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LA VOCACION A UN MINISTERIO BÁSICO Y SERVICIAL

Juan María Uriarte

Esquema de la ponencia.

Introducción.

1. Un ministerio necesario.

a) Para generar y regenerar la comunidad.

Los servicos básicos.

Sacramento de Cristo Pastor.

Cuatro precisiones.

b) Para garantizar la identidad cristiana de las comunidades.

Doble función heredada de los apóstoles.

Una precisión importante.

Actualidad de esta función.

2. Un ministerio al servicio de las demás vocaciones.

a) Al servicio del sacerdocio común.

Sacerdocio existencial y universal de todos los bautizados.

El sacerdocio ministerial, al servicio del sacerdocio existencial.

b) Al servicio de los carismas.

Un carisma singular.

Triple servicio a los demás carismas.

3. Un ministerio que nace de una vocación.

a) La vocación en la Biblia.

b) La vocación en el magisterio y en la teología.

Concreción de la vocación cristiana y eclesial.

Gracia de Dios.

Llamada singular.

Signo del amor del Señor a la Iglesia.

Se encarna históricamente en la llamada de la Iglesia.

c) La vocación al presbiterado hoy entre nosotros.

Equilibrio entre aspecto subjetivo y objetivo de la vocación.

Atención a las motivaciones.

Vocación sacerdotal y capacidad de liderazgo.

Introducción

La mirada a la realidad nos ha desvelado un panorama preocupante que nos urge a trabajar. Para que este trabajo está debidamente motivado y rectamente orientado es preciso que formulemos algunas convicciones y reflexiones fundamentales nacidas de la Sagrada Escritura, la teología y la experiencia eclesial. En esta conferencia vamos a recurrir especialmente a PDV. como a una fuente que condensa con alta autoridad el mensaje de Escritura, la doctrina de la teología y la experiencia secular de la Iglesia.

Estas reflexiones, necesariamente fragmentarias, establecen, en primer lugar la necesidad vital de los sacerdotes para la vida de la comunidad. Esclarecen, seguidamente, la relación entre la vocación sacerdotal y todas las demás vocaciones cristianas. Queda así asentada la naturaleza servicial y complementaria del carisma presbiteral con respecto a los demás carismas. En un tercer paso evocan la naturaleza de la llamada de Dios requerida para ejercerlo.

Nuestra presentación intenta evitar una valoración exclusiva o exagerada del presbítero. El sacerdote no lo es todo en la Iglesia. No es lo único importante. Ni siquiera lo más importante. Lo más importante es ser cristiano, ser bautizado. El bautismo establece entre todos los miembros de la comunidad cristiana una igualdad substancial y una fraternidad fundamental. El presbítero no es, pues, un supercristiano. Comparte con todos los bautizados la dignidad increíble de ser cristiano y la debilidad endémica de ser pecador. El sacramento del orden,lejos de alterar esta igualdad básica, constituye al presbítero en servidor de la comunidad cristiana.

1. Un ministerio necesario

Este servicio humilde es vital para la Iglesia. Es un servicio básico del que depende la global salud espiritual de la comunidad cristiana. Es importante comprender esta necesidad del presbítero. Sólo así evitaremos el riesgo de sobrestimarlo o subestimarlo.

a) Para generar y regenerar la comunidad

Los servicios básicos

Jesucristo no es el Fundador difunto de la Iglesia, sino su Pastor viviente. La Iglesia no es como una casa acabada que ya no depende de su arquitecto, sino como un río que, para seguir subsistiendo, está vinculado a la fuente que lo origina continuamente. El Señor genera y regenera incesantemente a la Iglesia por su Palabra, su Eucaristía y su Servicio de Guía de la comunidad. Estos son los servicios básicos que la Iglesia necesita para dedicarse a su vocación: alabar a Dios, vivir en fraternidad, ofrecer al mundo el testimonio de su fe y el servicio de su caridad. Una Iglesia así nutrida está preparada para que el Espíritu suscite en su seno carismas diversos que refuercen su vigor y ofrezcan valiosos servicios a la sociedad.

Sacramento de Cristo Pastor

Al brindar estos servicios básicos a la comunidad, Jesucristo, el Verbo Encarnado, respeta la ley de la encarnación. Su servicio a la comunidad se encarna en el servicio de un grupo de hermanos especialmente llamados, consagrados y enviados para hacer presente, patente y operante en esta comunidad la actividad servicial del Señor. Los presbíteros son signo visible del Señor al pronunciar, en formas diferentes, la Palabra que despierta la fe. Le prestan su persona para que El se haga activamente presente en los gestos sacramentales. En efecto, según la conocida frase de San Agustín, en los sacramentos es Cristo quien bautiza, quien reconcilia, quien preside la mesa eucarística. En ella "se significa, con propiedad, y se realiza maravillosamente el Pueblo de Dios" (LG 11). Los presbíteros transparentan a Cristo como Señor y Servidor de su Iglesia, cuando en su nombre presiden a la comunidad impulsándola a la alabanza, a la unidad y al compromiso. En este sentido, los sacerdotes son sacramento de Cristo Pastor.

Una comparación elemental puede ilustrar esta afirmación. Cualquier instalación sanitaria, educativa, hotelera (incluso un simple campamento de verano) necesita unos servicios básicos para que estas instituciones puedan dedicarse a curar, a educar, a distraer. Tales servicios básicos son asegurados por un equipo de intendencia. Los sacerdotes son la intendencia de la Iglesia.

"Los presbíteros son, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo Cabeza y Pastor, proclaman con autoridad su palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación, principalmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía; ejercen, hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu. En una palabra, los presbíteros existen y actúan para el anuncio del Evangelio al mundo y para la edificación de la Iglesia, personificando a Cristo, Cabeza y Pastor, y en su nombre" (PDV 15).

Precisiones:

Notemos, en primer lugar, que los sacerdotes no tenemos ninguna exclusiva de ser signos de Cristo. La Iglesia entera es el gran signo del Señor. Ella, en su variedad, está llamada a reflejar la variedad de rasgos del rostro de Cristo. Cada creyente reproduce a Cristo subrayando alguno de sus rasgos: la oración, la consagración a los marginados, la paciencia en el sufrimiento, la pobreza. Los sacerdotes reproducen intensivamente los rasgos de Cristo Pastor.

Ciertamente los sacerdotes necesitamos, tanto como los demás, "ser pastoreados" por el Señor. Somos discípulos antes que educadores en la fe, necesitados de misericordia antes que señales del perdón de Dios, miembros de la grey antes que pastores. "Siendo, pues, para mí causa de mayor gozo el haber sido rescatado con vosotros que el haber sido puesto a la cabeza me dedicaré siguiendo el mandato del Señor con el mayor empeño a serviros, para no ser ingrato a quien me ha rescatado con aquel precio que me ha hecho ser vuestro consiervo". (S. Agustín, en PDV 20)

Los sacerdotes llevamos el tesoro del ministerio en vasos de arcilla. Los sacerdotes son "hombres con su código genético, con su constitución concreta... pobres, débiles, cansados... Cuando el obispo les impone las manos, les asegura la gracia para un ejercicio digno y válido del ministerio; no los transforma en ángeles. La gracia recibida se realiza en la flaqueza, en la capacidad de equivocarse, en la impotencia" (Rahner).

Pero no por esta debilidad sigue siendo la gracia de su ministerio menos necesaria para la Iglesia. Una comunidad cristiana que no es constantemente regada por la Palabra, los sacramentos y el gobierno pastoral, languidece, se desnaturaliza y se desintegra. Cristo se convierte para ella en un personaje del pasado; el Evangelio, en letra muerta. La oración se desvaloriza y se apaga; la predicación se torna propaganda; el compromiso cristiano se adultera. En resumen: la penuria de presbíteros trae consigo el debilitamiento de la Iglesia.

b) Para garantizar la identidad cristiana de las comunidades

Doble función heredada de los apóstoles

La necesidad de los sacerdotes resulta todavía más patente cuando analizamos cómo y por qué nació el ministerio ordenado en la Iglesia de los apóstoles, reflejada en el NT

En vida de los Apóstoles, eran ellos quienes impulsaban y regulaban el movimiento misionero de la iglesia naciente y garantizaban la autenticidad cristiana de las comunidades que se iban formando. Ellos, que habían convivido con el Resucitado, tenían y ejercían la capacidad de discernir si la fe y la vida de las comunidades era realmente la propia de la comunidad que Jesús quiso. Urgidos por la misión evangelizadora, cada vez más exigente, asociaban a su ministerio a colaboradores cualificados.

A medida que los apóstoles van muriendo y la iglesia se va extendiendo y desarrollando, se hace más necesaria la doble función de impulsar la misión y de discernir. La identidad cristiana corre peligro. Surgen bajo la acción del Espíritu, por voluntad de los Apóstoles, ministros ordenados para potenciar el dinamismo misionero y garantizar, mediante el discernimiento continuo, que la Iglesia que va gestándose es idéntica a la iglesia plantada por los apóstoles siguiendo el designio del Señor.

Los obispos y presbíteros de hoy hemos heredado esta misma misión: garantizar y procurar la autenticidad cristiana de nuestras comunidades. Nuestra misión consiste no sólo en vigorizar a las comunidades, sino en velar por que ellas en continuo y servicial intercambio con la sociedad, mantenga un estilo cristiano auténtico, sin sucumbir a las influencias exteriores y tentaciones interiores que puedan desvirtuar su fidelidad fundamental. En un tiempo tan preocupado por la "marca" de los productos, tan propenso a las imitaciones y tan exigente en reclamar la garantía, el ministerio apostólico compartido por obispos y presbíteros sería como la garantía que asegura que esta comunidad concreta es substancialmente idéntica a las comunidades creadas por los Apóstoles y queridas por el Señor.

Una precisión importante

Evidentemente, toda la Iglesia es apostólica, no sólo los ministros ordenados. Es la Iglesia quien recibe continuamente del Espíritu Santo el don de mantener su identidad en todos los lugares de la tierra y en todos los siglos de la historia. Pero el organismo eclesial tiene un órgano especializado para ejercer, en sintonía habitual con toda la Iglesia, esta misión: el grupo de obispos y presbíteros.

Actualidad de esta función

Salta a la vista la perenne actualidad de este ministerio. El riesgo de perder identidad por disolución o por acorazamiento es perpetuo. La "dispersión de Galilea" y el "confinamiento en el Cenáculo" fueron ya tentaciones reales en el primer núcleo de la comunidad del Señor. Pero en la Europa del siglo XX este riesgo es bien patente. La sociedad actual es tan vigorosa y consistente que, lejos de ser seducida por el Evangelio, tiende a erigirse para la Iglesia en ídolo seductor. Una corriente proveniente de la sociedad va tallando por dentro a los creyentes y modelando la misma Iglesia. El Espíritu actúa también en el mundo. Pero también "la carne". Es preciso saber discernir lo que es propio e impropio de la comunidad de Jesús. El carisma del discernimiento, intensivamente presente en los sacerdotes, es hoy un don impagable para la comunidad cristiana.

2. Un ministerio al servicio de las demás vocaciones

El ministerio presbiteral es necesario. Pero no es un oficio acaparador,sino un servicio a todas las vocaciones y carismas de la Iglesia. Lejos de apagar otras vocaciones en la Iglesia, las despierta y las conforta.

a) Al servicio del sacerdocio común

Sacerdocio existencial y universal de todos los bautizados

El autor de la carta a los Hebreos nos ha legado una concepción muy rica del sacerdocio de Cristo. El Señor no perteneció por nacimiento a ninguna de las familias sacerdotales existentes en Israel para realizar en el templo actos cultuales en nombre del pueblo. Su sacerdocio no fue cultual, sino existencial. En otras palabras: la ofrenda que El hizo no fue la ofrenda litúrgica de su tiempo, sino la ofrenda de su existencia: una vida en obediencia filial al Padre y en servicio fraternal a sus hermanos. La Eucaristía cristiana no es sino la actualización, en el culto, de esta ofrenda existencial realizada por Jesús a lo largo de toda su vida, culminada por El en la Pascua y prolongada en la vida eterna.

Esta manera existencial de ser sacerdote ha sido transmitida por el Señor a toda la comunidad y a cada uno de los bautizados. Nuestra existencia, vivida en el amor a Dios y a los hermanos, es la ofrenda que hacemos al Padre unidos a Cristo. Al entregarla así, estamos ejerciendo nuestro sacerdocio común. La fidelidad sostenida a este doble y único amor es la substancia misma de ese sacerdocio.

El sacerdocio ministerial, al servicio del sacerdocio existencial

El sacerdocio común de todos los fieles, nacido del sacramento del Bautismo y expresado en toda su plenitud en la Eucaristía, es el fundamental y principal. El sacerdocio especial de presbíteros y obispos está a su servicio. Tiene como objetivo estimular y avivar en todos los cristianos su sacerdocio común. Se propone ofrecerles la luz, la compañía y el testimonio que necesitan y reclaman para hacer de su vida una ofrenda a Dios y una entrega a los demás, incorporada a la ofrenda de Cristo en la Eucaristía. "Finalmente los presbíteros se encuentran en relación positiva y animadora con los laicos, ya que su figura y su misión en la Iglesia no sustituye sino que más bien promueve el sacerdocio bautismal de todo el Pueblo de Dios, conduciéndolo a su plena realización eclesial. Están al servicio de su fe, de su esperanza y de su caridad. Reconocen y defienden, como hermanos y amigos, su dignidad de hijos de Dios y les ayudan a ejercitar en plenitud su misión específica en el ámbito de la misión de la Iglesia" (PDV 17).

La ofrenda a Dios y la entrega a los demás, substancia del sacerdocio común, reviste formas diferentes en las mil vocaciones diversas de los cristianos. Los presbíteros estamos llamados a servir a estas diferentes vocaciones y situaciones. Las personas de especial consagración, los matrimonios, los jóvenes trabajadores o estudiantes, los profesionales, los parados, los enfermos y ancianos podrán esperar del presbítero una ayuda valiosa para vivir sacerdotalmente su vocación personal y su situación concreta.

b) Al servicio de los carismas

Un carisma singular

"El 'munus regendi' (de los presbíteros) es una misión muy delicada y compleja, que incluye, además de la atención a cada una de las personas y a las diversas vocaciones, la capacidad de coordinar todos los dones y carismas que el Espíritu suscita en la comunidad, examinándolos y valorándolos para la edificación de la Iglesia, siempre en unión los Obispos" (PDV 26).

Al igual que la vida religiosa, el celibato, el martirio y la consagración a los marginados, el presbiterado es también un carisma. Y como tal carisma, es un regalo del Espíritu a algunos para utilidad de la comunidad.

En concreto, el carisma presbiteral es una presencia activa y permanente del Espíritu, recibida en la ordenación, que capacita al presbítero y lo reclama para hacerse cargo de la comunidad cristiana formándola en la fe, presidiendo en nombre de Cristo y de su Iglesia las celebraciones y guiando la vida de la comunidad. La Escritura compara este carisma a unas brasas encendidas, prestas a ser avivadas por el soplo de la colaboración humana. El presbítero es, en consecuencia, un líder a la vez oficial y carismático de la comunidad.

Triple servicio a los demás carismas

Pero el presbiterado no es simplemente un carisma junto a otros. Es un carisma especial al servicio de los demás carismas. Si todos los carismas convierten al agraciado en servidor, el carisma presbiteral lo convierte en servidor de servidores. El servicio concreto que el presbítero debe a otros carismas puede condensarse en tres direcciones: descubrirlos, discernirlos y armonizarlos.

Descubrir los carismas equivale a detectar en los creyentes potencialidades de servicio dormidas y congeladas. La misión del presbítero no consiste en acumular carismas sino en despertarlos. A él corresponde ser "ministro de la inquietud", suscitar en los demás la fiebre del servicio y sostenerlos en él cuando el cansancio o el desaliento les tientan a abandonarlo.

Discernir los carismas no es ni someterlos a férreo control ni dejarlos desenvolverse con permisividad. Es decantarlos de las adherencias que inevitablemente contraen cuando se encarnan en temperamentos, en grupos, en instituciones. El rigor, el orgullo espiritual, el talante sectario, el profetismo desencarnado no son tentaciones imaginarias. No se trata de mutilar la vida, sino de podarla para que haya más vida. Los carismas tienen derecho a requerir del presbítero la libertad y la prudencia postuladas para esta misión.

Armonizar entraña conjugar los carismas, a la manera como un director de coro articula y empasta voces diferentes. De este modo los dones de cada uno contribuyen a que la Iglesia testifique su unidad y multiplique su fecundidad.

Ningún carisma debe, en consecuencia, temer de un ejercicio adecuado del presbiterado merma ni mutilación alguna. Al contrario, puede esperar cultivo, consejo, legitimidad eclesial. Cuanto más carismática sea la comunidad cristiana, con mayor apremio necesitará de este "carisma regulador de los carismas". Cuanto más vigoroso sea y más en su puesto esté el ministerio de los presbíteros, más saludable resultará para los diferentes carismas.

3. Un ministerio que nace de una vocación

El autor de la carta a los Hebreos, tras haber diseñado el perfil del sacerdocio, continúa con estas palabras: "Y nadie se atribuye tal dignidad, sino el llamado por Dios" (Heb 5, 4). Puede parecer que ser presbítero es una pura opción del candidato efectuada por motivos de generosidad o de responsabilidad y aceptada por la Iglesia. Puede parecer una simple elección de un camino que el aspirante considera realizador de su persona. Puede incluso parecer, en algunos casos, una especie de necesidad del corazón. La verdad profunda es otra: "no me habéis elegido vosotros a mí; yo os he elegido a vosotros... para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca" (Jn 15, 16). En otras palabras: somos sacerdotes por vocación.

a) La vocación en la Biblia

El Antiguo Testamento conoce una vocación fundamental: la del pueblo de Israel. Al servicio de este pueblo llamará Yahvé con vocación especial a grandes líderes (Abrahán, Moisés) y a grandes profetas (Isaías, Jeremías, Ezequiel). El Nuevo Testamento conoce asimismo una vocación por excelencia: la vocación cristiana. Al servicio de esta vocación, Dios llama especialmente a María y a los Apóstoles. A través de todos estos relatos, la Biblia nos presenta una imagen vigorosa, sumamente sugestiva, de esta vocación especial con la que se emparenta estrechamente la vocación al ministerio. Recojamos sus rasgos más salientes.

La vocación especial aparece en la Biblia como una iniciativa tomada por Dios para implicar a una persona en su proyecto de salvación de la comunidad (Ex 3, 112). No es "un asunto particular entre Dios y yo". La situación del pueblo, las necesidades de la comunidad, la aflicción de los pobres, los riesgos de los dispersos, la postración de los pecadores, son el motivo de la llamada.

La vocación es una llamada dirigida a lo profundo de la persona, "al corazón" (Jer 1, 410). Hace diana en el centro de la vida y por ello trastorna la existencia de la persona por fuera y por dentro. Por fuera, quedan tras tocados todos los planes anteriores. Por dentro, nace otro hombre: otros objetivos, otros motivos, otros valores. La Biblia refleja el surgimiento de este "hombre nuevo" cambiándole el nombre. Abrahán es, en adelante Abraham; Jacob es Israel: Simón se llamará Pedro.

Es una llamada que postula la entrega de todo el corazón y toda la vida del llamado (Hech 9, 19). No se es profeta o apóstol como actividad marginal para los tiempos libres. Al llamado no se le puede descomponer en dos: por una parte, su trabajo y, por la otra, su vida privada. La Biblia no conoce esta "electrólisis".

Se trata de una llamada que, al tiempo que le arraiga en la comunidad, le hace "diferente" y le convierte en un extraño entre los suyos (I Cor 4, 913). Los motivos, los criterios y las actitudes del llamado se desmarcan de aquellos que son habituales y convencionales en su entorno.

Es natural que una llamada así provoque no sólo el deseo de secundarla, sino también la resistencia a seguirla (Jn 20, 79). El atractivo y el miedo se conjugan. El corazón humano se convierte en un campo de batalla.

Pero hay en la vocación un elemento que rompe el "impasse" creado por la confrontación del deseo y de la resistencia. Como en el caso de María, la llamada va acompañada de una promesa: "Yo estaré contigo; no temas" (Lc 1, 29.35). Tal promesa no asegura éxitos ni comodidades. Pero sí garantiza el apoyo y compañía constantes del Señor.

b) La vocación en el magisterio y en la teología

La teología reflexiona sobre la vocación cristiana común y sobre las vocaciones específicas. Entre ellas, presta atención a la vocación presbiteral. Estas son algunas de sus afirmaciones más relevantes:

Concreción de la vocación cristiana y eclesial

La vocación al presbiterado es una concreción de la vocación cristiana común, no una vocación añadida a ella. "La ordenación no es un superbautismo que constituya una clase de supercristianos" (De Lubac). La vocación presbiteral es una manera de encarnar y de ayudar a encarnar la llamada a la fe, a la comunidad, al testimonio, que el Señor dirige a todos los bautizados.

Gracia de Dios

"La vocación es un don de la gracia divina y no un derecho del hombre, de forma que nunca se puede considerar la vida sacerdotal como una promoción simplemente humana, ni la misión del ministerio como un simple proyecto personal" (PDV 36).

La vocación sacerdotal es una gracia de Dios. No es el fruto de unas condiciones sociológicas o religiosas favorables. Tampoco es la proeza de un espíritu generoso y abnegado. Es una iniciativa salvadora de Dios. El nos precede; en el origen de la vocación está sólo Dios y su amor.

Llamada singular

Esta llamada no es, sin embargo, puro despliegue de unas potencialidades contenidas en todo bautizado. Despierta en algunos cristianos un carisma particular que el Espíritu otorga en la ordenación y que los convierte en servidores y guías de la comunidad. La vocación al seguimiento de Cristo en el ministerio sacerdotal tiene un sentido original y personal (cf. PDV. 34). "Cada uno ha de ser ayudado para poder acoger el don que se le ha dado a él en particular, como persona única e irrepetible" (PDV 40). La Iglesia no engendra cristianos en serie. Cualquier cristiano es único e irrepetible. Es verdad que todos los creyentes tenemos un mismo "código genético", es decir, una común vocación a la santidad y a la fidelidad. Pero así como el mismo código genético se encarna diferentemente en seres humanos únicos, esta vocación común adquiere rostro singular y concreto en cada uno de nosotros. El Señor nos ha llamado no sólo a ser cristianos, sino a serlo de una manera determinada. Así nuestra común vocación cristiana se torna vocación particular.

No todos en la Iglesia admiten la afirmación precedente. Algunos estiman que Dios nos llama a ser cristianos, pero no a serlo de una manera determinada. Según ellos recibimos una llamada general, común a todos los cristianos; pero no recibimos una llamada de Dios para el matrimonio, la vida religiosa, el servicio a los pobres del Tercer Mundo, el ministerio sacerdotal. Tales formas de vida no son sino medios para realizar nuestra vocación. Las elegimos nosotros mismos. Dios es demasiado trascendente para mezclarse en dicha elección. El elige sólo el fin. El nos ha hecho libres: nos ha dado la capacidad de elegir los medios. El se remite a ratificar nuestra opción.

Esta convicción encierra consecuencias importantes. Si Dios no alberga una voluntad concreta sobre mi vida concreta, si no es El quien me llama a responderle de una manera determinada, yo no estoy comprometido con El ni a la hora de elegir una vocación determinada ni a la hora de perdurar en ella. Lo único que debe importarme es mi vocación cristiana. Realizarla en una forma de vida u otra resulta para mí no sólo menos importante, sino rigurosamente secundario. Cambiar de estado de vida no comporta un drama existencial ni una infidelidad a Dios.

Es preciso reconocer que esta mentalidad y, sobre todo, esta manera vital de situarse ante la vocación tiene muchos adeptos. No podemos sostener esta apreciación. Cada uno de nosotros recibe, con la existencia misma, una vocación cristiana no sólo genérica, sino particular y determinada. Esta llamada es una "huella de Dios". Es tan profunda que confiere un sentido concreto a mi vida y determina mi propia identidad. Yo puedo descubrirla a través de signos inscritos en mi personalidad, en mis inclinaciones interiores, en las necesidades de las personas. Dios no juega a los dados con nosotros. Es verdad que nosotros elegimos la vocación, pero Dios elige en nosotros y con nosotros. En estas circunstancias el hombre está necesitado y obligado a hacer opciones y a prometer fidelidades incondicionales allí donde percibe la presencia y la urgencia de ese Valor Absoluto y Personal al que llamamos Dios. Y está obligado a mantenerlas. No se trata de una mera opción personal. Ni siquiera de un simple compromiso de la comunidad. El hombre se ha comprometido, ante todo, con Dios. Cuando uno lee con detenimiento los relatos bíblicos de la vocación no puede sustraerse a esta manera de concebir y vivir la llamada del Señor.

Signo del amor del Señor a la Iglesia

La vocación presbiteral es una gracia concedida, ante todo y sobre todo, a la comunidad cristiana "para edificación de la Iglesia" (Sto. Tomás). "Es un regalo de Dios a su Iglesia" (Rahner). Es un signo del amor salvador que el Señor Jesús profesa a su Iglesia. Una comunidad puede estar mejor o peor dispuesta para aceptarla; pero no puede crearla. La recibe del Espíritu.

Pero la vocación es también un signo del amor de Dios para aquel que es llamado. No es una "recompensa por los servicios prestados". Ni es una carga difícilmente soportable que "alguien tiene que llevar". Es desde luego una gracia costosa, pero también gozosa. Más gozosa que costosa cuando la colaboración es generosa.

Se encarna históricamente en la llamada de la Iglesia

La vocación o llamada de Dios se hace visible y sensible en la llamada de la Iglesia. "Todo presbítero recibe del Señor la vocación a través de la Iglesia... Este elemento eclesiástico pertenece a la vocación, al ministerio presbiteral como tal" (PDV 35). Siguiendo una imagen vigorosa que utilizan los Padres de la Iglesia acerca de la vocación bautismal, podemos afirmar que la comunidad cristiana es la matriz en la que, por la Palabra y el Espíritu, se gesta la vocación presbiteral. Esta función maternal se hace más densa y patente en la llamada imprescindible del obispo al ordenando.

c) La vocación al presbiterado hoy entre nosotros

Equilibrio entre aspecto subjetivo y objetivo de la vocación

La vocación al presbiterado es siempre idéntica y siempre diferente. En cada época histórica y en cada latitud ofrece caracteres y rasgos diferentes que requieren una atención más cuidadosa.

Hoy existe en la comunidad cristiana una tendencia predominante a subrayar y valorar más el aspecto subjetivo de la vocación presbiteral que el aspecto objetivo. En otras palabras: el deseo y la decisión del sujeto cuentan más que la llamada de la Iglesia. Los seminarios se nutren de jóvenes que se sienten llamados por Dios, no de jóvenes a los que ha llamado la Iglesia. La intervención de ésta en la vocación se concibe más en clave de "control de calidad" que en términos de llamada interpeladora y autorizada.

En la Iglesia antigua, el desequilibrio era justamente de signo contrario: la Iglesia, por medio del obispo, llamaba perentoriamente a creyentes aptos sin que éstos tuvieran demasiados recursos para "defenderse" de esta propuesta terminante.

No sería en absoluto deseable una aceptación del presbiterado forzada por la presión de la comunidad. Pero tampoco es modélica una trayectoria vocacional que no sea fuertemente interpelada desde las necesidades de la comunidad. En el límite, "podría llevar a la Iglesia a quedar privada de sacerdotes cuando ya no hubiera candidatos que se ofrecieran voluntarios" (H. Legrand). Tratándose de un ministerio básico y estrictamente necesario para la vida de la comunidad, tendríamos que subsanar esta descompensación real e importante entre los elementos objetivos y subjetivos de la vocación presbiteral subrayando más netamente la llamada, incluso autorizada e interpeladora, a creyentes adornados de las cualidades requeridas.

Atención a las motivaciones

Podría suponerse, a primera vista, que, en tiempos poco favorables como los nuestros, las pocas vocaciones que surjan serán de probada garantía. No es así. La misma "extrañeza cultural" de la vocación presbiteral favorece que se sientan atraídos por ella no sólo personas normales e incluso excepcionales, sino individuos extraños trabajados por motivaciones dudosas. El temor al compromiso sexual y amoroso, el miedo a la intemperie competitiva de la vida civil, el ansia de ser diferente de los demás, el afán desmedido de protagonismo, el "misticismo" de origen compensatorio, la tendencia a confinarse en planteamientos irreales... puede inducir total o preferentemente una "inclinación vocacional".

Las vocaciones reales y auténticas al presbiterado no son del todo inmunes a las adherencias de una u otra de estas motivaciones. Pero no nacen sin más del idealismo juvenil, sino de la fe. No tienen su raíz en las preocupaciones sociales de los jóvenes, sino en una experiencia de Iglesia. No se asientan sobre actitudes de extrañeza acomplejada ante el mundo, sino sobre un sano y potente amor a la vida. Esta es la "recta intención" de la que nos habla la tradición de la Iglesia.

Vocación sacerdotal y capacidad de liderazgo

La teología del ministerio afirma, con nitidez cada día mayor, que el ministerio ordenado es el carisma para guiar a la Iglesia. Los ordenados reciben, según San Hipólito, "espíritu de gobierno y de consejo".

Esta capacidad de conducir aglutinando, estimulando, orientando, debería ser objeto de un discernimiento más afinado, sobre todo en los candidatos al presbiterado diocesano. No se trata de que cada presbítero deba ser "líder nato" lleno de iniciativa, de fuerza decisoria, de encanto personal y de capacidad integradora. Pero las personas, por tantos conceptos excelentes, que no den una talla mínima en estas cualidades deberían ser orientadas hacia otras vocaciones y ministerios eclesiales laudables y saludables para la comunidad y para la sociedad.