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     Algunos años, al llegar el día de san Jorge, preparo «algo» para regalar a los amigos.
     En 1970 les ofrecí una cartulina alargada (13'8 x 5'4) con 14 manos sosteniendo sendas velas y las palabras de Paul Claudel: «Yo quiero ser como un hombre que va encendiendo con su cirio las velas de toda una procesión».
     Este año, con eso de la subida del petróleo, creo que voy a suprimir el regalo.
     Pero de buena gana les enviaría un texto parecido, un párrafo admirable de José María Javierre, tomado de su libro De Juan Pablo I a Juan Pablo II:
     «Sufrimos todos una carencia de amor, de ternura que ponga en la existencia concreta de cada uno algunos gramos de alegría y de fe y de esperanza. Cuando alguien ama enciende un resplandor en torno suyo. El mundo está frío por dentro. Hemos llegado a una época llena de instrumentos para hacernos dichosos, pero la felicidad nos huye. El hombre hoy se convierte fácilmente en enemigo del hombre. Da a veces la sensación de que en las hermosas y brillantes ciudades que hemos construido, somos todos forasteros. Como si el asfalto de las calles hubiera también forrado endurecidamente nuestras vísceras. Ha huido el amor. Pero a ese desencanto el hombre no se acostumbra. Silenciosamente aguarda que un día o una noche alguien le encienda una antorcha, alce una lámpara».
     Encender antorchas, alzar lámparas: un gesto al alcance de todos los que estamos empeñados en no dejarnos forrar el corazón.