 |
 |
 |
 |
 |
 |
|
Vivía solo. Y estaba solo.
Le llevábamos turrón. Porque era lo del tiempo. Pero íbamos insatisfechos. Los verdaderos regalos definen tanto al regalante como al regalado.
Dijo mi acompañante: «Más que turrón lo que este hombre necesita es un pijama con... 282.000 botones».
No se refería, claro está, a un traje de dormir compuesto de pantalón y chaqueta de tela ligera con una enormidad de piezas pequeñas de metal u otro material, forradas de tela o sin forrar, que sirven para abrocharse.
Estaba pensando en aquel muchachito brasileño, adoptado, que echa de menos el cariño de los suyos e imagina al ir a dormir que le visita Maurice, un célebre actor.
La escena es de antología:
Llevaban hablando un rato largo.
Maurice miró la hora. ¡Qué manía tienen las personas mayores de mirar siempre la hora! Y justo en el momento en que todo iba tan bien.
Adivinó mis pensamientos.
—Ya sé, mi niño, pero tuve una semana durísima. ¿Comprendes?
Comencé a incorporarme. El también. Venía en dirección a la cama.
—¿Hoy vas a dormir con ropa y zapatos?
Me quité rápidamente los zapatos y empecé a desvestirme. El mismo tomó mi pijama de debajo de la almohada. Primero me puse los pantalones y después la chaqueta. Los dedos de Maurice comenzaron a abotonar la chaqueta, y yo sentía un deseo enorme de no crecer más, de tener a Maurice cerca de mi corazón y que mi pijama tuviese doscientos ochenta y dos mil botones.
¡Estaría tan bien fabricar montones y montones de pijamas con 282.000 botones, ó 281.999 cuando menos!
|
|
 |
 |
 |
 |
 |
 |
|