros hábitos, por nuestras manías, seguimos adelante sin percibirlos. Los guiños de la realidad son los grandes fecundadores de la obra de arte. El tesoro, la realidad maravillosa, el oro enterrado que existe en el mundo, se pone entonces a rebrillar.